El apodo secreto
El nombre le queda como anillo al dedo. No sé si fue idea de su mamá o si fue el nombre el que la andaba buscando desde antes de que naciera. La cosa es que le queda perfecto, como si no pudiera llamarse de otra forma..
Voy en el metro, sentado con la cabeza llena de cosas. Las luces pasan rápido, como si fueran fantasmas afuera de la ventana. El tren suena metálico, constante, y de alguna forma ese ruido acompaña lo que pienso. Es martes, pero la ciudad anda con cara de domingo.
Me bajo en la estación del centro y me voy directo a los baños públicos del pasaje de San Eloy. No porque lo necesite, sino porque siempre termino ahí. Manías raras, supongo. Me gusta el lugar, huele a lejía y óxido, como si el tiempo no pasara del todo. Me miro en el espejo viejo, el que está medio roto y lleno de manchas. Me quedo quieto un momento. Me desnudo. La adrenalina me sube por todo el cuerpo. Me apoyo contra la pared y me sigo mirando. Esas manchas del espejo parecen como si fueran los pecados pegados a mi piel. Me gusta ver eso, tratar de entenderme.
Tenía una cita con Lira y su hijo. Íbamos a cenar. Algo tranquilo, sin drama. Como dejarse llevar por el viento sin oponer resistencia.
Me vestí y salí del baño sintiéndome medio raro, pero con el corazón acelerado. La ciudad olía a pavimento mojado y fruta madura. Era como si algo estuviera a punto de pasar.
El restaurante estaba cerca. Lo reconocí por la lámpara vieja de cobre y la música suave que salía por la puerta. Ella ya estaba ahí.
Lira. De pie con su hijo agarrado de la mano. Era imposible no fijarse en su figura. Pequeñita, un metro y medio a lo mucho, pero no era eso lo que atrapaba. Había algo en ella… no sé, como un misterio suave que se sentía sin que hablara.
Y esos ojos. Verdes. No como pasto, no como joyas. Más bien como los brotes nuevos que salen después de una tormenta. Te miraban como si te estuvieran leyendo desde adentro.
Tenía senos medianos, y el vestido le marcaba la cola de una forma que me dejaba sin aire. Lo sabía. Se notaba que lo sabía. Me sonreía con esa mezcla de inocencia y malicia que me volvía loco.
Una vez, en confianza, le dije: —Si esto fuera una historia, tú serías la protagonista… y yo, el man que se enamora de tu risa… y de tu culito. En ese orden.
Se rio. Esa risa limpia, sin filtro, que me hizo sentir como si todo estuviera bien en el mundo. Desde ahí quedó como chiste interno. Una especie de contraseña entre nosotros.
El niño, que tenía como ocho o nueve años, me miraba como si tratara de averiguar qué papel jugaba yo en la vida de su mamá. Le sonreí. Me respondió con una media sonrisa, como aceptando que podía quedarme.
—Llegaste justo —me dijo Lira, con esa voz suya que siempre suena rica, como pan caliente.
—No sé llegar de otra forma —le contesté, con esa mezcla de chiste y verdad que a veces se me escapa.
Entramos.
El lugar era cálido, acogedor. No por la luz, sino por cómo todo parecía girar alrededor de ella. Como si el restaurante supiera que Lira iba a venir y se hubiera preparado para eso. Cortinas ocre, lámparas bajitas, el murmullo de fondo, el olor a madera.
Pedimos jugos. De mandarina, si no estoy mal. Me acuerdo porque ella lo pidió con esa forma suya de hablar que hace que cualquier cosa suene bonita.
Mientras hablábamos de tonterías —el colegio del niño, el trancón, un libro que tenía a medias—, nos coqueteábamos sin disimular demasiado. Yo no podía dejar de ver sus labios. Pequeños, pero provocadores. Y sentía que ella también me miraba los míos, como si quisiera adelantarse a algo que todavía no había pasado.
El ambiente estaba cargado. Como esa electricidad antes de una tormenta. Me sentía como en un sueño del que no quería despertar, pero sabiendo que lo estaba soñando con los ojos abiertos.
—¿Estás bien? —me preguntó, con esa sonrisa que parece que te estuviera tocando.
—Sí —le dije—. Solo trato de guardar este momento.
No dijo nada. Solo bajó la mirada y dibujó un círculo en el vaso con el dedo. Como si escribiera algo solo para mí.
Nos miramos. Silencio cómodo. Pero en el fondo, se sentía como si algo estuviera a punto de estallar.
—¿Sabes? —dijo—, siempre me ha fascinado cómo los hombres se pierden en los detalles. Como si las palabras taparan lo que de verdad quieren decir.
Me la dejó picando.
—¿Y tú cómo sabes tanto? —le dije, sonriendo.
Ella tomó un sorbo de jugo con una calma que parecía ensayada. Su cara tenía ese brillo suave que dan las luces cálidas, pero sus labios… sus labios me tenían jodido.
—Porque las mujeres no necesitamos hablar tanto —me respondió—. A veces basta un roce, un suspiro… una mirada. Eso es todo lo que se necesita para encender algo.
Me recorrió un escalofrío. Y ella lo notó, claro que sí. Le brillaban los ojos como si se divirtiera viendo cómo me desarmaba.
—¿Nunca te ha pasado que las palabras sobran? —preguntó, y su voz era casi un susurro.
Sabíamos los dos que estábamos al borde de algo. Lo sentíamos. Esa tensión rica, densa.
—Nunca lo había pensado —le dije, ya medio ido por todo lo que estaba pasando.
Y sin decir más, se inclinó un poco hacia mí. Su perfume me rodeó y me mareó, pero de la mejor forma. Me tocó la mano con la punta de los dedos, casi sin querer, y ese toque bastó para entender todo.
Ya no era solo un juego.
Era real. Éramos novios sin necesidad de decirlo. Nadie lo había dicho en voz alta, ni ella ni yo, pero los dos lo sabíamos. Habíamos hablado tanto, compartido tanto, que la confianza ya se sentía como una casa donde los dos vivíamos sin habernos mudado del todo.
O si se quiere decir de otra manera, hasta antes de ese día lo único que nos unía era la amistad profunda que habíamos construido. De esas que no necesitan maquillaje ni excusas. Pero ese día… ese maldito y bendito día, algo cambió. Ya no era solo amistad. Ya no era solo ese juego de miradas y palabras. Era otra cosa. Algo que se colaba entre nosotros sin pedir permiso.
Desde ese momento, ya podíamos ser algo más.
Y fue entonces cuando, como si nada, ella empezó a contarme una historia.
Dijo que la había encontrado en el computador de su casa, señalándome a su hijo sin que él se diera cuenta, no tuvo que mencionarlo, capte inmediatamente.
Me lo contaba con voz suave, bajita, sin apuros, como quien va deshojando una flor.
—No te imaginas lo que encontré el otro día… —empezó, con una sonrisa ladeada.
Su hijo estaba ahí, así que usaba las palabras justas. Ninguna grosería, ningún detalle directo. Pero el tono… ese tono sí decía todo. Era una historia claramente pornográfica, pero ella sabía cómo envolverla en un lenguaje casi inocente. Hablaba de una mujer que esperaba a un visitante en casa. De cómo se arreglaba, de lo que pensaba, de lo que deseaba. Y mientras lo decía, su voz se volvía más lenta, más íntima. No necesitaba entrar en detalles explícitos. Bastaba con cómo miraba la mesa mientras hablaba, con cómo jugaba con la servilleta entre los dedos.
—Es curioso —dijo, con esa mezcla suya de picardía y dulzura—, cómo ciertas cosas se pueden decir sin decirlas… y aun así provocan más.
Me miró de reojo. Yo sentí que me derretía. El corazón me latía en el cuello. Ella sabía lo que estaba haciendo.
Y lo hacía perfecto.
No era solo el contenido de la historia. Era cómo la contaba. Cada palabra estaba medida, cada pausa tenía su propio peso. No había vulgaridad, pero había deseo. No había gritos, pero sí una tensión tan clara que se podía cortar con una cuchara.
El niño, ocupado con su jugo y distraído con su propio mundo, no parecía notar nada. O quizás sí. Quizás sentía algo en el aire, como cuando huele que va a llover. Pero Lira lo manejaba con una maestría que me dejaba sin palabras.
Cuando terminó, solo dijo: —Me excita contarte esto… tenía que hacerlo.
Yo no dije nada. No podía.
Comimos tranquilos, como si no pasara nada. Como si no nos estuviéramos comiendo también las ganas, a cucharadas lentas entre plato y plato.
Ella cortaba su comida con calma, hablaba de cosas simples —del clima, de un vecino raro, de una serie que quería ver—, pero sus ojos seguían hablándome en otro idioma. Uno que quemaba. Uno que no necesitaba subtítulos.
Yo asentía, sonreía, pero en el fondo sentía esa electricidad bajo la piel. Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, era como un pequeño choque, como un toque accidental que se repite tantas veces que deja de parecer accidente.
Su hijo hablaba poco, concentrado en su postre, y Lira le acariciaba el cabello con ternura. Esa ternura que me desarmaba más que cualquier otra cosa. Era madre, era mujer, era deseo envuelto en dulzura. Y yo, al otro lado de la mesa, me sentía como un idiota encantado, atrapado sin remedio.
Cuando terminamos de comer, ella tomó el último sorbo de su jugo y me miró. Pero esta vez no fue una mirada rápida ni tímida. Fue directa. Cálida. Una invitación sin rodeos.
—¿Quieres venir a la casa un rato? —dijo, como si preguntara cualquier cosa.
Solo eso. Ni una palabra más.
Pero yo ya estaba diciendo que sí antes de terminar de tragar saliva.
Pagamos, salimos caminando despacio. El aire nocturno era fresco, pero no sentí frío.
Ella tomó a su hijo de la mano, y con la otra me tocó el brazo, como al pasar. Un gesto simple, pero que me bastó para saber: la noche apenas estaba comenzando.
Llegamos a su casa y me abrió la puerta con esa mezcla suya de confianza y ternura que siempre me dejaba desarmado.
—Ponte cómodo —me dijo, mientras cerraba la puerta detrás de nosotros.
Me senté en el sofá de la sala, ese que ya conocía de tantas videollamadas. Todo me resultaba familiar, pero distinto. Más real. Más cargado. La luz cálida, el aroma a incienso suave mezclado con algo que solo podía ser su olor. La alfombra gastada en un borde, el cuadro torcido sobre la repisa, el cojín que siempre se le caía. Era su casa, su mundo. Y ahora yo estaba ahí, en carne viva.
Su hijo entró directo a su habitación. Ni preguntó. Ya sabía la dinámica.
Lira le dio un beso en la cabeza, le dijo algo al oído que no alcancé a oír, y luego volvió hacia mí.
—Espérame un momentico… me voy a poner algo más cómodo.
Y se fue por el pasillo, descalza, con pasos tranquilos pero con una cadencia que no podía ignorar.
La casa, de repente, se volvió un escenario. El sofá, mi puesto de espectador privilegiado. Todo estaba en pausa.
El aire era denso, como si la casa misma supiera lo que estaba a punto de pasar.
Me recosté un poco, respiré hondo, y traté de calmar los nervios.
Escuché sus pasos antes de verla. Lentos, suaves, con esa cadencia que tiene una mujer cuando sabe que la están esperando.
Y entonces salió.
Tenía puesta solo una tanga negra —mínima, descarada— y nada más.
Las tetas al aire, sin sostén, sin vergüenza. Como si así caminara todos los días por su casa, como si no fuera gran cosa.
Pero era.
Sus pezones se marcaban por el ligero cambio de temperatura, y yo no podía dejar de mirarla. No solo por cómo se veía, sino por cómo se plantaba frente a mí, tan segura, tan suya.
Me miró como si nada. Como si no estuviera semidesnuda. Como si mis ganas fueran parte del mobiliario.
Y yo, ahí sentado, con las manos quietas pero la cabeza hecha un incendio, no supe si tragar saliva o pararme de una vez.
Lira se acercó sin decir una palabra. Despacio, como si cada paso marcara el ritmo de algo inevitable.
Y sin pensarlo demasiado —sin pedirme permiso, sin dudar—, se inclinó, su rostro a escasos centímetros del mío puso su mano sobre mi pene.
Así, de frente. Natural. Como si fuera lo más lógico del mundo.
Como si lo hubiera estado esperando tanto como yo.
El tacto fue firme, seguro, directo. Y sentí cómo el cuerpo entero me respondía al instante, como si esa sola caricia hubiera encendido una mecha que ya venía ardiendo desde la cena.
Nos besamos. Intensamente. Como si todo lo que habíamos callado hasta ahora hubiera decidido salir de golpe por la boca.
Me puse de pie sin soltarla, nuestras bocas aún enganchadas, nuestras manos ya sin miedo. La fui guiando, casi sin pensarlo, hacia su habitación. Cada paso era un roce, un empujón suave, un suspiro contenido.
Pero de pronto, se detuvo, frente a la puerta de la habitación que, rápidamente deduje, era la de su hijo.
Así, en seco. Como si algo se hubiera encendido y apagado al mismo tiempo.
Me miró, con esos ojos verdes cargados de algo que no supe leer del todo en ese momento. Lira me miró con una intensidad que no supe interpretar de inmediato, y luego, de repente, dijo algo que me dejó paralizado.
—Sabes… —su voz era baja, casi un susurro, pero con una firmeza inesperada—. Estoy casi segura de que Lucas se está masturbando en este momento.
Las palabras cayeron en el aire como una piedra en agua tranquila. La tensión en mi cuerpo se disparó, el calor de la habitación parecía multiplicarse de golpe. No sabía si reír, si preguntar más, o si simplemente seguir adelante.
Pero su mirada me retuvo. Había algo en su expresión, algo entre la curiosidad y el desafío, que me hizo quedarme ahí, quieto, sin saber qué responder.
Esas palabras, tan inesperadas, me pusieron a mil. El aire en la habitación se volvió espeso, como si todo lo que había dicho Lira hubiera encendido algo dentro de mí, algo que no se podía apagar tan fácilmente.
Ella no dijo nada más, solo me miró, y luego, sin prisas, abrió la puerta de su habitación despacio.
El crujido de la madera, el sonido suave de la puerta moviéndose, hizo que el momento pareciera aún más real, más cercano. Lucas apenas tuvo tiempo de cubrirse, sus pantalones estaban en sus tobillos, estaba sentado al frente del computador, así que solo podía utilizar sus manos. No dijo nada, solo se sintió profundamente avergonzado y se paralizó. En la pantalla del computador solo se veía desde mi posición lo que parecía ser un documento. Parece que el chico se masturbaba leyendo y de inmediato recordé lo que me había comentado Lira en el restaurante.
Lira entró primero, y yo la seguí, sin poder dejar de pensar en lo que acababa de decir. Algo en la atmósfera había cambiado, y ahora todo entre nosotros parecía más arriesgado, más urgente.
Lucas tenía su rostro rojo de vergüenza. Estaba quieto, como si el tiempo se hubiera detenido en ese preciso instante. Sus ojos evitaban los míos, y estoy seguro de que también evitaban sin mucho excito mirar el cuerpo de su madre, sus tetas. Su postura decía todo lo que no quería decir: estaba atrapado.
Lira, con una calma impresionante, se acercó a él y se agachó, poniéndose a su nivel. Lo miró unos segundos, no con enojo, sino con una ternura que no podía esconder.
—Lucas, cariño… —dijo suavemente, sin alzar la voz, para no hacerle sentir más incómodo—. Todos lo hacemos en algún momento. No tienes por qué sentirte mal. Solo es parte de crecer, ¿sabes?
El chico asintió rápidamente, mirando al suelo, o a las tetas de Lira, pero en su rostro se dibujaba una mezcla de alivio y vergüenza. Lira lo acarició por la cabeza con una sonrisa cálida.
—No me avergüenza, hijo. La próxima vez, no es necesario que te encierres, asegúrate de estar más tranquilo. Lo puedes hacer cuando quieras. ¿Está claro?
Lucas asintió de nuevo, casi como si se hubiera liberado de un peso invisible. Lira, aun sonriendo, lo levantó de su silla. Lo abrazó. No había percibido que Lucas también era más pequeño que los niños de su edad, evidentemente influenciado por la escaza altura de su madre. Su cabeza se apoyo sobre las tetas de ella, mi verga no podía estar más dura cuando Lira volteo a verme mientras con las manos apoyaba con firmeza la cabeza de su hijo.
—Ya, ya. Vamos, no es para tanto. Vamos a relajarnos. —Dijo Lira
—Sí, mamá.
Lira le dio un último toque en el cabello, como si la escena fuera completamente normal, y le dio un pequeño empujón para que siguiera con lo que estaba haciendo.
—Pero si quieres no mires más ese computador, yo te daré un mejor espectáculo. —Le dijo
Lira se acercó a mí lentamente, envidié a su hijo en ese momento, que no despegaba la mirada del culo de su madre, sus ojos se abrieron como platos, como si estuviera evaluando cada nalga. Cuando Lira estuvo lo suficientemente cerca, sus labios encontraron los míos, y el beso fue profundo, cargado de esa electricidad que nunca había desaparecido entre nosotros.
El contacto fue suave al principio, pero pronto la necesidad y el deseo comenzaron a arrastrarnos. Me sentí como si todo se desvaneciera a su alrededor, dejando solo el calor, la proximidad de su cuerpo y el ritmo de nuestros besos.
Sin apartarse, sus manos se deslizaron hacia abajo, y un roce directo me hizo estremecer. Sentí sus dedos acariciando mi verga con una seguridad que me desbordó. No lo hizo con prisa, sino con una lentitud que me tenía a la expectativa, como si estuviera saboreando el momento.
Con una calma que me hizo perder el aliento, Lira se apartó un poco, sus ojos no dejaban de mirarme. Sin prisa, sus manos bajaron hacia mi pantalón. Solo tuvo que inclinarse un poco, no tuvo necesidad de arrodillarse cuando el sonido del broche de mi pantalón al soltarse se escuchó claro en el aire, y, en un solo movimiento, me lo bajó. Me miró por un momento, evaluando, y luego sus dedos, delicados y firmes, bajaron lentamente el bóxer.
Se quedó ahí, quieta, observando. No había prisa, ni palabras. Solo el silencio entre nosotros, roto únicamente por la respiración. Sus ojos recorrían cada detalle de mi verga con una admiración que me desarmó por completo, como si estuviera contemplando algo que deseaba profundamente.
La tensión entre nosotros se había acumulado tanto que cada uno de sus movimientos parecía pesar más que el anterior. Lira miraba directamente mi verga con una expresión que no dejaba lugar a dudas, una mezcla de deseo y confianza, y me sentí completamente vulnerable a su voluntad.
Con una calma que contrastaba con el torrente de sensaciones en mi cuerpo, se acercó aún más. Su boca, comenzó a moverse lentamente, sus labios abrazaron mi verga antes de bajar un poco y metérsela lentamente. El calor que sentía de su boca me recorrió, y en un movimiento fluido y lleno de intención, sus labios se desplazaron hacia donde me ardía la piel, mi verga estaba completamente en su interior, con una suavidad que me hizo perder el control por completo.
La tomé del cabello, quizá era lo que ella quería, levanté mi mirada y vi como Lucas no perdía detalle, su pequeño pene que antes se había bajado con el susto ahora estaba nuevamente erecto. Cada movimiento, que hice a continuación sobre su boca fue desenfrenado, parecía estar diseñado para mi verga, para hacerme desear más, le follaba la boca sin contemplaciones y ella aguantaba cada una de mis embestidas, sus manos amasaban sus tetas, era una experta, como si disfrutara el momento tanto como yo.
No supe cuánto tiempo pasó, pero para mí fue como una eternidad de sensaciones intensas, de un gozo tan profundo que parecía desbordarme por dentro. Todo lo que existía en ese momento era el contacto de su boca, de su garganta, el roce de su lengua, la tensión palpable que nos rodeaba.
Finalmente, se enderezó, y en su mirada pude ver una mezcla de deseo y complicidad. Nos volvimos a besar, esta vez con más urgencia, como si el tiempo ya no importara.
La tiré rudamente en la cama de Lucas, y antes de perderme por completo en ella, extendí mi mano hacia él. Lucas me miró incomprendido, miraba a Lira, esperando alguna instrucción, pero eso no llegó. Lucas tomo mi mano su se puso de pie, lo invité a subirse a su cama, con sus piernas rodeo el cuello de su madre y en ese momento perdí la visión de lo que ocurría, solo vía como Lucas comenzaba a respirar mucho más rápido un gesto que quizás no necesitaba palabras.
Los dejé y me tumbé suavemente de rodillas, mi cuerpo todavía vibrando por la intensidad del momento, y me acerqué a las piernas de ella con una mezcla de ansia y cautela. Sus muslos, suaves y firmes, se extendían ante mí como un paisaje que no quería dejar de explorar. El aire entre nosotros era denso, cargado de algo más que solo deseo, algo que había estado creciendo entre nosotros durante tanto tiempo, algo que no necesitaba ser dicho para entenderse.
Mis manos temblaron un poco al rozar su piel, no por duda, sino por la intensidad de lo que sentía. Era un acto tan íntimo, tan delicado, que el simple gesto de tocarla parecía abarcar todo lo que había ocurrido entre nosotros hasta ese momento. Mi respiración se hizo más lenta, más profunda, como si cada movimiento estuviera marcado por una especie de reverencia, de admiración hacia ella y hacia todo lo que representaba ese momento.
Cuando finalmente decidí dar el siguiente paso, no fue por impulso, sino por una sensación de total entrega. Dejar atrás la última barrera entre nosotros me hizo sentir que no había marcha atrás, que todo lo que había sido incertidumbre y deseo se estaba convirtiendo en algo más real, más tangible. Mis manos deslizaron su tanga con cuidado, dejándola completamente desnuda para mí, para nosotros, cada movimiento calculado, su vagina, adornada por una sutil capa de bello se dejaba ver levemente abierta pero muy húmeda por el deseo.
No se escuchaban palabras, solo los suspiros de Lucas, yo escuchaba también mis propios latidos mientras devoraba con la lujuria requerida su zona más íntima, su sabor esa exquisito, dulce, agrio, acido, tenía todo en cada lamida, en cada succión. Como si estuviéramos danzando al mismo ritmo, en una coreografía que solo nosotros entendíamos.
Yo sentía cómo el deseo crecía en mí, una sensación que se apoderaba de mis pensamientos y mi cuerpo. No hacía falta decirlo en palabras, pero en mis gestos, en mi cercanía, en la intensidad de lengua en su interior, ella podía leer lo que pensaba. Su respuesta fue la misma: aunque así hubiera querido creo que ella tenía su boca ocupada. Me enderecé y me dirigí a ella como la puta que se estaba comportando
—Creo que mi perra esta lista para que la empalme.
Mi verga ingreso en ella con extrema facilidad, se veía preciosa su vagina dilatada al máximo.
Lira abría sus piernas totalmente, facilitándome los movimientos, su vagina me llevo a un estado de éxtasis muy fuerte y por mis movimientos inevitablemente hice que Lucas cayera más sobre el rostro de su madre, prácticamente incrustándole toda su pequeña verga, ella tuvo que abrazarlo por sus nalgas para evitar que se cayera por el otro lado de la cama, y a pesar de eso no me contuve, la penetraba con firmeza y brutalidad con la que se folla a una zorra así. Lira gemía con un grito ahogado, no había forma de separarse de su hijo, no había forma de que pudiera sacarse su pene sin tumbarlo al piso y me aproveche de eso.
Quizás esa posición ocasionó más problemas, mientras yo bombeaba sin remordimiento a Lira, Lucas luchaba por no caerse con el pene metido completamente en la boca de su madre, de pronto, observo como las mejillas de Lira se inflan y sus ojos se abren con una cara de sorpresa que me dejó perplejo, tuvo que soltar a su hijo, Lucas cayo al suelo por el otro lado de la cama y cando su pene salió de la boca de su madre lo hizo acompañado de un chorro claro de orina que había llenado por completo la boca de Lira ya su salida hizo lo mismo con su rostro.
La carita tan linda e inocente de Lira no tuvo tiempo de reprimendas, mis penetraciones se mantenían a la misma velocidad y haber visto eso solo ocasiono en mí una excitación que estaba golpeando mis límites. Su cara estaba lavada, al igual que su cuello y la cama debajo de ella, su hijo se elevaba desde atrás observando como las tetas de su madre se movían al ritmo de mis penetraciones. Le saque mi pene justo cuando había sentido mi inminente eyaculación, mi semen se disparo con mucha fuerza, la mayoría cayo en su abdomen, otro poco había alcanzado el medio de sus tetas, pero un glorioso chorro alcanzó su rostro y golpeo su boca abierta. Lira se lamió mientras recuperaba la normalidad de su respiraciones, su lengua recogía el semen que había quedado en sus labios y barbilla. Me moví hacia atrás y me senté en la silla frente al computador a admirarla. Lucas se puso de pie, totalmente incrédulo de lo que había ocurrido.
Lira, con su rostro tan sereno y puro, no tuvo palabras para expresarse. La situación era tensa, pero no había espacio para las palabras. Su expresión reflejaba la mezcla de excitación y desconcierto que la envolvía. A pesar de la calma aparente, algo en el aire había cambiado, y una sensación palpable de comodidad flotaba entre nosotros.
El silencio que se extendió era casi insoportable. Lira finalmente se enderezó y me miró, sonrió. Sus ojos, esos mismos ojos que brillaban con una inocencia inquebrantable, ahora estaban nublados por una tormenta de emociones que no sabía cómo procesar.
Lucas, de pie, observaba todo, sin comprender del todo lo que sucedía, pero sintiendo la gravedad del momento. Su corazón latía con fuerza, y en sus ojos se reflejaba una mezcla de incredulidad y miedo. No entendía lo que había pasado, pero sabía que algo había cambiado para siempre. La atmósfera estaba cargada de una tensión palpable, como si el aire mismo se hubiera vuelto más espeso, difícil de respirar.
Con la mente en caos, Lira trató de recuperar el control de su respiración, buscando calmarse, pero la excitación seguía envolviéndola. En ese instante, la sensación de estar atrapada entre emociones contradictorias le resultaba abrumadora. Todo había sido demasiado rápido, y ahora se sentía como si estuviera perdiendo el control de su propio cuerpo y de lo que había sido hasta ese momento su vida.
Realmente exquisito!
Un relato digno de un escritor dueño de una capacidad de describir absolutamente todo.
Gracias por haberme traído hasta aquí!