EL CASTILLO EN EL BOSQUE.
Sergio solo quería recorrer Europa con sus amigos pero, el cansancio, el hambre y una inminente tormenta, los hará cambiar de planes. .
Sergio levantó la cabeza. La luz del sol le pegaba directo a los ojos, colocó su mano izquierda de visera y lanzó una sonrisa al universo.
– Por qué tan contento? —preguntó José acomodándose la mochila.
- Por qué? Por qué? —le cuestionó su amigo—, estamos en Hungría, es una mañana hermosa, los pájaros canta, esta es la felicidad.
- Te faltó mencionar que: la mochila pesa, estamos casi quebrados y somos los únicos imbéciles caminando en medio de ningún lado con dirección a ningún lado —ironizó José acentuando el paso—, sin olvidar el famoso chiste «aquí no hay vampiros, en mis quinientos años en el castillo no he visto ninguno».
- Y dale con eso, los vampiros son una leyenda, es invento.
- Lo sé, lo que no es invento es el gruñir de mi estomago, tengo hambre.
- Cuando tiene hambre te pones de mal humor, ya encontraremos algo donde comer.
- Donde? —inquirió José mirando a todos lados—, ya sé, le preguntaré al conejo que esta parado junto al árbol «hey, amigo conejo, donde hay un restaurante por aquí?» no pudo responder porque se lo comió un puto lobo.
- En eso estoy de acuerdo con José —acotó Lorena adelantando a sus compañeros.
- No es novedad —rezongó Sergio.
- Yo si creo en vampiros —acotó Pedro apurado el paso.
- Lo sabemos —replicó Lorena.
- Tengo hambre, que quieres que diga? Por cierto —mirando en todas. direcciones— donde esta Isabel?
- Fue a hacer pis detrás de ese árbol —respondió Pedro.
- Ya estoy aquí —puntualizó Isabel con un tono molesto.
- Si —los hermanos se miraron, Isabel, novia de Sergio se notaba más que molesta.
Los cinco chicos avanzaron por el angosto sendero pedregoso que se adentraba baldeando un frondoso bosque.
Para Sergio, si bien, intentaba mantenerse sereno, la preocupación de merodear por tan apartada localidad iba en aumento, habían salvado la noche anterior al dormir en la intemperie, salvado de los lobos que rondaban esos lugares, salvado del hambre ya que hasta ese momento tenían algo que comer. Pero ahora, el hambre acrecentaba, el mismo lo sentía y se preguntaba que podría hacer.
Ya habían caminado por seis horas sin avistar nada más que un espeso bosque y unas cuantas nubes salpicando el cielo con un tono gris. Inquieto Sergio veía a su novia, a su hermana, a su mejor amigo y al chico, claramente estaban ahí por su culpa, la idea del viaje y toda la aventura mochilera era su culpa, tenia que hacerse responsable y encontrar una solución.
—Sergio… —exclamó Lorena.
—Lo sé —respondió inmediatamente—, el gps indica que tras esta curva hay un
pueblo, Szerencsétlen o como se diga.
—Espero que esté ahí —acotó José.
—Yo también.
Pero no lo estaba.
La curva fue dejada atrás hacía media hora y del pueblo ni los techos se divisaban a la distancia, la incertidumbre y molestia aumentaban en el grupo y el hecho que Isabel no hablara desde la mañana no ayudaba al clima espeso a su alrededor.
— Lo siento colegas pero, tengo que decirlo —suspiro Sergio deteniéndose en
medio de la nada, Isabel bufó.
- No es necesario —suspiró Lorena—, creo que todos ya lo sabemos.
- Estamos perdidos no?—se sumó José
- Si, el gps al parecer no funciona y yo…
- Una silueta —exclamó Lorena
- Si, y tú solo eres una silueta —continúo la frase José.
- No idiota, allí, debajo de ese árbol hay una silueta
- Un fantasma —susurró Pedro
- Es una mujer —puntualizó Sergio—, vamos, ella sabrá donde estamos.
Los cinco se encaminaron, subiendo una pequeña loma al lugar donde se ubicaba la silueta y al acercarse, se percataron que era una anciana, la cual descansaba apoyada al tronco de un árbol.
- Buenas tardes — dijo Sergio usan un pésimo húngaro—, disculpe, pregunta puedo hacer?
- Que desea? —respondió la anciana que, a vista de Sergio rondaría los ochenta años.
- Pueblo, por aquí cerca?
- Pueblos? No
- Pero, he… zerenséten, mapa indica por aquí.
- Szerencsétlen —corrigió la anciana—, la villa no existe hace más de sesenta años, lo único que hay por aquí es el chateau Cachtice al final del camino pero, no se los recomiendo, ese lugar está maldito.
- Que dice? —preguntó José.
- El pueblo esta al final del camino —respondió Sergio—, pero no se llama Szerencsétlen se llama Cachtice.
- No me importa como se llame, quiero comer.
- Al final de camino?
- No, no vayan por ahí —sentenció la anciana—, regresen por donde vinieron, en el entronque doblen a la derecha.
- Por qué indica por donde veníamos? —preguntó Lorena
- No sé, creo que ella va en esa dirección.
- Amigo —dijo José—, tus clases de húngaro dejan mucho que desear.
- Ciertamente —afirmó Sergio—, gracias señora.
- No vayan a Cachtice, está maldito.
- Si, si, Cachtice, gracias —agradeció Sergio tomando rumbo—, vamos llegaremos, pronto.
- No vayan a Cachtice —gritó la anciana a lo lejos
- La vieja esta entusiasmada que vayamos a Catice —dijo José.
- Cachtice —corrigió Lorena.
- Puede que el hostal sea de algún pariente, tu sabes como son los pueblos pequeños, todos se conocen —acotó Sergio
Veinte minutos después y entres las copas de los árboles sobresalió un enorme techo de piedras tallada, las lujosas e intrincadas formas artísticas le otorgaban un aspecto de esplendor gótico que contrarrestaba con lo decadente del mantenimiento.
En otros tiempos eso debió ser una verdadera hermosura pensó Sergio al acercarse.
— Esto es un pueblo? —preguntó José.
— Más parece un castillo —acotó Lorena—, estas seguro que le entendiste bien a la
vieja.
- Ni idea.
Sergio apuró el paso, adelantado a sus acompañantes se encontró frente a una enorme puerta de solidó roble, titubeo un instante al sentir un nudo creciendo en sus entrañas y una sensación fría recorriendo su espina, sabía en su fuero interno que algo no estaba bien con esa mansión pero, el hambre, la incertidumbre de volver a dormir al aire libre, el bosque cada vez más tenebroso y la apuesta de sol sobre sus cabezas, conspiraron para que no le quedase otra alternativa más que golpear la puerta. Levantó el pesado llamador de hierro forjado en forma de nudillos, y lo dejó caer, un fuerte tronar retumbo al interior de la antigua mansión.
- Es en serio —dijo Lorena—, no es más escalofriante porque todavía queda algo de luz, yo mejor me voy, quien me sigue?
- No sé, se esta oscureciendo —acotó José por primera vez serio.
- Ni siquiera hay alguien.
- Tiene que haberlo, Lorena, tiene que haberlo.
Sergio dejo caer nuevamente el pesado llamador, un eco resonó entre las paredes de piedra talladas.
- Esto esta abandonado —bufó Lorena.
- Tienes razón —dijo Sergio dándose por vencido—, volvamos por donde iba la anciana, puede que encontremos…
El sol se ocultaba tras los pronunciados picos frondosamente decorados, las sombras resultantes se proyectaban en los muros de la mansión, danzando fervorosamente como duendes eufóricos al compás del ventarrón que imprevistamente se levantó, encapotando el firmamento con negras nubes de tormenta.
- Espera —exclamó José—, miren.
La pálida luz de una llama fulguraba a través de las ventanas, luego, se escuchó el aullar de pesados picaportes moviéndose y el agudo rechinar de madera.
- Quien llama? —preguntó una mujer por entre el resquicio de la puerta, el brillos naranjo de la vela que cargaba le iluminaba el rostro y sus finas facciones delicadas.
- Siento molestias —apresuró a responder Sergio—, necesita ayudo nos.
- El húngaro no es su lengua nativa, verdad?
- No, lamento, es español.
- Entonces, hablemos en español —dijo la mujer sonriendo—, que puedo hacer por ustedes?
- Verá —explicó Sergio—, somos mochileros y nos perdimos, estábamos buscando un lugar llamado…
- Cachtice —acotó José.
- Eso —prosiguió Sergio—, y no sé donde podrá estar.
- chateau Cachtice es el nombre de esta mansión, no es una aldea como pueden ver.
- Discúlpenos, nos equivocamos, mejor dicho —se corrigió Sergio—, yo entendí mal.
- Está oscureciendo —se sumó Lorena—, hay posibilidades que podamos pasar la noche aquí?
- La señora no es propensa a recibir invitados —dijo cortésmente la mujer—, pero si gustan esperar aquí, le preguntaré.
- Se lo agradeceríamos mucho —contesto Sergio—, hemos caminado todo el día y nos morimos de hambre y cansancio.
La mujer trabó la puerta y desapareció en la oscuridad.
- No sé, deben admitir que da algo de repelús —susurró Lorena
- La tía se ve maciza —acotó José.
- Es en serio.
- Calma, Lorena —medió su hermano— José esta bromeando.
El retumbar de pasos les preparó para la respuesta. La puerta se abrió de par en par dejando ver a su anterior interlocutora en todo su esplendor. La mujer, de unos veinte cinco años llevaba un delgado vestido de muselina ambarino, casi transparente que, al resplandor del recibidor repleto de velas, dejaba ver casi sin problemas el rosado círculo de sus pezones.
- Adelante —les invitó a pasar—, la señora Erzsébet bajará en unos instantes, mi nombre es Piroska.
- Yo soy Sergio —se presentó—, el es José, mi hermana Lorena, mi novia Isabel y su hermano Pedro.
- Un gusto —respondió la mujer—, esperen aquí unos momentos.
La mujer los dejó en un amplio salón. Ni José ni Pedro podían apartar la mirada de los orondos glúteos de Piroska que se contorneaban a cada paso.
Las paredes, adornadas por gruesos tapices colgaban del cielo raso. Un enorme hogar encendido chisporroteaba al tiempo que los leños se consumían. A sus costados, figuras de mujeres desnudas de bronce forjado se recostaban sobre las jambas sosteniendo atizadores de hierro, y sobre la mensula, un enorme escudo de armas labrado en un sólido bloque de Bubinga con incrustaciones de oro y plata.
A los pocos minutos, y tras un arco de mármol tallado que separa el recibidor del salón principal y a su vez, enmarcaban unas anchas escalinatas, descendieron tres mujeres; al frente, una alta y delgada, de no más de veinte años, de tez blanca lechosa y cabello color ala de cuervo, ojos verdes y labios rubí, su rostro de finas proporciones le daban un aspecto de refinada serenidad. Su vestimenta era un vaporoso vestido borgoña, tan transparente como el de su criada. A su espalda la franqueaban otras dos mujeres, algo más bajas pero de igual galgo. Sus ropajes, vestidos de color blanco, tan o más trasparentes que el de su señora.
- Buenas noches —dijo la mujer de borgoña en un perfecto español—, mi nombre es Erzsébet Báthory ellas son Dorotea y Helena, ya conocieron a Piroska.
- Si, así es —saludó Sergio—, soy Sergio Ibáñez, mi hermana Lorena, mi novia Isabel, su hermano Pedro y…
- José Rodríguez —le detuvo José, acercándosele— muchas gracias por su amable hospitalidad.
- No estamos acostumbradas a hospedar huéspedes pero, comprendiendo su precaria situación, haremos una excepción, por esta noche.
- No podemos estar más agradecidos —acotó Sergio—, sabemos las incomodidades que generamos y…
- No es molestia alguna, sigan a Helena, ella les hará algo de comer y Dorotea les preparara sus habitaciones, si me disculpan, tengo cosas que hacer.
Erzsébet se les acercó antes de marcharse, dejándoles apreciar sus turgentes senos y el rosa pálido de los pezones, los que se vislumbraban sin dificultad tras la delgadez de la tela. Las tres mujeres se desbandaron en direcciones opuestas.
Isabel empujó a su hermano dándole una fulminante mirada.
- Se dieron cuenta? —farfulló Lorena— se les ve todo a través del vestido.
- Ni que lo digas —respondió José—, Dorotea y Helena son rubias de verdad.
- Ustedes dos, cabrones estarán felices —fue lo primero que dijo Isabel en todo el día—, y tu, deja de babear o le contaré a mamá.
- Que he hecho.
- Se nota que no están acostumbradas a recibir visitas.
- Por aquí por favor —interrumpió Helena—, la cena se servirá en seguida.
Los cinco jóvenes siguieron a Helena hasta otro enorme salón ribeteado con molduras en nogal y ébano. Una maciza mesa de roble oscurecido y veinticuatro sillas a juego se ubicaban en el centro del cuarto.
Las paredes ataviadas con antiguos retratos de personas, al parecer importantes por sus elegantes vestimentas, rodeaban la estancia.
Sobre la mesa de siete metros de largo se hallaban cuatro candelabros de plata labrada para doce velas cada uno y colgando del cielo raso tres enormes arañas de oro y cristal.
Los jóvenes ocuparon los puestos ya indicados por los cubiertos dispuestos para su uso.
Segundos después ingresó Erzsébet, como deslizándose sobre los pisos de mármol, se sentó a la cabecera de mesa y miró a los invitados regalándoles una cordial sonrisa. Dio una señal. Piroska se aproximó sirviendo los platillos,
- Espero que Töltött káposzta sea de su agrado —exclamó Erzsébet.
- Muchas gracias, todo se ve riquísimo —respondió Isabel.
- Si, gracias.
- Yo prefiero Goulash —continuó la anfitriona al tiempo que Piroska le depositaba un plato de liquido rojo—, su color es muy… estimulante. Muchas gracias, Piroska.
- Encantada, mi señora.
- Pero, díganme mis huéspedes, que hacen por estos lares? —inquirió la mujer de borgoña.
- Turismo —respondió raudo José— somos mochileros, estamos recorriendo Europa: Alemania, Republica Checa, Austria, ahora Hungría y continuaremos a Rumania.
- Que interesante —dio un sorbo corto a la cuchara—, y tan jóvenes que se ven para ser tan aventureros.
- Usted crees? —prosiguió José exaltado— de hecho yo tengo veinticinco; Sergio veinticuatro, Isabel veinte dos, Lorena dieciocho, el más pequeño es Pedro con quince.
- En realidad son diecisiete y cinco meses —acotó Lorena tomando un trago de agua.
- Se le ofrece algo más a la señora? — preguntó Piroska
- No gracias, puedes retirarte.
La cena prosiguió con pequeñas conversaciones triviales entre bocado y bocado.
- Que puedo decir, la comida estaba exquisita —reconoció José bebiendo un sorbo de Syrah.
- Me alegro que la disfrutaran —respondió Erzsébet—, Dorotea es una gran cocinera, no es así, mí querida Dorotea?
- Muchas gracias, señora —exclamó Dorotea.
La rubia sirvienta se aproximó a donde yacía sentada Erzsébet, y acercado el rostro a su señora, besó sus labios color carmín. Los jóvenes se quedaron perplejos ante tal visionado.
- Helena les conducirá al salón para que charlemos más cómodos.
- Estaríamos encantados —replicó Sergio.
- Por aquí.
La grácil sirvienta les condujo hasta un tercer salón, de amplios volúmenes elegantemente adornados, un hogar del doble de envergadura proporcionaba una agradable sensación de calor, los chicos se quitaron parte de las prendas para estar confortables y se sentaron en amplios sillones de color carmesí.
Compartieron una interesante pero trivial charla por dos horas. Su anfitriona estaba sumamente interesada por los sucesos acaecidos más allá de su muros, por muy triviales que sean.
- Disculparan que sea tan enérgica al preguntar pero, como verán, aquí no llegan muchas noticias de fuera.
- Descuide —sostuvo José—, estaría encantado de responde lo que guste.
- Que adorable, pero ya es tarde y deben estar cansados, además, debo prepárame para mi baño.
- Por supuesto —respondió tragando saliva.
- Si me disculpan, Helena les acompañara a sus aposentos.
- Gracias —dijo Sergio levándose cortésmente cuando su anfitriona se incorporó.
- Ustedes, chicos, gustan bañarse?
- No gracias —respondió rauda Isabel—, ni creas que voy a pasearme en bolas delante de ti —susurro mirando a su hermano.
- Esperen —exclamó José— no deberíamos discutirlo primero.
- Mientras lo discuten —se retiró Erzsébet con una risilla—, cuando terminen sigan a Helena.
- Que estas pensando? —farfullo Lorena— ves lo que hacen? Apuesto que todas se bañan en bolas
- Eso espero —interrumpió José.
- Yo no quiero verle la pilila a mi hermano.
- Nadie quiere —espetó Isabel alejándose del grupo.
- Mierda, hermano, estas en problemas —dijo José.
- Si —suspiró Sergio.
- Hagan lo que quieran —espetó Isabel molesta.
- Por aquí —guió Helena.
El grupo acompañó a la criada por un largo pasillo hasta una puerta doble color marfil. Helena la abrió dando un suave chirrido, como el chirrido de un gato. Una amplia cámara se descubrió ante ellos, las paredes se encontraban recubiertas por adoquines blancos y una bañera tipo romana en el centro, a la izquierda otra pileta más pequeña y a la derecha una mesa como de masaje.
- Les advertí que yo no me bañaría con…
- Decidieron unírsenos —dijo Erzsébet inclinada, percibiendo la temperatura del agua—, la temperatura esta perfecta —agradeció a Dorotea.
- Demasiado tarde —susurró Sergio.
Erzsébet se levantó, extendió los brazos y dejó que sus sirvientas, ya para ese momento desnudas, la despojaran del delgado vestido. Allí estaban las curvilíneas mujeres, desnudas frente a ellos. Los ojos de José parecían salirse de sus cuencas al ver los orondos glúteos bamboleantes. Pedro no estaba mucho mejor, una incipiente erección era notoria en sus pantalones
- Que esperan? —dijo Erzsébet volteándose y regalando la imagen de sus perfectos y firmes senos— el agua está deliciosa.
José no perdió tiempo en despojarse de las prendas.
- Vamos —los animó José—, esto no se repetirá de nuevo, cuando crees que volverás a bañarte junto a unas preciosa y sensuales mujeres desnudas.
- Espera, tenemos que discutirlo —intentó detenerlo Sergio.
- Trío de calentones —espetó Isabel.
- Mierda
Isabel se adelantó al resto, y en un par de segundos se quitó el pantalón y las bragas juntas, la camiseta, el sujetador y por ultimo los calcetines. Se volteo dando un sensual guiño a Sergio. Dejando ver su cuerpo desnudo; sus suntuosas curvas, sus redondos y perfectos senos, y su pubis, cubierto por una franja de bello marrón. Isabel caminó balanceándose sensualmente, apostas, para molestar a su novio.
Sergio se ruborizó, Pedro bajó la mirada avergonzado, aún así, le dio una buen repasada a su hermana. José sin inmutarse le siguió de cerca desnudándose, estaba más interesado en las húngaras que en la chica de su amigo.
- Que hacemos? —preguntó Lorena
- Que vamos a hacer —respondió su hermano quitándose los pantalones.
Lorena, sin alternativa se desnudo apresurada. Haciéndose el desentendido José dio un rápido repaso a la hermana de su amigo y quedó gratamente sorprendido al ver los pechos del tamaño de manzanas, firmes y duros; con unas abultadas y redondas areolas color moca, más grandes de lo normal que parecían fundirse con unos pezones planos, abajo, desordenados y enmarañados pelillos cubrían su entrepiernas.
Pedro fue el último en desvestirse, intentando ocultar la polla que apuntaba al cielo y que no tenia intensiones de bajar. José viendo lo agobiado del chico se devolvió a ayudarle.
- Que no te importe —dándole una palmada en el hombro—, deja que te vean, eso es en honor a ellas, que no te avergüence.
Las palabras de José incentivaron al chico, ya sin recato, se dirigió a la pileta bajo la atenta mirada de las mujeres, incluso Isabel se encontró mirando la polla de su hermano.
Los cinco jóvenes permanecieron casi una hora sentados en el agua. En su mayoría viendo a Erzsébet apoyada contra la pileta, con los brazos abiertos y sus codos descansando sobre el borde de la estructura, provocando que sus increíbles pechos se alzaran al cielo, la cabeza reclinada convertía su postura en increíblemente erótica.
- No creen que es hora de irnos? —fustigó Sergio— es mejor ir a dormir, mañana tenemos que levantarnos temprano.
- Es lo mejor —secundó Lorena.
- Que diablos —dijo de malas ganas José.
- Ya se van? —inquirió Erzsébet, prestándoles atención— Piroska da unos masajes increíbles, no quieren tomar uno —apuntando a la mujer junto a la mesa.
- No lo creo, le agradezco mucho por toda su magnifica hospitalidad pero, mañana tenemos que partir temprano
- Es una lastima —exclamó Erzsébet—, Helena, por favor lleve a los jóvenes a sus habitaciones.
- Por aquí —dijo Helena guiando a sus invitados.
Los cinco chicos se vistieron a la rápida y siguieron a Helena hacia el ala este de la mansión. Allí se encontraron con tres habitaciones en donde permanecerían Pedro, José y Lorena. Mientras que Isabel y Sergio dormirían en cuartos contiguos pasando unas pequeñas escalinatas.
El cuarto de José era amplio; estaba ornamentado con un enorme ropero, un par de mesitas de noche a cada lado de la cama y un diván. Del dosel de la cama colgaban cortinas de terciopelo negro y cordones de oro. José se sentó al borde de la cama bajo la pobre iluminación de la habitación, recordando los contornos y pliegues de las preciosas mujeres que desfilaron frente suyo por largo rato.
Cuando, el tenue chirrido de la puerta lo perturbo, ante él, una desnuda Piroska se le acercaba provocadoramente.
La rubia mujer se arrodilló junto a José, rodeándole con sus brazos y sin perder tiempo, le besó con fuerza, abriéndole la boca y sorbiéndole la lengua.
José, vacilante al comienzo, se entusiasmó desvistiéndose, para luego atraer a la mujer junto a si, ya en la cama Piroska se sentó a horcajadas restregándose la erección contra su encharcado coñito mientras continuaba comiéndole la boca.
José, enajenado, gozaba ansiando el momento de meterle la polla. Gimió cuando al fin, el palpitante glande se iba introduciendo de a poco entre las ardientes carnes de la espectacular mujer que lo montaba sin pudor, subiendo y bajando, arreciando las acometidas con el paso de los segundos.
El hombre afirmándose del respaldar, cerró los ojos para sumergirse en un éxtasis infinito. Al hacerlo, no pudo percatarse del real aspecto de su amante pues, la bellísima
Piroska, de suave y delicada constitución, se transformaba en un aborrecible ser; su tersa piel lechosa se convertía en un pellejo cenizo y arrugado, casi pegado a un esquelético cuerpo y de donde colgaban hasta el ombligo, orondas tetas bolsudas, pero lo peor era el rostro; infinitos colmillos remarcaban una boca sin labios, profundas arrugas marcaban una aterradora expresión, y ojos negros sin vida acentuaban la palidez nauseabunda, igualando en tono a los cuatro mechones de pelo que colgaban apelmazados.
La odiosa criatura agitaba su enjuta pelvis follando al abstraído José, el cual solo tenía atención por el profundo orgasmo que estaba a pronto de estallar.
- Así, amor, así —gemía bajo una Piroska que se revolvía convulsivamente.
Cinco empellones más bastaron para que la simiente del hombre saliera expedida. Luego del orgasmo, José abrió los ojos lentamente para darse de frente con el monstruoso esperpento, y antes de emitir un pavoroso chillido, Piroska le hundió los colmillos en el cuello para en seguida, beberle la sangre que surgía a borbotones de la arteria cercenada.
- No le estaba viendo el culo a esas mujeres, el único culo que me interesa es el tuyo —repetía Sergio sin convencer a su novia—, es en serio.
- Si claro, yo te vi, te vi como le mirabas las tetas y el culo a esas putonas.
- Isabel, por favor, estas equivocada, además…
- Mira, mejor ándate a tu habitación y déjame dormir en paz.
Sergio cerró la puerta y comenzó a vagar por los corredores, intentado calmarse de la discusión que para él, fue sin sentido y que inicio por anda a saber tú, lo cierto es que Isabel ya llevaba todo el día cabreada y exploto en ese momento.
Sin darse cuenta, dio con una puerta entre abierta. Desde el centro del pasillo donde se encontraba, tenía una buena vista del interior del cuarto, y de Piroska besándose apasionadamente con Dorotea. Ya Isabel lo había calentado antes de la discusión y ver a las dos mujeres morreándose lo pusieron a mil. Se arrimó a la jamba en silencio para dar una buena oteada al interior cuando, lo que vio lo dejo helado: Piroska regurgitaba la sangre obtenida de José al interior de la boca de Dorotea, dejando escurrir por entre sus comisuras hilillos del líquido rojo, manchando el blanco vestido.
Sergio ahogó un grito en su garganta retrocediendo lentamente, y cuando se encontró a una distancia prudente, corrió de vuelta a su habitación para dar aviso de lo que había descubierto, raudo bordeo los pasillos intentado hacer el menor ruido posible, mientras el corazón retumbaba en sus oídos. Al girar una esquina trastabilló y cayó dándose en la cabeza con el canto de un robusto estante.
- Que haces aquí? —preguntó Lorena al ver que José atravesaba su puerta sin pedir permiso.
- Sabes que hago aquí —exclamó José—, antes no me había atrevido a hacerte el amor porque estábamos amontonados pero ahora, tu hermano se está follando a Isabel en su cuarto y yo me dije, por qué no hacemos lo mismo —inclino la cabeza—, que dices, quieres que te folle?
El rubor le quemó la cara de la chica que sin pensarlo, se quitó la poca ropa que vestía.
José envolvió el pezón achatado de Lorena con su boca, chupando intensamente y tirando de el antes de soltarlo con un sonoro PLOF. Ambos, tendidos sobre la cama se besaban, chupaban y acariciaban desenfrenados.
José, acomodando el pene con su mano, penetró a la joven con un seco movimiento de cadera. Lorena se estremeció al sentirse empalada soltando un profundo suspiro.
José sin contenerse, empezó a martillar el coñito empapado de la hermana de su amigo sujetando las manos de la muchacha contra el cabecero.
- José, que me heces? Que me haces? —gemía.
Pedro se pajeaba desesperado rememorando el aterciopelado pubis de Erzsébet, las tetas y culos de las húngaras, incluso, en las de su propia hermana que, aunque poco tiempo tuvo de verle, fue lo suficiente para un buen par de pajas.
- Quieres que te ayude? —preguntó Helena deslizando el tirante del vestido, dejándolo caer y quedando completamente desnuda.
Sin responder Pedro se cubrió la polla erecta preguntándose como la mujer llegó allí estando la puerta cerrada. Cohibido balbuceo tartamudeando. Helena se acercó arrodillándose entre las piernas del chico, le separó las manos descubriendo el miembro que no había perdido su fuerza, agachó las cabeza y se tragó el pene, aprisionándolo entre los labios desde su nacimiento, y comenzó a chupar hasta la punta. Pedro sintió una corriente eléctrica recorriendo desde el glande hasta la base cráneo.
Helena poniendo los dedos sobre el pecho de Pedro lo empujó obligando a recostarse mientras ella seguía con su labor, en un momento se separó de la verga, inclinado la cabeza hacia atrás, cambiando de forma y adoptando la demoníaca apariencia de Piroska.
La larga lengua de Helena acarició todo el pene del joven envolviéndolo antes de engullirlo, cuidando que los afilados dientes no tocaran la piel, al tiempo que las amígdalas masajeaban la punta del glande por unos instantes.
Después, lo mordió.
Pedro contempló su polla cortada a la mitad, sangrando. Vio como Helena la masticaba antes de volver por la mitad que todavía seguía adherida y chupar la sangre gorgoteante.
Entonces dio un chillido y todo se oscureció.
- Mierda, si que me di fuerte —musitó Sergio antes de recordar porqué corría en primer lugar.
Se levantó trastabillando, miró sobre su hombro y continúo corriendo hasta la habitación de Isabel.
Abrió quedamente la puerta y sin llamar, no obstante, encontró el cuarto vació.
Maldiciendo prosiguió al de José.
- Que está pasando aquí —exclamó al encontrarlo también sin morador.
Avanzó al cuarto de su hermana horrorizado, barajando la posibilidad que aquellas desquiciadas mujeres la encontraran primero.
Sin embargo, lo que descubrió cuando atravesó el umbral fue, indudablemente, más aterrador.
Sobre la cama yacía su pequeña hermana a cuatro patas. De rodillas, taladrando con ferocidad desbordante el estrecho culito de Lorena, se encontraba José, o lo que parecía ser su viejo amigo.
Sergio, consiente sólo a medias, no podía apartar la vista de aquella pálida figura, idéntica a José pero con una pavorosa herida en su cuello, abierta y supurante. El cadáver de José, que eso era obviamente, ya que nadie podría sobrevivir a una laceración de ese tamaño, se aferraba a las caderas de la chica, enterrando unas largas y amarillentas uñas mientras, balanceaba cadenciosamente la pelvis.
- Venga, colega, el culo de tu hermana aprieta que no veas, mucho más que su vagina —gruñó—, no quieres tomar su coño, así le damos entre los dos.
Fue entonces que Sergio vio el rostro de Lorena, los desorbitados ojos, la boca extremadamente abierta y de ella, una grotesca masa de carne entraba y salía al compás de las acometidas de José.
Sergio, espantado, bajó la vista solo unos centímetros para dar con la piel de los respigones senos, surcados de arañazos y sangre seca. Aterrorizado, reculó hasta golpear la espalada contra la jamba, lanzó un ahogado grito y corrió.
La lengua de Erzsébet recorrió el trémulo pezón de Isabel, luego lo atrapó con los dientes, el ligero mordisco provocó que un incipiente ardor recorriera la erizada piel de la joven, engrifando sus dedos contra las sabanas y dejando escapar un gemido.
La sedosa y tierna piel de la húngara acariciaba suavemente la calida tez de Isabel, en una onírica simbiosis de deseo.
Isabel no recordaba como llegó a la cama de la anfitriona, como esta la desnudo, como la besó, como sus lenguas se entrelazaron en una excitante danza, como ambas acabaron retozando sobre aquellas sabanas de seda. Hechizada por una espesa bruma solo creía haber aparecido, sobre la cama, tal y como se encontraban en ese momento.
La mano de la mujer descendió acariciando el vientre de Isabel, hasta llegar a la hendidura entre sus piernas. El coño de la chica se contrajo al más simple roce, ocasionando que un agudo gemido rompiera sobre la almohada.
La mano de Erzsébet, caliente y juguetona, no paraba de trajinar el clítoris hinchado mientras, con menos suavidad, lamía, mordisqueaba y jugueteaba con los rígidos pezones.
Los largos dedos de Erzsébet se deslizaron por la ansiosa abertura de Isabel, adentrándose y masajeando sus húmedos contornos, y con movimientos ondulantes se centraron en su núcleo. Haciéndole el amor suavemente, lento y constante.
Isabel dio un grito al alcanzar un intenso orgasmo.
- Si, hazlo. Tómame. Soy tuya. Rápido tómame —suplicó Isabel.
Las piernas de ambas mujeres se trenzaron, fundiendo sus coños mientras se frotaban con fervor. De alguna extraña manera, Isabel sentía que era llenada en su interior. Penetrando y ensanchando sin compasión su sonrosada vagina. Imposible, lo sabía, ambas eran mujeres, que podría estarla penetrando, martillando con avidez, tan profundamente que le golpeaba el útero.
Sergio, guiado por pensamientos ajenos, recorría los adornados corredores sin destino fijo, impulsado a dar vueltas en círculo hasta que, extenuado, cayó rendido junto a una puerta de caoba negra, la cual se abrió pausada. Dejando ver una habitación suntuosamente adornada y en el centro, una mullida cama de sabanas de seda.
Sin aliento, Sergio se incorporó temeroso de contemplar el horror que a continuación vio. Sobre la cama, tres repugnantes espectros de mujeres devoraban a su novia, hundiendo los numerosos colmillos en las despedazadas tetas de Isabel, lamiendo y sobeteando la sangre que manaba de las heridas. Todo el cuerpo de la joven presentaba numerosas brechas sanguinolentas, de las cuales burbujeaban hilillos de elixir rojo. Profundos cortes en las muñecas, el cuello, las piernas, el abdomen y coño.
Destrozada, Isabel con los ojos arrasados de lágrimas sollozaba mientras era devorada aún con vida.
Sergio tambaleo antes de ceder contra el piso, el golpe resultante le otorgó la adrenalina necesaria para correr.
Corrió a la puerta, a la salida; corrió escuchando las suplicas de Isabel, corrió con la imagen de Lorena brutalmente follada por su amigo, corrió por pasillos sin fin, corrió por su vida, sin detenerse por la puerta principal, hacia la espesura del bosque; por entre la arboleda y bajo la infecta luz de La Luna que vislumbraba su funesta claridad por entre las nubes.
- Les advertí que no fueran al chateau Cachtice —gritó la anciana—, ese lugar está maldito, igual que tú.
- No, por favor, no lo hagan —gritó Sergio cuando se le echaron encima.
Cinco aldeanos lo sujetaron fuertemente, forcejeando al tiempo que era arrastrado por entre los guijarros para situarlo contra un grueso tronco moribundo.
- Tienen que escucharme, por favor —suplicaba Sergio—, mis amigos, todos están muertos, las mujeres, las mujeres lo…
Un puntiagudo trozo de madera verde atravesó el corazón del desafortunado joven. Tres chorros de sangre saltaron de la herida.
El sordo golpe de la hierba se oyó cuando el cuerpo del chico chocó contra la grama y quedó sin respiración. Unas rudas manos le dieron vuelta.
- No se descompone.
- Este todavía era humano.
- No importa —dijo la anciana—, no podemos arriesgarnos, nada debe salir de chateau Cachtice.
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