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Fantasías / Parodias, Heterosexual, Sexo con Madur@s

El cerrajero y el… ¿niño?…

Un cerrajero del montón, ve su paz interrumpida por lo que parece ser un niño metiche. Pero, ¿es realmente un niño? La ropa holgada puede esconder muchos secretos obscenos. .
El calor húmedo de la tarde se había vuelto abrumador. Toño cambió de postura en la silla de plástico, que tenía la serigrafía de una conocida marca de cerveza. La playera blanca, con estampado de un partido político, se le adhería al pecho y a la prominente curva de su barriga. Desde su puesto de metal de dos por dos metros, el mundo se movía con prisa alrededor. Los camiones y las combis pitaban sin cesar y un río constante de gente fluía por la banqueta, ajena a su pequeño reino desordenado de cerraduras, llaves y herramientas. Era un cerrajero promedio. Uno más del montón.

Frente a él, el Oxxo brillaba con su luz artificial, un faro de conveniencia en medio del caos. Toño, se ajustó los audífonos, ahogando el rugido de la avenida con los agudos épicos de un opening de anime. En la pequeña pantalla de su celular, unos chicos de ojos gigantes y pelo de colores se enfrentaban a un demonio con una determinación que él anhelaba tener.

Fue entonces cuando el cielo se apagó. No de a poco, sino de golpe. Una nube gris y gruesa tapó el sol, enfriando el aire de repente y bañando todo de una luz opaca. La gente de la calle apuró el paso.

Toño no notó la sombra que se proyectó a un lado de su puesto hasta que un movimiento en el rabillo del ojo lo distrajo de su serie. Apartó la mirada del celular.

Alguien se había detenido junto a su puesto, presumiblemente a esperar el transporte. Alguien muy pequeño. Un niño, pensó. No medía más de metro cincuenta. Llevaba una sudadera negra, enorme y holgada, con la capucha tan profundamente encapuchada que apenas dejaba ver un fragmento de rostro. La sudadera tenía el estampado familiar de Tanjiro Kamado, el protagonista de Demon Slayer, el mismo anime que él veía. Debajo, un pants escolar azul marino, también holgado, y una mochila enorme que parecía cargar con todos los libros del mundo.

El cerrajero iba a volver a su pantalla cuando la figura giró ligeramente hacia él. Desde la profundidad de la capucha, dos ojos de un verde desconcertante, luminosos y grandes, se fijaron en los suyos. Eran ojos que no parecían de niño, con una profundidad serena que desentonaba con la estatura y la mochila escolar.

Luego, esos labios finos, casi delicados, se curvaron en una sonrisa. No era una mueca rápida o tímida, sino una sonrisa dulce, amplia y genuinamente amable. Una sonrisa que, para Toño, tenía una claridad, una suavidad que él identificó de inmediato como afeminada.

Una incomodidad instantánea le recorrió la espalda. Una educación conservadora le decía que eso no era lo correcto, que un niño no debería sonreír tan afeminadamente.

Forzó los músculos de su propio rostro. Le devolvió una sonrisa tensa, un gesto rápido y seco que no llegó a sus ojos y que fue más un enseñar los dientes que un expresar alegría. Un acto de pura educación rígida. Sin romper el contacto visual por más de un segundo, desvió la vista hacia el frente, clavándola de nuevo en su celular.

Subió el volumen de sus audífonos, ahogándose en la música y los gritos japoneses, intentando ignorar la quietud de esa pequeña sombra con ojos verdes que seguía ahí, a su lado, esperando algo que Toño no estaba dispuesto a dar.

La luz gris del cielo nublado se reflejó en la pantalla del celular, haciendo que a Toño le costara un poco más ver la animación. Con un gruñido de fastidio, subió un poco más el brillo. Intentó sumergirse de nuevo en la batalla, pero la presencia a su lado era ahora una distracción tangible, un punto quieto en su visión periférica.

No quiso voltear, fingió una concentración absoluta. Pero entonces, el bulto negro se movió. Desde el rabillo del ojo, vio cómo la figura se erguía de puntillas, un esfuerzo leve para echar un vistazo por encima del mostrador desordenado, directamente a la pantalla que él tenía delante, en su portacelular.

Toño contuvo un suspiro. Sin mover la cabeza, giró solo los ojos, un gesto rápido y cargado de una molesta exasperación. ¿Qué quería? ¿Por qué no se iba a otro lado?

Fue entonces cuando el sonido logró colarse. Un murmullo que venía de aquel molesto niño, apagado por el épico soundtrack de los audífonos, pero insistente. Una voz que claramente repetía algo dirigido a él.

Con un movimiento brusco, casi de irritación, se quitó el audífono derecho, dejando que colgara sobre su pecho. La cacofonía de la avenida irrumpió de golpe: cláxones, motores, el trajín de la gente.

Volteó la cabeza hacia la figura encapuchada, con el ceño fruncido.

—¿Qué? —dijo, con una sequedad deliberada.

Los labios finos se movieron de nuevo bajo la capucha. La voz que salió era suave, melódica, claramente afeminada.

—¿En qué capítulo vas? —repitió, con una curiosidad genuina.

Toño parpadeó, incómodo por la tonalidad de esa voz. «Un niño marica», pensó, y su incomodidad inicial se acrecentó.

—Estoy en el Arco del Tren del Infinito —contestó desganado, con la mirada ya yéndose hacia su celular, deseando terminar la interacción.

Sin dar tiempo a más preguntas, se colocó de nuevo el audífono, ahogando el mundo. Giró su atención de vuelta a la pantalla, pero en ese movimiento, su mirada barrió inconscientemente la figura del niño.

El niño se estiraba aún más, curioso por ver la imagen, y en ese esfuerzo, la holgada sudadera negra se estiró y pegó por un instante a su torso.

Y Toño lo vió. Dos formas redondas, definidas y sorprendentemente grandes se marcaron contra la tela de algodón en la zona del pecho. Fue una imagen fugaz, que no le permitió al cerrajero determinar qué era exactamente lo que vió.

Una ceja se le enarcó levemente, una duda instantánea y cruda cruzó su mente. Pero su escepticismo y su deseo de no complicarse la vida actuaron rápido.

«Bultos de tela», se dijo a sí mismo, forzando la explicación. Un efecto óptico causado por la sudadera holgada. Nada más.

Con un leve movimiento de cabeza, como desechando un pensamiento absurdo, se reacomodó en su silla y fijó toda su atención en la pantalla, decidido a ignorar por completo al afeminado niño con sudadera de anime.

La voz del niño seguía llegando como un zumbido persistente, un murmullo que se colaba a través de la barrera de los audífonos. Toño apretó los ojos, conteniendo la molestia. «Debe estar diciendo lo atrasado que voy», pensó con fastidio, molesto por la intromisión. «Todos estos niños creen que por verlo primero son más fanáticos.»

De pronto, el mundo estalló.

Un trueno monumental, tan cercano y violento que pareció reventar el cielo en dos, retumbó con una fuerza que hizo vibrar el metal del puesto y el suelo. Toño dio un respingo involuntario. A su lado, la pequeña figura encapuchada también se estremeció con un pequeño grito ahogado.

Instintivamente, Toño se arrancó los audífonos. El sonido de la tormenta que se avecinaba lo alertó de inmediato: un viento ululante y el lejano pero amenazante rumor de la lluvia acercándose. Volteó a ambos lados, como si el trueno hubiera sido un accidente del que no fuera testigo.

—¡Caray! —exclamó, más para sí mismo que para nadie.

Una risita nerviosa, clara y afeminada, salió de la capucha.

—Me asustó —dijo la voz, temblorosa pero con un dejo de diversión.

Toño asintió, aún recuperándose del susto. Su mirada se elevó hacia el cielo, que ahora parecía negro, casi apocalíptico.

—Sí, fue fuerte… —murmuró, observando cómo las nubes se arremolinaban—. Parece que lloverá muy fuerte.

El viento sopló con más intensidad, una ráfaga fría que agitó las hojas caídas y el polvo de la calle. Y también movió la ropa holgada del niño

La sudadera negra se pegó y se despegó del cuerpo con cada ráfaga, y cada vez que lo hacía, aquellas dos formas redondas y firmes se delineaban contra la tela, para luego desaparecer bajo los pliegues holgados. ¿ De verdad eran «bultos de tela»?. Eran demasiado definidos, demasiado simétricos, con un peso y un movimiento que la tela no suele imitar. Y luego, el pants escolar.

El viento lo moldeó contra sus piernas, revelando por un instante el contorno de unos muslos torneados, y unas nalgas redondas, altas e innegablemente desarrolladas, que llenaban el tejido de una manera que ningún cuerpo infantil podría.

Toño desvió la mirada de golpe, una oleada de confusión y de negación barriéndolo. «No,» insistió su mente, «es imposible. Es una ilusión. El viento deforma todo.» Ese pants correspondía a una primaria cerca. Ése niño — ¿de verdad era un niño? — era un estudiante de primaria. Y aunque se hubiera equivocado y se tratara de una niña, ni la más desarrollada de las estudiantes de primaria tendría un cuerpo con semejantes atributos.

La intriga lo invadió por completo. Esta situación ya no era sólo rara, era directamente errónea.

—Deberías irte ya a casa —le aconsejó, clavando la mirada en un punto lejano de la avenida para no mirarlo demasiado.

De la capucha salió otra risita. Pero esta no era nerviosa. Era suave, casi burlona, cargada de una ironía que desentonaba completamente con la voz infantil. ¿Se estaba riendo porque había notado sus miradas furtivas y su confusión? ¿O porque le divertía verlo intentar deshacerse de él?

—Eso quisiera —respondió la voz dulce—, pero mi mamá no ha llegado. Dice que tiene mucho trabajo aún. Debo esperarla aquí.

Y con eso, la figura se acomodó de nuevo, plantándose firmemente junto al puesto, como si perteneciera allí. El viento seguía soplando, jugando peligrosamente con la tela de su ropa, desafiando cada una de las racionalizaciones de Toño. La tormenta, fuera y dentro de él, comenzaba.

Las primeras gotas, pesadas y aisladas, comenzaron a tamborilear sobre la lámina del techo. Un sonido metálico y disperso que pronto se convirtió en un estruendo uniforme. El aguacero había llegado, lavando la avenida con una cortina gris y densa que en segundos empapó todo a su paso.

Toño maldijo entre dientes y salió de un salto de su refugio. El agua fría lo golpeó de inmediato. Con movimientos rápidos y practicados, empezó a bajar las pesadas cubiertas de metal que servían como ventanas. El chirrido de las bisagras oxidadas se mezcló con el rugido de la lluvia.

Su mirada se cruzó con la del niño. Seguía ahí, inmóvil, como una estatua bajo el diluvio. La sudadera negra empezaba a oscurecerse aún más con el agua, pegándosele en algunas partes.

—¡Vas a empaparte! —le gritó por encima del estruendo, la voz cargada de una urgencia genuina—. ¡Deberías tomar un Uber!

El niño negó con la cabeza, el agua resbalando por la capucha.

—¡Debo esperar a mi mamá aquí! —gritó de vuelta—. ¡Además, tengo once años! ¡Mi mamá no me deja ir en Uber sola y los choferes tampoco me suben sin un adulto!

Once años. La cifra resonó en la mente de Toño como un martillazo final. Claro. Era imposible. Absurdo. Su mente le había jugado una mala pasada, alimentada por la lluvia, el viento y la ropa holgada. Se sintió casi estúpido por haberlo dudado.

—¿No me dejas esperar a mi mamá ahí adentro contigo? —preguntó entonces la voz, ahora tintineante por el frío que empezaba a calar.

Toño se congeló con la mano en la última cubierta de metal. No. No quería. No solo por la irritante presencia del niño, sino por una razón más profunda y pragmática: un hombre adulto, encerrado en un espacio reducido con una niño pequeño… las apariencias podían ser malinterpretadas. Eso significaba problemas.

Pero la lluvia arreciaba, cayendo a cántaros. El niño empezaba a tiritar visiblemente.

—Está bien —cedió, con un gruñido de resignación—. Pero avísale a tu mamá. ¡Corre!

El se escabulló dentro del puesto justo antes de que Toño bajara la última cubierta con un golpe seco. La oscuridad se apoderó del espacio, solo rota por la tenue luz de una bombilla colgante y la pantalla del celular. Los seguros metálicos resonaron al ser colocados, y el pasador de la pequeña puerta sonó, encerrando a ambos en el pequeño espacio.

—Gracias —dijo el niño, y su voz sonó extrañamente clara en el nuevo silencio, amortiguado por la lluvia que golpeaba el metal.

Descolgó la mochila enorme y de su interior sacó un celular con una funda adorable de Kuromi. Tecleó algo con dedos ágiles.

—Listo. Ya le avisé que estoy aquí contigo. Dice que eres muy amable y que tratará de desocuparse pronto.

El aire dentro del puesto se volvió espeso, cargado de la humedad de la ropa mojada y la incómoda proximidad. El lugar, que para Toño era su refugio solitario, de repente se sentía claustrofóbico. Apartó unos tiliches de un banco de plástico blanco.

—Ten, siéntate —ofreció, sin mirarlo directamente.

—Gracias —repitió él, tomando asiento.

El silencio se extendió, solo roto por el tamborileo constante de la lluvia. Toño sabía que no podía seguir fingiendo que veía anime. Respiró hondo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, forzando un tono neutral.

—Me llamo Paola, pero todos me dicen Pao —respondió. Era una niña después de todo. Su voz era dulce, infantil. “Once años”, recordó Toño.

—¿Y tú?

—Toño —dijo él, y el sonido de su propio nombre le pareció cargado de un asombro que esperaba que ella no notara.

La sudadera de Pao goteaba, formando un charco pequeño a sus pies.

—Deberías quitarte eso, vas a enfermarte —sugirió él, mirando hacia el Tanjiro que empuñaba una katana en la sudadera de la niña.

—Tienes razón —aceptó ella con sencillez.

Se bajó la capucha. Reveló un rostro de facciones finas y delicadas, con una belleza única. Tenía el cabello rubio, corto y con ondas rebeldes que enmarcaban su cara. Un look moderno, casi de adulto joven, pero en un rostro innegablemente infantil.

Luego, agarró el borde de la sudadera mojada y se la levantó por encima de la cabeza.

Toño no pudo evitar mirar. Y lo que vio le dejó la boca semiabierta y los ojos dilatados como platos.

Debajo de la sudadera, Pao solo llevaba un top deportivo gris, de tirantes finos y un escote pronunciado que dejaba ver gran parte de unos senos que no tenían nada de infantiles. Eran grandes, redondos, firmes y perfectamente formados, apretados por la tela elástica del top, que los moldeaba sin dejar nada a la imaginación. Los pezones se marcaban con claridad contra la tela húmeda. Abajo, un abdomen plano y definido, incluso estando sentada; se estrechaba hacia una cintura increíblemente pequeña antes de curvarse hacia unas caderas que la sudadera holgada había logrado ocultar magistralmente.

Era el cuerpo de una mujer en la plenitud de su forma. Fitness, voluptuoso, imposible para una niña de once años; pero ahí estaba ella, desafiando la realidad de las cosas.

—Ya me estaba dando calor —dijo Pao, dejando la sudadera mojada sobre el desordenado mostrador y acomodándose el cabello corto con total despreocupación, como si lo que Toño estaba viendo no fuera algo completamente alejado de toda lógica.

El mundo se redujo a la tenue luz de la bombilla reflejándose en los enormes senos de esa niña. Toño sentía el latido de su propia sangre en las sienes. Su mirada estaba clavada, hipnotizada, en el profundo escote que revelaba la mitad superior de unos senos tan perfectos y voluminosos que parecían esculpidos. La racionalidad le gritaba que apartara la vista, que eso era una bomba de tiempo, que una niña de once años —¡¡Once años, por Dios!!— no debía tener eso, y que si ella se daba cuenta de su mirada las cosas podían terminar muy, muy mal. Podía imaginarla gritando, cubriéndose, tecleando frenéticamente en su su celular con funda de Kuromi para llamar a una madre que llegaría con la policía.

Pero no podía. Su cerebro, petrificado por la incredulidad y una atracción primitiva, se negaba a obedecer.

Pao notó la mirada. Sus finas cejas rubias se enarcaron ligeramente. Una sonrisa confundida, casi de ingenuidad, se dibujó en sus labios.

—¿Qué? —preguntó, su voz dulce cortando la tensión como un cuchillo—. ¿Qué tengo?

Bajó la mirada hacia su propio pecho, como si buscara una mancha o un insecto, y luego levantó las manos con las palmas hacia arriba, en un gesto de genuina perplejidad.

“Unas tetotas, eso es lo que tienes… ¿Cómo diablos es que las tienes?” La estaba en la punta de la lengua de Toño, lista para escapar. Tragó saliva con dificultad, su boca seca a pesar de la humedad del ambiente. Finalmente, forzó su mirada hacia arriba, encontrándose con esos ojos verdes que ahora lo observaban con curiosidad.

—Eh… yo… ahm … lo que pasa es que… —balbuceó, sintiendo el calor subirle por el cuello hasta la cabeza.

Pao miró por segunda vez su pecho y luego otra vez a él. La sonrisa se le ensanchó, pero había algo en la curva de sus labios, una chispa de… ¿astucia?

—¿Te gusta mi top? —preguntó, con esa misma voz infantil, pero con una tilde de diversión que Toño estaba demasiado alterado para analizar. Como si esa fuera la explicación más lógica y mundana del mundo.

Toño agarró la salida como un náufrago a un salvavidas.

—¡¡Sí!! —respondió, demasiado rápido, demasiado fuerte—. Es… eh… muy bonito. El color.

—¡Oh! —exclamó Pao, e hizo un movimiento exagerado con la cabeza, como si un misterio fuera resuelto. Su actitud era de una candorosa comprensión.

Luego, con una naturalidad que dejó a Toño sin aliento, agarró los lados de su banco de plástico.

—Pues, si quieres, puedes mirarlo más de cerca —dijo, como ofreciendo a examinar una prenda en una tienda.

Y, antes de que él pudiera reaccionar o protestar, dio unos pequeños saltitos sentada, arrastrando el banco sobre las tablas de madera que hacían de suelo. Cada rebote hizo que sus senos, turgentes y pesados, se movieran con brincos firmes e hipnóticos bajo el top gris, un vaivén que desmentía cualquier ley de la física o la biología que Toño conociera.

Se detuvo a apenas medio metro de él, bien dentro de su espacio personal. Luego, se inclinó ligeramente hacia adelante y apoyó las manos en el banco, entre sus propias piernas. El movimiento hizo que sus codos se presionaran contra los costados de su pecho, apretando y realzando aún más sus senos, haciendo que la abundante carne se amontonara y se volviera aún más prominente, casi al nivel de su barbilla. Una exhibición obscena, imposible, presentada con una sonrisa de aparente inocencia.

El top gris, ahora a una distancia tentadora, parecía luchar por contener lo que había debajo. Toño podía ver cada detalle, cada hebra de la tela ligeramente mojada, la sombra profunda entre sus senos. Su mente se quedó en blanco, completamente paralizada, incapaz de procesar la surrealista escena que se desarrollaba en la intimidad de su propio puesto, bajo el ensordecedor ritmo de la tormenta.

El tiempo pareció detenerse dentro del puesto de metal, convertido en una cápsula aislada del aguacero. La tenue luz de la bombilla, hacia brillar los grandes pechos mojados de Pao, creando destellos seductores sobre la piel que apenas cubría. Toño no podía apartar la mirada. Cada respiración de Pao era un suave vaivén que hipnotizaba, un movimiento rítmico y firme que parecía burlarse de su incredulidad. Su garganta se cerró; tragó saliva con un sonido áspero y seco que se oyó con claridad en la intimidad del espacio. Su mirada, avidamente detallista, encontró un pequeño lunar justo en la curva del seno izquierdo. Un detalle íntimo, sexy, que le parecía completamente fuera de lugar en un cuerpo que supuestamente tenía once años.

—¿Y bien?… ¿Qué opinas? —la voz de Pao lo sacó de su trance.

Ella tenía la cabeza ladeada, una sonrisa amplia y curiosidad genuina —o perfectamente fingida— en sus ojos verdes. Su cabello rubio y ondulado le caía en la mitad del rostro, añadiendo un aire de ternura, que chocaba violentamente con la voluptuosidad de su cuerpo.

—¿Si quieres también puedes tocar? —añadió, y pasó la palma de su mano con languidez por el surco que separaba sus senos, realzándolos aún más.

Toño sintió que la sangre le sonrojaba las mejillas, que la vista se le nublaba y sus ojos se abrían con incredulidad. Abrió la boca, pero solo consiguió un leve temblor en los labios. Las palabras se arrastraron fuera de su boca.

—¿Qué…. qué dijiste? —logró farfullar, sin poder creer lo que había oído.

Pao puso una expresión de obviedad, limpiamente interpretada.

—Que si quieres, puedes tocar la tela —aclaró, como si fuera la cosa más natural del mundo, como si ofrecerle a un hombre adulto tocar su top tremendamente escotado y puesto, no tuviera la más mínima connotación sexual—. Porque te gustó mi top, ¿no?

Toño exhaló el aire que no sabía que contenía. Un alivio — con un toque de sorpresiva decepción — lo recorrió. «El top,» repitió mentalmente, aferrándose a la explicación inocente.

—Ahm… No lo sé… No creo que deba… —tartamudeó, buscando una salida—. Podría… Podría malinterpretarse.

La ceja de Pao se enarcó de nuevo, una mueca de genuina perplejidad que era devastadoramente convincente.

—¿Por qué? —preguntó, mirando hacia su propio pecho y luego de vuelta a él—. Solamente vas a tocar la tela porque te gustó mi top, ¿no?… ¿Eso qué tiene de malo?… Además, no hay nadie más aquí. Solamente estamos tú y yo encerrados.

La lógica infantil, aplastante en su simpleza, lo arrinconó. No había testigos. No había consecuencias aparentes. Negarse ahora parecería extraño, como si él estuviera pensando en algo sucio. Y, en el fondo, un impulso primitivo, abrumado por la proximidad y lo prohibido de la situación, clamaba por ceder.

—Ahm… Claro… No pasa nada… —mintió, su voz un hilillo tenso.

Levantó la mano derecha, que temblaba de forma incontrolable. Se dirigía hacia el escote, hacia ese lunar que lo hipnotizaba, con la torpeza de un adolescente.

Pao soltó una risita burlona, un «jiji» que sonó estridente en el encierro.

—¿Por qué tiemblas tanto? —preguntó, con diversión pura.

Y entonces, antes de que su mano vacilante llegara a su destino, ella extendió la suya y le tomó la muñeca. Sus dedos pequeños y fríos se cerraron alrededor de su piel, guiando su mano temblorosa con firmeza.

El contacto fue eléctrico.

Los dedos de Toño, dirigidos por ella, hicieron contacto con el borde húmedo de la tela, justo en el límite del escote. Su dedo medio se enganchó en el elástico, tirando de él hacia abajo sin querer, revelando aún más piel y la sombra profunda entre sus senos. Sus dedos índice y anular, por su parte, quedaron apoyados cada uno sobre la curva superior de sus senos. A través de la yema de sus dedos, Toño sintió la calidez de su piel, la firmeza increíble de la carne.

Su respiración se cortó. El mundo se redujo al punto donde sus dedos temblorosos tocaban el cuerpo imposible de Pao, mientras la tormenta rugía fuera, encerrándolos en su burbuja de realidad distorsionada.

La mente de Toño era un torbellino de sensaciones contradictorias. Su pulgar y dedo medio pellizcaban el material, en un acto que pretendía ser de examen textil, pero sus dedos índice y anular… esos traicioneros, se movían con una vida propia. Con cada respiración de Pao, o quizás con cada micro-movimiento inconsciente de su mano, las yemas de esos dedos rozaban la piel expuesta de sus senos, suave como la seda y caliente. Un contacto eléctrico, fugaz, que le erizaba la piel del brazo.

Él esperaba una queja, un retroceso, un gesto de incomodidad. Pero no llegó. Pao solo sonreía, una sonrisa amplia y despreocupada que iluminaba su rostro infantil. Sus ojos verdes brillaban con una alegría que parecía genuina, como si la admiración de un adulto por su prenda favorita fuera el mayor de los halagos. La disonancia era total: la inocencia de la expresión contra la sensualidad abrumadora del cuerpo y la audacia de la situación.

—Es una tela muy suave… —logró decir Toño, forzando su voz para que sonara neutral, casi profesional—. Parece de buena calidad.

La sonrisa de Pao se ensanchó hasta parecer que iluminaría el puesto.

—¡Lo es! —exclamó, con entusiasmo—. Por eso me encanta este material. De hecho mi shortcito también es de la misma marca, mira.

De repente, le quitó la mano de encima con un movimiento fluido. Antes de que Toño pudiera procesar el alivio o la pérdida del contacto, Pao se puso de pie casi de un brinco. Sus movimientos eran infantiles. Sin ningún preámbulo ni pudor, agarró el elástico del pants escolar holgado y lo bajó de un tirón hasta sus muslos.

Toño contuvo el aire.

Aparecieron unas piernas torneadas, gruesas, definidas. No eran las piernas delgadas de una niña. Y enfundando su parte inferior, un short de licra negro, diminuto y ajustadísimo, de estilo deportivo. La tela, delgada y elástica, se amoldaba a cada curva con una fidelidad obscena.

—Mira —dijo Pao, girando de espaldas a él con una naturalidad pasmosa.

Levantó ligeramente su trasero, doblando el elástico de la cintura del short hacia abajo para mostrar la etiqueta. Pero la etiqueta era lo de menos. El movimiento, la postura, todo conspiró para revelar el espectáculo completo.

El short diminuto, se estiraba y se ajustaba, delineando dos nalgas redondas, perfectamente formadas, altas y de una firmeza que parecía desafiar la gravedad. Eran nalgas de mujer, voluminosas y esculpidas. Y justo en la cintura, donde el elástico se doblaba, la licra negra se separó lo suficiente para revelar una forma triangular negra. El triángulo de una tanga de hilo. Una prenda íntima, sexy, diseñada para ser revelada, que no tenía absolutamente nada que hacer en la ropa interior de una niña de primaria.

—¿Lo ves? Misma marca —dijo Pao, con su voz dulce, completamente ajena al terremoto que acababa de desatar en la mente de Toño, quien solo podía mirar, paralizado, la imposible realidad que tenía frente a sus ojos.

La mano de Pao, se apoyó en el hombro de Toño para buscar equilibrio. Él se tensó al instante, cada músculo de su cuerpo alerta. El calor de su palma a través de su playera con propaganda política, le ponía nervioso.

—Mejor me voy a quitar el pants. También está mojado y me está enfriando las piernas —explicó con un tono de queja infantil, como si fuera la cosa más natural del mundo desvestirse frente a un adulto extraño.

Con torpeza juvenil, pero con una flexibilidad que parecía de gimnasta, se balanceó sobre un pie y luego sobre el otro, usando el hombro de Toño como ancla, para quitarse los tenis. Luego, con un movimiento rápido, terminó de sacarse el pants escolar holgado, que cayó al suelo. Ahora solo llevaba el diminuto short de licra negra y el top ajustado.

Toño apenas respiraba. Su mirada estaba clavada en el espacio frente a él, tratando desesperadamente de no mirar demaisado, de no ver esas nalgas impresionantes tan cerca, de no recordar la imagen de la tanga que había vislumbrado.

Pero entonces Pao hizo el movimiento que destrozó por completo cualquier ilusión de control que le quedara a Toño.

Para ponerse los tenis de nuevo, no se agachó flexionado las rodillas, como haría cualquier persona. En un acto de distracción —o de una audacia calculada que él se negaba a reconocer—, se inclinó hacia adelante desde la cintura, con las piernas rectas.

El efecto fue instantáneo y catastrófico. Sus nalgas, enfundadas en la licra negra que parecía pintada, se elevaron y se colocaron directamente a la altura del rostro de Toño. La curva redonda y firme quedó a centímetros de su nariz, llenando completamente su campo visual. La tela del short, tensa por la postura, dejaba ver cada detalle, como la plenitud y redondez de su culo y la delgada línea de la tanga que se hundía en el surco.

Toño pudo sentir el calor que emanaba de su cuerpo, mezclado con el olor mojado de la lluvia y un perfume sutil, infantil. El mundo se redujo a eso: la imposible proximidad de unas nalgas que no debían existir en una niña, el repiqueteo ensordecedor de la lluvia en el metal y el sonido de su propio corazón martilleándole el pecho.

Se quedó completamente inmóvil, petrificado, con las manos apretando los muslos de su pantalón, sintiendo que cualquier movimiento, cualquier respiración demasiado profunda, sería un error catastrófico. Pao, ajena o fingiendo indiferencia, se tomó su tiempo para amarrarse los tenis, moviéndose levemente y haciendo que la tentadora imagen se meciera suavemente frente a sus ojos desencajados.

El equilibrio de Pao, ya precario por su postura, se quebró de repente. No fue un movimiento brusco, sino un balanceo exagerado hacia atrás, un «¡Upsi!» acompañado de una risita nerviosa que sonó falsa en los oídos aturdidos de Toño.

Pero no hubo tiempo para analizarlo.

De golpe, las nalgas grandes y redondas de Pao, se presionaron directamente contra su rostro. La licra negra, fina y elástica, se estiró contra su nariz y su boca, ahogando su jadeo de sorpresa. Él podía sentir el calor de su cuerpo, la firmeza de sus glúteos, y la humedad residual de la lluvia. Su mundo se redujo a una oscuridad suave, caliente y opresivamente aromática.

—Jeje, no tengo buen equilibrio, sorry —dijo la voz de Pao, ahora contra él, tintineante y divertida, como si estuvieran jugando a las caídas—. Jiji, ¿me puedes sujetar para que no me caiga?

La petición, hecha con una inocencia devastadora, cortocircuitó lo que quedaba de la racionalidad de Toño. Actuó por instinto, por puro reflejo de evitar que ella cayera sobre él y empeorara la ya surrealista situación. Sus manos, grandes y temblorosas, se alzaron y se aferraron a esas nalgas firmes y paradas.

Fue el contacto lo que lo quebró definitivamente. Sentir la carne de su culo bajo sus palmas, la solidez de su cuerpo bajo la delgada capa de licra, con su cara aún enterrada en el centro de todo eso… algo se rompió dentro de él. La barrera del deber ser, de la legalidad, de la moral, se desvaneció bajo el aroma dulce y el calor prohibido.

Un gruñido animal, ahogado por la tela, se le escapó de la garganta. Su boca, aplastada contra ella, se abrió en un acto involuntario de puro instinto. Comenzó a aspirar profundamente, embriagándose del olor a ella. Su lengua, traicionera, salió y lamió la tela húmeda, buscando el sabor de la piel que sabía que estaba ahí, justo debajo.

Pao soltó una risita, un «jiji» que sonó vibrante a través de su cuerpo.

—Jiji, me haces cosquillas —protestó, con una voz que simulaba un quejido juguetón—. Basta.

Pero no se movió. No intentó liberarse. Al contrario, pareció arquearse ligeramente, presionándose con más fuerza contra su boca, convirtiendo la supuesta pérdida de equilibrio en una invitación fija, en un consentimiento tácito y perverso. Era como un juego, sí, pero uno cuyas reglas sólo ella conocía, y en el que Toño era ahora un participante perdido y completamente dominado, con el rostro hundido en la intimidad de una niña que, con risitas y excusas, lo estaba guiando directo al abismo.

Pao se separó de su cara con una suavidad deliberada, rompiendo el contacto húmedo y opresivo.

—Listo. Ya quedó —anunció, como si acabara de terminar una tarea escolar.

Luego, miró a Toño con esos ojos verdes amplios, ahora con un brillo de complicidad que él era incapaz de descifrar.

—Uy, pero ahora tengo frío —se quejó, con un temblor en la voz que sonó convincente, abrazándose con sus propios brazos—. Déjame sentarme contigo. Así me das calor.

Antes de que él pudiera articular una respuesta, un «no» que se atascó en su garganta seca, ella se acercó. Sus manos pequeñas, con una determinación sorprendente, se posaron en sus muslos y los separó sin ceremonia. El movimiento fue tan rápido y desinhibido que Toño no tuvo tiempo de reaccionar, de disimular el bulto evidente y doloroso que se había formado en su entrepierna, una tensa confirmación de que todo lo que había pasado, tenía una reacción involuntaria en su cuerpo.

Ella miró hacia abajo. Una sonrisa pícara se curvó en sus labios antes de desaparecer, reemplazada por un gesto de concentración ¿Lo había visto? ¿O solo era su imaginación paranoica?

Sin darle tiempo a averiguarlo, Pao giró sobre sus talones, dándole la espalda. Por un instante, su mirada se ladeó hacia atrás, calculando la zona donde se iba a sentar. Luego, con un movimiento lento, se dejó caer.

Sus nalgas, redondas, firmes y aún calientes a través de la licra, se depositaron con exactitud milimétrica sobre su erección. No fue un aterrizaje accidental; fue un encaje perfecto. Ella se meneó ligeramente, con una inocencia que parecía ensayada, frotándose contra él como buscando la posición más cómoda, hasta que el grueso de su miembro quedó perfectamente alojado en el surco que separaba sus nalgas, aprisionado por el peso y la forma de su cuerpo.

Toño contuvo un gemido. Todo este estímulo ilegal era demasiado para su cuerpo, cada partícula de su ser gritaba que esto estaba mal, que era un peligro, pero su cuerpo respondía con una traicionera excitación que lo paralizaba.

—¿Puedes abrazarme? Tengo frío —pidió Pao, reclinándose un poco hacia atrás, contra su pecho. La curvatura de la prominente barriga de Toño, la obligaba a curvar su cuerpo, exponiendo más sus senos. Su voz un susurro infantil que contrastaba violentamente con la forma tan indecente en la que estaba sentada.

Con un movimiento lento, como si sus brazos pesaran una tonelada, Toño la rodeó. Sus manos, grandes y callosas, encontraron su lugar justo debajo de la hinchada curva de sus senos, a solo centímetros de sentir el peso de ellos. Podía rozar el suave tejido del top, sentir el calor de su piel a través de él, y el ritmo de su respiración.

—Pon Demon Slayer. Quiero verlo contigo mientras esperamos —ordenó ella, con una naturalidad pasiva, como si no estuviera sentada sobre la erección de un hombre adulto, como si esto fuera lo más normal del mundo.

Con mano temblorosa, Toño alcanzó su celular, que estaba recargado sobre el porta celular, abandonado en el mostrador. Picó la pantalla con dificultad y reanudó el episodio. La música épica y los gritos en japonés llenaron el pequeño espacio, contrastando con la escena surrealista y perversa que se desarrollaba en su regazo, con una niña de once años —o algo que se parecía a una— meneándose suavemente sobre él mientras ambos miraban dibujos animados, encerrados por la tormenta.

El tiempo perdió todo significado dentro de la jaula de metal. Cada latido del corazón de Toño era un martillo que golpeaba contra sus costillas, un ritmo acelerado y culpable que se sincronizaba con el suave, casi imperceptible, movimiento de las caderas de Pao. Para ella, todo parecía ser el anime. Sus ojos verdes, reflejando la luz del celular, seguían las escenas de batalla con genuina fascinación.

—Me encanta la animación —comentó con una expresión de admiración infantil, y como si las emociones le generaran una energía inquieta, comenzó a mover las caderas con la naturalidad de un niña que no puede estarse quieta.

Pero para Toño, cada uno de esos pequeños movimientos circulares, esos ajustes de postura, eran una tortura exquisita. Sus nalgas, perfectamente moldeadas por la licra, se restregaban contra la dura tensión de su miembro, generando una fricción que lo enloquecía. Sus dedos, que tamborileaban nerviosos contra los costados de la niña, justo bajo la imponente sombra de sus senos, sentían el calor de su piel en la zona de las costillas.

Intrigado por su aparente distracción y por el aparente consentimiento que ella misma había demostrado con sus risitas y su actitud infantil, Toño decidió probar los límites. Con una lentitud agonizante, deslizó sus manos un poco más arriba. Las yemas de sus dedos callosos rozaron por primera vez la base inferior de sus senos, donde la curva suave y pesada se encontraba con su torso.

Él contuvo la respiración, esperando una reacción, un rechazo, un grito.

No llegó.

Pao, en cambio, se acomodó aún más contra su pecho, como buscando calor. Su respiración era calmada, distraída por la pantalla.

Con el corazón galopando, Toño subió más sus manos. Ahora, la mitad de sus palmas descansaba sobre la masa inferior de sus pechos. Podía sentir el peso, la firmeza, la abrumadora realidad de aquel cuerpo imposible.

Fue entonces cuando Pao se arqueó ligeramente. Un movimiento deliberado, sutil, que empujó sus nalgas con más fuerza contra su erección al mismo tiempo que sacó más el pecho, ofreciendo sus senos más plenamente a sus manos exploradoras. Fue una invitación tácita, inconfundible.

Toño, perdido en un mar de deseo y morbo, aceptó. Sus manos se extendieron por completo, apoderándose de los firmes y voluminosos pechos. Sus palmas cubrieron la carne, sintiendo la turgencia y el leve pero distintivo pezón endurecido en el centro de cada uno, a través de la tela del top.

Pao soltó una risita suave, un sonido vibrante que él sintió a través de su espalda.

—Me da cosquillas —dijo, con una voz que simulaba un quejido juguetón, sin apartar la mirada del celular ni hacer el más mínimo intento por separarse.

Su sonrisa, aunque él no podía verla, se adivinaba en su tono de voz. Era un permiso disfrazado de inocencia, un juego peligrosísimo en el que ella movía las piezas y él, con las manos llenas de su cuerpo y el suyo ardiendo de lujuria, era apenas un peón completamente dominado. La tormenta fuera parecía amainar, pero dentro del puesto, la tempestad apenas comenzaba.

El aguacero cambió a una llovizna. En otra situación, sería el aviso para Toño de que ya podía reabrir su puesto sin riesgo a que la lluvia se cuele; pero no esta vez. En esta ocasión, Toño no tiene ninguna intención de reabrir nada. El tamborileo suave permitía escuchar los jadeos entrecortados de Toño y la respiración tranquila de Pao. El contraste era abismal: el caos exterior parecía irse calmando, pero dentro del puesto, la tensión sexual era tan poderosa que se podía respirar.

Las manos de Toño aún agarraban con avidez los pechos de Pao, que llenaban sus palmas por completo. Ella seguía sentada sobre su erección, que palpitaba, inquieta y confinada, entre sus nalgas. El anime seguía reproduciéndose en el celular.

Toño no podía más. La disonancia entre el cuerpo de mujer en sus manos y la supuesta mentalidad infantil de la niña que lo poseía era demasiado grande. Necesitaba saber. Necesitaba escuchar de su boca algo que le permitiera cruzar, de una vez por todas, el umbral de la culpa y entregarse al deseo monstruoso que lo consumía.

—Pao… —su voz sonó ronca, cargada de una urgencia que ya no podía disimular.

Ella giró ligeramente la cabeza, lo justo para que él pudiera ver su perfil iluminado por la pantalla. Sus ojos verdes brillaban con curiosidad.

—¿Hmm?

—Sabes qué es lo que estamos haciendo, ¿verdad? —la pregunta salió como un susurro áspero, casi desesperado. Era una apuesta arriesgada. Podía romper el hechizo, hacerla retroceder horrorizada.

Pao se quedó quieta por un segundo. Luego, una sonrisa lenta, cargada de una malicia que ya no podía ocultarse tras la fachada de inocencia, se dibujó en sus labios. No era la sonrisa amplia y despreocupada de antes. Esta era más íntima, más cómplice.

—¿Lo que hacemos? —repitió, como saboreando la palabra. Su voz conservaba el tono dulce, pero ahora tenía una tilde burlona, de complicidad—. Estamos viendo anime, ¿no? —hizo una pausa deliberada, presionando suavemente sus nalgas contra la entrepierna de Toño, un movimiento que le arrancó un gemido ahogado—. Y me estas calentando porque tenía frío. Tú me estás ayudando. ¿O es que estamos haciendo algo malo, señor Toño?

La respuesta fue una maestra de la ambigüedad. No era una confirmación explícita, pero tampoco una negación. Era un guiño, una invitación a jugar dentro de las reglas que ella estaba estableciendo: la de la ignorancia fingida, la del juego «inocente». Le estaba dando permiso sin tener que decirlo abiertamente, protegiéndose a sí misma y a él en una fantasía compartida donde las culpas se difuminaban.

Para Toño, fue suficiente. Fue la confirmación que su mente necesitaba para apagar las alarmas restantes. Ella sabía. Ella entendía el efecto que tenía y lo disfrutaba. El consentimiento, por retorcido y peligroso que fuera, estaba ahí, envuelto en risitas y medias verdades.

Un peso enorme se levantó de sus hombros, reemplazado por una ola de lujuria pura y sin restricciones. Un gruñido bajo escapó de su garganta.

—No —murmuró, sus manos apretando con más fuerza los senos que tenía entre sus manos, sus dedos apenas hundiéndose en la carne firme—. No estamos haciendo nada malo, Pao. Nada malo en absoluto.

Y por primera vez, se abandonó por completo a la realidad distorsionada que compartían, sellada por el suave ruido de la llovizna que persistía afuera y por la calma perversa que ahora lo inundaba.

Con la barrera de la duda finalmente derribada, las manos de Toño se volvieron más audaces, más posesivas. Ya no solo los sostenía; los manoseaba. Apretaba la carne firme y voluminosa, sintiendo cómo se amoldaba a sus dedos, cómo los pezones se endurecían aún más bajo la tela del top contra sus palmas. El conocimiento prohibido de que aquellos senos pertenecían a una niña de once años añadía una capa de morbo eléctrico, un fuego ilegal que avivaba cada uno de sus sentidos.

Pao no se resistió. Por el contrario, una risa entrecortada, jadeante, salía de sus labios. Su respiración se había acelerado, y un rubor claro, visible incluso en la tenue luz, coloreaba sus mejillas pálidas. Movía los brazos y las manos con espasmos juguetones, como si le hicieran cosquillas, pero era un teatro. Sus movimientos eran de diversión, no de rechazo.

Sus caderas, mientras tanto, habían encontrado un ritmo. Ya no era el inquieto menear de un niño. Era un balanceo cadencioso, una rotación lenta pero insistente que restregaba sus nalgas contra la erección de Toño con una precisión que desmentía cualquier inocencia. Era el movimiento del perreo, sugerente y cargado de intención, y cada fricción enviaba una sacudida de placer estimulante a través de él.

Toño, embriagado por la permisividad y el deseo, decidió llevar las cosas un paso más allá. Su voz sonó ronca, cargada de una intención que ya no se molestaba en ocultar.

—¿No te mojó también la lluvia el shortcito, Pao? —preguntó, sus ojos fijos en la nuca de ella, en los finos cabellos rubios que se le pegaban a la piel.

La pregunta flotó en el aire. Era una indirecta clara, una invitación a deshacerse de la última prenda que la cubría de cintura para abajo.

Pao dejó de reír por un segundo. Su balanceo se detuvo momentáneamente. Giró la cabeza lo justo para que él pudiera ver la sonrisa picara que se dibujaba en su perfil.

—Sí… —respondió, alargando la palabra como si estuviera considerándolo—. Se siente un poco frío y húmedo. No es cómodo.

Y entonces, sin esperar a que él dijera nada más, se inclinó ligeramente hacia adelante, separando su peso de él por un instante. Sus manos, ágiles y seguras, se deslizaron hacia la cintura del short de licra. Con un movimiento fluido, casi experto, se lo bajó por sus muslos hasta las rodillas, dejando al descubierto, por completo, la redondez perfecta de sus nalgas y la delgada tira negra de la tanga de hilo que se hundía profundamente entre ellas.

Pao se volvió a reclinar contra él, ahora con la piel desnuda de sus nalgas presionando directamente contra el tejido del pantalón de Toño, donde la humedad de la lluvia y el calor de sus cuerpos se mezclaban. El contacto fue aún más intenso, más íntimo, más real.

—Así está mejor —susurró ella, con un hilo de voz que era pura provocación disfrazada de alivio, y reanudó su balanceo cadencioso, esta vez con una barrera de tela menos entre su piel y la desbordante excitación de él.

La sonrisa de Pao se ensanchó, una curva de pura malicia infantil que conocía demasiado bien el poder de su provocación. Sus ojos verdes brillaron con un desafío juguetón al devolverle la indirecta.

—¿Y a usted, señor Toño… no se le mojó el pantalón con la lluvia? —su voz era un susurro meloso, cargado de una intención que ya no podía ser más clara.

Toño soltó una risa baja, cargada de una incredulidad que se mezclaba con la excitación. Esta niña, este ser de once años con el cuerpo de una diosa y la astucia de una zorra, no dejaba de sorprenderlo. Pero ahora él también quería jugar.

—Ahora que lo mencionas… —dijo, fingiendo una reflexión tardía—. Me parece que sí. Lo mejor será quitármelo, ¿no? Podría enfermarme.

Mantuvo su tono ligero, casi amigable, mientras sus manos, que momentos antes habían estado ocupadas en sus senos, se movían hacia su propio pantalón. Pao, confiada en su control de la situación, se levantó ligeramente de su regazo, dándole espacio, con una sonrisa de triunfo anticipado. Ella esperaba oír el pantalón caer, quizás después sentir la forma de su boxer ajustado, una barrera de tela más delgada entre ellos.

Pero Toño tenía una jugada diferente en mente.

Con movimientos rápidos y discretos, desabrochó su pantalón y se lo bajó hasta las pantorrillas. Pero no se detuvo ahí. En el mismo fluido movimiento, enganchó también el elástico de su boxer y lo bajó de un tirón, liberando por completo su erección, que surgió, palpitante y al descubierto, en el aire húmedo del puesto.

Pao, que empezaba a descender de nuevo hacia su regazo con esa seguridad burlona de quien cree tener todas las cartas, no vió el mástil desnudo hasta que fue demasiado tarde.

En lugar de encontrar la tela húmeda y delgada del boxer, la piel desnuda de sus nalgas hizo contacto directo, brutalmente íntimo, con la piel ardiente y sensible de su miembro.

El efecto fue instantáneo y eléctrico para ambos.

Un jadeo agudo, completamente genuino, escapó de los labios de Pao. Su cuerpo se tensó, y su descenso se detuvo en seco, sosteniendo su peso con sus manos, apoyadas en los muslos delgados y peludos de Toño, con sus nalgas apenas posadas sobre la punta de su erección. Su sonrisa se desvaneció, reemplazada por una expresión de genuino shock, sus ojos verdes se abrieron como platos, mirando hacia la nada frente a ella. No era el grito de una niña asustada, sino el jadeo sofocado de alguien cuya jugada ha sido superada de la manera más audaz e inesperada.

La sorpresa, la crudeza del contacto piel con piel, la realidad tangible y caliente de lo que estaba sucediendo, la había dejado sin su fachada de control por primera vez desde que comenzó el juego.

Toño contuvo un gemido de puro placer al sentir la suavidad de sus nalgas contra su miembro desnudo. Un escalofrío violento lo recorrió.

—¿Pao? —preguntó, con una voz que ahora era ronca por el deseo y un dejo de triunfo—. ¿Todo bien? ¿No te vas a sentar? Hace frío, y dijiste que querías calor…

La estaba provocando de vuelta, usando sus propias palabras en su contra. La había dejado sin escape, enfrentada a la realidad física y cruda del juego que ella misma había iniciado. Ahora era su turno de ver hasta dónde estaba realmente dispuesta a llegar la provocadora niña de once años.

El aire se cortó en el puesto. Pao, tras el jadeo inicial de sorpresa, no retrocedió. En un movimiento que era a la vez calculado y desvergonzado, se dejó caer por completo, de manera lenta.

Sus nalgas descendieron, empujando la erección de Toño contra su propio cuerpo, con intención clara, presionando hacia atrás, ajustándose hasta que el grueso miembro quedó perfectamente alojado en el surco que formaban sus nalgas, aprisionado por la carne firme y la delgada tira de la tanga. La piel contra piel era una descarga eléctrica, un contacto tan íntimo y prohibido que le arrancó un gemido ahogado a Toño.

Pao se arqueó, curveando su espalda para presionar aún más, y solo entonces, cuando ya estaba completamente sentada sobre él, con su desnudez encajada en la suya, fingió darse cuenta.

Giró la cabeza sobre su hombro, y su rostro se transformó en una máscara de sorpresa exagerada. Sus ojos verdes se abrieron como platos, su boca formó una perfecta «O» de incredulidad. Llevó una mano a los labios, en un gesto de falso shock que parecía parodia.

—¡¡Señor!!… —exclamó, su voz un agudo susurro de pretendida alarma—. ¿También se quitó el boxer?… —hizo una pausa dramática, bajando la mirada hacia donde sus cuerpos se unían, aunque no podía ver nada—. ¿Lo tenía mojado o qué?… No sé si esté bien que haga algo como eso…

La preocupación en su voz era tan falsa como su sorpresa. No había intentado levantarse. No había tensión real en su cuerpo. Al contrario, con cada palabra, con cada sílaba, se movía casi imperceptiblemente, frotando sus nalgas contra él, convirtiendo la reprimenda en una caricia.

Era una farsa magistral. Estaba usando la pretendida inocencia y preocupación para hacer aún más perverso el acto, para darle una capa de negación plausible mientras se frotaba contra su excitación con una descarada deliberación. Le estaba diciendo «esto está mal» con la boca, mientras con su cuerpo le decía «pero me encanta».

Toño, aturdido por la audacia y el placer, solo podía mirar la nuca de ella, la curva de su cuello, y sentir cómo cada uno de esos pequeños movimientos lo llevaba más cerca del borde. La niña de once años no solo estaba jugando con fuego; estaba bailando en las llamas y riéndose del que se suponía que debía ser el adulto responsable.

La risa de Toño fue baja, cargada de una complicidad que ahora fluía tan fácil como la excitación. Sus manos, que se habían separado un instante de los senos de Pao, los apretaron nuevamente con más firmeza, acariciando la carne firme a través del top húmedo.

—¿Por qué? No tiene nada de malo… —dijo, su voz un ronco susurro junto a su oído—. Solamente estamos tratando de evitar enfermarnos y nos damos calor. ¿No es así?

Pao dejó escapar un suspiro exagerado, de esos que fingen resignación pero que en realidad esconden anticipación.

—Bueno… Sí, tiene razón… —concedió, arrastrando las palabras. Luego, hizo un movimiento de caderas particularmente insistente, frotando sus nalgas desnudas contra su miembro—. Pero es que su cosa ahora está de fuera y me preocupa que se me pueda meter.

La preocupación en su voz era tan falsa como la inocencia traviesa que venía interpretando. Toño podía sentir la humedad de su propia excitación, y la de la piel de ella, creando una fricción húmeda y delirante.

—Por suerte aún tienes tu tanga puesta —respondió él, jugando el mismo juego perverso—. Sino, imagínate, podría ocurrir un accidente.

Sus dedos encontraron los pezones endurecidos de Pao a través de la tela y los pellizcaron suavemente. Ella arqueó la espalda hacia él, empujando sus senos aún más profundamente hacia sus manos, una invitación muda pero clara.

—¡Uy no! —exclamó Pao, y esta vez su voz adoptó un tono deliberadamente infantilizado, exagerado, como el de una niña en una obra de colegio—. Sino la tuviera puesta, seguro que su cosa se me mete sin querer… —hizo una pausa, y Toño pudo sentir cómo contraía deliberadamente los músculos de sus nalgas alrededor de su miembro, intentando envolverlo—. Imagínese… se la estaría metiendo a una niña de once añitos.

Las palabras, dichas con esa voz dulce y fingidamente ingenua, mientras su cuerpo realizaba el acto más provocador posible sin llegar a la consumación, fueron la cosa más perversa que Toño había experimentado en su vida. Era una confesión y una burla al mismo tiempo. Ella no solo era completamente consciente, sino que disfrutaba narrar el tabú, de poner en palabras lo que sus cuerpos estaban a punto de hacer, envolviéndolo en el papel de la niña desprevenida.

Era un juego inmoral, y Toño, con la niña de once años más desarrollada del mundo sobre su regazo, estaba más que dispuesto a jugarlo.

La declaración de Pao cayó como un desafío, en la tensión sexual que se desarrollaba dentro del puesto. —Yo creo que, para evitar que ocurra un accidente, será mejor que me levante —dijo, con una voz que simulaba una prudencia repentina, pero que destilaba una malicia calculada en cada sílaba.

Toño contuvo el aire, una protesta muda atascada en su garganta. Pero ella ya se estaba moviendo. Se levantó con una lentitud exquisita, deliberada, un espectáculo de agonía y provocación. Cada centímetro que se separaba de él era una pérdida dolorosa, pero a la vez, una revelación.

Un hilo brillante y viscoso de líquido preseminal se estiró, tensándose como un puente pecaminoso entre la piel ardiente de su miembro y la piel suave de sus nalgas, específicamente donde la delgada tira negra de la tanga se hundía en su surco. El hilo se rompió finalmente, pero dejó su marca: las redondeces perfectas de sus nalgas brillaban ahora, embadurnadas con su fluido, y la tela negra de la tanga mostraba una mancha oscura y húmeda que delataba la excitación.

Pao se puso de pie frente a él, completamente expuesta desde la cintura para abajo excepto por esa mínima prenda ahora manchada. No mostró vergüenza. Al contrario, se inclinó hacia adelante sobre el mostrador desordenado, apoyando sus palmas a cada lado del celular donde aún sonaba el anime. Arqueó la espalda de manera pronunciada, levantando sus nalgas hacia Toño en una postura de sumisión y ofrecimiento que no podía ser más clara.

La curva de su espalda, la manera en que sus nalgas se separaban ligeramente con la postura, revelando más de la tira húmeda de la tanga y la piel brillante a su alrededor, era una imagen de una obscenidad absoluta. Era una invitación silenciosa, un cuadro preparado con la excusa de evitar el «accidente», pero que en realidad lo estaba provocando de la manera más directa posible.

Quedó ahí, quieta, esperando. El mensaje era inconfundible: el siguiente movimiento era suyo. La niña de once años había tendido la trampa final, y ahora el cerrajero adulto, con el deseo escrito en cada fibra de su ser, tenía que decidir si cruzaba el punto de no retorno. El aire, cargado del olor a excitación y lluvia, parecía vibrar con la tensión.

La risa de Toño fue un eco bajo y cargado de la misma lujuria perversa que Pao había estado cultivando. —Bueno… En ese caso entonces yo también me pondré de pie… —dijo, su voz un ronco susurro detrás de ella—. No queremos que sin querer te vayas a caer sobre mí y te la termines metiendo tú sola.

Se levantó de su silla de plástico, su sombra cubriendo por completo la figura inclinada de la niña. Sus manos, grandes y callosas, se cerraron alrededor de sus caderas estrechas, encontrando la curva ósea bajo la piel suave. La sensación de poder, de posesión absoluta sobre aquel cuerpo imposible, lo embriagó.

Con un movimiento experto, guió su erección, que palpitaba con una urgencia inquieta, hacia el surco que formaban sus nalgas brillantes y húmedas. No hubo vacilación. La colocó justo en el centro, donde la delgada tira de la tanga se hundía, y comenzó a moverse.

No fue un roce casual. Fue una simulación cruda y deliberada del acto sexual. Restregó su verga de arriba a abajo, deslizándola en medio de tremendas nalgas, sintiendo la textura de la tela mojada de la tanga y la suavidad de la piel de Pao. Cada movimiento embadurnaba ambos con más del líquido preseminal que ahora lubricaba el camino.

Luego, los arrimones comenzaron. Empujones cortos y firmes de sus caderas contra las de ella, imitando la embestida de la penetración. El choque era intenso, eléctrico. Cada empujón hacía que las nalgas de Pao se estremecieran y que un jadeo entrecortado escapara de sus labios.

—Jiji, basta —protestó Pao entre risas sofocadas y jadeos que sonaban más a excitación que a queja real—. ¡Señor, que se esté quieto! ¡Me va a tirar! Jiji

Pero su cuerpo contaba una historia diferente. En lugar de apartarse, arqueó más la espalda, levantando aún más sus nalgas hacia él, ofreciéndose de manera más obscena. Sus manos se aferraron al borde del mostrador, los nudillos blancos, mientras su cabeza casi se posaba en el mostrador, entre sus brazos, mirando la pantalla del celular sin ver realmente la animación.

Era una reprensión teatral, parte del juego. Le estaba diciendo que se detuviera con la boca, mientras con cada movimiento de sus caderas y cada arqueo de su espalda le rogaba que continuara. La farsa de la inocencia se mantenía, pero la realidad física, el sonido húmedo de la fricción, el olor a sexo en el aire y los gemidos que ya no podía contener por completo, delataban la verdad: estaban al borde mismo del acto, y ambos lo sabían. Toño, impulsado por un deseo monstruoso, y Pao, disfrutando cada segundo de la transgresión que ella misma había orquestado.

El cambio fue instantáneo y electrizante. Toño abandonó la frotación general por algo mucho más preciso, mucho más peligroso. Sus caderas adquirieron un nuevo ritmo, corto y enfocado. Cada empujón era un punteo seco y directo de su glande, ya hinchado y sensible, contra la intimidad de Pao. Apuntaba justo a la entrada, a ese pequeño punto oculto por la delgada tira de la tanga, donde la tela se hundía en el pliegue de sus labios. El impacto, amortiguado solo por la mínima barrera, era una promesa brutal de lo que podría venir.

Mientras, sus manos se hundieron dentro del escote del top deportivo. La tela elástica cedió, permitiéndole enterrar sus manos y apoderarse directamente de los senos desnudos de Pao. La piel era suave como el terciopelo, pero la carne debajo era increíblemente firme y densa, llenando sus palmas por completo hasta el punto de que sus dedos apenas podían abarcar la enormidad de cada pecho. No eran duros como piedra, pero sí tenían una turgencia perfecta, una resistencia que cedía justo lo necesario bajo su presión.

Los sonidos que llenaron el puesto ya no podían disimularse. Los gruñidos de Toño eran guturales, animales, saliendo de lo más profundo de su garganta. Los gemidos de Pao eran agudos, entrecortados por jadeos, una mezcla de sorpresa fingida y placer genuino que alimentaba el morbo taboo de ambos.

Pao giró la cabeza sobre su hombro. Su rostro estaba sonrojado, los ojos entreabiertos y vidriosos, los labios húmedos y ligeramente separados en una sonrisa que era pura lujuria infantil, una expresión de «niñita putita» que sabía exactamente el poder que tenía.

—¡Señor Toño!… ¡Aaah!… —gimió, entrecortado por otro punteo preciso—. ¡Ya estése quieto!… ¡Uhmmm!… Me la va a terminar metiendo sin querer… ¡Uyyy!… —su voz subía de tono con cada embestida—. Y eso no se puede… ¡Mmm!… Le recuerdo que solamente tengo… ¡Oooh!… ¡once añitos! jiji.

Mientras decía esto, llevó una mano hacia atrás, en un gesto que pretendía ser de defensa. Su palma pequeña se posó como barrera sobre su vagina, como intentando bloquear los punteos de Toño.

—Jaja, basta, de verdad —protestó entre risitas nerviosas, que sonaban más a excitación que a diversión—. Que puede ocurrir un accidente y yo solamente soy una niña.

Pero entonces, en un movimiento furtivo que Toño, concentrado en las sensaciones que el cuerpo imposible de la niña le regalan, no notó que los dedos de Pao no se dedicaron a bloquear. En cambio, se engancharon en el costado de la delgada tira de su tanga. Con un movimiento rápido y experto, la apartaron hacia un lado, descubriendo completamente su sexo.

No había ningún vello. La piel era suave, pálida y brillante por su propia excitación y por el líquido preseminal de él. Estaba completamente expuesta, húmeda y vulnerable, justo en el camino del siguiente punteo de Toño.

La advertencia de «accidente» sonó entonces como la más clara de las invitaciones. El escenario estaba listo. La última barrera física, apartada por la propia niña que seguía riéndose y gimiendo, negando con la boca lo que su cuerpo y sus acciones estaban exigiendo a gritos.

El siguiente movimiento de Toño no resultó en otro punteo. En cambio, su hinchado y lubricado glande, se encontró con la entrada húmeda que Pao había expuesto deliberadamente. La lubricación excesiva de ambos dió pie a una penetración inexorable.

—¡Aaah!… —el grito de Pao fue más agudo, menos fingido, cargado de una sorpresa genuina mezclada con el placer—. ¡Señor!… No sé porqué… Uhmmm… —su voz se quebró en un jadeo mientras él ganaba milímetros, estirando su estrecha entrada—. Pero se siente como si me la estuviera metiendo… Aaah…

La declaración, hecha con esa voz entrecortada e infantil, era una acusación directa y una confesión al mismo tiempo.

Toño, sin detener su lento avance, negó con un descaro que era tan obsceno como el acto mismo. Su voz sonó ronca, cargada de esfuerzo y de una lujuria que ya no podía contener.

—¿Metiéndotela? No, no… —dijo, mientras sus caderas empujaban otro centímetro, haciendo que Pao gimiera—. Es solo que… eh… con el movimiento y la fricción… debe de ser que se te está metiendo la tanga… sí, eso… se te está metiendo la tanga sin querer.

La excusa era tan absurda, tan ridículamente imposible —la tanga estaba apartada a un lado, fuera de toda ecuación—, que por un segundo el silencio reinó.

Y entonces Pao soltó una risita. No fue una risita nerviosa o fingida. Fue una carcajada breve, ahogada por el placer y la incredulidad, un sonido genuino de diversión ante la desfachatez de su mentira.

—Jiji… ¡Qué señor tan tonto! —logró decir entre jadeos, arqueándose aún más para facilitar la penetración, contradiciendo cada una de sus palabras de protesta—. ¡Como si la tanga… uhmmm… pudiera meterse así!…

Su risa se mezcló con otro gemido, más largo, más profundo, mientras Toño, alentado por su reacción y por la forma en que su cuerpo lo aceptaba, finalmente se hundió por completo en ella, cerrando por completo la distancia en un solo movimiento posesivo que los dejó a ambos sin aliento. La negación y la farsa habían llegado a su fin. El «accidente» tan anunciado había ocurrido.

La risa de Pao era una cascada de sonidos entrecortados por gemidos exagerados, cada uno más agudo e infantil que el anterior. —¡Señor!.. ¡Aaah!… Pero si se siente igualito! —protestaba entre jadeos, arqueando la espalda sobre el mostrador—. ¡Se me hace que… ¡Uhmm!… ¡Me está cogiendo!…! ¡Y eso no se puede!… ¡Mmm!… ¡La miss dice que no debemos dejar… Aaah… que lo hagan!

Cada palabra, dicha con esa voz de niña pequeña pero cargada de un conocimiento sexual que no debía tener, avivaba el fuego enfermizo en el vientre de Toño. El morbo era una droga, y la negación, su cómplice perfecta.

—Tonterías —replicó Toño, con un esfuerzo hercúleo por mantener la farsa, su voz ronca por el esfuerzo de contenerse—. Si realmente te estuviera cogiendo, sería así…

Y acto seguido, sin previo aviso, retiró su miembro casi por completo y volvió a embestir con una fuerza brutal, una metida profunda y posesiva que no tenía nada de accidental. El impacto fue seco y sonoro; el chasquido de sus nalgas perfectas e infantiles contra su pubis resonó en el interior del puesto de metal, tan fuerte que pareció que podía escucharse incluso en la calle escandalosa.

—¡Uyyy! —gritó Pao, pero no era un grito de dolor. Sus ojos se abrieron como platos, su boca formó una «O» de genuina y divertida sorpresa, como si acabaran de hacerle la travesura más graciosa del mundo. Una carcajada burbujeante escapó de sus labios—. ¡Jajaja! ¡Señor, qué fuerte! ¡Eso sí que no se hace!

—¿Ves? —jadeó Toño, recuperando un ritmo menos violento pero igualmente profundo, disfrutando cómo su cuerpo se adaptaba a cada embestida—. Es muy diferente… ¡Uff!.. No te estoy cogiendo… Aaah… porque eso es ilegal. —La palabra «ilegal» salió de sus labios como un mantra perverso, una forma de exorcizar su propia culpa al mismo tiempo que se hundía en la transgresión.

Pao, con los ojos brillantes de lágrimas de risa y excitación, asintió con vehemencia, su cabello rubio ondulado saltando con el movimiento.

—¡Sí, sí lo es! —confirmó, con la solemnidad falsa de una niña recitando una lección—. Un adulto no puede cogerse a una niña. Es malísimo. —Hizo una pausa, conteniendo otra risita mientras otra embestida la hacía gemir—. Porque… ¡uhmmm!… porque las niñas de once años… ¡ah!… no están listas para eso… jiji.

La contradicción era absoluta. Su cuerpo, que recibía cada embestida con una habilidad y una aceptación que no tenían nada de infantil, desmentía cada palabra que salía de su boca. Pero el juego de la negación, de fingir que este acto brutal y posesivo era cualquier otra cosa, era la parte más excitante para ambos. Era el secreto compartido más sucio, el que permitía que la farsa continuara mientras Toño la tomaba con una intensidad que dejaba marcas en su piel y el eco de sus nalgas sonando contra él como aplausos obscenos.

La realidad se desdibujó por completo dentro del puesto. Toño ya no pensaba, solo sentía. Sentía la estrechez abrumadora, casi virginal, que envolvía su miembro con una presión perfecta, recordándole con cada embestida el tabú monstruoso que estaba cometiendo. Pero al mismo tiempo, sentía la capacidad de aquel cuerpo imposible para recibirlo todo, para acomodar cada centímetro de él sin la más mínima queja de dolor. Solo risas. Risas entrecortadas por jadeos y gemidos que salían de una garganta infantil.

Era demasiado. La combinación de la voz de niña, las protestas juguetonas y la realidad física de estar penetrándola profundamente quebró los últimos vestigios de su contención. Dejó de fingir. Dejó de medirse.

Sus embestidas se volvieron duras, profundas, animales. Cada golpe de sus caderas contra las nalgas de Pao resonaba con un sonido húmedo y carnoso que era el único ritmo que importaba ahora. Sus manos, que hasta entonces habían acariciado, se volvieron más brutales. Agarró los senos que sobresalían del top y los sacó por completo, liberando su peso y su forma perfecta. Eran tan grandes que llenaban sus manos por completo, y los amasó con una posesión que hizo a Pao gemir de placer.

—¡Jiji, señor! ¡Se me ven las boobies! —protestó entre risas, como si eso fuera lo más grave que estaba pasando.

—Shhh, yo te las cubro —bromeó Toño, sin soltarlas, apretándolas aún más contra sus palmas mientras su ritmo se volvía más frenético—. Así nadie las ve.

Pao apenas podía formar palabras. Las embestidas la sacudían, interrumpiendo su aliento.

—Yo… ah!… siento que sí… uhmmm… que sí me la está metiendo —logró decir entre carcajadas ahogadas, como si acabara de hacer un descubrimiento gracioso—. Y mi mami… y la miss… jaja… me dijeron que… ¡ah!… no debo dejar… que me hagan… ¡uhh!… estas cosas… —otra embestida brutal la hizo gritar, pero la risa regresó de inmediato—. ¡Porque soy una niña!… Así que… jiji… ¡hágase para allá!

Y entonces, en el colmo de la contradicción y la provocación, empezó a empujarlo. Pero no con las manos. Con sus nalgas. Mientras decía «hágase para allá», sus caderas se empujaban hacia atrás, penetrándose a sí misma con aún más fuerza sobre él, usando el mostrador como palanca. Sus piernas, firmemente apoyadas en el suelo, le daban la fuerza para empujar contra cada una de sus embestidas, encontrando su ritmo y multiplicando la fricción de una manera que era claramente experta.

—¡Jaja, que se haga para allá! —repetía entre gritos y risas, mientras su cuerpo hacía exactamente lo contrario, bailando sobre su verga con una habilidad que desmentía cada una de sus palabras de niña desvalida.

Era la farsa final, el juego llevado al extremo. Negar con la boca lo que su cuerpo reclamaba y disfrutaba con una voracidad que dejaba a Toño completamente a su merced, embistiendo un cuerpo que era a la vez el de una niña y el de una mujer, perdido en un mar de morbo, placer y una culpa que solo alimentaba el fuego.

La confesión de Toño salió como un rugido entrecortado, un torrente de gruñidos y jadeos que ya no podían contener la verdad. —¡Me atrapaste, jaja! —admitió, con una risa ronca y forzada que sonaba más a un jadeo de agonía placentera—. Es que estás muy buenota. ¡Uff!.. No me aguanté las ganas de metértela.

Las palabras, crudas y directas, rompieron la última capa del juego de negación. Ya no había excusas de «tanga» o «calor». Era una admisión llanamente perversa.

—Déjame cogerte poquito, ¿sí? —suplicó, su voz cargada de una desesperación lujuriosa, mientras sus embestidas no cesaban, sino que se volvían más implorantes, más profundas, como si su cuerpo rogara por una aceptación total.

Pao, al escuchar la confesión directa, soltó una risa diferente. No fue la risita burlona de antes, sino una carcajada más gutural, triunfante, que se mezcló con un gemido largo y vibrante.

—¡Jajaja! ¡Al fin lo admite, señor pervertido! —gritó, y el insulto sonó como un elogio en su boca, un cumplido—. ¡Le ganaron mis nalgotas de niña! —Se arqueó aún más, empujando sus nalgas contra él con una ferocidad que lo dejó sin aliento—. ¡Pero si ya me la metió toda! Jaja… ¡Está bien! ¡Cójame otro poquito! ¡Pero poquito, eh! ¡Porque soy una niña y no debo! ¡Jiji!

Era el permiso más retorcido imaginable. Un «sí» condicionado a la misma transgresión que lo hacía tan excitante. Le estaba diciendo que estaba bien penetrarla, siempre y cuando ambos siguieran fingiendo que era «poquito» y que ella «no debía».

Para Toño, fue la liberación definitiva. Un gruñido animal escapó de lo más profundo de su pecho. Ya no había restricciones. Agarró sus caderas con fuerza, hundiendo los dedos en su carne, y comenzó a cogerla con una intensidad brutal, salvaje, cada embestida una afirmación de su confesión. El sonido de sus cuerpos chocando se volvió el único sonido en el mundo, un ritmo obsceno de carne contra carne, de moralidad destrozada y de lujuria liberada. Pao ya no protestaba. Sus gemidos se volvieron continuos, agudos, una sinfonía de placer infantil que alimentaba el fuego de Toño, quien finalmente se abandonó por completo a coger a la niña de once años que tenía frente a él, con el «poquito» de ella sonando como un eco burlón en cada choque de sus caderas.

El movimiento de Pao fue calculado, un ajuste final para la penetración más profunda. Con una mano que se llevó hacia atrás, agarró la delgada tira de su tanga y la jaló aún más, hasta que quedó justo en medio de su nalga izquierda, dividiéndola con un hilo negro sobre la piel sonrosada y brillante. Luego, se acomodó bajando mucho más el torso sobre el mostrador, hasta que su espalda formó un arco pronunciado, y se elevó sobre la punta de sus pies, ofreciéndole a Toño un ángulo obsceno, una entrada aún más directa y profunda.

Toño no necesitó más invitación. Sus manos se aferraron a los senos que ahora eran libres, sacados por completo del top. Eran tan enormes, tan voluminosos, que sus palmas ni siquiera podían abarcarlos por completo, cosa que antes sí podía. Sus dedos se hundían en la carne turgente, firme pero increíblemente suave, y la sensación era tan abrumadora que jadeó. Era como si cada caricia, cada embestida, hiciera que el cuerpo imposible de Pao se volviera aún más voluptuoso, más hecho para el sexo, desafiando toda lógica.

Pao, con la cara apoyada en el frío metal del mostrador, retomó la farsa. Sus palabras salían entrecortadas, destrozadas por los gemidos y jadeos que ya no podía contener.

—Señor… ah!… ya… uhmmm… ya me cogió poquito… —jadeó, y una risita temblorosa se mezcló con el sonido—. Ya… ¡ah!… debería… sacarla… —protestó, pero su voz carecía de toda convicción, elevándose en un quejido de placer con cada embestida profunda.

Giró la cabeza lo justo para que Toño pudiera ver su perfil. Su rostro estaba bañado en un rubor intenso, los labios hinchados y húmedos, y una sonrisa de «niñita putita», amplia y descarada, se le extendía de oreja a oreja. Sus ojos verdes, entrecerrados por el placer, brillaban con una malicia y un disfrute que desmentían cada una de sus palabras de protesta.

—¡Jiji!… En serio… ¡ah!… sáquela… —insistió, pero al mismo tiempo, sus caderas empujaron hacia atrás con más fuerza, apretando sus músculos internos alrededor de él en una contracción que era cualquier cosa menos un rechazo—. Que… ¡uhh!… mi mami va a llegar…

Era el juego perfecto. La negación verbal mientras su cuerpo suplicaba por más. La mención de su madre, otra capa de tabú y peligro, solo avivó las llamas. Toño, embriagado por la confesión, por la permisividad y por el cuerpo surrealista que se entregaba a él, solo pudo gruñir en respuesta, apretando sus senos con más fuerza y acelerando su ritmo, decidido a exprimir cada segundo de este «poquito» que Pao le había concedido, sabiendo que ambos estaban perdidos en la misma mentira deliciosa y perversa.

La voz de Toño era un ronco susurro, cargado de una urgencia que ya no podía contener. —Déjame cogerte otro poquitito más, Pao… —suplicó, sus palabras entrecortadas por el jadeo y el sonido húmedo de sus cuerpos—. Por favor… Ponte en cuatro. En el piso.

La petición era un salto hacia lo aún más obsceno, más dominante. El frío suelo del puesto, sucio y desordenado, contrastaría brutalmente con la juventud y la piel perfecta de la niña.

Pao, por su parte, soltó una risita ahogada, un sonido de complicidad que vibró a través de su cuerpo y hasta el de Toño. —¡Señor Toño, qué cosa pide! —protestó, pero su tono era juguetón, sin rastro de genuino rechazo—. ¡El piso está sucio! ¡Y yo solo tengo puesta la tanga!

Era otra excusa más, otra capa del juego. Pero incluso mientras decía eso, ya estaba moviéndose. Se separó de él lentamente, con un gemido exagerado, y giró sobre sí misma. Su mirada se encontró con la de él, y una sonrisa pícara, llena de promesa, iluminó su rostro. Sin romper el contacto visual, se arrodilló en el suelo, entre la rebaba de llaves cortadas y el polvo.

La postura era devastadora. En cuatro, sus nalgas, aún brillantes por sus fluidos mezclados, se elevaban hacia él, redondas y perfectas. La delgada tira negra de la tanga, que dividía su glúteo, parecía una invitación obscena.

Su espalda se arqueaba, y sus senos, enormes y pesados, colgaban hacia abajo, balanceándose levemente, sin perder su forma redonda.

—¿Así, señor? —preguntó, mirándolo por encima del hombro con una inocencia perfectamente fingida—. ¿Aquí en el piso como una perrita? ¡Jiji! ¡Qué vergüenza!

Pero no hizo el más mínimo intento por cubrirse o levantarse. Al contrario, se menéo ligeramente, ofreciéndose.

Toño, con el corazón palpitándole en el pecho, se bajó frente a ella. La visión era surrealista: la niña de once años, con su cuerpo de mujer, arrodillada sumisamente en el suelo desastroso de su puesto, esperándolo. Agarró sus caderas con fuerza, posicionándose detrás de ella.

—Sí, así —gruñó, y sin más preámbulos, guiándose por la tira apartada de la tanga, se hundió en ella de un solo movimiento, profundo y posesivo.

Pao gritó, una exclamación que era mitad sorpresa, mitad placer absoluto, y arañó el suelo frío, apretando una llave que estaba tirada. El contraste entre la suciedad del piso, la crudeza de la posición y la voz infantil que comenzó a gemir y a reír entrecortadamente, era el colmo del morbo. Toño comenzó a mover sus caderas, cogiéndola allí, en el suelo, perdiendo por completo la noción de todo excepto del cuerpo imposible que se entregaba a él y de la voz de niña que, entre gemidos, seguía murmurando «¡qué vergüenza, señor!» mientras empujaba sus nalgas contra él con desesperación.

Las protestas de Pao eran ahora la banda sonora perfecta para su propia penetración. —¡Señor, no! —gimió, con una voz que pretendía ser de exasperación pero que sonaba a pura provocación—. ¡No sea tan pervertido! ¡Jaja! ¡Pare!… ¡Uhmmm!… ¡Que yo solo tengo once añitos! —Cada palabra, cada recordatorio de su edad, era un latigazo de morbo que hacía que Toño la embistiera con más fuerza—. ¡No importa que tan buenota esté, sigo siendo una niña!

Su cuerpo, sin embargo, contaba la historia opuesta. Se arqueaba hacia él, empujando sus nalgas contra sus embestidas, y sus músculos internos se apretaban alrededor de su miembro en contracciones que eran cualquier cosa menos infantiles.

—¡Aaah!… —gruñó Toño, sus manos aferradas a sus caderas con una fuerza que dejaría marcas—. Es que desde que te vi esas tetotas… —otra embestida brutal—. Ya no pude aguantarme. Eres una niñita demasiado buenota… —su voz se quebró en un jadeo—. ¡No me pude aguantar las ganas!

La confesión, tan vulgar y directa, surtió el efecto deseado. Pao soltó una risita, un sonido de triunfo y halago, incluso allí, en cuatro en el suelo sucio. —¡Señor! ¡Qué cosas tan pervertidas dice! —protestó, pero su sonrisa, amplia y descarada, se podía escuchar en su voz. La sonrisa de una niñita putita que había conseguido exactamente lo que quería.

—¡Jiji! —rió, entrecortada por los embates—. ¡Ya, en serio! ¡Ya fue demasiada cogida! —protestó, aunque sus caderas seguían moviéndose en círculos, frotándose contra él—. ¡Y encima ni lleva condón!… ¡Ah!… ¡Se siente todo! —la queja sonaba falsa, excitada—. ¡Y mi mami… uhmmm… va a llegar en cualquier momento!… ¡De veras!

La mención de su madre, el peligro inminente de ser descubiertos, añadió la capa final de riesgo y transgresión. Era el recordatorio de que esto era real, de que ella era una niña y su madre podía aparecer y pillarlos en el acto más abominable.

Para Toño, fue la gota que colmó el vaso. El cóctel de la confesión, la permisividad burlona de Pao, el peligro y el cuerpo imposible que se entregaba a él, lo llevó al borde. Sus gruñidos se volvieron más guturales, sus embestidas más descontroladas, perdiéndose por completo en el tabú que estaba viviendo, con la risa de la niña de once años sonando en sus oídos como una campana de perdición.

De pronto un auto estacionó a un costado del puesto, seguido del sonido de un claxon, el sonido rompió el ritmo y congeló el tiempo. Fue un bíp-bíp breve y rápido, el sonido de alguien que anuncia su llegada y espera una pronta respuesta.

El escándalo que salía del puesto era ensordecedor. El chapoteo húmedo de sus pieles sudorosas chocando, las risas histéricas y los gemidos infantiles de Pao, los gruñidos animales de Toño… todo se filtraba por las rendijas del metal. Solo era cuestión de que la madre de Pao, impaciente, bajara la ventanilla o saliera del auto, para que pudiera escuchar a su “inocente” hija gemir dentro de ese puesto de metal.

El orgasmo los alcanzó a ambos al mismo tiempo, una explosión sincronizada de transgresión absoluta. Toño rugió, un sonido gutural y primitivo, mientras se vaciaba profundamente dentro de ella, en ese cuerpo de niña que no debería recibirlo. Pao, por su parte, hizo una mueca de placer caricaturesca: cruzó los ojos, sacó la lengua y dejó escapar una serie de jadeos agudos y risitas que sonaron a pura euforia perversa.

El claxon sonó de nuevo, más impaciente. Bíp-bíp-bíp.

Dentro del puesto, la realidad regresó a cámara lenta. Pao tenía la mejilla apoyada en el frío y sucio piso de madera, jadeante, una sonrisa de oreja a oreja iluminando su rostro. Sus nalgas seguían elevadas, todavía conectadas a Toño, que respiraba con la pesadez de un animal exhausto. El delgado hilo de la tanga seguía partiendo su nalga, ahora manchado y húmedo con las consecuencias de su acto.

Afuera, el motor del auto seguía encendido. La madre esperaba. Y dentro, en el desorden y la oscuridad, la niña de once años y el cerrajero jadeaban, unidos por el secreto más sucio, mientras el mundo, al otro lado de la lámina, seguía su curso, completamente ajeno a la monstruosidad que acababa de ocurrir.

El sonido del motor apagándose fue como un golpe seco. Un silencio momentáneo, mucho más aterrador que el claxon, llenó el aire. Luego, el click metálico de la puerta del auto abriéndose.

El corazón de Toño se detuvo. Estaba todavía arrodillado, pegado a Pao, atrapado en el acto.

Pero Pao no se inmutó. Con un control de la situación absoluto, gritó hacia la puerta del puesto, su voz solo un poco agitada, perfectamente creíble: —¡Ya voy, mami! ¡Estaba guardando mis cosas!

La voz de una mujer, impaciente, llegó desde afuera: —¡Date prisa, Pao! ¡Que tu papá va a llegar antes que nosotras!

Esa fue la chispa. Pao se separó de él con un movimiento fluido. Toño se desplomó hacia atrás, jadeando, viendo cómo la niña de once años se recomponía con una velocidad y eficiencia abrumadoras. No se dió el tiempo de acomodar su tanga; la delgada tira negra seguía desplazada a un lado, una obscenidad oculta. Se subió el short de licra negra, que se ajustó de inmediato a sus formas, y la línea de la tanga, fuera de lugar, se marcó claramente sobre la tela. Peor aún, una mancha húmeda y oscura comenzó a extenderse inmediatamente en la entrepierna del short, la evidencia de su eyaculación filtrándose a través de la mínima barrera.

Se bajó el top deportivo, cubriendo sus senos, y en un par de movimientos, recogió su sudadera y su pants mojados del suelo y los metió en la mochila enorme.

Se arrastró hacia la pequeña puerta, deslizó el seguro metálico con un clack seco y se agachó para salir. Antes de desaparecer en el exterior, se giró una última vez. Sus ojos verdes encontraron los de Toño, que seguía arrodillado y expuesto en el suelo sucio. Una sonrisa rápida, pícara, y un guiño. Luego, desapareció.

La puerta se cerró. Y entonces, el silencio.

Una eternidad de segundos pasó. Toño no respiraba, escuchando atentamente. No había voces. No había reproches. No había pasos acercándose. Nada. Solo el sonido de su propia sangre bombeando en sus oídos y el olor a sexo y lluvia que llenaba el puesto.

Su mente corrió con imágenes de la madre abriendo la puerta, del escándalo, de la policía, de su vida destruida.

Pero el sonido que llegó fue el de dos portazos de auto, seguidos y firmes. Luego, el motor rugió de nuevo, y el sonido de las llantas sobre el asfalto mojado comenzó a alejarse, mezclándose con el rumor de la avenida que volvía a la vida después de la tormenta.

Se fueron. Se habían ido.

Toño se dejó caer completamente al suelo, sobre las frías tablas de madera, jadeando, mirando el techo sucio de su puesto. La realidad, fría y pesada, comenzó a asentarse sobre él, pero por ahora, solo podía sentir el vacío dejado por el peligro inminente y el eco de la risa de la niña de once años que acababa de usarlo y dejarlo ahí, shockeado por lo que acababa de pasar ahí dentro.

Toño permaneció en el suelo sucio por lo que pareció una eternidad, el eco de las llantas mezclándose con el zumbido en sus oídos. Lentamente, como si emergiera de un sueño febril, la realidad comenzó a reconstruirse a su alrededor.

Una oleada de culpa lo golpeó primero, fría y nauseabunda. “Once años”. Las palabras resonaron en su cráneo como un martillo. Había cruzado una línea de la que no había vuelta atrás. Se frotó la cara con las manos, sintiendo el peso abrumador de lo que había hecho.

Pero entonces, como una mancha de calor que se expande, surgió otro sentimiento: el recuerdo vívido, sensorial, del cuerpo de Pao. La turgencia de sus senos en sus manos, la estrechez abrumadora que lo había envuelto, la audacia perversa de sus risas y gemidos. Una sonrisa tonta, involuntaria, se dibujó en sus labios. Había sido, por mucho, la experiencia sexual más intensa, más electrizante, de su vida. Una contradicción monstruosa se instaló en su pecho: la culpa y el éxtasis, entrelazados.

Con un suspiro profundo, pesado, se levantó del suelo. Se arregló la ropa con movimientos mecánicos, sintiendo la humedad incómoda en su pantalón. Con manos que aún le temblaban levemente, comenzó a subir las pesadas ventanas metálicas del puesto. La luz del atardecer, lavada y pálida después de la tormenta, entró a raudales, iluminando el desorden y el pequeño espacio donde todo había pasado. Parecía igual, pero nada lo era.

Reabrió su taller, pero su mente estaba en otra parte. Durante el resto del día, cada vez que un auto se estacionaba cerca de su puesto, su corazón se aceleraba con un miedo irracional. Esperaba ver a la madre de Pao, o peor, a la policía. Pero solo eran clientes habituales, vecinos que necesitaban copias de llaves.

Los días se convirtieron en semanas. El nerviosismo agudo se fue diluyendo, reemplazado por una ansiedad sorda que finalmente también comenzó a desvanecerse, llevada por la monotonía de la rutina. Pero no se fue del todo. En su lugar, creció un nuevo sentimiento: un anhelo profundo, una nostalgia enfermiza por revivir aquella tarde surrealista.

Toño se encontraba mirando con frecuencia hacia los lados, esperando ver la figura menuda con sudadera holgada y mochila enorme. Escudriñaba a las estudiantes de primaria que pasaban frente a su puesto, buscando unos ojos verdes audaces o una sonrisa que ocultara un secreto perverso. Pero Pao nunca regresó.

A veces, en la quietud de la tarde, cuando el ruido de la avenida era solo un murmullo, creía escuchar una risita burbujeante, un eco de aquella voz infantil que lo había llevado al abismo y lo había abandonado ahí, cambiado para siempre. Sonreía entonces, con amargura y con morbo, resignado a que el pasado no podía modificarse, y atrapado para siempre en el recuerdo de la niña imposible que se había convertido, para él, en un fantasma de deseo y culpa.

—Fin—

 

16 Lecturas/23 septiembre, 2025/0 Comentarios/por ElViejoMorboso
Etiquetas: cogiendo, colegio, hija, madre, mayor, orgasmo, sexo, vagina
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