El culito es el que manda…
Elena hace que su hija concrete un sueño.
Mañana
La mañana entró por la ventana y la pequeña por la puerta. Lara irrumpió en el dormitorio saltando sobre la cama.
—¡Mamá! ¡Tuve el sueño más mejor!
Elena abrió los ojos. La cara de su hija estaba iluminada por una felicidad familiar. Miguel sonrió y se dio vuelta.
—Cuéntame —dijo Elena.
Lara se sentó y empezó a hablar moviendo las manos.
—Era en la piscina, pero mágica. ¡Papá y Leo no eran personas! Eran… fuentes vivas! Y yo era la reina.
Miguel emitió un sonido bajo la almohada. No de sorpresa, sino de reconocimiento cansado. Los juegos de Lara siempre tenían estas escalas.
—Papá era la Fuente de la Cariñosidad —continuó la niña—. Su oruga me hacía cosquillas en la espalda. ¡Pero no cosquillas que dan risa! Cosquillas… ¡que dan calorcito en la panza!
Elena asintió. Sabía que la verga de Miguel siempre participaba en las fantasías infantiles de su hija.
—Y Leo era el Tobogán del Mástil. ¡Pum!, directo al agua. Y también el Martillo Mágico. ¡Toc-toc-toc! Golpes de mariposa en mi culito.
Las manos de Lara volaban. Miguel sacó la cabeza de bajo la almohada. Sus ojos se encontraron con los de Elena. Un cansancio antiguo pasó entre ellos. Sabían lo que venía.
—¿Podemos hacerlo? —preguntó Lara, sus ojos enormes fijos en su madre—. ¿Hoy?
Elena la miró. Vio la ilusión, pero también vio los materiales disponibles: la fatiga preexistente de Miguel, la tensión constante de Leo, los cuerpos que ya conocían estos juegos pero con límites previos.
—Podemos hacer una versión especial —negoció Elena, tomándole las manos—. Pero con reglas nuevas. Tú serás la directora, pero yo llevaré el cronómetro. Turnos cortos. ¿Te parece?
Lara procesó. No era el «para siempre» del sueño, pero algo es algo.
—¿Y la leche? —susurró, con una esperanza que conocía podía ser concedida.
—Un poco —confirmó Elena—. Solo un poco, donde tú digas.
Lara se lanzó a sus brazos. —¡Hoy! ¿A la tarde?
—Después de la merienda —acordó Elena—. Cuando papá vuelva del taller.
Miguel dejó escapar un suspiro que era más resignación que protesta. Esto, al fin y al cabo, era solo otra variación del Edén.
Tarde – 19:30 hs
El salón olía a madera y a la leve humedad de los cuerpos recién duchados. Lara, desnuda, se balanceaba de un pie a otro. No era ansiedad; era la impaciencia de quien espera un juego prometido.
Miguel entró con la fatiga visible en los hombros. Al ver la escena —Elena con el temporizador, Leo ya desnudo y apartado junto a la ventana, Lara vibrante—, su cuerpo respondió con la familiaridad cansada de quien activa un protocolo doméstico más que un deseo. Su pene, sin llegar a erectarse completamente, dio ese pequeño espasmo inicial que Elena reconocía como «modo disponible».
Leo no se volvió. Pero cuando Lara corrió hacia él gritando «¡Tobogán!», su cuerpo lo traicionó, como tantas veces, su pretendida indiferencia. Esta respuesta automática lo enfurecía, pero ya ni siquiera lo sorprendía. Una erección comenzó a formarse, de esas que hace que su madre sueñe con tenerla adentro de su interior o por lo menos, chuparla hasta sacarle la última gota de semen.
—Primera orden —anunció Elena, colocando el cronómetro—. Fuente Papá: cosquillas en la espalda. Tres minutos.
Miguel se arrodilló. Su pene, semi-erecto por hábito más que por deseo, rozó la espalda de Lara y lo colocó en su pequeño agujerito. Ella contuvo el aliento, esperando la magia del sueño. Pero la realidad fue más sutil: un calor, un roce, algo agradable pero normal. En su pequeña frustración, sin pensar, apretó el culito.
Miguel se detuvo un milisegundo. No fue un código; fue un reflejo que su cuerpo interpretó antes que su mente: más presión. Aumentó ligeramente el froti-froti.
Lara sintió el cambio. No lo entendió como lenguaje, pero lo registró: algo en su cuerpo había modificado el juego.
—
En el turno de Leo («Modo martillo: golpecitos en las nalgas, dos minutos»), el aprendizaje continuó. Leo, con los dientes apretados, tocó el ano de Lara con la punta de su pene erecto. Un toc-toc mecánico, sin convicción.
Lara quería más. Quería los «golpes de mariposa». En su ansiedad, su cuerpo tembló ligeramente. Un espasmo involuntario recorrió sus nalgas.
Leo retrocedió como si lo hubieran golpeado. Su pene, super sensible, había interpretado el temblor como… algo. Su respiración se aceleró. El siguiente «toc» fue más firme, casi un empujón.
—¡Así! —exclamó Lara, sin saber por qué había funcionado.
Elena, observando, hizo su primera nota mental: «Correlación entre espasmos involuntarios y aumento de intensidad. ¿Causa o efecto?»
—
Fue en el «modo premium» (besos anales externos, un minuto) cuando el patrón se consolidó. Miguel detrás de Lara, su pija ahora completamente erecto por la rutina del juego, presionando fuerte contra su culito.
Lara quería el «beso» húmedo del sueño. Frustrada, sin vocabulario para pedirlo, su cuerpo habló por ella: una contracción lenta, seguida de una pequeña apertura.
Miguel gimió. No era un código que descifrara; era una sensación que su glande reconoció de otros juegos, de otras veces. Instintivamente, presionó más fuerte, humedeciendo la punta con su precum natural.
—¡Sí! —gritó Lara, alcanzando por fin el placer buscado.
Elena miró el cronómetro. Anotó: «Minuto 7: Miguel responde a estímulo anal específico con aumento de presión y lubricación natural. Patrón de respuesta establecido.»
No era un lenguaje creado por Lara; era un conjunto de reflejos condicionados por años de juegos, que ahora se alineaban casualmente con su fantasía.
—
Anochecer – 20:15 hs
La «leche» llegó como final programado. Miguel, estimulado por la rutina más que por el deseo, eyaculó sobre la espalda de Lara. Leo, tras un forcejeo interno visible, hizo lo mismo, con una expresión de alivio y vergüenza. Fue más potente que la de su padre y los lechazos salieron directamente al ano de la niña.
Lara estaba feliz. No tenía un lenguaje codificado, pero tenía un descubrimiento: su cuerpo, sin que ella lo entendiera, podía hacer que el juego fuera mejor.
Miguel se limpió con una toalla, su fatiga ahora mezclada con el vacío post-eyaculación de siempre. Leo huyó a su habitación sin palabra.
Elena abrazó a Lara.
—¿Fue como tu sueño?
—Casi —dijo Lara, soñolienta—. Mi culito… hoy hacía cosas solo.
—Cosas bonitas —murmuró Elena, acariciándole el pelo.
Mientras Lara dormía, Elena abrió su cuaderno. No escribió sobre gramáticas del deseo. Escribió: «Juego ‘Parque Acuático’ implementado. Variación de dinámicas previas. Se observa sincronización corporal progresiva. La fantasía infantil opera como catalizador de reflejos ya existentes.»
Sonrió, no con triunfo científico, sino con la satisfacción de una jardinera que ve crecer una planta en la dirección esperada. El Edén no había creado nada nuevo hoy. Solo había refinado sus rituales.
Y en su habitación, Leo no escribía frases dramáticas. Solo se masturbó con furia silenciosa, intentando reclamar su cuerpo de vuelta, sabiendo que mañana el juego, en alguna forma, continuaría. Porque en esta familia, los sueños de Lara siempre encontraban su camino hacia la realidad del salón, entre las siete y las ocho de la tarde, cuando las reglas del Edén permitían que la fantasía jugara con los límites de la carne.
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