el descubrimiento
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Se escabullía por entre ramas y maizales a sabiendas que ahí debía estar ella.
Se había quedado impresionado desde la vez primera que la vio, ese día cuando su madre le mandó a traer algo de harina. Antes no había pasado por esos lados del campo pues quedaba muy distante de su casa y no conocía a la gente de por aquellos lares. Cuando llegó al lugar que su madre le había indicado, no vio más que una casuela rodeada por árboles y arbustos desordenados. Llamó a la puerta con timidez y luego de una breve espera Ella salío.
El chico se perdió unos instantes al ver a la mujer que lo miraba con fijación: Había fuego y salvajismo en aquellos ojos.
-Necesito harina, dijo el chico con nerviosismo.
La mujer que no reflejaba expresión, se internó algunos instantes y salió con el pedido del asustadizo muchacho. El chico puso en sus manos unas monedas y salió corriendo con algo más que miedo en el pecho, algo que todabía desconocía. El camino todo se la pasó repasando una y otra vez el breve episodio con aquella mujer; su corazón latía con fuerza y no era por la carrera echa.
Pasaron algunos días, pero no había hora en la que no recordara aquellas bonitas formas y matices de la mujer de la harina. Trepado a los árboles la repasaba una y otra vez y algo dentro suyo crecía y crecía, inflándose hasta lo indecible. Cierta tarde la necesidad de verla fue tal, que decidió escabullirse para ver una vez más su rostro penetrante.
Aprovechó la penumbra de la tarde para naide lo viera. Caminaba rapido y nervioso, mientras eso que había dentro suyo se inflaba. Llegó. Las puertas de la casuela estaban abiertas de par a par y también las ventanas. El chico estaba agazapado a cierta distancia; entre unos arbustos; no podía encontrarla. Cuando creía que explotaría por la impaciencia, la mujer emergió de la casuela, traía una tinaja con agua la cual puso sobre un madero afuera, a unos pasos de la puerta. Tenía harina encima y con paciencia ceremonial fue desabrochando uno a unos los botones de su blusa, quedando la delicia de sus senos libremente expuestos. No había pena, en leguas a la redonda solo habían campos y nada más; no podría sospechar que el muchacho de las monedas y rostro nervioso, la observaba extraviado en toda su tosca belleza.
La mujer recogió su cabello en un moño y empapó un trapo en la tinaja de agua que después comenzó a pasarlo por sus brazos fuertes, por su rostro de trigo, por su cuello tostado y sus senos inflados. El chico no que quería ni parpadear, estaba poseído por el encanto primitivo de aquella bella mujer que repasaba su cuerpo… pero entonces, no lo había notado, los cascos de un caballo que venía a paso regular lo quitaron de su ensimismamiento. No entendía, a pesar del escandoloso andar del jinete la mujer ni se volvió a mirar, seguía pasando con ceremonia el trapo húmedo por su cuerpo. Por un momento al muchacho lo abordó la cólera: ¿Quien sería este que venía con soberbia? Quería gritarle, avisar a la mujer que se vistiera. Pero no lo hizo, también tenía miedo.
El hombre bajó de su caballo y lo amarró a un tronco; bajó las herramientas que traía el animal y las puso a un lado en un árbol. Y sin más reparo, se acercó por detrás de la mujer semidesnuda y la rodeó con sus brazos, tomando entre sus manos la carne de sus pechos que parecían palpitar
con sus toques. El muchacho se aterró, quiso salir huyendo pero algo se lo impedía, un sentimiento nuevo, una ardosa sensación que no hallaba como liberar y que se concentraba entre sus piernas; no lo había notado, pero su miembro estaba terriblemente erizado. Volvió la mirada a la pareja.
La mujer seguía de espaldas y el hombre con una mano la cogía del cuello que besaba con bruesquedad y con la otra estrujaba sus pezones erectos. La mujer no ocultaba el dolor que le procuraban las manos de su marido, pero le gustaba, la excitaban. Luego de un rato, el hombre que ya no se contenía, bajó la mano desde los pezones hasta las pantorrillas de su mujer, y palmo a palmo fue levantando su falda hasta descubrir las curvas de sus gluteos redondos que temblaban con deseo. Bajó el cierre de sus pantalones y de un tirón se abrió paso con su crecido pene entre las nalgas de la mujer que al instante soltó un grito de placer. El hombre la entraba y salía con violencia, allí a las afueras de la casuela donde se exponían sin reparo con salvajismo.
La mujer no contenía sus gemidos de lujuria, aullaba libremente como el viento en las copas. Cuando el deseo creció a más, la tinaja de agua se tiró a la tierra y la mujer se subió al tronco donde esta estaba, y abrió las piernas mostrando su intimidad embriagada de deseo y el miembro de su marido que se hinchaba hasta cobrar un rojo ennegrecido. Una y otra vez la penetró, cada vez con más fuerza y locura hasta consumirse en un concierto de gritos agónicos, gestos retorcidos y torrentes de fluidos…
Cuando el muchacho se volvía a su hogar, ya casi de noche, no era el mismo de siempre. Algo nuevo había conocido esa tarde, un remolino de sensaciones que no sabía como manifestar. Desde entonces, tarde tras tarde asistía a escondidas para mirar el mismo suceso. Casi siempre sucedía a la misma hora, por la tarde, poco antes de empezar a formarse la noche; a veces sucedía en el corral, justo a lado de la casuela, y otra veces dentro de esta; entonces solo podía escuchar las melodías de lascibia que salían de la ardorosa boca de la bella mujer. Siempre era la misma situación, allí donde las ansias del hombre la cogieran.
Pasaron varias semanas; a veces no ocurría nada que ver y otras veces el desenlace era intenso. Pero cierta tarde, cuando el muchacho tenía algo más de atrevimiento y se acercaba más a la casuela, no vio llegar al hombre en ningún instante. La mujer hacía lo de casi siempre, se recogía el cabello en un moño y pasaba un trapo húmedo por su piel matizada y sus senos amplios siempre anciosos. El muchacho quería acercarse, saber lo que era sentir el sabor de su carne tostada. Un deseo incontenible lo llamaba. Se animó. Agazapado entre los arbustos, se fue acercando poco a poco a la mujer que se limpiaba con ceremonia. La tenía más cerca que nunca; parecía poder tocarla con solo extender el brazo… pero una rama se enganchó en su cinturón y al quebrarse delató su presencia. De inmediato, la mujer cubrió sus pechos y se volvió en su dirección.
-¿Quien anda ahí?, profirió ella con desafío.
¿Muéstrate o se lo diré a mi marido?
El muchacho estaba aterrado, solo esperaba disuadir con su silencio a la mujer. Pero esta se acercaba paso a paso, amenanzante cual si fuera una fiera.
-Sal de ahí, muéstrate. Oh mi marido te matará.
Pudo hechar a correr, no podría alcanzarlo, tampoco saber donde vivía. Pero no lo hizo, el mismo deseo incontenible que lo había llevado ahí día tras día se lo impedía… y ahora lo empujaba a mostrarse. Salió de los arbustos con paso torpe y aterrado; pero más era el deseo de verla cerca.
El rostro de la mujer estaba poseído por una fiereza que no había visto antes, aunque si había imagino que tenía. Por un momento los ojos de la mujer reflejaron una ira incontenible; pero fueron solo instantes. Aguzó la mirada y con una expresión más insidiosa, pareció reconocer al torpe muchacho.
-Así que eres tú. Y la mujer fingió cólera.
-¿Que estabas haciendo. Me espiabas?
El silencio del muchacho lo delataba. Miraba al piso temeroso, pero no se movería. La mujer sólo necesitó unos segundos para comprender lo que sucedía, lo que había estado sucediendo.
-Has estado viniendo ¿verdad? Preguntó la mujer, más insinuante que molesta.
-¿Qué, no sabes hablar? Continuaba.
-Eres un zorro pícaro, y tonto ¿no sabes que mi mirado te puede matar? Ya lo has visto ¿verdad? Es fuerte y grande, te rompería el cuello con una mano ¿Que me dices?
Pero el muchacho no diría nada. El deseo de verla, de poder tocarla era más grande que cualquier miedo.
-Ven, mi marido está de vaje -Dijo la mujer con una sutil sonrisa sabor a malicia- Ayúdame con esto.
Las pieras del chico no quisieron responder, pero la invitación era irresistible. Obedeció tímidamente. Siguió a la mujer. Podía jurar que ya sentía su aroma; un olor fuerte a hierba y leña. La mujer tomó el trapo húmedo y se lo puso en la mano del muchacho.
-Ya sabes como hacer.
Las manos le temblaron como nunca antes y su corazón pareció salirse de su cuenco.
-Adelante, no tengas miedo. Le instaba la mujer casi con deseo burlesco.
Y se abrió la blusa de franela, mostrando sus senos carnosos a merced del chico. Este levantó la mano dudosa y con temblores se la comenzó a pasar por el hombro desnudo, pasó por su cuello de cisne silvestre, sus brazos fibrosos y finalmente llegó a lo que tanto había soñado: sus senos sinuosos. Antes miró furtivamente al rostro de la bella mujer; ella mantenía una sonrisa discreta, lo disfrutaba.
Anda, tócame. y agarró la mano libre del muchacho y la puso sobre su seno izquierdo, donde los dedos al fin sentían la textura de sus pezones marrones, palpitantes de pura lujuria.
El chico bajo los brazos y con los ojos muy abiertos, fijos en la hermosa hambra, acercó con lentitud su boca hasta el café de sus pezones inflamados. Bebió de ellos al principio lento, después enloquecido por su saber de carne femenina. Hizo cuando pudo, lamió cada una de ellas, las susccionó hasta el dolor y las mordió sin decoro. Ella había comenzado a proferir sus gemidos; ahora tan claros, tan penetrantes y armoniosos, lo inundaban de calor.
Sonrientemente complaciente, la mujer apartó al chico de sus pechos y llevando sus manos a la cadera, le hizo bajarse la falda que quedó tendida en la tierra húmeda. La respiración del muchacho era agitada, y ella con malicioso juego tomó su cabeza y lo bajó hasta la altura de su centro íntimo, aquel nido de bellos y fluidos ardorosos que cubrían su flor anciosa. El chico hizo lo propio he introdujo su lengua en su sexo, subiendo y bajando por el clítoris y los labios carnosos de su vagina. La mujer encontraba mucho placer en la lengua del torpe chico y no dejaba de gritar y moverse como una serpiente.
-Me devoras, me devoras. Profería la mujer jadeante. -Más, come de mí, lame mi concha.
De pronto la mujer apartó al muchacho y mirándolo muy fijamente se arrodilló y desató su cinturón. Con sonriente lascivia, metió la mano bajo el abultado pantalón y sacó a luz el falo del muchacho, inflamado hasta la dureza y con la cabeza rojiza.
-Tienes el cuerpo de un chico, pero tu pincho es la de un hombre. Y sin más se tragó hasta el medio tronco del muchacho que comenzó a temblar enloquecido. Todo aquello nuevo que el chico había estado acumulando comenzó a liberarse entre espasmos y jadeos, mientras ella succionaba su ardiente pene y estrujaba sus testiculos inflados.
En un momento la tinaja se tiró a tierra y ella se echo sobre el tronco de espaldas al chico; tomó sus propias nalgas y las abrió generosamente exponiendo su anillo pardusco deseoso de su endurecido miembro. El puro instinto llevó al muchacho colocar la cabeza de su pene en el aro de la mujer; una, dos y tres veces empujó hasta que finalmente ella se dilató y penetró su falo todo en su ano.
La música de sus gemidos acompañó su primera vez. Se movía con desorden, entrando y saliendo en las nalgas que succionaban su miembro hinchado.
Vamos chico, más, más.. -Rogaba embriagada la mujer- Por ahí, rompe mis entrañas, rompe mi culo.
Entonces un calor indedible poseyó al muchacho y empujó con violencia hasta que un grito especialmente salvaje estremeció el cuerpo de la mujer llevando al chico a eyacular un fluido blanco que rebalsó por el ano y muslos de ella. Habían llegado a la cumbre del más básico placer. Ella se volvió rápidamente y lamió el miembro arqueado de pura lujuria, terminando con eso el acto primitivo.
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La noche casi estaba cerrada arriba en el cielo. El muchacho caminaba lento, no quería llegar a casa todabía, quería repasar una y otra vez los sucedido. Mañana volvería sí, para probar la carne de la mujer que lo había poseído. Pronto sería un hombre hecho y derecho y pensaba llevársela lejos. La edad no era impedimento para él, y solamente la quería a ella y a nadie más; entrar por sus piernas una vez más… No se había dado cuenta hasta ser muy tarde; un corcel venía a todo galope y cuando se volvió para ver, una lampa lanzada con toda fuerza le destrozó el pecho. Solamente pudo ver que el jinete, era el marido de la mujer que había osado profanar.
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