El Juego Secreto del Bosque Encantado

Dos hermanitos de 8 y 6 años, inseparables en sus aventuras de fantasía, convierten el ático de su casa en un reino mágico donde son príncipes y princesas..

En un pueblo pequeño rodeado de bosques, vivían Lucas (8 años) y su hermanita Sofía (6 años). Eran tan unidos que hasta los vecinos decían que parecían gemelos de diferentes edades. Su lugar favorito era el ático de la vieja casa de sus abuelos: un sitio lleno de baúles, vestidos antiguos y polvo que brillaba con la luz que entraba por la ventana redonda.

Un sábado de verano, mientras los papás estaban abajo viendo televisión, los niños subieron con una manta y una linterna.

—Hoy jugaremos a “El Reino Encantado del Tesoro Prohibido” —anunció Lucas, poniéndose una corona de cartón—. Yo soy el príncipe valiente y tú la princesa perdida.

Sofía, con un vestido viejo de encaje que le quedaba enorme, dio saltitos emocionada.

—¡Sí! Y tenemos que encontrar el tesoro más secreto del castillo —gritó, con sus mejillas rosadas.

Empezaron buscando “pistas” debajo de los muebles. Lucas levantó una caja pesada y encontró un espejo roto.

—¡Mira, Sofi! Este es el espejo mágico que muestra lo que nadie debe ver —dijo con voz misteriosa.

Se sentaron en la manta, cruzados de piernas, y se miraron en el espejo roto. De pronto Sofía se rio.

—Tienes mocos, príncipe tonto —dijo y le limpió la nariz con la manga del vestido.

Lucas se rio también y, como siempre hacían cuando jugaban al médico, le dijo:

—Ahora yo te reviso a ti, princesa. Abre la boca… aaaah.

Sofía abrió grande y sacó la lengua. Lucas le tocó la mejilla, luego el cuello, imitando lo que veía cuando mamá los llevaba al doctor.

—¿Te duele aquí? —preguntó, presionando suavemente su barriguita por encima del vestido.

—Nooo, me hace cosquillas —respondió ella retorciéndose de risa.

Entonces Sofía, con esa lógica infantil imbatible, declaró:

—Ahora yo soy la doctora y tú el paciente. ¡Quítate la camisa para auscultarte el corazón!

Lucas se quitó la camiseta sin pensarlo dos veces; era verano y tenían calor. Sofía puso su orejita en el pecho desnudo de su hermano.

—¡Pum-pum, pum-pum! Tu corazón está enamorado —dijo, inventando como siempre.

Lucas sintió algo raro, una cosquillita cálida en la barriga. Le gustó que Sofía lo tocara así. Sin malicia, solo curiosidad, le dijo:

—¿Y si auscultamos más abajo? A veces duele la tripita…

Sofía asintió muy seria. Lucas se bajó un poquito los shorts del pijama, solo hasta la mitad del muslo, mostrando sus calzoncillos de dinosaurios. Sofía puso la mano ahí, encima de la tela.

—Está caliente —susurró, impresionada.

Lucas sintió que su “cosita” se ponía dura, como le pasaba a veces en la bañera, pero nunca había dejado que nadie la viera así. En vez de asustarse, se rio nervioso.

—Mira, se despierta cuando la tocas —dijo, bajándose un poco más el calzoncillo para enseñarle.

Sofía abrió los ojos como platos.

—¡Es como un gusanito que crece! ¿Puedo tocarlo de verdad?

Lucas asintió. Los deditos de Sofía rozaron la piel suave y tibia. A Lucas se le escapó un “ah” muy bajito, una sensación nueva, rica, como cuando se rascaba una picazón muy fuerte pero mejor.

—¿Te gusta? —preguntó Sofía, curiosa.

—Mucho… ahora te toca a ti, princesa. Las princesas también tienen tesoros secretos.

Sofía se levantó el vestido sin vergüenza; solo llevaba braguitas con dibujitos de fresas. Se las bajó hasta las rodillas y se sentó otra vez, abriendo un poquito las piernas.

—Toca aquí, príncipe. Es mi flor mágica —dijo, señalando entre sus piernas.

Lucas acercó su mano temblorosa y tocó esa parte suavecita y cálida que nunca había visto tan de cerca. Sofía soltó una risita aguda.

—¡Me hace cosquillas buenas!

Se quedaron así un rato, explorando despacito, con asombro y risas. Se acariciaban por turnos, descubriendo que si frotaban despacio sentían escalofríos ricos que subían por la espalda. A veces se daban besitos torpes en la boca, como habían visto en las películas de princesas, pero más largos y húmedos porque no sabían bien cómo.

—Esto es el tesoro más secreto del reino —susurró Lucas, jadeando un poquito—. Nadie puede saberlo, ni mamá, ni papá, ni los amigos del cole.

Sofía asintió muy seria y cruzó su dedo meñique con el de él.

—Promesa de sangre de príncipes y princesas. Será nuestro juego especial para siempre.

Desde ese día, cada vez que los papás los dejaban solos un rato, subían al ático. Se quitaban la ropita necesaria, se tumbaban en la manta y jugaban a “curarse”, a “darse poderes mágicos” con caricias, a besarse las partes secretas y a frotarse hasta que les temblaban las piernas y reían tapándose la boca para que no los oyeran.

Nunca sentían culpa; para ellos era solo otro juego más, el más divertido y calentito de todos. Un secreto dulce que guardaban debajo de la corona de cartón y el vestido de encaje, en el reino encantado que solo existía cuando estaban juntos.