El Último Día de la Guerra
El último día de la guerra amaneció con un cielo gris y denso. El eco de los bombardeos aún vibraba en las calles de Bogotá, ahora convertidas en ruinas. Entre los escombros, había un grupo de niños, asustados. Rodeados de piedras y su instinto de supervivencia..
Martín, un joven soldado de apenas diecinueve años, caminaba con su fusil en ristre. Su uniforme estaba manchado de barro y sangre seca, sus manos temblaban con la mezcla de adrenalina y agotamiento. Estaba solo en una misión de reconocimiento. Pero la guerra no era lo que le habían contado. No había gloria en disparar contra quienes apenas entendían por qué peleaban.
En un callejón, entre muros colapsados, Martín vio un destello de movimiento. Se giró rápidamente y apuntó con su arma. Era una niña, no mayor de diez años, con la cara tiznada de polvo y los ojos encendidos de rabia. En su mano sostenía una pequeña navaja oxidada, la única arma que tenía para defenderse.
—¡Suelta eso! —ordenó Martín con voz firme.
La niña no respondió. Se quedó quieta, respirando con dificultad. Sus piernas temblaban, pero no cedió. Sabía lo que pasaba con los que se rendían.
Martín apretó los dientes. Miró alrededor; no había nadie más. Sus compañeros avanzaban por otras calles, sin prestar atención a lo que hacía. Solo ellos dos existían en ese momento, en esa burbuja de tiempo suspendida por la guerra.
Bajó el fusil.
—No voy a hacerte daño —dijo, aunque ni él mismo estaba seguro de que fuera verdad.
La niña no confió en sus palabras. Lo había visto antes. Hombres como él llevándose a otros niños que nunca volvían. El sonido de pasos apresurados rompió la tensión. Martín reaccionó instintivamente y, en un solo movimiento, atrapó a la niña y la llevó tras una pared derruida. Apenas unos segundos después, otros soldados pasaron corriendo por la calle, sin notar su presencia.
Ella lo miró con confusión.
Martín suspiró y aflojó el agarre. Sabía que, si lo encontraban, tendría que explicar por qué no la había entregado.
—Vamos —susurró—. No mires atrás.
La niña dudó por un instante, asustada no dijo nada más. Corrieron juntos, perdiéndose en la destrucción de la ciudad. Llegaron hasta lo que antes había sido un refugió, Martín había estad allí muchas veces antes, ahora solo era un edificio más en ruinas, pero preservaba algunas zonas en las que él sabía que podía llevar a la niña.
[Transmisión de radio – Frecuencia Militar]
Comandante: Aquí Águila Uno. Informe de situación, Soldado Salcedo. ¿Ubicación y estado de la misión?
Martín: Aquí Bravo-7. La zona está despejada, pero encontré un cuerpo entre los escombros. Parece ser uno de los nuestros.
Comandante: ¿Identificación?
Martín: No tiene documentos encima, pero el uniforme coincide. Debió quedar atrapado tras un derrumbe. Necesito evacuarlo al refugio para confirmar su identidad.
Comandante: Negativo, Bravo-7. No hay tiempo para eso. Continúe con la limpieza y deje el cuerpo. Recuperaremos a los caídos después.
Martín: (Pausa breve) Entendido, Águila Uno. Solo tardaré unos minutos. No quiero dejarlo así.
Comandante: (Suspira) Bien, pero rápido. No se retrase, Bravo-7. Cambio y fuera.
[Fin de la transmisión]
Martín llevó a la niña a rastras hasta lo que serían unas habitaciones antes utilizadas para los heridos, pese al polvo había una cama donde dejo a la niña que lo miraba asustada. Martín se quedó allí, con el fusil colgando de su hombro, sintiendo el peso de una decisión que, aunque pequeña, le hacía preguntarse de qué lado de la guerra quería estar realmente.
La niña se quedó sentada en aquella camilla, Martín la observó por un momento, era rubia y se veía cansada. Sus ropas estaban sucias y rasgadas, y dejaban ver su piel pálida. No decía nada, solo lo miraba con ojos vidriosos, como si no terminara de entender si estaba a salvo o no.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Martín en voz baja.
La niña dudó antes de responder. Su voz era apenas un murmullo.
—Elisa.
Martín asintió y se acercó con cautela.
—Estás a salvo por ahora, Elisa.
Ella asintió, aunque seguía temblando.
—¿Tienes hambre? —le preguntó.
Elisa lo miró con cautela, como si dudara de su propia respuesta. Luego asintió lentamente.
Martín revisó su equipo. Apenas le quedaban unas raciones que había tomado en su última parada. Sacó una barra de alimento y se la ofreció. La niña la tomó con manos temblorosas y empezó a comer en silencio.
—No tenemos mucho tiempo —dijo Martín, observando la entrada del refugio improvisado—. Van a notar mi ausencia y tengo que pensar en una forma de sacarnos de aquí.
Elisa lo miró fijamente, con una mezcla de miedo y esperanza en su rostro.
—¿A dónde iremos? —susurró.
Martín no tenía una respuesta clara, pero una idea empezaba a formarse en su mente. No importaba el destino, solo necesitaban alejarse de la guerra.
—Lejos —respondió finalmente—. A un lugar donde esto no nos encuentre.
Martín, a sus 19 años, tenía entre sus tareas la de exploración, conocía muy bien la ciudad, también era un experto en el manejo de armas. No era un hombre muy alto, aunque para Elisa debía parecerlo. Era delgado pero fuerte, de piel blanca y cabello ligeramente rojizo, se dejaba la barba a manera de candado, decía que lo hacía parecer mayor, y quizás así fuera. Era de ojos verdes, al igual que la niña; en eso se fijó él por un segundo. Después, le ofreció a la niña goma de mascar y él también tomó una
Martín habló en voz alta:
—¡Basta! Si voy a hacer esto, no hay vuelta atrás.
El eco de sus palabras quedó atrapado en las paredes frías del refugio. Elisa lo miró con una mezcla de curiosidad y temor. No entendía exactamente a qué se refería, pero algo en su tono le hizo darse cuenta de que estaba tomando una decisión importante.
Martín suspiró, pasó una mano por su cabello y se acercó a la niña. Masticó la goma de mascar con más fuerza de la necesaria, como si el simple acto de hacerlo le ayudara a aclarar sus pensamientos.
—¿Te duele algo? —preguntó finalmente, con un intento de suavidad en su voz.
Elisa negó con la cabeza, pero su mirada cansada decía otra cosa.
—Tengo hambre —susurró después de unos segundos.
Martín asintió. Sacó la otra barra de raciones de su mochila y se la extendió.
—No es lo mejor, pero te mantendrá en pie.
La niña la tomó con manos temblorosas y comenzó a comer en silencio. Martín la observó unos momentos, sintiendo el peso de su decisión apretarle el pecho. No podía entregarla. Ahora sería suya. Pero eso significaba desertar, significaba convertirse en un fugitivo.
Respiró hondo y cerró los ojos un instante. Luego, miró a Elisa con determinación.
—Nos iremos de aquí —dijo con firmeza—. Pero tendrás que obedecerme.
Elisa dejó de masticar por un momento. Luego, asintió lentamente.
Martín colocó sus manos sobre los hombros de Elisa y la empujo hasta que quedó acostada boca arriba en la camilla con sus pies colgando. Elisa comenzó a quejarse. Se dejó caer pero a miró a Martín con ojos que representaban la inocencia. Martín la miró por un segundo, un leve olor a orina lo invadió. Eliza lloriqueaba suavemente, limpiándose la nariz con el dorso de la mano.
Martín agarró el borde de los pantalones de Elisa y halo hacia abajo, bajando con ellos la ropa interior de la niña hasta sus pies. La cara de Elisa refleja el Horror, las lagrimas comienzan a brotar más fluidamente de sus ojos y deja escapar varios sollozos. Pero Martín ya la ha visto, su pequeña vagina lampiña, paso su mano por encima, levemente y luego subió los pies de la niña hasta su cabeza, aprovechando que se encontraban amarrados con sus pantalones y su ropa interior.
Elisa comienza a gritar, las lagrimas recorren su cara mientras intenta patalear. Martín solo necesitaba una mano para inmovilizarla, con la otra desabrocho sus pantalones y libero su verga. Elisa sintió como algo presionaba contra su vagina. Martin con afán y sin ningún cuidado comenzó a presionar, tuvo que hacer mucha fuerza para que su verga comenzara a entrar, los gritos de Elisa reflejaban el desgarro que le estaban ocasionando, el dolor era insoportable y luego, con un empujón brutal acaba con la inocencia de la niña, al menos 10 centímetros de su pene han entrado por completo.
Elisa ya no patalea, pero si llora exhaustivamente mientras Martín bombea hacia adentro y hacia afuera. Elisa intenta pronunciar palabras que ya no le salen, solo mueve su boca llorando, rendida ante la sumisión, su cuerpo ha dejado de luchar y se debilita debajo de Martín.
Elisa cerró los ojos, sus pequeñas manos arremolinaban las sabanas desgastadas sobre las que estaba acostada. Martín se detuvo, clavo su verga tan adentro como hasta ahora el pequeño cuerpo de Elisa se lo había permitido, con una de sus manos limpio las lagrimas de la niña.
—Ahora serás mi hija —dijo con serenidad
Elisa se estremeció, sintió un escalofrío pero rápidamente había aprendido que debía obedecer
—Si —dijo dócilmente
Martin retoma el bombeo. Elisa frunce el ceño, pruebas de su dolor, se estira y por el tamaño de la camilla su cabeza queda inclinada en el borde. Con un tacto casi amoroso, Martín acaricia el cuerpo de Elisa con ternura, ella gimotea sin abrir los ojos, en ocasiones respira agitadamente por su nariz, con dificultad porque su llanto no ha cesado en ningún instante. Elisa no comprende por qué le esta pasando esto.
Martin comienza a empujar más fuerte, cada empujón es un suspiro sonoro de Elisa en donde se intensifica su dolor, las lagrimas se acumulan en sus ojos y se derraman por sus mejillas mientras su pequeño cuerpo se sacude entero.
—Estás tan apretada… Tan perfecta… mi niña hermosa
Martín coloca sus manos en las caderas de Elisa, ella está soportándolo. Pero baja sus manos hasta el abdomen de Martín, su inconsciente espera que esa acción pueda detenerlo. Abre los ojos y miran directamente a Martín. Elisa siente como unas pequeñas gotas caen por sus muslos y sus nalgas y empapan la sabana debajo de ella, sigue llorando, su cuerpo se mueve en contra de su voluntad. Sus manos intentan empujar el abdomen de Martín sin éxito alguno, él ni siquiera lo nota. Elisa vuelve a rendirse y su cabeza vuelve a caer en el borde de la camilla.
Martín se retira por un momento y observa tu vagina. En ese momento Elisa siente un ardor mayor cuando el aire frio golpea su interior. Está sangrando, la sangre también ha pintado de rojo los 10 centímetros de pene que habían estado dentro de ella
—Parece encontrarse en perfecto estado… mi niña hermosa. Lo cual es una buena noticia. Ningún problema acá abajo.
Elisa intenta sentarse, pero un dolor agudo le recorre la parte inferior de su abdomen y se desploma en la camilla, jadeando. Llora nuevamente, sus pequeñas manos se agarran a su estómago. Las lágrimas caen por su rostro.
—Vayámonos ahora pequeña.
Elisa asiente débilmente, demasiado exhausta intenta ponerse de pie a pesar del dolor, sus piernas le tiemblan y se le doblan las rodillas, por poco y se derrumba, pero Martín la atrapa, envolviendo un brazo alrededor de su pecho para sostenerla. Elisa se apoya en él, se dirigen a un baño cercano y la sienta en el inodoro, agarra algunas toallas húmedas que había y la ayuda a limpiarse. Elisa se estremece ante el suave toque, el dolor aún es crudo e intenso.
Cuando terminó, Martín sacó una camisa limpia de su mochila y se la tendió.
—Póntela —le dijo con suavidad.
Elisa la tomó con manos temblorosas y se la puso con esfuerzo. Martín esperó a que estuviera lista antes de inclinarse un poco para mirarla a los ojos.
—Tenemos que salir de aquí antes de que nos encuentren.
Elisa asintió, todavía débil, pero con una nueva determinación en su mirada.
Martín la ayudó a incorporarse de nuevo y, esta vez, se aseguró de que pudiera apoyarse en él sin caerse. Salieron con cautela del refugio, esquivando escombros y manteniéndose siempre en las sombras. La ciudad seguía sumida en el caos, con el sonido de disparos lejanos y el rugido de motores militares recorriendo las calles.
Martín sabía que no podían simplemente caminar hasta un lugar seguro. Necesitaban un vehículo.
Se movieron entre callejones, manteniéndose fuera de la vista de los patrullajes. Finalmente, llegaron a un pequeño garaje abandonado. Había varios autos cubiertos de polvo y algunos con daños visibles. Martín revisó uno por uno hasta encontrar un viejo todoterreno que aún parecía funcional.
—Es nuestra mejor opción —murmuró, sacando un destornillador de su equipo.
Mientras trabajaba en forzar el encendido, Elisa se mantuvo alerta, observando la entrada del garaje con los nervios a flor de piel.
El motor tosió varias veces antes de encenderse con un rugido bajo. Martín sonrió levemente y se giró hacia Elisa.
—Sube.
Ella no dudó. Se acomodó en el asiento del copiloto y cerró la puerta con rapidez. Martín hizo lo mismo y, con una última mirada a la ciudad que estaba a punto de dejar atrás, pisó el acelerador.
Elisa esta sentada al lado de Martín, con los ojos fijos en el camino. Pero su mente está en otra parte, repitiendo los eventos que marcaron el fin de su inocencia. Intenta procesar todo lo que ha sucedido, tratando de llegar a un acuerdo con su nueva realidad.
La carretera es monótona, pero Elisa no se atreve a hablar con Martín. Está demasiado entumecida, demasiado rota. Lo miró por un momento, pensando en que parece un hombre normal, así son todos los hombres, ella no recuerda a su padre y nunca tuvo hermanos para comparar. De repente, Martín siente su mirada, y una de sus manos para en el muslo de Elisa, apretándolo suavemente. Elisa se queda paralizada, con el aliento atascado en su garganta. EL tacto le provoca escalofríos, una mezcla de miedo y algo más desconocido.
—¿Qué te pasa cariño? Pareces distraída. —Pregunta Martín, volteando a verla.
Luego, mete su mano por el borde superior de la camiseta de Elisa y acaricia sus pezones. La respiración de Elisa se agita inmediatamente. Martín sonríe y le ordena quitarse toda la ropa mientras sigue conduciendo por una carretera desértica. Con manos temblorosas, Elisa agarra el dobladillo de la camisa que le había puesto y la levanta por encima de su cabeza, revelando su pecho plano. Deja la camisa en el piso. A continuación, estira las piernas para bajar sus pantalones y ropa interior, saliendo de ellos, se sienta nuevamente, solo con sus tenis y medias puestos. Las lagrimas amenazan con brotar nuevamente con terror.
Martín le da leves miradas, y baja su mano a la vagina de la niña.
—¿Todavía te duele? —Pregunta Martín, volteando a verla.
—Duele… Todavía duele mucho. —Lloriquea Elisa, sus ojos se llenan de lagrimas intentando juntar las piernas para escapar de su toque, pero Martín la mantiene abierta, sondeando con sus dedos suavemente.
—Échate saliva, eso puede ayudarte con el ardor.
Elisa lo mira con incredulidad. Pero sabe que no debe interrogarlo. Con su boca temblorosa deja caer unas gotas de saliva propia que caen sobre su vagina. Sus lágrimas siguen cayendo y ahora babea con los sollozos, pero el dolor permanece.
—Deja que haga efecto mi amor. Ven, te daré algo para que dejes de pensar en es. —Martín saca su verga por la bragueta de su pantalón. Elisa se asusta, pensando en que se la volverá a meter.
—Tranquila mi amor, esta vez vas a usar tu boca, no te preocupes.
El alivió la invade y asiente lentamente, sus lagrimas se secan lentamente en sus mejillas.
—Esta bien… Haré lo que quieras. —Susurra con la voz ronca por el llanto. Martín la atrae por la nuca para que se acueste con la cara sobre su pene mientras el sigue manejando ahora mas lento. Las pequeñas manos de Elisa agarran el pene de Martín, lo mira fijamente, con miedo e inseguridad, pero dispuesta a intentar cualquier cosa para evitar más dolor.
—Lame mi amor, usa tu lengua, y luego mételo a tu boca.
Elisa retrocede por un instante, pero luego hace a un lado sus emociones, concentrándose en lo que le han ordenado. Se inclina hacia adelante y lame tentativamente la punta del pene, luego envuelve los labios alrededor y empieza a chupar, sus mejillas se hunden mientras aplica la debida presión. Le dan un poco de arcadas cuando la mano de Martin ejerce la presión necesaria en su cabeza para meterse gran parte del pene en su boca. Las lagrimas vuelven a brotar de sus ojos. Elisa mueve la cabeza hacia arriba y hacia abajo, complaciendo el ritmo que la mano en su cabeza le impone, pensando que esto es mucho mejor que tenerlo dentro de su vagina.
Mientras Elisa seguía en lo suyo, Martín comenzó a hablarle. Yo no tengo familia sabes, no tengo casa, ni nadie que me quiera. Quizás podamos formar algo lindo entre tú y yo. Para pasar las noches de frio es mejor tener compañía.
Elisa se detuvo por un momento. Su boca no se separó del pene de Martín, no quería molestarlo.
“¿Algo lindo?” —pensó para sí misma, sin saber exactamente qué quería decir con eso.
Martín mantuvo la vista en el camino, sus dedos aferrados con firmeza al volante y la cabeza de Elisa.
—Sí. No sé, solo… estoy cansado de estar solo —admitió con voz baja, como si le costara decirlo—. Si estamos juntos, al menos tendremos a alguien con quien contar.
Elisa bajó la cabeza, sintiendo el pene llenar su boca. Ella tampoco tenía a nadie. Su familia había desaparecido en el caos de la guerra, y lo único que la había mantenido en pie hasta ahora era la pura necesidad de sobrevivir.
Pero la idea de no estar sola…
Apretó los labios alrededor del pene y provocó un gemido en Martín que la sorprendió.
—Sí… eres buena con tu boca. Es importante que dejemos las cosas claras, para que no tengamos problemas
Elisa volvió a detenerse con cautela.
Martín mantuvo la vista en la carretera mientras hablaba.
—Esto no va a ser fácil. No sé a dónde iremos ni qué encontraremos allá afuera, pero si vamos a estar juntos, tenemos que confiar el uno en el otro. No podemos dudar, no podemos traicionarnos.
Elisa tragó la saliva acumulada sin retirarse el pene de su boca.
—Yo no soy un buen hombre, Elisa. He hecho cosas de las que no estoy orgulloso.
Elisa volvió a meterse todo el pene que le cabía.
Martín la observó por un instante y luego volvió a mirar al frente.
—Entonces estamos de acuerdo —murmuró—. No hay vuelta atrás.
Elisa siguió mamando, sintiendo el grosor del pene invadir cada espacio de su boca, había respirado solo por su nariz desde que inició, y sentía que el pecho se le apretaba. La ciudad en ruinas se desvanecía en el horizonte, y con ella, todo lo que conocían.
El motor del auto ronroneaba suavemente mientras avanzaban por la carretera desierta. Martín mantenía una expresión seria, su mirada fija en el camino. Elisa, por su parte, se mantenía sobre los muslos de Martín hasta que él le ordenara retirarse, sintiendo el calor que desprendía su cuerpo.
Después de un rato en silencio, ella se atrevió a sacarse el pene de la boca y preguntar:
—¿Tienes algún plan? ¿A dónde vamos?
Martín suspiró, ajustando su agarre en el volante.
—Lejos. Tan lejos como podamos. Necesitamos encontrar un lugar seguro, comida, agua… algo que nos permita seguir adelante.
Elisa volvió a meterse el pene, asimilando sus palabras. No tenían nada seguro, solo la promesa de un futuro incierto.
Martín la miró de reojo y esbozó una leve sonrisa.
—Quédate quieta, —le ordeno Martín, Al tiempo que su mano derecha liberaba la cabeza de la niña y sacaba su arma de dotación, —hay militares adelante.
Elisa sacó el pene de Martín de su boca. Asustada, contuvo la respiración y se pegó instintivamente a él. Martín, con movimientos calculados, apagó las luces del auto y redujo la velocidad, dejándolo apenas rodar por la carretera. Afuera, a unos cincuenta metros, se veían siluetas moviéndose en la penumbra, iluminadas apenas por las brasas de un fuego improvisado.
Eran soldados. Cuatro, quizá cinco. Estaban apostados cerca de un vehículo blindado, revisando mapas y conversando en voz baja. Martín entrecerró los ojos, evaluando la situación.
—Si nos ven, nos harán bajar del auto… y eso no terminará bien —susurró, con la mandíbula apretada.
Elisa tragó saliva, sintiendo que el pánico volvía a subirle por la garganta.
—¿Qué hacemos? —susurró de vuelta.
Martín miró a su alrededor. No podían dar la vuelta sin hacer ruido. Si intentaban pasar de largo, los soldados podrían verlos y abrir fuego.
—Vamos a rodearlos —dijo al fin, metiendo el freno de mano y apagando por completo el motor. Sacó su pistola y verificó el cargador—. Sal del auto, pero sin hacer ruido.
Elisa obedeció con cuidado, olvido por completo sus pantalones y únicamente se colocó la camisa que antes le había prestado Martín. El aire helado de la noche le mordió la piel cuando se deslizó fuera del vehículo. Martín la tomó de la muñeca y la guio hacia la cuneta de la carretera, donde se ocultaron entre la maleza seca.
Los soldados seguían inmersos en su conversación, sin notar su presencia. Martín se agazapó y señaló con la cabeza hacia un sendero oculto entre los árboles.
—Sígueme. Vamos a cruzar por ahí.
Elisa asintió y se movió con él, pisando con cuidado para no hacer ruido. Cada crujido de las hojas bajo sus pies le hacía contener el aliento, pero Martín avanzaba con determinación, asegurándose de que ella estuviera siempre a su lado.
Cuando estaban a mitad del camino, un ruido seco los hizo congelarse. Uno de los soldados se había levantado y estaba escaneando la oscuridad con una linterna.
—¿Oíste eso? —preguntó otro, levantando su rifle.
Martín sintió cómo el pulso de Elisa se aceleraba bajo su agarre.
—No te muevas —susurró, apenas un aliento de sonido.
Los segundos parecieron eternos. La luz de la linterna barrió el área cercana a donde estaban, pero la maleza espesa los mantuvo ocultos.
—Tch, seguro fue un animal —gruñó el soldado, bajando su arma.
Martín esperó un poco más y luego, con extrema cautela, hizo una seña a Elisa para seguir avanzando. Se movieron como sombras, deslizándose entre los árboles hasta que el resplandor del fuego quedó muy atrás.
Cuando finalmente llegaron a un claro seguro, Martín soltó un suspiro de alivio y se giró hacia Elisa.
—Lo logramos —murmuró.
Elisa asintió, aún sintiendo el corazón latiéndole con fuerza.
—¿Quiénes eran? —preguntó en voz baja.
Martín miró hacia la carretera, con el ceño fruncido.
—No lo sé…
Martín apretó la botella de plástico casi vacía y la agitó levemente. Solo unas gotas resonaron en el interior. Frunció el ceño. Sabía que no podrían continuar mucho más tiempo sin agua. Elisa estaba agotada, y él mismo sentía la garganta seca.
Miró a su alrededor. La carretera se perdía en la oscuridad, y el bosque que la rodeaba era denso y silencioso. Sabía que encontrar agua en medio de la noche no sería fácil, pero no podían esperar hasta la mañana.
—Tenemos que buscar un lugar —murmuró, guardando la botella en su mochila.
Elisa lo miró con preocupación.
—¿Qué clase de lugar?
—Uno donde podamos conseguir agua… o al menos descansar bajo techo —respondió, escaneando el horizonte.
Entonces lo vio. A unos cientos de metros, oculto tras una línea de árboles, había un rancho. No era muy grande, pero parecía estar en pie. La silueta de un granero y una casa de madera se recortaba contra la tenue luz de la luna.
Martín señaló en su dirección.
—Vamos por ahí.
Caminaron con cautela, esquivando ramas y piedras. Al acercarse, Martín levantó una mano para indicar que se detuvieran. Se agachó y escudriñó el lugar. La casa parecía abandonada, pero eso no significaba que estuviera vacía.
—Espérame aquí —susurró a Elisa, desenfundando su arma.
—No… quiero ir contigo —susurró ella de vuelta, pero su tono no tenía la fuerza suficiente para discutir.
Martín avanzó primero, pisando con cuidado sobre la tierra seca. Se acercó a la puerta principal y la empujó con lentitud. Estaba abierta.
El interior olía a madera vieja y polvo. Había muebles cubiertos con sábanas y una mesa con platos aún en su sitio, como si alguien hubiera salido apresuradamente. En un rincón vio un viejo barril de agua de lluvia.
Se acercó y levantó la tapa. El agua dentro no estaba completamente limpia, pero serviría si la filtraban o la hirvieran.
—Tenemos agua —murmuró para sí.
Regresó a la entrada y le hizo una seña a Elisa para que entrara.
—Hay un poco de agua en un barril —le dijo—. No está perfecta, pero es mejor que nada.
Elisa asintió con alivio.
—Entonces nos quedamos aquí esta noche, ¿verdad?
Martín miró a su alrededor. La casa era un buen refugio temporal.
—Sí. Pero mantente alerta. No sabemos si estamos solos.
Elisa y Martín pasaron la noche en una pequeña habitación. Para asegurarse de no ser sorprendidos, apilaron varios muebles contra la entrada, de modo que cualquier intento de irrupción haría el suficiente ruido para despertarlos.
Antes de acostarse, Martín encontró algunas latas de comida y compartieron una cena sencilla en completo silencio. La noche era serena, sin más sonido que el viento colándose entre las grietas de la vieja estructura.
Elisa se quedó dormida rápidamente, agotada por el día, acostada, la camisa se le arremolinaba y dejaba a la vista su vagina, Martín no fue indiferente, observó que aún la tenía enrojecida y se le notaba lastimada. Permaneció despierto un rato más, observándola. Su cuerpo le pedía compañía, pero no quiso molestarla. Finalmente, cerró los ojos y se dejó llevar por el sueño, aunque sin soltar su arma.
A la mañana siguiente, cuando el primer rayo de sol se coló por la ventana, Martín se despertó sobresaltado. Miró a su alrededor. Todo estaba en su sitio. Los muebles seguían bloqueando la puerta.
Elisa se removió entre las sábanas y lo miró con ojos aún pesados de sueño.
—¿Pasa algo? —preguntó con voz ronca.
Martín negó con la cabeza.
—Nada… solo un mal presentimiento.
Se puso de pie y estiró los brazos.
—Será mejor que revisemos el rancho y veamos si hay algo más útil antes de seguir.
Elisa asintió y se levantó lentamente.
La noche había pasado sin incidentes.
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