EMPUTECER A MAMÁ (I)
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Mamá y yo regresábamos a Buenos Aires tras pasar las vacaciones de verano en España. Era también la oportunidad de conocer a mis abuelos que vivían en una pintoresca aldea asturiana. En la capital federal nos espera papá, un buen esposo y un padre modelo. Fue cuando, tras la frugal cena servida por las aeromozas, la luz de la cabina se atenuó, se hizo el silencio, y nos dispusimos a dormir en la penumbra arropados por la mantita individual que nos habían entregado.
Ocupábamos la penúltima fina de un avión casi vacío. Yo iba en el asiento de la ventanilla, mamá en el centro, y en el otro asiento un atractivo hombre de unos 40 años, que en todo momento se mostró muy amable con nosotros. Antes de echarme a dormir besé a mi madre y una vez más pensé en lo linda que era y la suerte que tenía papá de tener una hembra de tal presencia: morena, de bellos ojos oscuros, labios carnosos, buenas tetas y mejor culo ¡Cuántas veces los hombres se giraban para verla caminar contoneándose provocativa y con aquellos vestidos ajustados que realzaban sus sensuales curvas! Todo iba bien hasta que una media hora después empecé a notar extraños movimientos al lado. Mi curiosidad infantil no se hizo esperar.
Lo que presencié me desconcertó y me excitó al tiempo. Una sensación rara recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. ¿Eran imaginaciones mías o aquel desconocido estaba introducíendo su mano en la entrepierna de mi madre por debajo de la manta? Mamá se había separado ligeramente las piernas y el hombre había alcanzado con sus dedos la concha. No dudó ella en abrirse más para facilitar la maniobra masturbatoria. Ya los ágiles dedos del vecino habían separado las bragas de mi madre y frotaban la vulva y el clítoris mientras ella empezaba a congestionarse de la excitación y empezaba a respirar ritmicamente. El hombre era consciente del placer que le estaba proporcionando a aquella hembra calenturienta y le imprimió más ritmo a la paja. Mamá empezó a gemir convencida de que yo dormía plácidamente ý para notar más intensamente los dedos del compañero bien adentro arqueó el cuerpo una y otra vez hasta correrse como una perra en celo. No se detuvo aquel hijoputa: sintiendo el coño mojado de fuidos, sin piedad siguió masturbándola hasta conseguir que orgarmase una y otra vez. El placer era tanto y el temor a perder el control y ser descubiertos, que mi madre llevó sus manos a la entrepierna sobre la manta suplicando al desconocido detuviese el placentero masaje. El hombre paró. Al rato se reclinó hacia atrás sudorosa y extenuada; yo veía como jadeaba y sus tetas subían y bajaban trasluciendo unos pezones hinchados por la excitación. Sin salir de mi asombro, habiendo perdido yo la noción del tiempo y del lugar, ante aquella experiencia nueva para mi tierna edad, noté que mis calzoncillos estaban mojados. ¿Me habría meado encima? No: tuve la primera eyaculación de mi vida sin tan siquiera tocarme. Un líquido blanquecino había pringado mi slip y traspasado el pantalón. Pero la cosa no había acabado.
El hombre estaba empalmado como un animal. Estaba claro que no iba a quedarse con aquel calentón durante las ocho horas de vuelo. Miró de reojo a mi madre que, agotada por los varios orgasmos, se disponía a dormir. Fue entonces cuando el desconocido retiró la manta que cubría sus piernas y dejó mostrar una polla grande y reluciente babeando líquido preseminal de la que pendían dos huevos como melones. Mi madre abrió los ojos como platos; seguro que papá no tenía una verga semejante. El hombre le hizo un gesto y ella lo interpretó como la petición de que le hiciese una paja, así que dirigió su mano a aquel miembro duro con la intención de masturbarlo. Pero el hombre con la cabeza dijo "no". Le agarró los cabellos con fuerza y le llevó la boca hasta el glande. Mamá introdujo de golpe aquel capullo grueso y encarnado. El hombre le empujó con brutalidad todo el miembro hasta las amígdalas y la obligó a bombear rítmicamente. La saliva fluía hasta los testículos y el hombre no tardó en vaciar toda su lefada en la boca de la mujer, que sorbió con delacción hasta la última gota.
La noche lujuriosa terminaba para ellos pero empezaba para mí. Aquella noche descubrí el placer de las pajas (me masturbé decenas de veces bajo mi mantita contemplando el rostro de satisfacción de mami y el orgullo de macho dominante de aquel desconocido que había doblegado sin mediar palabra a una mujer casada con su hijito pegado) y , lo más importante, descubrí lo puta que era. Y lo injusta que era la vida con mi pobre padre. Así que aquella noche, a 12.000 metros de altura , tomé la determinación de emputecer a mi madre como se merecía. Y eso será, querido lector, lo que te vaya contando en sucesivos capítulos.
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