En el Hotel A
Este relato lo escribió mi amante Bernabé, recordando una de las primeras veces en que me enculó. Omito el nombre del Hotel, simplemente le llamo “A”..
Cuando te propuse que un día fuéramos al hotel, te ilusionó la idea. Yo pensé en uno al que había llevado a otra señora que conmigo se portaba muy puta, y como tú también eras así conmigo, me serviría de entrenamiento para hacer feliz a mi amante.
–Lo que quiero es que tengamos tiempo para chuparnos en un 69 hasta que me venga en tu boquita –te dije y tú respondías sonriendo con un gesto afirmativo con la cabeza, seguramente imaginándote con la boca llena de esperma–. No importa que nos tardemos mucho mamando, nadie nos interrumpirá. Dice mi exmujer que ella se ha tardado a lo más media hora antes de hacer venir a sus amantes.
Otra cosa que deseaba hacerte era meterte la verga por el culo, que, según me habías dicho, te dolió mucho cuando tu esposo te cogió por ahí. Así que también te lo advertí.
–Compraremos algún aceite para bebé porque quiero metértelo por atrás y con la lubricación no te dolerá cuando te ensarte por el hoyito mientras me agarro de tus chiches y te beso la espalda. También quiero descansar así, ensartados acostado sobre ti, como perritos, y sentir tus lindas nalgas en mi vientre –dije acariciándote las chiches en tanto que tú te imaginabas ensartada por el culo sin dolor y con muchas ganas que así lo hiciera.
–¿Cuándo iremos? –preguntaste, aceptando tácitamente toda mi propuesta.
–Cuando no esté tu esposo en la ciudad, porque quiero llevarte a un lugar bonito con yacusi y aprovechar el tiempo –te expliqué y sonreíste otra vez asintiendo con la cabeza.
Por fin llegó el día. Tú te bañaste el viernes en la noche y, salvo para lo necesario, el demás tiempo lo pasaron en la cama. Lo ordeñaste lo más que se pudo, y de muchas maneras, de lo que se trataba, además de ser felices, era que llegaras conmigo muy barnizada de leche como bollo antes de meterlo al horno. Además de la vagina, te soltó su carga en las tetas con la cubana que le hiciste, y la cual extendiste hasta tus axilas. También descargó en el ombligo, en tu espalda y en tus nalgas. Lo masturbaste con tus piececitos y usaste el semen como loción podológica; también le tocó a la espalda y a las nalgas.
Portando sólo una bata, y sin haberte aseado, hiciste el desayuno y comieron juntos, entre caricias y palabras tiernas. Tu marido se fue temprano ese lunes, bañado y muy cogido, despidiéndose de ti con un beso, al tiempo que metía su dedo en tu raja mostrándote el agradecimiento por la prolongada despedida. Alcanzaste a ver, desde la ventana tras el visillo, cómo se olía la mano antes de subir a la camioneta y te pareció que tuvo una erección pues así reacciona cuando huele tus ganas de sexo. A los pocos minutos de su salida, te vestiste y me marcaste. “Ya estoy lista”, dijiste. “Yo también te estoy esperando” contesté desde mi sitio de observación, estacionado del lado opuesto del camellón, donde había visto salir a Ramón, tu marido. “Sí ya vi tu auto…”, me respondiste y cortaste la comunicación para atravesar los 60 metros de jardín al centro de la avenida. Los lentes negros y el velo que usas cuando te recojo cerca de tu casa, no son suficientes para ocultarte de quien te conoce. Tu figura y el andar rítmico te delatan.
–¡Qué rico hueles Mar! A puro atole… –señalé en cuanto te subiste a mi auto.
Sonreíste y me acariciaste la mano que reposaba en el asiento, pues conviene no mostrar afecto cerca de tu barrio.
–¿De verdad, huelo mucho? Es que mi marido se despidió metiéndome la mano en la panocha –justificaste.
–Mi socio siempre te deja calentita, no sé qué te gusta de mí teniendo tantas satisfacciones con él.
–A mi esposo le salieron cuernos y así los tendrá mientras no me chupe la vagina, cosa que tú haces delicioso, además de pasar la lengua y darme besitos por todo el cuerpo –explicas así el porqué de su infidelidad.
Entramos al hotel. Siguiendo mis instrucciones, tú mirabas al lado opuesto en el que se encuentra la cámara de la entrada donde nos asignan cuarto. Entramos al garaje de la villa y cuando cierran la puerta de la cochera, te bajas para entrar a la habitación. Te quitas el abrigo y me recibes con un beso, poniéndote a quitarme la camisa. Yo te quito la blusa y el brasier sin despegar mi boca de la tuya. Para lo que sigue, encuerarte a ti y quitarme la ropa sí tengo que dejar tus labios.
–Mira que lindos nos vemos –te señalo hacia el amplio espejo y con un brazo rodeo tus nalgas, pero llega a mí el recuerdo de mi ex que gustaba de decir lo mismo, fuese a mí o a otros en esas mismas circunstancias, le gustaba que admiraran sus tetotas de puta.
–¡Sí, se te ve riquísimo ese pitote! Hoy en la mañana no tomé mi biberón porque preferí que mi marido me llenara el tamal de leche para que desayunaras mientras yo te mamaba para tomar mi ración de lechita –dijiste llevándome a la cama para que hiciéramos el 69.
–Sí que te surtió muy rico el cornudo. Se nota que lo gozaste bastante porque traes mucho atole y jugos –te dije entre mamada y mamada, pero tú sólo me respondías con “Mjh” ya que no dejabas de mamar verga.
Pasé mi lengua desde el ano a la vagina varias veces y seguías vertiendo jugo en cada orgasmo que te obligaba a dar un gemido y acusabas tus venidas aumentando la frecuencia del ritmo en que sorbías mi glande y los jalones a mi par de huevos desde la base del escroto. Dabas gritos sin despegar la lengua, el calor que irradiaba tu cara recorría mis vellos desde el pubis hasta mi ombligo se absorbía en mi piel y mi libido creció hasta que vino la eyaculación ¡Qué venida tan rica tuve! Al parecer, muy pálida ante las decenas de las tuyas, encadenadas una tras otra, las cuales sentí en todo mi aparato a través de tus manos y tu boca. Ya calmados, después de que tomamos nuestros respectivos desayunos de amor líquido nos quedamos así, lamiéndonos los sexos suavemente, como queriendo curar las heridas que hubiésemos causado por el desenfreno de nuestra pasión.
Yo lamí tu entrepierna, limpiando las chorreaduras que causó el desbordamiento del gran amor que te tiene tu marido al salirse del canal donde noche a noche lo acunas.
–Te falta el postre –me dijiste ofreciéndome tu pecho–. Te hicimos unas ricas tetas con crema.
Me lancé a mamar, saboreando el recubrimiento de semen en tus chiches. “Mama, mi nene, mama. Es leche de papi, ordeñada para ti…” decías tomando mi cabeza como una madre toma la de su hijo al amamantarlo. Cuando se acabó el sabor, continué con la pátina de sudor y lefa que tenían tus axilas. Yo lengüeteando y tú soltando pequeñas carcajadas por las cosquillas que yo te causaba en mi arrebato de saborear y oler los esfuerzos que hiciste al amar a tu esposo.
–También hay patitas con leche, aguayón y lomo con la misma salsa… –dijiste al ponerte boca abajo y doblar las rodillas.
Ante ese banquete, procedí a iniciar paladeando la cubierta de tus dedos, metiéndolos uno a uno a la boca para chuparlos y en cada ocasión estallaste en risas cuando recorrí las plantas de los pies. Seguí con la limpieza de las nalgas, las que separé al terminarse el sabor para recorrer con la lengua desde el periné hasta el ano, donde metí la punta de mi ápice, tal como en su momento había metido en el ombligo cuando recorrí la panza y lamí tus estrías con sabor al amor de tu marido. Por último, lamí tu espalda y me coloqué sobre tu cuerpo para besarte la nuca y el cuello que culminó con lágrimas y sollozos de tu parte.
Sí te gustó el tratamiento causándote gran dicha, pero sé que atrás de eso te preguntabas por qué tu marido no te demostraba el amor de esa manera. No te fijes en pequeñeces, cada quien tiene su personal manera de amar. Eso me lo dijo mi ex desde las primeras veces que anduvo con otros, primero como un reclamo ante mi aparente frialdad, pero al paso del tiempo, después que la amaron decenas de sujetos, le quedó claro que cada hombre se da a una mujer de diferentes maneras y todas eran disfrutables.
–¿Cómo es que Ramón da tanta leche? –te pregunté al terminar de lamer tu cuerpo.
–Al principio de nuestro matrimonio, cogíamos tres veces o más al día, y aunque sus huevos son chicos, siempre soltaba mucha leche –aclaraste, y yo recordé que alguna vez me dijiste que te cabían juntos los dos testículos en la boca–. Pero poco a poco fueron disminuyendo hasta que sólo lo hacíamos en las noches, y eso cuando lo calentaba bien mucho antes que se durmiera. ¿Y sabes cuándo me volvió a coger diario, incluido mi biberón al despertar? –preguntaste como si yo lo supiera.
–No, ni idea –externé callando mi suposición.
–A partir de que tú y yo comenzamos a coger. ¿Por qué habrá sido? –preguntaste más bien para ti misma porque te quedaste callada con mirada auscultante– ¿Será que sabe que lo engaño porque no me limpio y me baño tan bien como yo creo después de coger contigo? –preguntaste mirándome fijamente–. Además, es exagerado, ya ves cómo lo ordeño en los fines de semana.
–Ha de ser porque te has vuelto más caliente, y a cualquier hombre se le para la verga cuando una mujer dispersa sus feromonas –expliqué, pero recordé a mi exesposa que no se detenía para seducir a quien ella quería el olor era inconfundible…
–Ha de ser eso, en parte, pero he aprendido a llevarlo fácilmente a la cama y hacerlo feliz allí. ¡Es con la experiencia que he tenido contigo! ¡Tú eres la chispa de mi matrimonio! –concluiste con una gran sonrisa y me abrazaste –saca el aceite, porque quiero practicar lo que lo vuelve loco: encularme.
Su conclusión me pareció redondeada con esa petición pues perdiste el interés por el sexo anal después del malogrado intento que tuviste con tu marido la primera y dolorosísima vez, pero años después le mostraste cómo debía hacerlo, según las instrucciones de tu vecina, le dijiste, y eso fue hace poco. Ahora entiendo cómo has usado esa experiencia semanal conmigo.
–¿Así está bien? –preguntaste colocándote en cuatro y levantando la grupa para que te colocara el aceite.
–¡Estás muy bien! –exclamé.
Te di un beso tronado en el anillito y vacié un poco de lubricante para embadurnártelo con mi glande. Aunque yo lo había usado ya dos veces y tu marido otras tres, aún está en entrenamiento y hay que ir poco a poco. Después de un poco de circular los dedos en tu ano, te fui metiendo el pene sin que pusieses gesto de dolor. Al contrario, tú sonreías en cada arrimón que te daba y en mi tronco sentía las palpitaciones que me transmitía tu recto. Una vez que sentiste mi vientre en tus nalgas, y el golpe de mis huevos en los labios de tu panocha, tú misma comenzaste el vaivén con tus nalgas y lo aceleraste hasta que lograste el orgasmo derramando abundante fujo de tu vagina que bañaba tus piernas.
Agotada, bajaste la cabeza hacia la almohada, pero no doblaste las rodillas; moviste las nalgas de un lado a otro y sin abrir los ojos sonreíste sintiéndote abotonada porque mi falo seguía en plena erección y ladraste como perrita “Guau-guau”, seguiste sonriendo y me incliné sobre tu espalda, te tomé de las tetas, y de mi boca en tu oreja dije “¡Qué linda perrita…!”, pero seguías perfectamente empalada. “Quiero crema en el hoyito, perro”, dijiste. Me enderecé y tomé tus caderas para cogerte con gran velocidad. Llorabas a moco tendido y no era de dolor pues entre sollozos decías “¡Más, más…!” hasta que sentiste el baño de mi ser en tu intestino, ¡divina lavativa! Se me salió la verga completamente desinflada y caí a tu lado para lamerte los labios y enjugarte las lágrimas con tu lengua.
Cargada, te llevé a la ducha para limpiarte las nalgas y las piernas por donde escurría mi semen y tus heces. Me senté en el piso dejando nuestros vientres en contacto. Te besé mientras te limpiaba con el agua de la regadera y tú seguías sollozando. “Nunca me dejes, Bernabé, siempre necesitaré de ti para amar mejor a mi cornudo. ¡También te amo a ti!”
Te puse de pie, aunque seguías moviéndote con lentitud, parecías dormida. Te enjaboné y te enjuagué. Te sequé y, envuelta en la toalla, te llevé doblada sobre mi hombro hacia la cama. Dormiste más de una hora regalándome la vista de tu rostro lleno de paz.
¡Qué feliz harás a tu marido el sábado que él regrese!


Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!