Eres un verdadero cabrón (Parte 1)
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Karla_patito.
Después de haber derramado agua sobre mi celular, de que se me cayeran los aretes en el lavabo, de que me hubieran golpeado el coche por detrás en el periférico y de haber tenido que esperar al seguro para que nos dijera lo que los dos ya sabíamos (que la culpa había sido de aquel otro imbécil), lo último que necesitaba esa mañana era que estuvieras de mal humor.
Lo malo es que no tenías más modos predeterminados que ese. Te saludé como lo hacía todos los días.
—Buenos días, Licenciado.
Y deseé que me hicieras tu asentimiento de cabeza habitual en respuesta. Pero cuando intenté pasar a tu lado, murmuraste:
— ¿Buenos “días”, señorita Ortega? ¿Qué hora es en su planeta unipersonal?
Me detuve y sostuve tu mirada fría. Eres unos veinte centímetros más alto que yo y antes de empezar a trabajar para ti yo nunca me había sentido tan pequeña. Llevaba trabajando en El Hotel dos años, pero desde que volviste al negocio familiar nueve meses atrás, yo había empezado a llevar tacones e incluso a considerar la inverosímil posibilidad de ponerme zancos para poder mirarte directamente a los ojos. Y llevaba tacones ese día, pero aun así tuve que inclinar la cabeza y eso claramente te encantó, porque vi cómo te brillaban los ojos.
—He sufrido una cadena de desastres esta mañana, Licenciado. No volverá a ocurrir — dije aliviada porque mi voz sonara firme.
Nunca había llegado tarde, ni una vez, pero por supuesto tenías que llamarme la atención la primera vez que pasaba como si fuera algo grave. Conseguí pasar junto a ti y atravesar la puerta, dejé mi bolso y el abrigo en el closet y encendí la compu. Intenté actuar como si no siguieras de pie en el mismo lugar, observando todos mis movimientos.
— “Una cadena de desastres” es una muy buena descripción de lo que he tenido que hacer en su ausencia. He hablado con Alex Estrada para quitarle importancia al hecho de que no le hubieran llegado los contratos firmados a la hora prometida: las nueve de la mañana!! También he tenido que llamar a Rosa María Martínez para hacerle saber que, de hecho, íbamos a seguir adelante con la propuesta como la dejamos por escrito. En otras palabras, esta mañana he estado haciendo su trabajo y el mío. ¿De verdad que incluso con esa “cadena de desastres” no ha podido ni siquiera llegar a las ocho de la mañana? Algunos empezamos a trabajar antes de la hora del café, señorita Ortega!!
Levanté la vista para mirarte; estabas claramente encabronado y me mirabas fijamente con los brazos cruzados sobre el pecho. Y todo porque había llegado una hora tarde… Parpadeé y aparté la mirada, evitando deliberadamente fijarme en cómo te tensabas a la altura de los hombros.
El primer mes que trabajamos juntos, durante una convención, cometí el error de ir a hacer ejercicio al gimnasio del hotel y al entrar te encontré cubierto de sudor y sin camiseta al lado de la caminadora. Tenías una cara por la que mataría cualquier modelo masculino y el pelo más increíble que he visto nunca en un hombre. Pelo de haber estado cogiendo, así lo llamaban las chicas del piso de abajo, y según ellas, te habías ganado ese título a pulso. Tú imagen limpiándote el sudor del pecho con la camiseta había quedado grabada a fuego en mi cerebro.
Pero claro, tenías que estropearlo abriendo el hocico y diciendo: – “Me alegro de que por fin se interese un poco por su forma física, señorita Ortega”. Pendejo!!.
—Lo siento, Licenciado. Comprendo la carga que he puesto sobre sus hombros dejándole a cargo contestar el teléfono — respondí con solo un poquito de sarcasmo—. Como ya le he dicho, no volverá a ocurrir.
—Claro que no —respondiste con tu arrogante sonrisa de nuevo en los labios.
Si mantuvieras la boca cerrada serías perfecto. Bastaría un trozo de cinta canela. Tenía un rollo en mi escritorio que a veces sacaba y acariciaba imaginando que algún día podría darle un buen uso.
—Y para que no se le ocurra olvidarse de este incidente, quiero ver las tablas de los informes de progreso de los proyectos sobre mi mesa a las cinco. Y después va a recuperar la hora que ha perdido esta mañana haciendo una presentación de prueba de la cuenta Pfizer para mí en la sala de reuniones a las seis. Si se va a ocupar de esa cuenta, tendrá que demostrarme que sabe lo que está haciendo.
Abrí los ojos como platos, mientras dabas la vuelta, entrabas a tu oficina y cerrabas con un portazo. Sabías perfectamente que tenía muy adelantadas las previsiones de ese proyecto, que también me iba a servir de proyecto final de mi máster. Todavía tenía varios meses para terminar la presentación una vez que se firmaran los contratos… cosa que no había sucedido todavía. Ni siquiera estaban acabados los borradores. Y ahora, con todo lo demás por hacer, querías que hiciera una presentación de prueba dentro de… genial, siete horas y media, y eso si me saltaba la comida. Abrí el archivo de la cuenta Pfizer y me puse a trabajar.
Cuando todo el mundo empezó a salir poco a poco para ir a comer, yo me quedé pegada a mi escritorio con un café y una bolsa de nueces que había comprado en la máquina. Normalmente me habría llevado una ensalada de casa o habría salido con los demás becarios a comer algo, pero ese día el tiempo corría en mi contra. Oí abrirse la puerta exterior de la oficina y levanté la vista. Sonreí al ver a Sara entrar. Sara estaba en el Hotel en el mismo programa de prácticas del máster que yo, aunque ella trabajaba en contabilidad.
— ¿Vamos a comer? —me preguntó.
—Voy a tener que saltarme la comida. Está siendo un día infernal. —La miré con cara de pena y su sonrisa pasó a ser burlona.
— ¿Día infernal o jefe infernal? —Se sentó en el borde de mi mesa—. He oído que se ha puesto como una fiera esta mañana.
Le dediqué una mirada cómplice. Sara no trabajaba para ti, pero sabía todo lo que pasaba contigo. Como hijo menor del fundador de la empresa, y con una notoria propensión a perder los estribos, eras una leyenda viva en aquel edificio
—Aunque tuviera un clon, no podría acabar esto a tiempo.
— ¿Quieres que te traiga algo? —Su mirada se dirigió al despacho del “jefe” —. ¿Un asesino a sueldo? ¿Agua bendita?
Reí.
—No, estoy bien.
Sara sonrió y se marchó. Acababa de darle el último sorbo a mi café cuando me agaché y me di cuenta de que tenía una carrera en las medias.
—Y por si fuera poco —empecé a hablar al oír de nuevo los pasos de Sara… o eso pensaba yo— me he hecho una carrera en las medias. ¿Sabes qué? Si vas a algún sitio donde haya chocolate, tráeme veinte kilos, así me como toda mi ansiedad después.
Levanté la vista y vi que no era Sara la persona que estaba allí de pie. Se me encendieron las mejillas y me bajé la falda.
—Lo siento, Licenciado, yo…
—Señorita Ortega, como usted y las otras secretarias tienen mucho tiempo para hablar de los problemas con su lencería, además de preparar la presentación de Pfizer, necesito que vaya al despacho del Corporativo y me traiga los análisis y segmentación de mercado de lo que va del año. —Te enderezaste la corbata mirando tu reflejo en la ventana—. ¿Cree que podrá hacerlo?
¿Me acababas de llamar «secretaria»? Como parte de las prácticas a veces hacía ciertas tareas de asistente para ti, pero sabías de sobra que yo llevaba varios años trabajando en la empresa antes de que me concedieran la beca para la Universidad. Y ahora solo me quedaban cuatro meses para acabar mi máster.
“Para terminar el máster y dejar de estar a tus órdenes”, pensé. Levanté la vista y me encontré con tu mirada encendida.
—No tengo ningún inconveniente en pedirle a Claudia que…
—No era una sugerencia —me cortaste—. Quiero que vaya usted a buscarlos!! —
Me miraste durante un momento con la mandíbula apretada antes de girar sobre tus talones y volver como una tromba a tu oficina, cerrando la puerta con fuerza como era tu pinche costumbre.
Pero ¿qué problema tenías? ¿De verdad era necesario ir dando portazos por ahí como un adolescente? Cogí el saco del respaldo de la silla y me encaminé a la otra oficina, un poco más abajo en la misma calle.
Cuando volví, llamé a tu puerta pero no respondiste. Intenté girar la perilla de la puerta. Cerrado. Seguramente estarías echando un rapidín por la tarde con alguna princesita mientras yo tenía que correr como una loca de acá para allá por toda la ciudad.
Metí el sobre manila por la ranura para el correo y deseé que los papeles se desparramaran por todas partes y tuvieras que agacharte para recogerlos y ordenarlos. Me gustó bastante imaginarte de rodillas en el suelo, recogiendo papeles desperdigados. Pero la verdad era que, conociéndote, seguro que me llamabas para que entrara en tu inmaculada guarida y lo recogiera todo mientras me observabas.
Cuatro horas después había acabado las actualizaciones de los informes de progreso, tenía la presentación prácticamente preparada y estaba al borde de la risa histérica por lo horrible que había sido ese día. Me encontré planeando el cruento y retorcido asesinato del chico de la copiadora, solo le había pedido que hiciera algo muy sencillo: unas cuantas copias y engargolar algunas cosas.
Debería haber sido pan comido. Cosa de un momento. Pero no, le había llevado ¡dos horas! Corrí por el oscuro pasillo del edificio ya vacío con los materiales para la presentación agarrados como podía entre los brazos y mirando el reloj. Seis y veinte. El Licenciado se iba a comer mi hígado crudo, me dije imaginado tu reacción. Llegaba veinte minutos tarde. Como había quedado claro esa mañana, odiabas la impuntualidad.
«Tarde» era una palabra que no estaba incluida en el Diccionario del hijo de puta del Licenciado, como tampoco lo estaban «corazón», «amabilidad», «compasión», «hora de la comida» o «gracias».
Y ahí estaba yo, corriendo por los pasillos con unos zapatos de tacón de aguja, a toda velocidad hacia mi verdugo. “Respira, Karlita. Este tipo es capaz de oler el miedo”.
Cuando me acerqué a la sala de reuniones intenté tranquilizar mi respiración y dejé de correr. Una luz cálida se colaba por debajo de la puerta. Sin duda, estabas ahí, esperándome. Con cuidado intenté arreglarme el pelo y la ropa a la vez que organizaba la pila de documentos que cargaba. Inspiré hondo y llamé a la puerta.
—Adelante.
Entré en la sala de reuniones, era enorme; empezaba a oscurecer y los edificios salpicaban el horizonte con sus ventanas iluminadas. En el centro de la sala había una impresionante mesa de madera maciza, y mirándome desde la cabecera estabas tú.
Estabas ahí sentado, con el saco del traje colgado en una silla detrás de ti, la corbata aflojada, las mangas de la camisa arremangadas hasta los codos y la barbilla descansando sobre tus manos cruzadas. Me atravesaste con la mirada, pero no dijiste nada.
—Discúlpeme, Licenciado —dije con voz temblorosa y con la respiración entrecortada —. Las copias me han llevado… —Me paré en seco. Las excusas no iban a mejorar mi situación. Y además, no te iba a permitir echarme la culpa de algo que yo no podía controlar. Que se chingue!!!. Con mi recién recuperada valentía en su sitio, levanté la barbilla y caminé hasta donde estabas sentado.
Sin mirarte, busqué entre los papeles y coloqué una copia de la presentación sobre la mesa.
— ¿Listo para empezar?
No dijiste ni una palabra, pero tu mirada atravesó mi valiente coraza. Todo aquello hubiera sido mucho más fácil si no fueras tan guapo… e hijo de la chingada!!! Sin decir nada, señalaste el material que había puesto delante de ti para que continuara.
Me aclaré la garganta y empecé la presentación. Repasé los diferentes aspectos de mi propuesta y permaneciste en silencio, con la mirada clavada en tu copia.
¿Por qué estabas tan tranquilo? Podía manejar tus arrebatos de ira, pero ese misterioso silencio… Me estabas poniendo muy nerviosa. Estaba inclinada sobre la mesa, señalándote unos gráficos cuando sucedió.
—La línea de tiempo para el primer objetivo es un poco ambi… Dejé la frase a medias y el aire se detuvo en mi garganta. Habías puesto tú mano en el final de mi espalda antes de deslizarla poco a poco hasta posarla sobre la curva de mi trasero. En los nueve meses que llevaba trabajando para ti nunca me habías tocado intencionalmente. Y eso era sin duda intencionado. El calor de tu mano me quemaba a través de la falda hasta llegar a mi piel. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron y sentí cómo se licuaban mis entrañas. ¿Qué demonios está haciendo? Mi cerebro me gritaba que apartara la mano y te dijera que no volvieras a tocarme, pero mi cuerpo actuaba en solitario.
Se me endurecieron los pezones, y apreté la mandíbula en respuesta ¡Traidores!
El corazón me martilleaba en el pecho, pasó al menos medio minuto sin que ninguno de los dos dijera nada. Mientras, tu mano seguía bajando por mi muslo, acariciándome. Nuestras respiraciones y el ruido de la ciudad que llegaba amortiguado desde la calle era lo único que se oía en el aire inmóvil de la sala de reuniones.
—Dese la vuelta, señorita Ortega.
Tú voz queda rompió el silencio y yo me enderecé despacio, mirando hacia delante. Me di la vuelta lentamente y tu mano me fue rozando, deslizándose hacia mi cadera. Podía sentir cómo la extendías, desde las yemas de los dedos que tenías sobre la parte baja de mi espalda hasta el pulgar que en ese momento presionaba la piel suave que quedaba justo encima del hueso de mi cadera. Bajé la vista para mirarte a los ojos y nuestras miradas se encontraron.
Notaba tú pecho subiendo y bajando, cada respiración más profunda que la anterior. Un músculo se contrajo en tu cara a la vez que el pulgar empezaba a moverse, deslizándose lentamente a un lado y a otro, mientras tus ojos no se apartaban de los míos.
Estabas esperando que yo te detuviera; ya había transcurrido tiempo más que suficiente para que yo te apartara de un manotazo o simplemente me alejara y me fuera. Pero tenía demasiados sentimientos que asimilar antes de poder reaccionar. Nunca me había sentido así, y mucho menos había esperado sentirme así contigo. Quería darte un chingadazo y después agarrarte de la camisa y lamerte el cuello.
— ¿Qué estás pensando? —me susurraste con una mirada entre burlona y nerviosa.
—Todavía intento averiguarlo.
Con tus ojos fijos en los míos, tus dedos empezaron a descender por mi muslo hasta llegar al borde de la falda. Después metiste la mano por debajo y tus dedos recorrieron las cintas de mi liguero y el borde de encaje de una de las medias que me llegaba hasta el muslo. Un dedo se coló entre la media y mi piel, y tiró un poco hacia abajo. Inspiré bruscamente, sintiendo de repente que me estaba fundiendo desde el exterior y hasta lo más profundo.
¿Cómo podía dejar que mi cuerpo reaccionara así? Todavía quería darte una cachetada mínimo, pero ahora deseaba con más fuerza que continuaras. El ansia que sentía entre las piernas no dejaba de aumentar. Llegaste al borde de mis bragas y metiste los dedos bajo la tela. Sentí que te deslizabas contra mi piel y me rozabas el clítoris antes de meter un dedo en mi interior. Me mordí el labio e intenté (sin éxito) contener un gemido. Mis entrañas apretaban tu dedo humedeciéndose al sentirte dentro de mí. Cuando volví a bajar la vista para mirarte, unas gotas de sudor empezaban a formarse en tu frente mientras jugabas tu dedo en mi interior.
—Carajo! —dijiste con voz baja y grave—. Qué húmeda estás! — Cerraste los ojos. Parecías estar librando la misma lucha interna que yo. Miré tú regazo y vi que la tela de tus pantalones estaba muy tensa. Seguiste jugando con tu dedo dentro de mí, mi respiración se agitaba al punto de sentir que me faltaba el aire, sin abrir los ojos sacaste el dedo lentamente haciéndome gemir de placer, apretaste el fino encaje de mis bragas en el puño. Cuando me miraste estabas temblando, con una clarísima expresión de furia. Con un movimiento rápido me rompiste las bragas, y el sonido de la tela al rasgarse pudo oírse en silenciosa la sala.
Me tomaste bruscamente, me subiste a la fría mesa y me separaste las piernas. Gemí sin querer cuando tus dedos volvieron, deslizándose y entrando de nuevo dándome el placer que mi cuerpo pedía a gritos. Te odiaba de una forma especialmente intensa, pero mi cuerpo me traicionaba; quería más. Maldita sea, se te daba muy bien. Las tuyas no eran las caricias amorosas a las que estaba acostumbrada. Eras un hombre que solía conseguir lo que querías y por lo que parecía, lo que querías en ese momento era a mí. Dejé caer la cabeza a un lado y me eché hacia atrás hasta apoyarme en los codos, tus dedos salvajes profanaban repetidamente mi sexo haciéndome gozar indescriptiblemente ante tu profanación, sentía el latido de mi corazón entre mis piernas, el roce de tus dedos me enloquecía, tu técnica me hacía perder la razón, me sentía llena, aaaahhh!! Que riiicooooo!! jadeaba quedamente porque no quería darte la satisfacción de verme gritar de placer, atacabas una y otra vez dentro de mí, tus ojos vidriados me contemplaban, seguramente debía estar poniendo una cara de puta que no podía ocultar… y no quería ya estaba sintiendo precipitarse el orgasmo. Y para mi horror absoluto incluso llegué inconscientemente a suplicarte: —Por favor…
Dejaste de moverte, sacaste el dedo y cerraste la mano en un puño. Yo me incorporé, agarré tú corbata y acerqué tu boca a la mía con agresividad. Tus labios eran tan perfectos como parecían: firmes y suaves. Nunca me había besado nadie que conociera hasta el último ángulo, punto de profundidad y movimiento de provocación posible. Me estabas haciendo perder la cabeza. Mordí tu labio inferior mientras mis manos se apresuraban a desabrocharte los pantalones, liberando el cinturón de las trabillas.
—Será mejor que estés preparado para acabar lo que has empezado.
Dejaste escapar un sonido grave y rabioso desde el fondo de la garganta, me abriste la blusa de un tirón. Los botones plateados salieron disparados y rebotaron por toda la mesa de la sala de reuniones.
Subiste las manos por mis costillas y después las colocaste sobre mis pechos; tus pulgares se deslizaban adelante y atrás sobre mis pezones tensos que pedían a gritos su ración de pasión. Tú mirada oscura estaba fija en mi expresión todo el tiempo. Tenías las manos grandes y tan ásperas que casi llegaban a provocarme dolor, pero en vez de quejarme o apartarte, me apreté contra tus palmas porque quería sentir más y más fuerte.
Gruñiste y apretaste los dedos. Se me ocurrió que me ibas a dejar moretones y casi deseé que lo hicieras. Quería algo para recordar esa sensación de estar absolutamente segura de lo que deseaba mi cuerpo, de estar desatada.
Te acercaste lo suficiente para morderme el hombro y susurrarme: —Eres una tentación…
Incapaz de acercarme tanto como quería, aceleré mi maniobra con el cierre y te bajé los pantalones y los bóxers hasta el suelo. Sentí ese trozo de carne caliente en mi mano y te di un buen apretón a tu verga, sintiendo cómo latía contra mi palma, lentamente comencé a menear tu pene, sintiendo cómo se ponía aún más dure en la palma de mi mano, recorría lentamente toda su longitud mientras escuchaba tu respiración agitarse por el placer que estabas sintiendo, aceleré mis caricias provocándote para sorpresa mía, una erección aún más grande.
La forma en que dijiste mi apellido entre dientes —“Ortega…”— debería haberme provocado un arrebato de furia, pero en ese momento solo sentía una cosa: pura lujuria desenfrenada. Subiste mi falda por los muslos y me empujaste sobre la mesa. Antes de que pudiera decir una sola palabra me agarraste de los tobillos, luego cogiste tu verga, un paso adelante y empujaste hasta penetrarme.
Ni siquiera fui capaz de sentirme avergonzada por el gemido tan alto que dejé escapar, era lo mejor que había sentido nunca, tu agresividad y el sentirme ultrajada me hacía sentir algo en mi desconocido, me llenabas toda, sentía dentro de mi cada centímetro de tu verga penetrándome, ese salvaje mete y saca que me estaba llevando nuevamente a la gloria, era delicioso sentir el calor de mis entrañas invadido con furia por ese glorioso trozo de carne ardiente, cerré los ojos porque no podía soportar tanto placer, ooohhh siiii, siiiii, que ricooooo gritaba para mis adentros para no demostrarte el placer que sentía, sólo mi respiración entrecortada y mis jadeos me delataban, deseaba gritar de placer pero no te iba a dar ese gusto, eras un cabrón que sabía coger muy rico, mi sexo se apretaba a ti disfrutando cada embestida, tus huevos rebotando deliciosamente en mi ano completando el placer que me hacías sentir, me cogías salvajemente, mi clítoris era castigado por tu vientre de una manera tan deliciosa cada que con fuerza te hundías en mí una y otra vez, mis caderas me traicionaban al coger tu ritmo para disfrutar de cada embestida tuya, me tenías literalmente en tus manos, me estabas dando una cogida monumental, como llenabas como hace mucho no me sentía con un hombre, tus manos acariciaban mis piernas que habías recargado en tus hombros, tus labios besaban el suave tejido de mis medias, la humedad de tu saliva junto con el calor del vaho de tu respiración sobre mis piernas me volvía loca, oohhh ssiii!! siiii! que ricooooo, aaaaahhh …
— ¿Qué? —dijiste con los dientes apretados y las caderas golpeando contra mis muslos mientras te hundías en mí—. Nunca te habían cogido así antes, ¿eh? No resultarías tan tentadora si tuvieras alguien que te cogiera bien.
Pero ¿quién creías que eras? ¿Y por qué me encabronaba tanto que tuvieras razón? Nunca había tenido relaciones sexuales en ninguna otra parte que no fuera en una cama o lugar “indicado” y nunca me había sentido así con otro hombre.
—Me han cogido mejor —te dije para provocarte.
Reíste bajito y con sorna.
—Mírame.
—No.
Saliste de mí justo cuando estaba a punto de venirme. Al principio pensé que me ibas a dejar así, pero me agarraste los brazos y me levantaste de la mesa, con los labios y la lengua presionando contra los míos en un beso salvaje.
—Mírame —repetiste.
Y por fin, sin sentirte dentro de mí, pude hacerlo. Parpadee una vez, muy lentamente, con las largas pestañas oscuras rozándote la mejilla, y después me dijiste:
—Pídeme que haga que te vengas.
Tú tono no era el adecuado. Era casi una pregunta, sin embargo, las palabras eran propias de ti: un cabrón!!. Quería que hicieras que me viniera más que nada, pero que me partiera un rayo si te pedía algo en toda mi vida.
Bajé la voz y te miré fijamente.
—Es usted un hijo de puta, Licenciado.
Tú sonrisa me dejó claro que lo que fuera que querías de mí, lo habías conseguido. Quería clavarte la rodilla justo en los huevos, pero así no iba a conseguir lo que en realidad quería.
—Pídamelo por favor, señorita Ortega.
— ¡Por favor, no mames, estás pendejo!
Lo siguiente que sentí fue la ventana fría contra mis pechos y gemí ante el intenso contraste de temperatura entre el cristal y tu piel. Estaba ardiendo; todas las partes de mi cuerpo querían sentirte.
—Al menos eres coherente —me dijiste al oído antes de morderme el hombro. Metiste el pie entre los míos—. Separa las piernas. Y yo las abrí sin dudarlo.
Tiraste de mi cadera hacia atrás y metiste la mano entre los dos antes de volver a empujar para entrar en mi interior aaaaahhhh!!! no pude evitar dejar escapar un gemido ahogado por el placer de sentirte nuevamente dentro de mí, te quedaste así un momento, llenándome de ti, sentía exquisitamente tú palpitante verga invadiéndome, llenándome como hace tiempo no me sentía, comencé a mover lentamente mi cadera en pequeños y pausados círculos, acoplándome, llenándome más de ti, oohhh siii!! Que delicia! empujaba mi cadera hacia ti logrando encajar tu largo pene un poco más, lentamente comenzaste a moverte, saliste despacio, muy despacio y mis entrañas disfrutaban enormemente, entraste de nuevo, milímetro a milímetro, ahogándome de placer, quise mover mis caderas pero tus manos me detuvieron, me estabas negando a propósito el mayor disfrute, aaaaaaahhh!! Comenzaste a aumentar el ritmo y mi cuerpo te recibía agradecida, mi vagina palpitaba incesantemente apretando a su espléndido invasor…
— ¿Te gusta el frío? Dijiste en una pausa
—Síiiiiiiii., es todo lo que pudo salir de mi garganta
—Chica sucia y pervertida. Te gusta que te vean, ¿eh? —Murmuraste mordiéndome el lóbulo de la oreja—. Te encanta que toda La Ciudad pueda levantar la cabeza y mirar cómo te cojo. Te están volviendo loca todos y cada uno de los minutos que estás pasando con tus preciosas tetas pegadas contra el cristal.
—Calla. Lo estás estropeando. —Pero no era así. Ni mucho menos. Tú voz grave me provocaba cosas increíbles. Solo reíste junto a mi oído y probablemente te diste cuenta de cómo me estremecí al oírlo.
— ¿Quieres que vean cómo te vienes?
Gemí en respuesta, incapaz de formar las palabras; cada embestida dentro de mí me apretaba más y más contra el cristal.
—Dilo!! ¿Quieres correrte, señorita Ortega?
Respóndeme o pararé y haré que me la mames —susurraste entre dientes entrando cada vez más adentro.
La parte de mí que lo odiaba se estaba disolviendo como azúcar en mi lengua y la parte que quería todo lo que tuviera para darme crecía, ardiente y exigente.
—Pídemelo. —Te inclinaste sobre mí, agarraste el lóbulo de la oreja entre tus labios y después me diste un mordisco fuerte—. Te prometo que te lo daré.
—Por favor — dije cerrando los ojos para ignorar todo lo demás y solo sentirte —. Por favor. Sí hazme veniiiiiirrrr!!!
Rodeaste mi cuerpo con el brazo y pusiste tus dedos sobre mi clítoris con la presión y el ritmo perfectos. Sentía tú sonrisa sobre mi nuca y cuando abriste la boca y apretaste los dientes contra mi piel, perdí todo control. El calor ascendió por mi espalda, me envolvió las caderas hasta alcanzar mis piernas y me sacudí contra ti. Apreté el cristal con las manos, todo mi cuerpo estremeciéndose por el orgasmo que me embargaba y me dejaba sin aliento ooooohh siiiiii!!!.
Cuando por fin mi orgasmo perdió intensidad, saliste de mí y me diste la vuelta para que te mirara; te agachaste para besarme el cuello, la mandíbula y el labio inferior.
—Dame las gracias —susurraste.
Enterré las manos en tú pelo y tiré con fuerza, esperando provocar alguna reacción, queriendo ver si todavía tenías control sobre ti mismo o delirabas.
« ¿Pero… qué demonios estamos haciendo?» Exclamaste, cogiste mis manos, me besaste por todo el cuello y apretaste tú erección contra mi estómago.
—Ahora hazme sentir bien.
Yo solté una mano, la bajé hasta tú miembro y empecé a acariciarlo. Era grueso y largo y encajaba perfecto en mi palma. Quería decírtelo, pero en la vida te iba a decir lo genial que lo sentía. En vez de eso me aparté de tus labios mirándote con los ojos entornados.
—Voy a hacer que te vengas con tanta fuerza que te olvidarás de que eres el mayor cabrón del mundo — te prometí con voz grave resbalando por el cristal antes de meterme lentamente tú pene en la boca hasta el fondo.
Te tensaste y soltaste un gemido profundo. Levanté la vista para mirarte: tenías las palmas y la frente apoyadas contra el cristal y los ojos cerrados con fuerza.
Parecías vulnerable y estabas tremendo en ese estado de abandono. Pero nada vulnerable. Eras el mayor hijo de la chingada que había pisado la tierra y yo estaba de rodillas delante de ti. Ni de broma. Así que en vez de darte lo que sabía que querías, me levanté, me bajé la falda y te miré a los ojos. Era más fácil ahora que no me estabas tocando y haciéndome sentir cosas que no tenías por qué hacerme sentir.
Los segundos pasaron y ninguno de los dos apartó la mirada.
— ¿Qué demonios crees que estás haciendo? Ponte de rodillas y abre la boca.
—Ni madres!!
Cerré la parte delantera de mi blusa sin botones y me fui de la sala, rezando para que mis piernas todavía temblorosas no me traicionaran. Cogí el bolso de mi escritorio, me puse el saco e intenté desesperadamente abrocharme los botones con los dedos vacilantes. Aún no habías salido y yo corrí hasta el elevador confiando poder llegar antes de tener que volver a enfrentarme a ti.
Ni siquiera podía permitirme pensar en lo que había pasado hasta que no consiguiera salir de allí. Te había dejado cogerme, provocarme el orgasmo más increíble en mucho tiempo y después te había dejado con los pantalones por los tobillos en la sala de reuniones de la empresa, seguramente con el peor caso de dolor de huevos de la historia de la humanidad. Si se tratara de la vida de otra persona, me habría alegrado una barbaridad. Sin embargo, no era la vida de otra.
«Me lleva la chingada!!»
Las puertas del elevador se abrieron, entré y presioné apresuradamente el botón. Después miré cómo los números de los pisos bajaban con rapidez. En cuanto el elevador llegó abajo, atravesé el vestíbulo corriendo. Oí al pasar algo que decía el guardia de seguridad sobre trabajar hasta tarde, pero me limité a pasar a la carrera a su lado y despedirme con la mano.
Con cada paso la tensión que sentía entre las piernas me recordaba lo que había pasado durante la última hora. Cuando llegué a mi coche lo abrí con el control, tiré de la puerta y me dejé caer en el confort del asiento de piel. Me miré en el espejo retrovisor. «¿Qué demonios ha pasado?»
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