Esto es vivir!
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Haciendo un repaso de lo sucedido en los últimos meses, Albertina no puede ser desagradecida porque gracias a eso su vida ha tomado otro rumbo
A los cincuenta y tres años, jubilada y con un marido a punto de hacerlo, su panorama económico no estaba siendo floreciente y, como la vieja casona les quedara grande desde que sus hijos se casaran, habían decidido darle media pensión a un muchacho guatemalteco que estudiaba arquitectura en la Argentina; esa media pensión consistía en otorgarle una de las habitaciones grandes en la parte trasera de la casa, el uso de uno de los dos baños y un abundante desayuno que ella le servía puntualmente a las ocho de la mañana.
Ya llevaban casi dos meses de esa “convivencia” sin que se suscitaran más inconvenientes que el de su marido, quien se negaba a perder su lugar de amo y señor en la antecocina y, como él se levantaba a las nueve, exigió que el inquilino desayunara a partir de las ocho.
El muchacho no había puesto obstáculo a esa reivindicación y puntualmente ocupaba su lugar en la punta de la mesa, donde Albertina le servía el café con leche, tres tostadas, manteca y mermeladas que el propio inquilino compraba a su gusto, hecho lo cual ella esperaba que él se fuera a su trabajo, para recostarse un rato antes de repetir el ritual con su marido.
Ahora y en perspectiva, tuvo que admitir que ella había tenido la culpa de todo pero no había podido con su carácter; era que, quiéralo o no, una mujer sigue siéndolo a pesar de los años e inconscientemente, había coqueteado con Jairo que ya no lo era tan muchacho y tenía cerca de treinta años; orgullosa de haber mantenido casi intacta su figura de la juventud, con el cabello muy corto para no complicar el teñido que la rejuvenecía junto con su rostro casi sin arrugas, delgada, con buenos pechos que el amamantamiento incrementara y un trasero aun parado y prominente, gustaba usar de entrecasa unas largas remeras o cortas túnicas que dejaban al descubierto gran parte de las largas piernas que exhibía presumiendo de su torneada lisura.
Y así fue como empezó todo, sin darse cuenta de que la histeria de su cada vez más menguada vida sexual la empujaba a ello, parloteaba con excesiva elocuencia como si fuera una adolescente y festejaba cada pavada del muchacho con alegres risitas que debía reprimir por la cercanía con el dormitorio; esa mañana de diciembre, ya a esa hora el calor apretaba y ella se había puesto una fresca y cortísima casaca que apenas ocultaba su desnudez pero la hacía sentir cómoda y observó por el rabillo del ojo como Jairo la miraba con disimulo mientras preparaba las cosas de espaldas a él.
Haciéndose la indiferente, tomó el plato con las tostadas y se acercó a la mesa para colocarlo inclinada casi en medio del tablero y en ese momento, sintió la mano de él apoyarse en la parte trasera del muslo para trepar hasta tomar contacto con la descubierta nalga; a pesar de su aire festivo y de la esbozada seducción, le molestó que Jairo la tratara como a una cualquiera e intentó darse vuelta indignada pero se conoce que el muchacho lo había planificado largamente, ya que se incorporó rápidamente para aplastarla contra la mesa con todo el peso del cuerpo y acalló sus airadas protestas al taparle la boca con una mano.
Ahora sí la indignación bullía en ella y trató vanamente de escapar, pero le ganó de mano y en tanto ella, estirando las manos hacia atrás trataba de desasirse, presionándole el torso contra el tablero ,él se puso de costado pero sin dejar de apretarla e hizo que los dedos de la otra mano exploraran la tersa nalga libre de celulitis para luego indagar en la hendidura que los llevó directamente hacia el ano; presumiendo acertadamente qué era lo que haría, volvió a debatirse con desesperación pero eso no lo arredró y ordenándole que guardara silencio si no quería despertar a su marido que comprobaría la ligereza de su conducta al andar casi desnuda por la casa e incitarlo explícitamente a poseerla, después de estimular al cerrado haz de esfínteres, – – con lo que Albertina volvió a experimentar esa desasosegante sensación que la excitaba después de mucho tiempo -, fue introduciendo un largo y huesudo dedo mayor en el recto en medio de sus bramidos de exacerbado enojo.
Enojo contra la actitud de Jairo y su amenaza de contarle a Damián que fuera ella quien iniciara la relación, pero también enojo porque el dedo deslizándose suavemente en el ano le recordaba su empecinada afición por las sodomías para no quedar embarazada a causa de la negativa de su marido a usar preservativo; recordando aquellos goces del sexo anal, tuvo que reconocer que esa mínima sodomía le gustaba y la predisponía sexualmente, cesando un poco en sus movimientos rebeldes para dejar que el dedo entrara y saliera del recto libremente y viendo que disminuían los bramidos, él le liberó la boca y acomodándose mejor, le levantó el vestido hasta el obstáculo de los pechos e inclinándose sobre ella, terminó de quitárselo por la cabeza.
Ya el dedo no la complacía en el ano y la fuerte figura joven del muchacho contra sus espaldas la excitaba pero aun sollozando y jadeando por la anterior falta de aire, sintió como las delgadas manos del estudiante se deslizaban acariciantes por sus brazos y desde los hombros palparon los dorsales mientras él le susurraba que alzara un poco el cuerpo del tablero para que los dedos buscaran solícitos los colgantes pechos; ella se daba cuenta de que ya estaban sumidos en pleno acto sexual y aunque no era su propósito, se apoyó en los codos y las gloriosas tetas quedaron a disposición del hombre que se apresuró a acariciarlas como comprobando la tersura de la piel para luego ir sobándolas y al sentir la dureza de los músculos, comenzó a estrujarlas con mayor empeño.
Sentir otros dedos que no fueran los de su marido, que por otra parte ya no regocijaba con mamarlos como en otros tiempos, la predispuso sexualmente y con mimosos gruñidos, hamacó apenas el cuerpo como denunciando al hombre su mansa entrega; mientras mezclaba las caricias y apretujones a las tetas colgantes, él hizo que índice y pulgar de una mano se adueñaran de esos pezones de los que hacía orgullo por su forma ovalada y pulida y mientras dos dedos de la otra mano exploraban sobre los labios mayores de la vulva hinchada por la calentura, comenzaron a apretar y retorcer exquisitamente la mama.
A Albertina se le hacía mentira que a su edad estuviera gozando tanto aquel sexo clandestino con un joven al que aparentemente atraía y estimulándolo en sordos murmullos en los que expresaba su contento, se aflojó totalmente, al punto que él, presintiendo su entrega total, arreció el retorcer al pezón al tiempo que dos dedos se introducían a la vagina para recorrerla en amplios semi círculos que la hicieron prorrumpir en fervorosos pedidos de que la sometiera así hasta hacerle alcanzar su alivio que ya a esa altura encendía fogones ardientes en el bajo vientre.
Hábilmente los dedos buscaron en la parte anterior del canal vaginal, escaso de mucosas lubricantes, esa callosidad que denunciaba al punto G y cuando lo encontraron reducido por la falta de hábito, lo estimuló en tal forma que ella comenzó con profundos ayes que reprimía trabajosamente para no denunciarse y, complementando lo que Jairo hacía en el interior del sexo, llevó una de sus manos hacia la entrepierna para restregar entusiasta al clítoris; viéndola tan predispuesta y habiéndolo practicado con mujeres de larga experiencia sexual, el hombre fue introduciendo paulatinamente más dedos al sexo cuyos esfínteres se dilataban sin oposición y considerando la sequedad de los tejidos, dejó caer una notable cantidad de saliva sobre ellos para lentamente ir introduciéndolos por entero a la vagina.
Sólo una vez su marido había tenido la excitación suficiente como para hacerle semejante cosa a su pedido y ella lo había gozado de una manera diferente a cualquier otra penetración; ahora, casi veinte años después, sentía la necesidad de volverlo a experimentar y alentando sordamente a Jairo pero pidiéndole cuidado y paciencia para ella pudiera aguantarlo, sintió como aquel formaba una cuña con toda la mano que, muy despaciosamente, casi con irritante morosidad, iba introduciendo al canal de parto y Albertina, sintiendo nuevamente aquel sufrimiento que conllevaba la maravillosa recompensa del placer más intenso, lloriqueaba quedamente en medio de bramidos reprimidos pero, cuando toda la parte huesuda de los nudillos estuvo dentro, el alivio del menor grosor de la muñeca la hizo suspirar satisfecha.
Rogándole que la hiciera acabar de esa manera, abrió más las piernas e incrementando con vehemencia el restregar al clítoris, en una dicotomía entre dolor y goce, sintió al puño cerrado moverse dentro suyo como un ariete que ella asoció a esos dolores en la zona inguinal que preanuncian la explosión sexual; por primera vez en mucho tiempo, todo su cuerpo renacido generaba explosiones y cosquilleos que ella creía irrecuperables y en su mente bullían sinfín de ideas morbosas de cuanto se deleitaría con el sexo de aquel muchacho quien, abandonado la posición sobre ella, se acuclilló detrás para manejar mejor el brazo que ahora movía aleatoriamente y con unos cambios de ángulo que la volvían loca de placer pero, la gota que rebalsó el vaso, fue el pulgar de la otra mano que la sodomizó delicadamente y así, con semejante traqueteo, alcanzó no un orgasmo pero sí una de aquellas acuosas y abundantes eyaculaciones que chasqueó sonoramente al escapar entre el brazo y los esfínteres para ir deslizándole cosquilleante por el interior de los muslos.
Después de lavarse las manos en la pileta y poner el café con leche a calentar, Jairo se sentó tranquilamente a untar las tostados y ella fue hasta el baño vecino a darse una rápida ducha y especialmente a refrescar con el chorro del duchador manual el sexo y el ano; aunque aun le escocía la vagina, eso sólo le recordaba el goce que obtuviera y ya sin resto alguno de pudor y recato, volvió desnuda al comedor diario en el que ya el muchacho terminaba con su desayuno y colocándose nuevamente el vestido, calentó un café que tomó a sorbitos apoyada contra la mesada y escuchó con íntimo regocijo, como Jairo, dando por sentada la relación, le sugería que debían ser cautos y mantener buenos acoples sexuales solamente en aquel horario.
Después de retirarse el muchacho, como a pesar de todo lo que hicieran sólo habían pasado veinticinco minutos, se recostó como era su costumbre al lado de su marido, pero esa mañana tan excepcionalmente maravillosa la había dejado exhausta y cayó en un profundo sueño que duró hasta las diez de la mañana, comprobando que el buenazo de su marido le permitiera descansar sin importunarla ; todavía sentía un leve picor en la vagina, especialmente en los esfínteres, ya que su vagina tenía el capacidad de dilatarse tanto como cuando pariera pero con la ventaja que ella podía manejar sus músculos, siendo capaz de ceñir cualquier objeto como si fuera una mano.
Meditándolo seriamente, esa cuasi violación del muchacho había servido para despertar en ella los oscuros demonios que rondaban la mente y habitaban su cuerpo y que, aun antes de conocer a Damián, es decir hasta los veinticinco años, le habían hecho protagonizar los más pervertidos juegos sexuales, participando en tríos mixtos con lo que, tangencialmente, había tortilleado con varias mujeres; imaginando lo que podrían experimentar en aquellos quince minutos mañaneros y presagiando los goces que obtendría, llevó su mano a alzar la falda para asociarla con esas promesas en un morosa masturbación clitorial hasta obtener aquel orgasmo postergado.
A la mañana siguiente y ya con un plan elaborado, acudió más temprano al comedor diario para colocar en una silla una almohadita que utilizaría luego y apenas Jairo traspuso la puerta, fue hacía él para buscar su boca con angurria. Contento con ese recibimiento, el muchacho se dedicó a contestar los ávidos lengüetazas de esa mujer que podría ser su madre pero por suerte no lo era y así, estrechados prietamente, mientras el recorría sus espaldas con las manos, acariciándole las nalgas por sobre el vestido, ella deslizó una mano hacia la bragueta para correr el cierre e introducirla en búsqueda del miembro; como el muchacho todavía no estaba excitado, la verga era solamente un colgajo carnoso y ese era el estado en que a ella le gustaba comenzar a chuparlas.
Desprendiéndose de sus besos y toqueteos, se acuchilló frente a él y sacando la verga de su encierro, la introdujo a la boca para cerrar los labios y mientras con las manos terminaba de desabrochar el pantalón bajándolo hasta los pies, con la lengua ejercía dura presión para aplastarla contra el paladar y las muelas; con los años – tenía catorce en su primera mamada -había acumulado experiencia y se sabía dueña de una técnica especial que encantaba a los hombres; a medida en que la verga iba convirtiéndose en un falo y crecía en la boca, ella la retiraba y haciendo un anillo con pulgar e índice, la masturbaba apretadamente para conseguir su erección.
Cuando tuvo ya una cierta rigidez, envolvió al glande entre los labios para hacerlos ceñir la carnadura y ejecutar un corto movimiento de arriba abajo con la cabeza hasta el surco y, mientras se embelesaba en la mamada, con las dos manos encerró al tronco para, realizando una especie de aleteo con los brazos, hacerlas moverse en círculos encontrados: ahora sí era el príapo que le gustaba y en tanto efectuaba envolventes caricias con los dedos en la testa, descendió a lo largo del miembro para encontrar el rugoso escroto y yendo más allá en su angurria, invirtió la cabeza para alcanzar con la lengua al ano, donde se extasió estimulando los apretados esfínteres.
El estudiante roncaba suavemente y entonces ella se detuvo para hacerlo sentar en la silla de la que sacó la almohadilla e indicándole que apoyara los glúteos en el borde con las piernas abiertas levantadas, colocó el cojín para evitar que quedaran marcas en sus rodillas que no sabría como justificar y apoyando las nalgas contra los talones en un posición muy cómoda, se inclinó para retomar los lambeteos desde donde los abandonara; sosteniendo al falo levantado mientras lo sobaba rudamente, abrió la boca para albergar casi toda la bolsa de los testículos y ejecutando un movimiento de succión que la hacía introducir al elástico escroto en ella, lo sorbió y succionó con inmensa felicidad durante unos momentos, tras lo cuales excitó con la punta de la lengua la base del tronco.
En tanto jugueteaba golosa con la lengua y enjugaba los jugos naturales que el hombre exudaba junto al inevitable sudor de esa zona, concentró el accionar de la mano a una especie de yugo que formaban índice y pulgar para estregar exclusivamente la sensibilidad del surco, puso la cabeza de costado para abrir la boca inmensamente y abrazó entre los labios la gruesa base del falo; succionando apretadamente, fue subiendo lentamente hasta arribar a donde los dedos habían enrojecido la piel y, después de refrescarla con la lengua, separó los labios e introduciendo entre ellos, que simularon oponerse, la punta ovalada del glande, empujó para que fuera introduciendo a la boca como si fuera una vagina, tarea en la que no cesó hasta sentir una pequeña nausea que reprimió y entonces, iniciar la retirada con la misma presión pero rastrillando incruentamente con los dientes la piel.
Acariciando su corto cabello mientras la calificaba como la vieja más puta pero alabando a la vez sus habilidades orales, Jairo contenía los bramidos de placer pero esos elogios no hicieron sino acicatear a la mujer que multiplicó la intensidad de la mamada, hasta que, inspirada por su propia calentura, se paró para hacerle bajar las piernas manteniéndolas abiertas y acaballarse con las suyas abiertas sobre el hombre, descendiendo el cuerpo, se penetró profundamente con la verga; cuando la sintió atravesando las todavía poco lubricadas paredes vaginales para dilatar las estrechas paredes del cuello uterino y la vulva restregando contra la áspera pelambre masculina, asentó las nalgas sobre los muslos de Jairo para quitarse la larga remera por encima de la cabeza al tiempo que sus senos quedaban expuestos a la mirada del joven al que le pidió se los chupara un poco.
El guatemalteco se daba cuenta que había descubierto un filón que no sólo le procuraría los favores sexuales de esa verdadera puta devenida en amorosa abuela, lo que no sólo le permitiría hacer de ella lo que quisiera, sino que, con la diminuta cámara que ocultara en un estante del rincón en horas de la madrugada, tenía las herramientas necesarias para extorsionarla con revelar ese comportamiento a su marido, hijos y nietos, obteniendo pensión segura el tiempo que quisiera y algún beneficio económico que le permitiría vivir más holgadamente; entusiasmado por la lascivia de Albertina, tomó entre sus manos los senos un tanto fláccidos pero todavía contundentes, para empezar a sobarlos al tiempo que llevaba su boca a los pezones para chuparlos con tanta intensidad que arrancó una mimosa queja en la mujer.
Asombrado de que aquella mujer que no aparentaba más de cuarenta años, fuera tan virtuosamente puta y le regalara ese cuerpo tan fantásticamente conservado, entusiasmó al futuro arquitecto y, pidiéndole a Albertina que apoyara los talones en los travesaños entre las patas laterales, la estimuló a que le proporcionara una vigorosa jineteada y eso, que ya estaba en los planos de la rejuvenecida mujer, la hizo incrementar su calentura y obedeciendo las indicaciones, asentó firmemente los pies en los barrotes para asirse con las manos al curvo respaldo de la silla Windsor e iniciar un sube y baja que la llevó a sentir la verga socavándola profundamente a la par que la vulva inflamada se estregaba reciamente con el vello púbico del hombre.
Aquello era maravilloso y buscando elevarse cuanto podía sin que el miembro saliera de la vagina, se dejaba luego caer violentamente para sentir como la punta excedía al cuello uterino para raspar duramente el ahora inútil útero; el esfuerzo de la jineteada, el experimentar semejante goce con el tránsito de la verga y su propia calentura colocaban en su pecho y boca profundos jadeos que parecían hacerla olvidar de la prudencia que debía tener y sollozando de placer, fue dejándose caer hacia atrás sostenida por las manos de Jairo y cuando consiguió sostenerse apoyada con las manos en sus rodillas, levantó las piernas para envolverlas en la cintura del muchacho y, en esa posición, se dio impulso para penetrarse hacia delante y atrás en una magnífica cópula que la hizo proclamar sonriente el goce que obtenía.
Era increíble la vitalidad de esa mujer y Jairo debía esforzarse para mantenerla en esa posición y el ímpetu de Albertina le hacía agradecerle tanto denodado entusiasmo pero, llegado un momento, ella se detuvo súbitamente y dejándose caer arrodillada sobre el cojín, buscó la verga chorreante de sus propios jugos para introducirla a la boca con ávido engolosinamiento; era que el degustar el áspero sabor de sus mucosas vaginales, constituía uno de sus mayores placeres y así, por largos minutos, se sació en esa fuente de placer hasta que, ahíta, su mismo cuerpo le exigió volver a satisfacerse con el falo; dándose vuelta, flexionó las rodillas para ir bajando el cuerpo y, cuando estuvo cercana al miembro, lo buscó a tientas con una mano para guiarlo hacia su sexo y embocándolo en la vagina, volvió a apoyarse en las rodillas del hombre para reiniciar un moroso galope que le placía.
Esta vez y merced a la posición, el estudiante busco con un dedo pulgar la rosácea oscuridad del ano y en medio de sus reclamos sobre que así le gustaba más y que la contentara hasta conseguir un verdadero orgasmo, la sodomizó tanto como podía con el grueso dedo mientras ella subía y bajaba, salía y entraba del falo con una ferocidad envidiable, hasta que, sin que ella lo proclamara, por sus rugidos contenidos, la presión de los músculos vaginales sobre la verga y la líquida melaza que la envolvía para luego escapar hacia fuera para chorrear por la vulva, comprendió que estaba acabando; Albertina era consciente de eso y la felicidad de conseguir un verdadero orgasmo después de mucho tiempo, la hizo desear más aun, pero conteniéndose hasta sentirse vacía, salió del falo y dando media vuelta para caer nuevamente de rodillas, se abalanzó sobre este para saborear como si fuera un néctar el espeso jugo.
Obnubilada por la pasión, alzó el mojado pene para recorrer con lengua y labios el escroto, enjugando las mucosas que fluyeran hasta él y trepando por el tronco realizando similar y deliciosa tarea, llegó hasta la testa, a la que envolvió angurrienta con la boca e introduciendo el falo por entero en la boca, volvió a ejecutar aquellas fervorosas chupadas y cuando presintió por el tono de sus ronquidos que el hombre estaría por eyacular, se concentró sobre el glande al tiempo que una mano masturbaba frenéticamente al pene y hundiendo el dedo medio en el ano de Jairo, esperó ansiosa su acabada que, cuando se concretó, lo hizo en espasmódicos chorros de una leche espesamente melosa que ella tragó ávidamente hasta que, ya en los últimos estertores, goteó apenas sobre su lengua.
Todavía recorrió exigente al enrojecido óvalo hasta convencerse de que ni siquiera en el prepucio quedaban restos del almendrado semen y entonces, con un suspiro de contento, se irguió y tras besar la boca jadeante del muchacho, se dirigió al baño a repetir el ritual de la mañana anterior.
Esa noche pasó una de las mejores de su vida, rememorando todas y cada una de las cosa que realizara con el inquilino con la precisión de una máquina fotográfica y elucubrando perversidades para protagonizar junto a él en futuros acoples, cayó en un profundo sueño del que despertó apenas a tiempo para acudir al comedor diario, pero encontró que Jairo se le había anticipado y llevado una frazada prolijamente doblada que, ante su presencia, desplegó en el piso a modo de alfombra; tanto como el hombre, Albertina había asumido que esos encuentros no se producían por alguna relación afectiva que ni siquiera incluía la amistad y que el propósito de ambos era satisfacer , él, su insaciable apetito sexual y ella, acceder a postergados sueños eróticos que no se permitiera vivir ni siquiera con su marido, en esa vejez en que los creía definitivamente perdidos.
Por eso y sin mediar palabra, Albertina se quitó rápidamente el corto vestidito de verano mientras él se despojaba del short y la remera; observando el cuerpo membrudo del joven y el atractivo miembro que aun pendiendo tumefacto, impresionaba por lo que prometía, comprobó con una mano que su sexo no manifestaba restos de ninguna polución nocturna y cuando él le indicó que se sentara en la improvisada alfombra le obedeció más que contenta, pero su alegría por esa nueva sesión de placer, se vio opacada cuando el estudiante tomó de un rincón la pequeña cámara y desplegando el visor lateral ante sus ojos, le hizo ver todo cuanto hicieran el día anterior desde el mismo momento en que ella entrara al cuarto.
Nunca había sido afecta a la pornografía y verse ejecutando las cosas que ella creía patrimonio de las prostitutas, la llenó de ira por la traición de Jairo y porque no podía creerse capaz de realizar aquellas mamadas, la posterior jinetead al falo y la tragada final del semen con tanta golosa fruición y lujuria en que expresaba gestualmente toda la perversa incontinencia que la habitaba pero que no sabía era tan evidente; por otra parte, se sentía orgullosa de que a su edad exhibiera un cuerpo tan conservado y ser capaz de tal despliegue físico.
Jairo le quitó sabor a esa jactancia, ya que sucintamente le explicó por qué y para qué grababa aquellas imágenes y aunque ella estaba más que alegre porque el muchacho siguiera viviendo en la casa mientras la mantuviera viva con sus cogidas, le disgustó verse utilizada como un elemento de presión extrema, ya que lo último que deseaba era que aquellas imágenes que a ella misma la avergonzaban por la libidinosidad que expresaba, fueran vistas no sólo por su marido, sino por sus hijos y nietos, tal cómo la amenazaba el guatemalteco, pero, lo hacho hecho estaba y rescatando del fondo de su mente oscura alguno de aquellos duendes perversos que la acosaran por años, le pidió que le gustaría que la cámara, ahora que ya no era preciso ocultarla, los tomara más de cerca para poder observar luego en detalle, lo mejor y lo peor de lo que hicieran.
Contento porque la mujer mayor no hiciera un escándalo de aquello y confirmando su aserto de que era una vieja reputísima a la que le hubiera gustado conocer cuando más joven, colocó la cámara en una silla a la que ubicó cerca de ellos y entonces volvió su atención a ella; esta lo observaba sentada sobre sus talones y cuando él se arrodilló a su lado para, pasándole un brazo sobre los hombros, musitarle al oído que ese día rendirían homenaje a la sodomía, se estremeció, por dos razones, siempre, aun las mejores, las sodomías le proporcionaban un inmenso sufrimiento al inicio para luego convertirse en una fuente inagotable de goce y, segundo, porque la más que respetable verga de Jairo estaba segura cumpliría acabadamente con ambos fines pero dudaba de poder contener sus gritos y ayes de dolor y contento como para no despertar a Damián.
En consideración a su edad y porque desconocía cuanto podría exigirle, él le acomodó cariñosamente las piernas para que arrodillada, formara un triángulo perfecto a sus propósitos e indicándole que apoyara la frente en los antebrazos que cruzara sobre la frazada, se arrodilló tras ella para separarle las nalgas prominentes y poner la lengua tremolante a escarcear en la lisura del fondo para ir descendiendo morosamente hasta arribar al ano, un maravilloso cono truncado que sobresalía como un mínimo volcán con el cráter surcado por las infinitas grietas de los esfínteres que confluían hacia el negro agujero.
Albertina estaba encantada por esa nueva decisión de aquel amante que, aunque obligándola, la estaba conduciendo por caminos que nunca transitara, por lo menos con tal despliegue y prodigalidad y por eso, con la frente sobre sus brazos, seguía atentamente lo que el hombre iba haciéndole a través de las tetas oscilantes y el hueco de las piernas; la exquisitez de la lengua sobre el ano le producía cosquilleos olvidados y proclamando a Jairo su susurrado asentimiento que surgía sibilante entre los dientes apretados por la crispación nerviosa al intuir lo que vendría a continuación, meneó la grupa arriba y abajo de manera inconsciente.
Pero Jairo estaba dispuesto a sacarle el jugo a los minutos de que dispondría y envarando la punta de la lengua, la apretó contra la oscura cavidad y como por ensalmo, a ese reclamo, los esfínteres se distendieron para cederle paso al órgano que se adentró un par de centímetros en el recto y. ejerciendo un ligero vaivén con la cabeza, obtuvo de la mujer enfervorizados ayes invocando a Dios; convencido de que esta era una entusiasta cultora de las sodomías, sacó la lengua para reemplazarla por índice y mayor a los que hundió inmisericorde a la tripa ante los repetidamente insistentes ¡sí! enronquecidos de Albertina.
Haciendo girar la muñeca, recorrió casi todo el interior de la tripa y cuando era evidente que la mujer hacía un esfuerzo por contener los gemidos, se arrodilló bien cerca de ella y tomando la verga endurecida por los movimientos masturbatorios de su otra mano, la apoyó sobre los esfínteres que habían vuelto a retraerse; Jairo conocía el efecto que su falo producía a la mujeres cuando las sodomizaba y por eso, como pretendía hacer de aquello un disfrute para quien era tan generosa con él, fue empujando muy despacio, a pesar de lo cual no pudo evitar el repentino estremecerse de Albertina al tiempo que nalgas y ano se contraían apretadamente.
Aunque sólo era la cabeza del falo, ella esperaba la penetración con el lógico temor a lo ya conocido y, bajando más el torso para que la grupa fuera más accesible, le rogó en mascullado reclamo entre los dientes apretados que fuera despacio; hacía mucho que no tenía sexo anal y por la dimensión del falo que ya conocía bien, se preparó para esa dilatación inicial que seguramente la haría sufrir como cada una de las que luego disfrutara tanto y cuando el muchacho apretó fuerte, el dolor que experimentó en los músculos se le hizo tan insoportable como siempre.
Viendo lo tensa que estaba, el decidió apurar el trámite y pujando decididamente, hizo penetrar al falo unos buenos cinco centímetros y eso provocó que ella bramara de dolor mientras de su pecho brotaban sollozos denotando el llanto contenido, pero simultáneamente, de su boca jadeante salieron entrecortadas palabras diciéndole que así era como la gustaba; Albertina estaba tan feliz por aquella culeada que ya no le importaba el sufrimiento ni el llanto que cubría sus mejillas de lágrimas, sino el deseo de sentir a semejante verga deslizarse por entero en el recto y hamacando el cuerpo, fue ella misma al encuentro del miembro.
Sintiendo esa predisposición, él la aferró por las caderas y, tras zampar de un solo golpe toda la carnadura dentro del ano, comenzó un vaivén que hizo proclamar a Albertina su alegría por verse poseída de tal manera y que ahora sí estaba disfrutándolo como loca; reflejando su goce, alzó el torso para colocar los brazos estirados y así se dio envión para proyectar sonoramente su grupa contra la pelvis de Jairo que, satisfecho por haber conducido a su terreno a la mujer, imprimió aun más fortaleza a la sodomía en medio de las alabanzas de esa nueva amante.
Después de unos momentos en que se prodigaron en la culeada, él fue enderezándola para después, sin sacar el falo del ano, ir recostándose hacia atrás y Albertina, comprendiendo que esperaba de ella, acompañó el movimiento hasta que el estudiante quedó horizontal en el piso y entonces, con las piernas encogidas, inició un lento galope que la hacía sentir al falo socavándola; paulatinamente, fue inclinándose hacia los pies del hombre y apoyada con las manos en sus piernas, continuó el galope pero ahora a la elevación y la caída, agregó un ir y venir hacia adelante y atrás que la sacaba de quicio.
Lloriqueando pero ahora de placer, le pedía entrecortadamente al joven más y más sexo, por lo que este, incorporando el torso, la tomó de los hombros para ir haciéndola recostar sobre su pecho, con lo que la verga tomó otro ángulo en la tripa y ella manifestó su felicidad al tiempo que elevaba la pelvis para que él tuviera lugar e impulsara al miembro en un agotadora sodomía que la llevó al paroxismo y entonces, saliendo repentinamente de él, se acomodó para abalanzarse sobre la verga y pareciendo que ansiaba devorarla, introducirla enteramente a la boca para degustar el acre pero sabroso sabor de las mucosas intestinales que cubrían al miembro.
Jairo no daba crédito a la lúbrica incontinencia sexual de la mujer que, aferrada a la verga como un naufrago, utilizaba su boca casi como una vagina, tal era el desenfreno de sus chupadas y tan abruptamente como comenzara a saciar su apetito por la carnadura, se incorporó para volver a acaballarse sobre la entrepierna pero esta vez de frente a él y guiando al falo con una mano, lo embocó en el ano para ir descendiendo con paulatina perversidad; el dulce rostro estaba transfigurado y como rejuvenecido por el goce, expresaba tanto su dicha como la concupiscencia que la habitaba y. meneando aleatoriamente solamente las caderas, se dedicó a sobar y macerar los senos oscilantes y cuanto más disfrutaba con la sodomía, más martirizaba a los pezones, tanto retorciéndolos como clavando dolorosamente sus uñas en la carne.
Admirado por esa actitud, él decidió que, si a ella le gustaba jugar rudo y disfrutaba con las perversiones, le daría gusto, sin sacar la verga del ano, fue enderezándose para ir empujándola hacia atrás y cuando Albertina quedó apoyada de espaldas sobre la frazada, se arrodilló para hacerle encoger las piernas hasta que las rodillas rozaron su cara y así, con toda la región genital oferente, se impulsó nuevamente en intensa sodomía que ella recibió jubilosamente entre el chas-chás de las carnes mojadas de jugos y sudores.
Albertina estaba encantada por esa nueva posición parecida a la del arado en yoga y poniendo en juego sus conocimientos de lo que practicaba tres veces por semana, aferró sus tobillos para luego abrir las piernas y sosteniéndose en esa posición en que su entrepierna se exponía enteramente, ensayó un leve movimiento de hamaca que iba elevando paulatinamente sus caderas; esa imagen embraveció al muchacho y sosteniéndola por las caderas, la penetró con fiereza y en medio de sus exclamaciones jubilosas, fue incrementando cada vez más el ángulo hasta que ya, con el torso casi vertical y apoyada sólo en sus hombros y cabeza, él tuvo que cambiar de postura.
Ella había presentido y deseado semejante final para la culeada y adoptando la posición total del arado, tomó sus pies y doblándose cuanto pudo, consiguió que los dedos tocaran el piso detrás de ella y así, le reclamó a Jairo que la poseyera hasta que acabaran los dos; en forma totalmente horizontal, el sexo y el ano de la mujer se le entregaban oferentes y él, colocándose acuclillado sobre el fantástico conjunto, paseó la punta de la verga entre las dos poderosas nalgas que mostraban su consistencia a pesar de la tensa posición, pasó por sobre el ano que aun permanecía dilatado y finalmente la embocó en la vagina para iniciar un acuciante vaivén que hizo proclamar su contento a la anciana.
Luego de seis o siete de esas profundas penetraciones, la sacó para buscar nuevamente la hondura de la tripa, a la que metió totalmente el miembro y entre los grititos sofocados de su amante, fue rotando lentamente alrededor para que la verga no dejara rincón del recto sin explorar y, ante los gemidos eufóricos de la mujer anunciando su próximo orgasmo, se instaló entre sus piernas para someterla a una infernal penetración hasta que, en medio de su exaltado agradecimiento por la obtención de la satisfacción total, él también sintió aquel tirón en los riñones que le anunciaba la eyaculación y sacando al pene del ano, volcó en la cara y la boca abierta de la mujer la contenida melosidad del semen hasta, a pesar del trabajo de su mano, ni una sola gota más surgió del falo.
Tan pronto Jairo se dirigió al baño a lavarse, ella bajó las piernas y mientras introducía dos dedos a la vagina para disfrutar de las últimas palpitaciones en sístole y diástole de los músculos encharcados por sus jugos, enjugó con un dedo los goterones de esperma que salpicaran su rostro para llevarlos a la boca y deglutirlos con verdadera gula; recuperado el aliento y con ese inefable latido en el ano, recogió su ropa para correr diligente al baño principal en el cual se asearía para esperar refrescada la presencia de su marido en el pequeño comedor.
Ya las noches de Albertina no eran iguales y ella misma no creía que en sólo tres días hubiera pasado, y con gusto, a lo que ese maravilloso inquilino la sometía y dejando rodar su imaginación que, ahora afiebrada, rescataba aquellas fantasías que la acosaran por años y que jamás se había atrevido a llevar a cabo; no tenía el coraje de ir personalmente a un porno-shop en busca de lo que aun no sabía qué y tampoco poseía una computadora desde la cual hacer compras contra reembolso, así que, sabiendo que lo que pretendía era algo que fuera sucedáneo de un falo, decidió concurrir al hiper mercado para ver si, entre tanto articulo, hallaba lo buscado.
Y no tuvo que buscar mucho, la casualidad y su fantasía creativa hicieron el resto y antes de que se adentrara mucho en el local, ante sus ojos fascinados se hicieron evidentes cosas a las que viera cotidianamente e ignorara por su habitualidad; un surtido increíble de símiles fálicos hicieron eclosión desde el stand de fiambres, en forma de salames, salamines, longanizas, cantimpalos, sopresattas y otros embutidos alucinantes.
Para no hacer evidente su obsesión por esas fantásticas vergas a las que ya ella imaginaba en su interior, compró un surtido de quesos y otros artículos como si estuviera preparando una fiesta, lo que en gran parte era cierto y volvió a su casa ansiosa por probar las bondades de aquello falos, claro que ya provistos de varios preservativos que comprara en una farmacia de la que no era cliente.
Después de envolverlos en plástico para que su olor no se hiciera evidente, los guardó en un rincón de la despensa que su marido no solía frecuentar y dejó un par de salamines para justificar cualquier filtración y además para probarlos. Esa noche y luego que Damián se durmiera, buscó uno de ellos para realizar un trabajo artesanal; tras quitarle el piolín y las etiquetas, le colocó desde ambos extremos sendos preservativos y aunque el embutido no era demasiado grande, presumió que por su curvatura y sabiamente manejado por su amante cómo ella lo imaginaba, obtendría un complemento ideal para sus relaciones.
Por la mañana y munida por el improvisado consolador, se hizo presente en el comedor diario casi al mismo tiempo que Jairo y sorprendiendo al joven con su impulsiva actitud, le dijo que como deseaba probar otras cosas que siempre anhelara, había traído con ella con qué llevarlo a cabo y tendiendo ella misma con entusiasta alegría la frazada en el piso mientras él colocaba la cámara en la mesada, se despojó rápidamente de la larga remera para sentarse en una silla, donde se recostó y tras colocar las nalgas en difícil equilibrio sobre el borde del mueble, alzó las piernas abiertas al tiempo que le rogaba la penetrara por el ano para que ella después lo hiciera con el embutido por la vagina.
Sabiendo lo que se esperaba de él y cada vez más contento con la depravada actitud de esa abuela que parecía tener un demonio carcomiéndole las entrañas, con el mismo entusiasmo y voluntariosa pasión que se entregaba al sexo con desenfreno como si tuviera veinte años, abonando y enriqueciendo cada día aquellos videos que le asegurarían ya no sólo su carrera sino su futuro si sabia como explotar tan sorprendente vergonzoso material; por eso, embelesado por la lascivia imagen de la mujer, se acuclilló a su frente para ir penetrándola morosamente por el ano en medio de sus rugidos y gemidos contenidos de dolor hasta que, cuando toda la verga estuvo dentro, ella, jadeante pero contenta, alargó una de sus manos para explorar con avidez la vulva y estregando los dedos con fruición por todo el interior, fue separando los labios mayores para ensañarse con los menores al apresarlos entre pulgar e índice mientras los frotaba inmisericorde entre sí.
Albertina sentía una dicha inconmensurable ganándola y enganchando los talones en los hombros del inquilino, se dio empuje para sentir mejor la potencia del falo sodomizándola y sus dedos ya no estregaron las carnes sino que subieron para hacerlo con el clítoris, por lo que su excitación alcanzó el límite de la exaltación y aproximando el improvisado consolador que tenía en la otra mano, fue introduciéndolo despaciosamente al sexo; no sabía si a otras mujeres les sucedía lo mismo, pero era en esa especie de vestíbulo antes de la verdadera vagina, en esos cinco o seis centímetros mágicos, donde el goce se hacía real y profundo, sólo igualado o superado por la callosidad en la cara anterior que era el punto G; por eso, casi martirizándose porque la verga de Jairo ocupaba un gran espacio en la tripa y ese volumen invadía la vagina, ejerció en ese lugar un lerdo vaivén adentro y afuera en mínimo coito pero que la elevó a otro nivel del placer.
A pesar de parecer pequeño en comparación con los otros embutidos, el salame estaba lejos de serlo y con sus buenos cuatro centímetros de grosor y su reciedumbre, estremecía a la mujer que lo sentía como al mismo falo de su amante y en medio de reprimidos ayes de placer, fue introduciéndolo a la vagina, lo que provocó en ella una sensación desconocida por esos dos cuerpos grandiosos moviéndose en su interior; cuando, cómo inmolándose, introdujo totalmente al consolador al que sostenía con la punta de tres dedos que ocuparon el comienzo de la vagina, el roce de las dos vergas rozándose a través de las delgadas paredes del sexo y de la tripa, tanto que parecían no existir, creyó enloquecer y volviendo atrás con el falo, aprovechó su forma curvada para buscar con la punta la callosidad que le daba tanta felicidad.
La acción combinada de la verga en el ano con sus dedos amasando cruelmente al clítoris y el embutido entrando y saliendo del sexo la obnubilaban de goce y arqueando el cuerpo, inició un movimiento por el que ondulaba reciamente mientras de su boca salían roncas palabras de apasionada lujuria. Nunca había imaginado lo que era una doble penetración y experimentarla siendo ella ejecutora de una, la llevó a una especie de inconsciencia lujuriosa por la que quería disfrutar aun más de tan excelso goce; en forma autónoma e involuntaria, tomó al embutido por la punta saliente y haciendo girar la muñeca, sintió como la otra rascaba la vagina de un lado al otro mientras ella la sacaba y metía hasta el fondo.
Ya eran verdaderos rempujones los que daba contra el muchacho y casi con desesperación, se dio vuelta bruscamente para quedar arrodillada y separando las piernas, le rogó que volviera a encularla en esa posición; entusiasmado por su depravación, él se extasió por unos momentos mirando el ano dilatado que se le ofrecía como una especie de embudo carneo latente por el que podía divisar el interior blanquirosado de la tripa y entonces, se inclinó sobre ella para meter el falo hasta que su pelvis se estrelló contra las nalgas e inició una calmosa y profunda sodomía que ponía bramidos apagados en la mujer que aplastaba contra la frazada su mejilla y pechos y, sin dudarlo un momento y en tanto apretaba duramente entre pulgar e índice al clítoris, hundió nuevamente el salame en su sexo para sentirlo adaptarse por su forma a la comba del interior de la vagina.
El placer de sentir los dos miembros en su interior no encontraba comparación en su mente ya desquitada por el vició y acelerando tanto la penetración como el martirio de los dedos al clítoris, exigía del muchacho que la hiciera gozar más todavía, cosa que este obedeció después de cuatro o cinco rempujones que estremecieron a la anciana hasta que, sacando la verga mojada por los ahora abundantes jugos vaginales, embocarla junto con el consolador, a pesar de su mente desquiciada por la depravación, comprendió que la doble penetración se concentraría en el sexo y eso la atemorizó aunque su vagina hubiera soportado la mano del hombre y, tensándose por un momento, esperó crispada la arremetida, deteniendo la mano por un instante.
Efectivamente la conjunción de ambos falos no era fácil y sentía distenderse los esfínteres vaginales como si se desgarraran y mordiendo la frazada para evitar prorrumpir en gritos que manifestarían esa insólita mezcla de dolor-goce en la que el masoquismo que la habitaba afloraba a borbotones, sintió como todo el miembro se deslizaba dentro hasta padecerlo rascando la entrada al cuello uterino y, con una satisfacción que la hizo descreer de su propia cordura, bendijo al hombre que la hacía gozar tanto al tiempo que su mano reiniciaba el vaivén por el que experimentó una sensación de inédita plenitud sexual; no llegaba comprender como semejante maltrato la hacía disfrutar tanto, otorgándole placeres jamás vividos y, proclamando la venida del orgasmo, aceleró el tránsito del consolador al tiempo que sus dedos ya no retorcían al inflamado clítoris sino que ahora clavaban inmisericordes las uñas sobre la carne altamente sensibilizada.
Nunca supo de donde había sacado fuerzas, pero, a medida en que él incrementaba la penetración y ella revolvía al salame dentro suyo, había alzado el torso y, sin sostenerse de ningún lado, con el cuello retorcido hacia atrás mientras con los ojos en blanco emitía apagados rugidos con la boca abierta, fue hamacando el cuerpo como para hacer la múltiple cogida más intensa y en ápice del placer, sintió que su descarga uterina se volcaba generosa a la vagina para mezclarse con los chorros de esperma que Jairo derramaba y así, sacudiéndose ambos por la perentoriedad de su satisfacción, se derrumbaron aun unidos sobre la frazada que empaparon con sus sudores y los líquidos hormonales que brotaron espasmódicamente de los sexos.
Esa noche, y ella creyó que como una excepción por ser viernes, Damián se puso cariñoso y luego que volvieran del cine, le propuso entretenerse un poco antes de ir a la cama y aunque ella puso reparos de hacerlo en el living por la posible presencia del inquilino, él la tranquilizó con el argumento de que el guatemalteco seguramente también aprovecharía el día para comenzar un buen fin de semana, cosa que ella interpreto erróneamente en la suposición de que el muchacho saldría de copas a algún boliche.
Como esa había sido una salida informal a un cine cercano, a causa de lo caluroso de la noche ambos vestían ropa ligera y a la vez que su marido llevaba un par de pantalones livianos y una remera, ella había optado por un ligero vestido portafolio de amplia pollera del que se despojó por el simple trámite de desanudar el lazo en la cadera y en tanto Damián se sacaba la remera, ella desprendió el corpiño para facilitarle las cosas, despreocupándose de lo demás porque en días bochornosos como aquel no utilizaba bombacha.
Hacía tiempo que no mantenían una relación fuera de la cama y un poco cohibida por la situación no habitual, casi con la timidez que debería haber no haber tenido en su adolescencia, se sentó en un rincón del sillón esperando a Damián, que terminó de desnudarse y quitándose las zapatillas, se sentó a su lado mientras le decía que le demostrara que los años no habían modificado algunas de sus virtudes licenciosas de años atrás; ella sabía a qué cosas se refería y aunque no se arrepentía de haberlas realizado y con gusto, hacía un tiempo que se avergonzaba al recordarlas, especialmente porque sabía que no era habitual que los maridos incitaran a sus esposas a mantener relaciones con el perro de la casa.
“ aquella noche, tan calurosa o más que la actual pero veinte años atrás, la ausencia del último hijo que se casara y esa súbita libertad, aparte de la sensación del nido vacío, los había incitado a practicar cosas que ni imaginaran hacer y remedando a videos pornográficos que su marido alquilaba, practicaban el sexo en imitación a sus protagonistas, pero esa noche ella había bebido un poco demás y, como de costumbre cuando lo hacía, modificaba sus actitudes y demostraba una alegre calentura casi histérica que Damián aprovechaba muy bien.
Explotando esa debilidad, él le hizo abandonar el vaso de cerveza de los cuales ella ni llevaba cuenta pero era consciente de que la emborracharan y colmaran de angustiosa excitación, para incitarla a desvestirse y acompañando las palabras con la acción, mientras se quitaba torpemente la fresca solera, la ayudó sacándole la trusa y cuando ella ronroneó mimosa por que suponía harían, Damián terminó de desnudarla desprendiéndole el corpiño, con lo que su humanidad, tan delgada como bien dotada, quedó expuesta ante los ojos golosos de su marido que no dudó en abalanzarse sobre ella para, después de besarla con intensidad y mientras Albertina respondía con natural desesperación sexual, bajar una mano para juguetear dentro de la vulva a la vez que restregaba al clítoris, provocando en ella el reclamo de que le hiciera sexo oral.
Damián sabía de que cosas era capaz su mujer cuando estaba obnubilada por la bebida y la excitación, por lo que incrementó su deseo introduciendo dos dedos a la vagina para masturbarla repetidamente y cuando ello lloriqueó atormentada por los duendes oscuros que habitaban sus entrañas al tiempo que le suplicaba ser satisfecha, él le dijo desafiante que, a pesar de su calentura, no se animaría a entregarse a un nuevo juego perverso que los satisficiera a los dos; sintiéndose tocada en su orgullo, Albertina se rebeló y contestándole con reprimida iracunda que él no desconocía su falta de límites cuando se trataba de sexo, se estremeció cuando Damián llamó al gigantesco ovejero alemán que descansaba espatarrado sobre la frescura del piso.
Cuando Martín acudió solícito a su lado, él puso sus dedos mojados de las mucosas vaginales sobre la lengua colgante del perro y este las lamió con fruición tan pronto percibió ese gusto personal y único de las hembras; Albertina intentó una débil y no demasiado convincente protesta pero el le echó en cara que ese orgullo de autodenominarse la más puta de todas las señoras era sólo un alarde y que en realidad era una cagona, por lo que ella reaccionó como esperaba y diciéndole que hiciera lo que quisiera, se relajó al tiempo que lo alentaba con un animoso, insistente y desafiante…¡dale, dale!
Los aromas que brotaban de la entrepierna excitaron al animal quien, acercando la aguda trompa, olfateó primero con precaución para luego sacar la enorme lengua y pasarla titubeante sobre la vulva cuyos labios dilatara Damián; Albertina no presuponía la temperatura ni la textura de esa lengua que, como la de los gatos pero potenciada, era rasposa como una lija pero que no lastimaba sino incrementaba la profundidad de la caricia, tanto que su rostro se distendió en una amplia sonrisa bobalicona propia de los ebrios y mirando a los ojos a su marido, exhaló un hondo suspiro de satisfacción.
Este alentó cariñosamente a Martín y el perro, ya decididamente entusiasmado, olisqueó con la punta del negro hocico en medio de resoplidos y bufidos calientes que a Albertina le parecieron exquisitos y enviando una mano a la entrepierna para separar con dos dedos los labios mayores, el rápido lengüeteo del animal la hizo bajar la otra para apoyarla en la peluda cabeza y apretarla contra el sexo en tanto lo animaba con palabras cariñosas a chuparla más y más; aunque ella había sido fervorosa practicante del sexo oral que Damián ejecutaba con una maestría que desarrollara con los años, nunca, jamás, había experimentado algo tan excelso como lo que le hacía el perro, avivando de una manera distinta el fogón del deseo que ardía en sus entrañas
Sin embargo, el verdadero objetivo de su marido era otro y aquello había sido para hacerla entusiasmar por tener sexo con el perro y, haciéndolo subir al asiento, tras ponerlo de lado, le ordenó que se la chupara al animal; ya un poco más consciente de que lo que estaba haciendo era una barbaridad, ella se negó de plano pero, como siempre, Damián fue convenciéndola de que tenía que perder, ya que nadie más que ellos lo sabría. Soliviantada por la calentura que alimentara el perro con sus lengüeteos y confiada en que la verga que vislumbrara cuando ocasionalmente el animal se la chupaba prolijamente no se veía más grande que su dedo pulgar, se arrodilló junto a Martín y dejándose guiar por la mano de Damián, encerró entre pulgar e índice la vaina peluda.
En realidad, ese tubo peludo no parecía concordar con el tamaño del animal que, a los cuatro años, era un formidable macho que impresionaba por su contextura que debía sobrepasar los setenta centímetros de alto con un peso que superaba fácilmente los sesenta kilos y el brillo de su manto negro que cubría el amarillento pelaje inferior, pelaje en el que destacaba la disminuida vaina del miembro; sin embargo tenerla entre sus dedos le produjo una extraña inquietud y palpándola, encontró que dentro existía un vigoroso músculo y al que, siguiendo las instrucciones de su marido, fue recorriendo en una lerda masturbación, con el resultado de sentir el crecimiento del falo y el ver aparecer su aguda punta rojiza, la emocionó.
Al tiempo que guiaba su mano, Damián no dejaba que su calentura decreciera y hábilmente recorría con dedos acariciantes la comba sensible que comenzaba en el clítoris y finalizaba en el sensible ano; alentada por el exquisito trabajo de los dedos y fascinada por lo que surgía ante sus ojos, vio como detrás de la punta, emergía el verdadero pene que, como si se inflara a medida en que salía de la vaina, iba creciendo en largo y grosor, pero lo que realmente impresionaba era su aspecto.
De un color rojo intenso como si estuviera en carne viva, iba aclarándose hacia atrás y se mostraba cubierto enteramente por una red de venas azuladas que, partiendo desde la voluminosa uretra de la parte inferior, se extendían como una red, pero también era notable la forma en que después de la mitad volvía a achicarse; eso la atraía y repelía a la vez, especialmente por el brillo que le otorgaba una acuosa sustancia lubricante que, no obstante, al tocarla con los dedos por indicación de Damián disipo con su ardiente intensidad toda resistencia y, sintiendo crecer en lo más profundo de las entrañas un repentino acceso de deseo, lo envolvió entre los dedos para ir masturbándolo lerdamente y con cierta resistencia, aguantó la mano de su marido empujándole la cabeza hacía abajo al tiempo que le exigía que chupara al miembro pero, finalmente y excitada ella misma por lo que aquello suponía y por los dedos de Damián introduciéndose a la vagina en magnifica masturbación, extendió renuente la lengua con asco y el resultado fue sorprendente.
El picor de ese jugo la desarmó totalmente, ya que no se parecía al de las exudaciones masculinas, ni al semen o al de las mucosas anales que degustaba con verdadero placer en Damián y mucho menos a las propias con que solía premiarse luego de las solitarias pajas que aquietaban sus sempiternas calenturas; no, ese líquido que parecía brotar de la misma piel, era único, ni dulce ni ácido, pero verdaderamente exquisito y entonces, elevando el falo para mayor comodidad, fue fustigándolo con la lengua tremolante y, viendo como el crecimientos del falo parecía no detenerse, porque ya no sólo alcanzaba el tamaño del de su marido sino que lo superaba, lo envolvió entre los labios para recorrerlo chupando suavemente desde la punta hasta esos bultos que iban formándose en su base antes de los testículos.
Tan caliente como ella y en tanto no sólo metía los dedos en la vagina sino que los acompañaba con el pulgar estimulando la tripa y su otra mano estrujaba deliciosamente los senos, Damián la alentaba a proseguir con algo de lo que ella ahora no quería renunciar pero haciendo caso a su sugerencia, abrió la boca para introducir en ella esa verga que ya era bestial y sintiendo la aguda punta rozando la campañilla, reprimió la nausea para cerrar los labios y ciñendo al extraño falo, comenzó a subir y bajar a lo largo con la recompensa de que cada vez el tamaño aumentaba.
Realmente, la mamada se le hacía exquisita y cuando ya, totalmente obnubilada por el deseo se afanaba rudamente en la mamada, su marido la detuvo y haciéndola arrodillarse delante del sillón y con los brazos apoyados en el asiento ofreciendo generosamente su grupa, él condujo al animal frente a ella e instintivamente, Martín la montó como una perra; el peso del animal se hizo evidente y, después de acomodarle las patas delanteras para aferradas a sus ingles, condujo la verga portentosa hacia la entrada a la vagina.
Conocía el calor del falo por haberlo tenido entre los dedos y la boca pero, evidentemente, la vagina tenía otra sensibilidad y su paso fue como un hierro candente que la hendía no sólo por eso sino también por el tamaño y las anfractuosidades que lo poblaban; el transito que su marido controlaba empujando al animal para que la verga la penetrara profundamente, la hizo prorrumpir en regocijados ayes de placer, matizados por su propio aliento al perro para que pusiera cada vez más velocidad a la cogida y entonces, Damián hizo algo que la asusto y luego maravilló.
Conocedor de la capacidad de dilatación de sus tejidos por ser el culpable fue distendiendo con los dedos los esfínteres vaginales, haciendo lugar para que esas esferas rojas detrás del miembro fueron accediendo lentamente a la vagina, en tanto escuchaba deleitada le explicación de que estas se formaban y crecían en la medida que el perro se excitaba e iban acumulando el semen y era lo que los hacía abotonarse con las hembras hasta que se producía la eyaculación y, lentamente, regresaban a su tamaño original; seducida por semejante porvenir, sentía que, si la verga le parecía bestial, los bultos eran verdaderamente monstruosos y expresando junto a los gemidos la euforia del deseo, experimentó la gloria de que semejante masa estuviera dentro suyo y que, gracias a la excitación del perro que ahora se apoyaba en su espalda con la trompa jadeante junto a su oído, este ejecutara aquellos movimientos veloces con que cogen a la perras y poniendo de sí el entusiasmo de la espera por el semen, ella mismo proyectó su cuerpo casi con furia hasta que, como en una deflagración ígnea, Martín soltó una cantidad inimaginable de esperma que, asombrosamente excedió al falo y las esferas para surgir entre chasquidos y deslizarse por sus muslos.
Lo que no sabía era que, como cualquier hembra, iba a quedar enganchada al poderoso macho y, para no agobiarla con su peso, Damián hizo girar al perro para que los dos quedaran tendidos en el suelo, pero invertidos; a pesar de esa fenomenal cogida, ella no había acabado y su marido aprovechó esa calentura para arrodillarse junto a su cabeza y en tanto Albertina lo masturbaba y chupaba, él excitó al clítoris con dos dedos hasta que, tras recibir el archiconocido semen de su acabada con verdadera gula mientras obtenía al esperado orgasmo, pudo descansar, embelesada por la calidad de sexo que le entregaran los dos machos.
Sin ambages, Albertina admitió que realmente ese sexo anormal la deleitaba y ya no sólo consintió en seguir practicándolo sino que, en sucesivos y cotidianos acoples, fueron intentando nuevas posiciones en las que alcanzó la dicha de ser sodomizada por la fantástica verga, de la cual se hartó de beber la abundancia de sus jugos que le supieron como un néctar; a tal punto la seducía el animal que, estando a solas, se cautivaba con las mamadas del perro y enloquecía ante el proceso de excitarlo para después mamarlo a fondo hasta obtener el premio del elixir seminal.
Eso había durado un par de meses pero de a poco, Martín fue obsesionándose con ella y no la dejaba en paz sino era atado fuera de su alcance, ya que la seguía como un faldero donde quiera que fuera, olisqueando frenético su entrepierna cuando usaba pantalones o levantándole la falda con el mismo objetivo, pero lo embarazoso era cuando, en presencia de terceros, ella se sentaba y el atrapaba su pierna entre las patas delanteras para ejecutar sobre ella ese movimiento copulatorio característico que la ponía en evidencia o como cuando se agachaba para cualquier cosa y él se abalanzaba para montarla en comprometedores remezones de los que costaba desprenderse.
Aunque a regañadientes más por parte suya de por Damián, habían debido desprenderse de ese animal que la hiciera vivir momentos excepcionalmente placenteros para volver a la rutina del sexo matrimonial.”
Incentivada por los cuatro magníficos días vividos con Jairo y recordando el placer que solía obtener en las ocasionales felaciones a su marido, se inclinó en el asiento para hundir la cabeza en la entrepierna donde descansaba fláccido aquel compañero de cama de más de cuarenta años. Posiblemente el recuerdo reciente de los acoples con Jairo había reverdecido al deseo y ahora, sujetando la verga semirrecto de Damián entre los dedos, se zambulló a los testículos para atrapar al escroto entre los labios y chupándolo con angurria, se dedicó a estirarlo al tiempo que toda la mano ceñía y soltaba al colgajo que bajo esos estímulos iba cobrando forma y, cuando percibió que ya era posible masturbarlo, fue haciéndolo lentamente en tanto abandonaba los testículos para ir ascendiendo por el tronco con la lengua tremolante.
Se sentía como rejuvenecida y entusiasmada con esa nueva calentura que la acercaba sexualmente a su marido y subiendo rápidamente, revoloteó unos momentos en el surco con la lengua tremolante, añorando los tiempos en que la sucesión de acoples no les daba tiempo a higienizarse y encontraba en ese hueco, restos cremosos de semen, sudor y sus propias mucosas; de cualquier manera, aquello le placía, y tras auxiliarla con los labios en intensos chupeteos, el deseo que se expresaba en el fuerte resollar por la nariz le hizo abrir la boca y como una golosa serpiente, encerró al glande entero para comenzar a succionarlo intensamente pero sólo en ese reducido tramo, lo que conllevó que, no pudiendo ya resistir más las ansias, introdujera al falo en la boca hasta sentirlo provocándole una arcada y entonces, inició un acompasado vaivén de la cabeza que la llevaba desde el surco hasta rozar la peluda mata velluda.
En medio de las alabanzas de Damián que acompañaba ese vaivén poniéndole una mano en la cabeza, sintió espantada como una lengua que no podía ser de él, viboreaba ágil en la vulva y trataba de dar un instintivo respingo, cuando la voz de su marido, al tiempo que aumentaba la presión para evitar su huída, le pidió tranquilidad porque sólo se trataba de “su” amante; iracunda pero asustada al mismo tiempo, se dio cuenta de que había caído en una trampa sutilmente urdida por su marido junto al guatemalteco y que ahora era esclava de su propia lascivia a una edad en que debería estar tejiendo para sus nietos
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