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Heterosexual, Incestos en Familia, Masturbacion Femenina

Inocencia quebrada

Eco dormía escuchando los crujidos de la madera en la cabaña que nunca dejaban de sonar, como tampoco el murmullo de los pinos que rodeaban la casa. Su madre le decía que esos sonidos eran canciones que lo ayudarían a dormir..
Eco tenía catorce años recién cumplidos. Su madre todavía lo veía como un niño, pero en su cuerpo ya se agitaban impulsos que no sabía nombrar. Esa noche, el calor extraño que lo recorría se convirtió en un latido en su vientre, una presión que lo obligaba a mover las piernas bajo la manta.

 

Quiso ignorarlo, pero cuanto más trataba de quedarse quieto, más nítido se volvía el roce de la tela contra la piel estirada de su miembro.

 

Bajo una de sus manos y el contacto lo estremeció. Al principio fue apenas un roce tímido, un intento de calmar la presión que lo desbordaba. Pero bastaron unos segundos para que su cuerpo respondiera con violencia. El placer lo sorprendió: una corriente que subía desde el vientre hasta el pecho, que lo hacía jadear en silencio. Cada movimiento de su mano en su pene lo agitaba más, y la dureza de su erección parecía reclamar más y más.

 

Eco descubría por sí mismo la masturbación, sin nombre, sin referencia, solo con la certeza de que estaba entrando en un territorio prohibido y embriagador. El sudor le corría por la frente, los muslos se tensaban, y el aire de la cabaña se volvía espeso.

 

En la habitación contigua, Lorena giró en la cama. No sabía por qué había despertado, solo percibía un sonido sutil, un ritmo ahogado que rompía el silencio de la madrugada.

 

Lorena tenía cuarenta y seis años. Había decidido tener sola a Eco cuando la soledad le había cubierto la vida entera. Había probado la inseminación artificial después de fracasar en su intento de adoptar, y había criado a su hijo en esa cabaña heredada, apartada del mundo. Pero ella misma era un mundo. En su juventud había sido una mujer depravada: los bares, los moteles, las orgías clandestinas… una vida devorada por el sexo. Esa intensidad la había dejado sin familia, sin pareja estable, sin nada más que un cuerpo marcado por los excesos y un deseo que nunca terminó de extinguirse. Cuando su hijo nació, incluso mantuvo el temor de que en alguna oportunidad llegaría a utilizarlo a él, sin embargo tal situación nunca llegó, hasta ahora.

 

Ahora, en la madurez, conservaba un atractivo oscuro: su piel tersa para la edad, los labios gruesos, la curva plena de sus caderas, y esa mirada en la que siempre parecía brillar una chispa de secreto. Había enterrado a la mujer que fue, pero no del todo. Y mientras escuchaba el leve movimiento de su hijo en la habitación de al lado, un estremecimiento extraño la recorrió. El sonido de la respiración agitada de su hijo, el crujir de la cama, algo en ella comenzó a despertar, en su cuerpo, en su memoria dormida.

 

Lorena contuvo el aliento. Al principio pensó que solo eran sueños inquietos, pero el ritmo era demasiado marcado, demasiado vivo. Se incorporó lentamente, con la garganta seca. Cada paso hacia la habitación de Eco se sentía como una traición y, al mismo tiempo, como un regreso a la mujer que había sido.

 

El pomo de la puerta estaba frío bajo su mano. Dudó un instante, deseando retroceder, pero la necesidad pudo más. Empujó la madera y un leve chirrido llenó el silencio.

 

La penumbra le mostró la escena: Eco, desnudo bajo la manta caída, el torso arqueado, los ojos cerrados. Su mano se movía firme sobre la erección palpitante, el cuerpo tenso, perdido en un placer que apenas empezaba a descubrir. El sonido húmedo de sus movimientos llenaba el cuarto, y cada jadeo joven cortaba el aire como un cuchillo.

 

Lorena sintió un vuelco en el pecho. El calor le subió al rostro, una mezcla de vergüenza y deseo, como si la piel misma recordara los excesos de su juventud. Quiso apartar la vista, cerrar la puerta, pero sus ojos permanecieron fijos, absorbidos por la inocencia brutal de la escena.

 

Eco no se dio cuenta. Estaba demasiado lejos de todo, hundido en la fiebre de su primer descubrimiento. Lorena lo observó, clavada en el umbral, y una corriente oscura la recorrió de pies a cabeza. No entendía por qué no retrocedía, por qué aquella visión la mantenía allí, temblando, sintiendo cómo una parte de ella —la que había enterrado hacía años— se despertaba con fuerza, reclamando volver a respirar.

 

Eco se arqueó sobre la cama, el cuerpo húmedo de sudor, perdido en un ritmo que no entendía pero que lo arrastraba con violencia. Jadeaba, con los ojos cerrados, hasta que algo lo obligó a abrirlos: un presentimiento, una presencia. Allí, en el marco de la puerta, estaba su madre.

 

Eco se quedó helado. Su respiración se cortó de golpe y la sangre se le agolpó en el rostro. La vergüenza lo paralizó, el instinto le ordenó cubrirse, pero el cuerpo seguía temblando, desnudo, expuesto en mitad del movimiento. La dureza de su sexo todavía palpitaba, brillante, entre la manta caída.

 

Lorena, sorprendida por aquellos ojos que ahora la miraban, sintió que se quedaba sin suelo. Había cruzado un límite y no había retorno. Su boca se abrió sola, apenas un murmullo quebrado salió de ella:

—Te puedo acompañar?

 

El silencio que siguió fue insoportable. Eco la miraba con los ojos desorbitados, sin comprender del todo lo que había escuchado, dividido entre el miedo y una curiosidad que lo quemaba por dentro.

 

—¿Qué?… ehhh… si…¿Por qué? —balbuceó, con la voz rota.

 

Lorena dio un paso dentro de la habitación. El crujido de la madera fue tan fuerte como un grito. Ella tragó saliva, sintiendo el pulso en las sienes, y no apartó la mirada de su hijo. Su cuerpo temblaba, no de frío, sino del regreso de una mujer que había enterrado demasiado tiempo.

 

—Lo que sientes… lo que te está pasando —dijo con voz grave— no tienes que vivirlo solo.

 

Eco apartó la mano de su sexo, avergonzado, pero la erección seguía allí, desafiando su intento de ocultarla. No sabía qué hacer, ni qué decir. Nunca había hablado con nadie de deseo, de placer, de sexo. Y ahora su madre, la única figura cercana en su vida lo enfrentaba con esa brutal franqueza.

 

Eco se quedó inmóvil, con los ojos abiertos, respirando entrecortado, mientras la mente le gritaba que estaba haciendo algo prohibido. La visión de su madre allí, mirándolo, rompía todo lo que creía seguro. La mezcla de vergüenza, miedo y confusión lo abrumó hasta que un hilo de llanto empezó a escapársele.

 

Era un llanto pequeño al principio, casi contenido, pero pronto se transformó en sollozos que sacudían su pecho. Sus hombros temblaban y el cuerpo, aún rígido, parecía clamar por protección. Eco, que había vivido toda su vida aislado en aquel bosque, prácticamente sin amigos, sin una guía masculina ni referentes sobre el mundo, no sabía cómo procesar lo que estaba sintiendo. Nunca había experimentado el contacto humano de esta manera, nunca había sentido que alguien lo aceptara en su totalidad, ni siquiera por un instante.

 

Lorena no dudó. Dio un paso hacia él y se sentó a su lado en la cama, rozando apenas su brazo con cuidado, midiendo la distancia, conteniendo su propio temblor. Luego, con suavidad, lo rodeó con sus brazos y lo abrazó. Eco se acurrucó contra ella, apoyando la cabeza en su hombro.

 

—Shhh… —susurró Lorena, dejando que su voz fuera un refugio—. No pasa nada. Estoy aquí.

 

Eco respiraba con dificultad, entre sollozos, mientras el abrazo de Lorena le transmitía una calma que no había conocido jamás.

 

El llanto se fue suavizando, los hombros dejaron de temblar y los sollozos se hicieron susurros. Eco alzó la vista, aún con los ojos brillantes de lágrimas, y encontró la mirada de su madre: cálida, paciente, intensa. No había reproche, no había juicio; solo presencia. Solo aceptación.

 

Lorena acarició su espalda lentamente, midiendo cada movimiento, percibiendo la tensión que aún persistía, y comprendió que aquel abrazo podía convertirse en algo más. No era solo consuelo: era el inicio de un vínculo en el que lo prohibido, lo filial y lo íntimo se entrelazaban.

 

—Hijo —susurró Lorena, con la voz cálida y firme—. Lo que sientes… tienes tu penecito muy duro… es algo natural. Es tu cuerpo reaccionando a estímulos que nunca habías explorado.

 

Eco la miró, con los ojos grandes, todavía brillantes de lágrimas. Su mente no comprendía del todo, pero algo en la voz de Lorena, en su cercanía, en la seguridad que emanaba, le permitió relajarse un poco.

 

—Cuando te tocas… —continuó ella, con delicadeza—, provocas sensaciones que suben por tu cuerpo, que lo llenan de placer. No es malo. Es la forma en que tu cuerpo descubre que puede sentir algo hermoso… incluso si da miedo o confunde.

 

Eco cerró los ojos por un instante, tratando de procesarlo. La vergüenza y la curiosidad se entremezclaban, y su cuerpo seguía recordándole con fuerza lo que ella describía. Lorena percibió la tensión que persistía en él, y con cuidado, muy lentamente, deslizó una mano sobre la suya, apenas rozándolo, como quien marca un camino sin apresurar los pasos.

 

—Está bien —murmuró—. No tienes que tener miedo. Estoy aquí contigo.

 

Lorena percibió la mezcla de nervios y curiosidad en Eco, y decidió dar el siguiente paso con suavidad, asegurándose de que él estuviera cómodo. Con delicadeza y, sin apresurarse, guió la mano de Eco hacia su pene. Él inhaló con fuerza, sorprendido por la sensación de tenerla allí, pero una voz interior le decía que podía confiar.

 

—Muy despacio… siente cómo responde —susurró Lorena, acariciando su mano mientras la movía ligeramente sobre el pene—. No se trata de apurar nada. Solo siente cada roce, cada movimiento.

 

Eco obedeció, y al contacto directo con la suavidad de su guía, un calor intenso recorrió su cuerpo. Lorena ajustaba la presión, enseñándole a concentrarse en cada sensación, en cómo un simple roce podía generar un placer creciente. Su respiración se entrelazaba con la de él, lenta, constante, como si marcaran un ritmo compartido, un ritmo que no tenía nada de apresurado.

 

—Mira cómo se mueve, cómo responde a tus dedos —dijo, con un hilo de voz cargado de intimidad—. Aprende a sentirlo, a escucharlo. No hay lugar para la vergüenza aquí.

 

Eco comenzó a seguir sus indicaciones, guiado por el tacto de Lorena. Cada caricia, cada pequeña corrección de su mano, despertaba un calor más profundo, un cosquilleo que subía desde su entrepierna hasta el pecho. Ella le enseñaba a variar la presión, a descubrir cómo los movimientos más suaves podían ser más intensos que los rápidos o bruscos.

 

—Concéntrate solo en ti —murmuró Lorena, acariciando su muñeca mientras él aprendía a moverse—. No hay nada más que tu placer, nada que esconder ni que temer.

 

Lorena sintió que Eco empezaba a relajarse bajo su guía, y decidió dar un paso más, dejando que él tomara el control total de su propio cuerpo. Lentamente retiró su mano de la suya.

 

—Muy bien —susurró—. Ahora, solo tú. Cierra los ojos, concéntrate. Escucha tu cuerpo.

 

Mientras Eco comenzaba a moverse por sí mismo, Lorena dejó que sus dedos descendieran suavemente, rozando con delicadeza sus testículos. Cada contacto era lento, consciente, medido para despertar placer sin apresurar nada. Eco respiró con fuerza, su cuerpo reaccionando a cada roce, cada indicación de Lorena, cada palabra que flotaba en el aire.

 

—Dime lo que sientes —murmuró ella, su voz baja y cálida, cargada de intención—. Dime si te gusta lo que sientes. No hay nada que ocultar. Solo tú y tu placer.

 

Eco gimió suavemente, atrapado entre la sorpresa y el deseo, mientras su mano seguía el ritmo que Lorena había mostrado, ahora totalmente suyo.

 

—Siente cada movimiento, cada pulso —continuó ella—. No hay prisa. Solo tú. Siente cómo todo tu cuerpo responde. ¿Lo sientes? ¿Te gusta?

 

—S-sí… —respondió Eco, apenas un hilo de voz, pero sus palabras eran sinceras, temblorosas por la intensidad del momento—. Es… increíble…

 

Lorena sonrió, satisfecha de verlo entregarse al aprendizaje del propio cuerpo. Cada palabra, cada susurro suyo, cada leve contacto con sus testículos era un hilo que lo guiaba más profundo en la sensación, más cerca de descubrir el placer como algo consciente, no solo físico.

 

Eco gimió de nuevo, completamente absorbido en la experiencia, su mente ya vacía de vergüenza, llena solo de sensaciones y del sonido de la voz de su madre, que lo acompañaba como un faro. Lorena inclinó su rostro hacia el pene de su hijo, acercándose con una calma deliberada. Eco, concentrado en sí mismo y con los ojos cerrados, no percibió al principio su proximidad; su atención estaba completamente absorbida por las sensaciones que recorrían su cuerpo.

 

—Eso… así —susurró Lorena, su voz como un hilo cálido que acariciaba su oído—. Muy despacio… siente cada movimiento, cada roce, cada pulso. No hay prisa. Solo tú y lo que estás descubriendo.

 

Mientras Eco continuaba, torpe al principio y luego más seguro, ella permanecía allí, cerca, con su rostro apenas rozando su piel, sin apresurar nada. Con cada inhalación, parecía que su presencia misma impregnaba el aire de una tensión cálida y densa, como si el tiempo se estirara alrededor de ellos.

 

—Siente cómo responde tu cuerpo —dijo, bajando apenas un poco más su rostro y permitiendo que el calor de su aliento acariciara su piel—. Lento… muy lento… prolonga cada sensación, cada movimiento.

 

Eco gimió suavemente, incapaz de resistir la mezcla de su propia excitación y la presencia cercana de su Madre. Su mano se movía de manera más consciente, siguiendo el ritmo que ella le había enseñado, concentrándose en cada detalle, en cada cosquilleo que subía desde su entrepierna.

 

—Eso es… así —continuó ella, con voz baja y firme—. No pienses en nada más. Solo tú, solo esto. Cuéntame lo que sientes… dilo, no lo guardes.

 

—Siento… calor… y… rico… —murmuró Eco, su voz quebrada por la intensidad, mientras su respiración se aceleraba—. Es… demasiado bueno…

 

Lorena asintió, satisfecha, y permitió que su mirada se posara sobre él, su rostro cerca de su miembro, mientras su mano permanecía delicadamente en sus testículos, subrayando con tacto la sensación, sin interferir, solo amplificando y prolongando el placer.

 

—Muy bien… sigue así, sin prisa —susurró—. Aprende a disfrutar cada segundo, cada roce. Esto es tuyo. Tu placer. Solo tuyo.

 

Sin previo aviso, Lorena acercó aún más su rostro y, con una delicadeza calculada, apoyó sus labios sobre el glande de Eco. Su tacto era suave, húmedo y firme a la vez, apenas un roce que despertó un estremecimiento que Eco no esperaba. Sus ojos se abrieron de par en par, y un gemido escapó de sus labios, mezcla de sorpresa y excitación.

 

—Shhh… no te asustes —susurró ella, sin separar sus labios—. Solo siente… déjate llevar por cada roce. No hay nada que temer.

 

Eco trató de procesar lo que estaba pasando: la calidez, la suavidad, la presión exacta de sus labios, todo en conjunto con su propio movimiento. Cada gesto de Lorena estaba pensado para enseñarle a concentrarse en la sensación, para que aprendiera a prolongar el placer y escuchar a su cuerpo.

 

—E-es… increíble… —balbuceó Eco, sorprendido y excitado, incapaz de apartar la atención de lo que sentía, mientras su mano seguía moviéndose, guiada por la técnica que Lorena le había enseñado—. No… nunca…

 

Lorena sonrió para sí misma, complacida. No solo estaba enseñándole a su propio hijo, sino también se estaba entregando a él sin miedo, sin vergüenza, y cómo una sorpresa podía abrir un nivel completamente nuevo de conciencia corporal.

 

Eco se detuvo instintivamente, sorprendido por la sensación que recorrió su cuerpo. La mano que hasta ahora se movía con torpeza y curiosidad quedó inmóvil. Lorena, silenciosa, comenzó a recorrer cada centímetro de su miembro con sus labios, con una precisión y delicadeza que lo hizo estremecerse sin control.

 

Sus ojos se abrieron, incapaces de apartarse de la intensidad del momento, mientras su cuerpo reaccionaba de manera automática a cada caricia, a cada succión suave pero firme. Eco sentía que no podía ni quería moverse; cada gesto de su Madre era un aprendizaje en sí mismo, una guía silenciosa hacia un placer que nunca había experimentado.

 

El calor subía desde su entrepierna hasta su pecho, y su respiración se volvió entrecortada, más profunda y consciente. Sus manos temblaban, sin saber si debían volver a moverse o simplemente dejarse llevar. Cada centímetro de contacto lo acercaba a un límite que nunca antes había sentido, y sin palabras, Lorena parecía decirle exactamente cómo disfrutarlo, cómo prolongarlo, cómo abandonarse.

 

Eco gimió, su respiración entrecortada, cada músculo de su cuerpo tensándose mientras el placer alcanzaba un punto casi insoportable. Justo cuando la eyaculación parecía inevitable, Lorena detuvo el movimiento de sus labios y levantó la mirada, sus ojos brillando con una mezcla de control y complicidad.

 

—Aún no mi amor —susurró, firme pero suave—.

 

Eco abrió los ojos, sorprendido, mientras ella se apartaba un instante, colocándose de pie frente a él. Lentamente comenzó a desnudarse, cada movimiento deliberado y cargado de sensualidad. Su piel clara resplandecía con un leve brillo, y la luz acariciaba sus curvas y contornos: sus pechos grandes ya no eran tan firmes y redondeados como en su juventud, los pezones ligeramente erectos, su abdomen si se mantenía tenso y definido que descendía suavemente hacia la cintura; sus caderas armoniosas y sus piernas largas, torneadas, terminando en pies delicados. Su cuerpo era un equilibrio perfecto entre fuerza y suavidad, sensualidad natural y elegancia, invitando la mirada sin necesidad de decir una palabra.

 

Eco la observaba, fascinado y cautivo de cada detalle, no había dejado de verla desnuda, a lo largo de su niñez continuaban compartiendo baños juntos, no había secretos ni tabues en ese aspecto, sin embargo en ese momento sentía que era la primera vez que verdaderamente la veía. Cada movimiento de Lorena, cada curva revelada, parecía una extensión de la lección que le estaba dando: control, presencia, poder y deseo concentrado en una forma humana. Sus tetas subían y bajaban lentamente con cada respiración, y el ligero arco de su espalda mientras se desnudaba intensificaba la tensión en Eco, que aún no podía moverse, completamente absorbido por la visión y por la anticipación. Ahora observa —dijo ella, su voz un susurro mientras sus dedos recorrían suavemente sus propios pechos—. Aprende lo que tu cuerpo puede hacer, cómo el deseo puede verse y sentirse.

 

Eco estaba sin palabras, hipnotizado. Cada línea, cada sombra sobre la piel de su madre era un estímulo; cada respiración, un recordatorio de la intensidad que podía alcanzar cuando se concentraba plenamente en las sensaciones. La escena era un aprendizaje silencioso de control, entrega y erotismo puro.

 

Lorena se recostó suavemente al lado de Eco, la cercanía de su cuerpo irradiando un calor que lo hizo estremecerse. Con una mano apoyada en su propio muslo, la otra se deslizó sobre la de Eco, guiándolo sin palabras.

 

—Tócame —susurró, apenas un murmullo que se mezclaba con su respiración—.

 

Eco dudó por un instante, inseguro, antes de acercar su mano. Su torpeza inicial se hacía evidente: sus dedos temblaban, apenas rozando la piel suave de su madre. Sin embargo, cada contacto, aunque vacilante, provocaba un estremecimiento en ambos.

 

Sus dedos recorrieron lentamente los contornos de sus pechos, siguiendo la curva natural que se expandía hacia sus hombros y el arco de su torso. Aprendió a deslizar la palma sobre la piel tersa, sintiendo cómo la suavidad cedía bajo su presión ligera. Cada roce de sus dedos sobre los pezones de Lorena provocaba un pequeño estremecimiento que recorría su espalda, enseñándole la reacción del cuerpo al tacto delicado.

 

Luego, con la guía silenciosa de Lorena, su mano descendió por su abdomen, explorando los contornos de su cintura, la suavidad de sus caderas y la línea de sus muslos, cada trazo medido y consciente. La piel era cálida, y el contacto firme pero respetuoso, enseñándole a concentrarse en la sensación más que en la velocidad o la perfección.

 

—Así… muy bien —susurró ella, apoyando su cabeza sobre la almohada junto a él, mientras su respiración temblaba apenas con cada caricia—. No tengas prisa, solo siente. Cada curva, cada contorno, cada reacción es parte del aprendizaje.

 

Eco comenzó a moverse con más confianza, todavía torpe, pero más consciente de cada línea de su mano sobre el cuerpo de su madre. Cada roce era un descubrimiento: la suavidad de sus pechos, la suavidad de su abdomen, la delicadeza de la piel entre sus dedos y la respuesta que provocaba en ella. Cada contacto era un acto de aprendizaje y de entrega, donde su torpeza inicial se transformaba lentamente en sensibilidad y control.

 

Con la respiración todavía agitada, Lorena inclinó ligeramente su cuerpo hacia él, acercando su cadera. Su mano volvió a guiar la de Eco, esta vez hacia el área más íntima: su vagina, cubierta de un vello oscuro y suave que destacaba sobre su piel clara.

 

—No tengas miedo —susurró, sus dedos rozando suavemente los de él para indicarle cómo explorar—. Siente la textura, cada contorno, cada línea.

 

Eco vaciló al principio, sorprendido por el contacto y la densidad del vello que cubría la zona. Su torpeza era evidente, pero Lorena permaneció paciente, apoyando suavemente su mano sobre la de él, mostrándole cómo deslizar los dedos, cómo notar los pliegues, la suavidad y la calidez de su carne. Cada roce, cada contacto, provocaba un estremecimiento que subía por la espalda de Lorena y recorría todo su cuerpo.

 

—Eso… muy bien mi amor —murmuró ella, su voz cargada de un susurro erótico—. Aprende a concentrarte en la sensación, en cómo responde mi cuerpo a tu toque. No hay prisa, solo tú y esto que sientes.

 

Eco comenzó a moverse con más seguridad, explorando con torpeza al principio, pero cada vez más consciente de cómo su mano podía recorrer los bordes, acariciar los pliegues y sentir la calidez húmeda que emanaba de su excitación. El vello, oscuro y suave, ofrecía un contraste con la delicadeza de la piel que cubría, y cada roce despertaba una mezcla de sorpresa y fascinación que lo mantenía completamente absorbido.

 

Lorena, recostada junto a él, suspiraba suavemente, cada gemido contenido un estímulo, un refuerzo silencioso para que Eco continuara su aprendizaje. Su cuerpo reaccionaba con cada caricia, enseñándole de manera física cómo un toque lento y consciente podía ser infinitamente más excitante que cualquier apresuramiento.

 

—Sigue así… —susurró finalmente, inclinando su rostro hacia él otra vez—. Solo siente, solo toca, aprende cada detalle.

 

Lorena comenzó a perderse en las sensaciones, su respiración volviéndose más profunda, sus caderas respondiendo casi instintivamente al toque de Eco. Cada roce de sus dedos la hacía arquearse ligeramente, su cuerpo entregándose sin esfuerzo al placer que él, aún torpe, empezaba a dirigir con más seguridad.

 

Eco, al sentir la reacción de su madre, notó cómo su propio nerviosismo se transformaba en confianza. Su mano se movía con más firmeza y precisión, explorando, acariciando, aprendiendo con cada respuesta de su cuerpo. Primero introdujo un dedo, siguiendo con cuidado la curva de su vagina, notando cómo se expandía y se humedecía con cada movimiento. Así… muy bien —susurró Lorena entre gemidos, su voz cargada de deseo—. No te detengas, siente cómo fluye, cómo responde…

 

Animado por su guía silenciosa y sus reacciones, Eco introdujo un segundo dedo, explorando con cuidado y aumentando la presión según lo que percibía. La respiración de Lorena se volvió más agitada, sus gemidos más largos y suaves, y su cuerpo se arqueaba, entregándose a cada nuevo contacto.

 

Sin detenerse, Eco animado por la confianza que empezaba a sentir, añadió un tercer dedo, luego un cuarto, descubriendo la elasticidad y calidez de su interior. Cada adición era un aprendizaje: cómo mover los dedos, cómo adaptarse a la respuesta de su cuerpo, cómo prolongar la sensación sin apresurarla.

 

Lorena, completamente perdida en el placer, no necesitaba hablar; su respiración, sus gemidos y el temblor sutil de su piel indicaban a Eco exactamente cómo continuar. Él, sintiendo el poder de su propia mano, su habilidad para generar placer, se llenaba de seguridad. Su torpeza inicial desaparecía, reemplazada por un ritmo consciente, una sincronización casi intuitiva con los movimientos de Lorena.

 

Lorena, con el cuerpo ardiendo y la respiración quebrada, supo que estaba cerca, demasiado cerca de perderse. No quería culminar aún sin haber llevado a Eco más allá del aprendizaje inicial. Se dio la vuelta con un movimiento suave pero cargado de decisión, pegando sus caderas a las de él, hasta que sus nalgas descansaron contra el miembro erecto de Eco.

 

Con un gesto firme, tomó su pene con la mano, lo acarició apenas y lo guió hacia su intimidad húmeda, abriéndose sin miedo, consciente de lo que estaba a punto de suceder, era incesto, estaba apunto de cometerlo, pero no podía mentirse a sí misma, ella era una pervertida y esto tenía que ocurrir, quizas incluso espero demasiado.

 

—Ahora mételo… —murmuró, con voz ronca, cargada de deseo.

 

Eco apenas tuvo tiempo de reaccionar. Cuando la punta de su glande rozó los labios húmedos y calientes de su madre, la cordura se le escapó de golpe. Una fuerza visceral lo dominó, y con un movimiento instintivo, la penetró de una sola embestida, profunda, completa.

 

El choque de cuerpos los arrancó de la calma, y un gemido unísono escapó de ambos, resonando en la habitación. Lorena arqueó la espalda, abriéndose aún más para recibirlo, mientras Eco, abrumado por la sensación ardiente de su interior, se aferraba a sus caderas con desesperación.

 

El silencio cargado de tensión se rompió con sus respiraciones entrecortadas, los jadeos, la sensación de estar conectados de manera tan inmediata, tan brutalmente intensa, que ninguno podía detenerse. Lorena cerró los ojos, saboreando la invasión completa, y Eco se perdió en la calidez húmeda y palpitante que lo envolvía, incapaz de pensar en nada más que en ese momento absoluto de unión.

 

—Muévete conmigo mi amor —susurró, con la voz temblorosa pero cargada de autoridad.

 

Eco obedeció. Primero torpe, con embestidas rápidas y desordenadas, como un animal desbocado. Lorena lo detuvo sujetando sus caderas con firmeza, obligándolo a sentir, a controlar. Luego se arqueó hacia atrás, rozando sus nalgas contra el bajo vientre de él, guiándolo en un vaivén más profundo, más lento, más consciente.

 

La verga de Eco entraba y salía de su coño con un sonido húmedo y delicioso que llenaba el aire. Cada vez más fuerte, más preciso. Él se inclinó sobre su espalda, respirando contra su cuello, mientras sus manos temblorosas recorrían su cintura, aferrándose a su piel.

 

—Dios… Mami… —murmuró, con la voz quebrada, incapaz de contener el frenesí.

 

Ella, en cambio, gemía abiertamente, con un placer que ya no intentaba disimular. Sentía cada centímetro de él llenándola, cada embestida golpeando su interior. Movía las caderas en círculos, en un vaivén rítmico que lo hacía perder la cabeza.

 

—Así… eso es… más profundo —lo animaba entre jadeos, apretando su coño contra la dureza de su polla, buscando cada vez más.

 

Eco empezó a ganar confianza. Sus embestidas se hicieron más firmes, más controladas, entrando hasta el fondo y retirándose lentamente, disfrutando de la fricción completa. Lorena se mordía los labios, su cuerpo temblaba, y sus gemidos crecían, retumbando en el cuarto como una música desesperada.

 

Las manos de Eco se volvieron más atrevidas, bajando por su vientre hasta frotar el vello húmedo de su pubis, rozando su clítoris sin saber exactamente cómo, pero guiado por la reacción inmediata de su madre, que gritó de placer.

 

—Sí, ahí… no pares… —le rogó con voz ronca, moviéndose con más fuerza, más hambre.

 

El joven, ya transformado por el frenesí, obedeció. Sus dedos se concentraron en su clítoris mientras seguía embistiéndola, cada golpe más profundo, más desesperado. Lorena se arqueaba, perdiéndose, entregada al ritmo que ahora compartían, un vaivén animal, húmedo y voraz.

 

El cuarto se llenó de jadeos, de gemidos, del sonido inconfundible de sus cuerpos chocando una y otra vez, mientras la tensión crecía, mientras el orgasmo de ambos se construía, inevitable, arrollador.

 

El tiempo se volvió una bruma de jadeos, gemidos y embestidas. Diez minutos en los que Eco, ya despojado de toda torpeza, se dejó guiar por el instinto y por el cuerpo ardiente de Lorena. Sus movimientos eran cada vez más fluidos, más sincronizados; la verga de él se hundía una y otra vez en su coño mojado, mientras sus dedos no dejaban de torturarle el clítoris con una torpeza deliciosa que la enloquecía.

 

Lorena gritaba, gemía, lo animaba sin pudor. Su espalda arqueada ofrecía todo su cuerpo al vaivén de su hijo que ahora la follaba con la urgencia de quien descubre un mundo nuevo. Eco jadeaba contra su cuello, los músculos tensos, cada embestida más profunda, más hambrienta.

 

El sudor les recorría la piel. Los cuerpos chocaban con un ritmo animal, húmedo, desbordado. Lorena podía sentir cómo la polla de Eco palpitaba dentro de ella, amenazando con correrse, y esa certeza la llevó al borde del abismo. No pares… no pares… —gimió, hundiendo sus uñas en las sábanas, sintiendo cómo la ola del orgasmo se construía dentro de ella.

 

Eco gruñó, incapaz de contenerse. Su cuerpo entero se estremeció al mismo tiempo que el de ella, y en un instante se dejaron arrastrar juntos. Lorena se sacudió en espasmos intensos, con un grito ahogado en la garganta, mientras Eco embestía por última vez, descargando dentro de ella una oleada ardiente que la llenó por completo.

 

Ambos permanecieron unidos, jadeando, temblando, atrapados en un clímax que parecía no terminar. Fueron segundos eternos, donde nada existió más que la descarga compartida.

 

Finalmente, cuando la respiración comenzó a calmarse, Eco se dejó caer suavemente a su lado, todavía dentro de ella, como si temiera que todo se deshiciera si se separaban demasiado pronto.

 

Lorena sonrió, sudorosa, con los labios rojos y los ojos brillantes. Lo miró con ternura y picardía, y en un susurro ronco le dijo:

 

—Has dejado tu semen dentro de mí… —acariciando su mejilla con dulzura—. Eso me hace muy feliz.

 

Eco la miró con los ojos muy abiertos, jadeante, aún dentro de ella, pero confundido. Su respiración era pesada, sus labios temblaban, y no pudo evitar soltar con torpeza:

 

—¿Qué… qué es eso… de mi semen?

 

Lorena giró la cabeza hacia él y lo vio tan perdido como excitado. Soltó una risa suave, no burlona, sino dulce, como quien acaricia con la voz. Se dio lentamente la vuelta, obligando a que su polla resbalara fuera de su interior, húmeda y brillante, con un hilo espeso uniéndolos por un instante.

 

—Mira —dijo, abriéndose un poco de piernas y deslizando sus dedos sobre su vagina húmeda, mostrando sin pudor el brillo mezclado de sus fluidos—. Esto es tu semen. Cuando llegaste al final, cuando tu cuerpo tembló… me lo entregaste aquí dentro.

 

Eco parpadeó, fascinado, con la respiración aún entrecortada. Observaba cómo sus dedos jugueteaban con esa mezcla, cómo ella se acariciaba suavemente mientras lo miraba con malicia y ternura.

 

—Es lo que los hombres liberan cuando se vienen —continuó su madre, su voz ronca, sensual—. Y lo que ahora siento dentro de mí es tu semilla, tu calor. Por eso te dije que me hace feliz.

 

Eco tragó saliva, como si esa revelación lo sobrecogiera. Su rostro se encendió, una mezcla de vergüenza y orgullo.

 

Lorena se inclinó hacia él, besándolo en los labios con una dulzura inesperada, y luego se acomodó boca arriba, abriendo más sus muslos, dejándolo ver todo. Con una calma provocadora, llevó dos dedos hacia su vulva y los impregnó con esa mezcla cálida. Los levantó para que Eco lo viera claramente, brillando en su piel.

 

—Tu semen es como un premio, una ofrenda que el hombre entrega a la mujer cuando llega al límite del placer. Pero escucha bien, Eco… —se inclinó hacia él, mirándolo fijo a los ojos— el sexo debe hacerse entre dos personas que se desean y que se aman. Nunca, jamás, se debe obligar a nadie. ¿Lo entiendes?

 

Eco asintió, con la mirada encendida, grabando cada palabra en su memoria.

 

Entonces, con una sonrisa pícara, Lorena llevó los dedos manchados hasta sus labios y se los metió en la boca. Chupó despacio, relamiéndose con una expresión deliciosa. Y debo decirte algo —agregó, riendo bajito, mientras tragaba—: el tuyo sabe muy bien.

 

El joven se quedó boquiabierto, dividido entre la sorpresa, el pudor y la excitación de verla hacer aquello.

 

Lorena no le dio tiempo a reponerse; volvió a llevar los dedos a su entrepierna y recogió más de ese líquido que lo delataba como hombre. Lo mostró frente a sus ojos y continuó con calma:

 

—Cuando un hombre deja su semen en la vagina de una mujer, como tú acabas de hacerlo en mí, eso puede dar lugar a algo mucho más grande. Es el modo en que las mujeres podemos quedar embarazadas, Eco. Es así como nacen los hijos, fruto de un encuentro, de un deseo compartido.

 

Se recostó de nuevo sobre la almohada, tocándose suavemente el vientre como si subrayara sus palabras.

 

—No siempre sucede, claro… pero cada gota que dejaste dentro de mí tiene ese poder. Por eso es sagrado. Por eso es importante que lo entregues solo cuando de verdad lo quieras.

 

Eco, enrojecido y fascinado, bajó la mirada hacia su sexo húmedo y abierto, entendiendo por primera vez la magnitud de lo que había pasado.

 

Lorena lo observó con ternura y picardía, dejando que el silencio se cargara de significado antes de preguntar, con un brillo provocador en los ojos

 

—¿Entonces… tú podrías quedar embarazada… por lo que hicimos?

 

Lorena giró lentamente el rostro hacia él. Sus labios se curvaron en una sonrisa cómplice, cargada de ternura y picardía. Sus dedos se deslizaron por su vientre desnudo, como si dibujaran el secreto que él aún no entendía del todo.

 

—Eso depende… —murmuró, acercándose hasta quedar frente a frente con él—. Pero dime, Eco… ¿a ti te gustaría? ¿Te gustaría que dentro de mí creciera algo tuyo?

 

El corazón del joven latió con fuerza, sin saber qué responder. Tragó saliva, mirándola a los ojos, dividido entre el miedo y la fascinación.

 

—No lo sé… —admitió con voz temblorosa—. Me asusta… pero al mismo tiempo… me gusta la idea.

 

Lorena acarició su mejilla, calmando a su niño y con la sensualidad de una mujer que conoce el poder de su cuerpo.

 

—Es normal que tengas miedo. Lo que acabamos de hacer no es normal, muchas personas lo ven como algo inapropiado, por eso debemos mantenerlo en secreto entre tu y yo, aunque haya placer en ello. El semen tiene un poder inmenso, y cuando lo dejas dentro de una mujer, como ahora, si la vida lo quiere… puede convertirse en un hijo.

 

Eco abrió los labios para decir algo, pero Lorena lo silenció con un beso lento, húmedo, que disipó cualquier palabra. Cuando se separó, volvió a sonreírle.

 

—No pienses en eso ahora. Ya habrá tiempo para aprender más… mucho más.

 

Eco la miró, confundido, excitado, atrapado en una mezcla de sentimientos nuevos. Mientras tanto, Lorena se acomodó a su lado, entrelazando su pierna con la de él, todavía húmeda y tibia.

 

El silencio que los envolvió no fue de incomodidad, sino de una promesa implícita: aquello no había terminado. Apenas era el comienzo de algo más grande, algo que ambos descubrirían en la próxima vez que sus cuerpos volvieran a encontrarse.

417 Lecturas/25 septiembre, 2025/2 Comentarios/por Ericl
Etiquetas: amigos, hijo, incesto, madre, orgasmo, semen, sexo, vagina
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2 comentarios
  1. rolo1980 Dice:
    26 septiembre, 2025 en 2:58 pm

    Excelente relato, muy bien que una madre enseñe e inicie a sus hijos así.

    Accede para responder
  2. sex69xxx Dice:
    27 septiembre, 2025 en 5:27 am

    Sencillamente HERMOSO.

    Accede para responder

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