Jugando con Maribel
Sudamérica, 2004. Antes de poder disfrutar de incontables noches de placer con la pequeña Maribel (8), a Nicolás (12) le fue necesario avanzar poco a poco, y para ello se valió de cierto tipo de juegos..
Confío en que aquellos que, al igual que yo, han podido disfrutar de los placeres del sexo junto a una nena de ocho, estarán de acuerdo cuando digo que el aspecto lúdico resulta de gran utilidad, no solo para facilitar el acceso a su cuerpo en un primer momento, sino también, y sobre todo, para hacer la relación en muchos sentidos más interesante. Abandonando de momento el orden cronológico que le había dado a mis relatos hasta ahora, quisiera concentrarme en ese punto y hacer en los siguientes un recuento de aquellos juegos de los que yo pude valerme.
Vayamos al principio, unos dos meses antes de los acontecimientos de mi primer relato. Si bien la idea de perder la virginidad ya estaba fuertemente asentada en mi cabeza, en absoluto se me había ocurrido que mi pequeña prima, con sus tiernos ocho años de edad, pudiera ser siquiera una opción para satisfacer aquella precoz necesidad mía. Uno de nuestros primeros juegos, sin embargo, me haría tomar consciencia de ello.
Para más de uno deben resultar familiares los típicos juegos de luchas que tanto facilitan el contacto entre los cuerpos. Con nosotros no fue la excepción, y, gracias a ellos, poco a poco fui familiarizándome con los excepcionales atributos de una niña que, casi de inmediato, se convirtió en el motivo único de mis más pecaminosas fantasías. ¿Y cómo resistirme a ella? ¿Cómo resistirme a ese rostro travieso y a ese lacio cabello negro? ¿A esa piel ligeramente oscura y de una suavidad embelesadora? ¿A esos miembros inquietos, deseables y a menudo ofrecidos en la desnudez otorgada por un vestuario casi siempre revelador?
Por una semana, no solo me deleité con los múltiples roces, caricias y manoseos encubiertos en una actividad de aparente inocencia, sino que, además, complacido, pude notar cómo estos eran del mismo modo correspondidos por mi compañera de juegos. Cada vez con menor timidez, aunque siempre por encima de la ropa, fuimos explorando nuestros cuerpos, accediendo a zonas más y más íntimas. Nuestros sexos, sin embargo, ya sea por un último vestigio de pudor o por un infantil miedo, se mantenían como última barrera aparentemente inexpugnable.
Tras tantos años, he terminado olvidando de qué película o serie saqué la idea, pero, esperando con ello acceder finalmente a aquel virginal tesoro entre las piernas de Maribel, un viernes se me ocurrió proponerle jugar a algo diferente y pasar siete minutos en el cielo. Un enorme armario empotrado a la pared de su habitación se ofrecía, por su lado derecho, como el perfecto espacio para ello. Mi prima lucía muy apetecible aquella noche; una camiseta blanca y un ajustadísimo short a diminutos cuadros blancos y rosas era todo lo que traía, y su cuerpo se me ofrecía con generosidad. Dominada por la curiosidad, y quizás también sospechando lo que venía, accedió de buen grado a jugar conmigo. Abrí la puerta y, tras ver colgados unos cuantos vestidos que no consideré necesario retirar, me metí junto a ella.
Cerré, y de inmediato me abracé a su cuerpo; a través de unas rendijas, la luz llegaba a nosotros. Casi de inmediato la volteé, dejándola de espaldas a mí, quizás porque me avergonzaba de lo que pensaba hacer y no quería que ella me viera. Los segundos pasaban, y con las manos apoyadas sobre su vientre, no me atrevía a ir más abajo. “Ya, ya hemos entrado. ¿Ahora qué tenemos que hacer?, preguntó Maribel en voz baja. “Ahora… tenemos que quedarnos siete minutos aquí, y podemos hacer lo que queramos”, respondí. Ella no replicó, pero tampoco trató de apartarse. De pronto me sentí molesto conmigo mismo; tenía a mi prima donde quería, pero ahí estaba yo, sin hacer nada. Motivado por esa molestia, decidí arriesgarme finalmente, y llevé mi mano a su sexo.
Una mezcla de terror y emoción se apoderó de mí. Por vez primera, aunque por encima de la ropa, tocaba aquel fruto prohibido, y por el mismo hecho de ser prohibido, temía las consecuencias. Esperaba que, en cualquier momento, Maribel se apartara, gritara o que me amenazara con contárselo a su madre. Todo ello, sin embargo, no parecía ser suficiente para hacerme retroceder. Su divina suavidad me lo impedía. Sin perder un solo segundo, mis dedos recorrían cada milímetro de aquel territorio virgen. Mi prima siguió sin moverse, sin oponer resistencia alguna, y solo tras un par de minutos, que para mí estaban siendo los mejores de mi vida, me dijo: “Puedes hacerme, pero solo un rato”.
Aquellas palabras me tomaron por sorpresa, y mi corazón se detuvo por un momento. ¿Era posible? ¿Acaso mi pequeña prima, con tan solo ocho años, me estaba dando su permiso para masturbarla? Sin dudarlo un solo instante, metí la mano por debajo de su short y su ropa interior. Era la gloria aquel contacto con su piel. Se me ofrecía al tacto aquella pequeña hendidura de labios carnosos y suaves que, al ser recorrida por mi dedo medio, una y otra vez, pronto lo dejó envuelto en una agradable viscosidad. Sin dejar de masturbarla, y deseoso por saber si ella disfrutaba tanto como yo, llevé mi vista al rostro de mi prima que, con una sonrisa de complacencia dibujada en el rostro y una voz juguetona, dijo: “Quiero… quiero decir que puedes hacerme haaarto rato”.
Si mi prima deseaba más, ¿quién era yo para impedírselo? Con la certeza de su deseo, pegué mi cuerpo al suyo, flexionando ligeramente las rodillas con el fin de poder rozar sus nalgas con mi miembro y, tras llevar mi mano libre a su pecho y aprisionarla con mi cuerpo, lo hice. Nos movimos a placer, dejándonos llevar por aquellas novedosas sensaciones, y pronto comenzamos a jadear, cosa que no hizo más que calentarnos todavía más. La experiencia aquella noche fue más de lo que pude soportar y, sin poderlo evitar, eyaculé. Era mi primera vez, y sorprendido, algo asustado, y a la vez excitado, sentí cómo mi ropa interior quedaba empapada.
Salimos lentamente. Fuera del armario, todavía en su habitación, vi a mi prima deliciosamente despeinada, cubierta de sudor y aún sonriente. Con un seductor brillo en sus ojos, me dedicó una mirada cómplice, y se pegó a mí. Ella puso sus manos en mi pecho, y yo llevé las mías a sus nalgas; ambos parecíamos dispuestos a algo más. Antes de poder hacer algo, sin embargo, escuchamos con terror el sonido metálico de la puerta de calle al abrirse; era mi tía. Mi primera reacción fue besar a Maribel en los labios y decirle: “No digas nada”. Tomándome del brazo, antes de poder retirarme, mi prima me atrajo hacia ella nuevamente y, tras devolverme el beso, dijo a su vez: “No voy a decir nada”. Una sonrisa de felicidad y complicidad fue lo último que vi antes de salir de su habitación.
Qué rico! Muy bien escrito!
Delicioso sin duda!