Julián
Julián, un joven bogotano de 27 años, decide darle un giro a su vida. Luego de años trabajando en una oficina de contabilidad, siente que su rutina lo está agotando. Con los ahorros que ha acumulado, se inscribe en un diplomado de gastronomía, un sueño que ha tenido desde niño pero que siempre dejó.
Julián, un joven bogotano de 27 años, decide darle un giro a su vida. Luego de años trabajando en una oficina de contabilidad, siente que su rutina lo está agotando. Con los ahorros que ha acumulado, se inscribe en un diplomado de gastronomía, un sueño que ha tenido desde niño pero que siempre dejó de lado por “ser poco práctico”. Entre balances y facturas, ahora pasa sus tardes en una cocina aprendiendo técnicas que lo apasionan.
Mientras sigue trabajando en la oficina para mantenerse a flote, Julián comienza a experimentar con pequeños emprendimientos. Un día, decide vender postres caseros entre sus compañeros de trabajo. Lo que empezó como un experimento se vuelve un éxito: sus cheesecakes de frutos rojos y brownies con arequipe se agotan cada semana. Motivado por el apoyo de amigos y clientes, se atreve a dar un paso más grande: alquila una pequeña cocina compartida y empieza a vender en redes sociales.
Después de meses de trabajo duro y sacrificios, Julián toma la decisión más difícil de su vida: renunciar a su trabajo fijo y dedicarse de lleno a su negocio gastronómico. Abre una cuenta en Instagram para promocionar sus productos y empieza a recibir pedidos de desconocidos. El miedo al fracaso lo acompaña, pero también la emoción de estar viviendo su sueño. Su madre, al principio escéptica, se convierte en su mayor apoyo, ayudándolo a preparar pedidos en las madrugadas.
El negocio despega. Julián contrata a su primer ayudante y empieza a recibir propuestas para colaborar con cafeterías en Bogotá. Sin embargo, el éxito trae consigo estrés y cansancio. El peso de la responsabilidad es grande, y por momentos duda si tomó la decisión correcta. Un día, en medio del agotamiento, un cliente le envía un mensaje: “Tus postres me alegran los días, gracias por lo que haces”. Es el recordatorio que necesita para seguir adelante.
A los 32 años, Julián inaugura su primer local propio en Chapinero. Con un letrero sencillo que dice «Dulce Bogotá», su pequeña pastelería se convierte en un punto de encuentro para quienes buscan un buen café y un postre especial.
—Hijo, felicidades, tienes un próspero negocio aquí —le dijo su madre un día al visitarlo.
—Todo esto es gracias a ti, mamá, porque me apoyaste con una decisión complicada —respondió Julián con una sonrisa agradecida.
—Si algo siempre admiré de ti fue tu gran dedicación. Acabas de cumplir un sueño que tenías —dijo su madre con orgullo, mirando a su alrededor.
Julián suspiró, conmovido por sus palabras. Se acercó a ella y tomó sus manos con suavidad.
—Mamá, sin ti no lo habría logrado. Cuando decidí dejar mi trabajo, tenía miedo, pero tú nunca dudaste de mí. Me recordaste que los sueños valen la pena, por difíciles que sean.
Su madre sonrió y le acarició la mejilla.
—Porque siempre supe que ibas a lograrlo, hijo. Y mírate ahora… Este lugar no solo es un negocio, es tu pasión hecha realidad.
Julián miró a su alrededor, viendo a los clientes disfrutar sus postres, a su equipo trabajando con entusiasmo, y sintió un nudo en la garganta.
—Quiero que sepas que este sueño también es tuyo, mamá. Siempre tendrás un lugar aquí.
Su madre rio con ternura.
—Entonces, espero que eso signifique que el café siempre será gratis para mí.
Julián soltó una carcajada y la abrazó con fuerza.
—Siempre, mamá. Siempre.
Julián sonrió con nostalgia mientras miraba a su madre, pero dentro de él, algo se revolvía. Sabía que su éxito no se debía únicamente a su esfuerzo y talento. Había un secreto que nunca se atrevió a contarle.
En ese momento, la puerta de la pastelería se abrió de golpe.
Un hombre de traje oscuro entró sin saludar, con una expresión seria. Se detuvo frente a Julián y lo miró fijamente.
—Necesitamos hablar —dijo con voz grave.
La madre de Julián frunció el ceño, mirando al desconocido.
—¿Quién es él, hijo?
Julián sintió un escalofrío. Llevo al hombre alejándolo de su madre por un instante
—No puedes irrumpir en mi negocio de esta manera —susurró, con la mandíbula tensa—. No frente a mi madre.
El hombre de traje oscuro sonrió con ironía y cruzó los brazos.
—¿Tu negocio? —se inclinó ligeramente hacia él—. No olvides que «El Complejo» sigue funcionando debajo de esta repostería, y no es precisamente por la venta de cheesecakes.
Julián sintió un nudo en el estómago. Nadie en su entorno sabía lo que realmente pasaba en el sótano de su local. En la superficie, era una simple pastelería; pero bajo tierra, «El Complejo» operaba en las sombras. Un sitio exclusivo, donde se desarrollaba otro tipo de negocio, las reuniones discretas y las transacciones fuera de la ley se llevaban a cabo sin que nadie del exterior sospechara.
—No hablemos de eso aquí —dijo Julián con un tono apremiante, revisando por encima del hombro para asegurarse de que su madre no pudiera oír—. Sabes que siempre cumplo con mi parte. ¿Por qué apareciste así?
El hombre lo miró con una mezcla de impaciencia y diversión.
—Porque hay un problema, Julián. Uno de nuestros… clientes no está contento. Dice había seleccionado a una niña dentro de «El Complejo», sin embargo hace ya un tiempo que no sabe de ella, y quiere respuestas.
Julián frunció el ceño.
—Eso no es posible. Todas las que están participando han venido de manera diaria. Nadie sale sin control.
—Pues alguien lo hizo —replicó el hombre, inclinándose aún más—. Y si no la encontramos lo, no serás tú quien pague las consecuencias.
Julián sintió que la sangre se le helaba. Su madre. Su equipo. Todo lo que había construido estaba en peligro.
Respiró hondo, tratando de no perder la calma.
—Déjame investigar. Necesito tiempo.
El hombre sonrió de manera inquietante y le dio una palmada en el hombro.
—Tienes 48 horas. No nos hagas volver a irrumpir en tu negocio.
Sin más, se giró y salió del local con la misma discreción con la que había entrado.
Julián se pasó una mano por la cara, sintiendo el peso de sus decisiones. Su madre seguía en la caja, sonriendo, sin sospechar nada.
Pero ahora, la dulce pastelería escondía una cuenta regresiva peligrosa.
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