La anécdota de Laura y su hijo adolescente

Cosas que pasan una tarde de verano en la casa de los Flores….

El atardecer en el Edén tenía la textura de un sueño febril. Miguel y Elena se mecían en la hamaca, sus cuerpos entrelazados en una danza morbosa. La desnudez aquí no era casual—era un arma afilada, una provocación constante. A escasos metros, Leo nadaba con movimientos bruscos, como si el agua pudiera apagar el fuego que le consumía las entrañas.

Elena deslizó sus uñas por el pecho de Miguel, dejando marcas rojas que brillaban al sol poniente.

—Míralo —susurró con voz cargada de malicia—. Tu hijo se ahoga en su propio jugo. Cada vez que Lara se mueve, su verga se pone tan dura que parece que le duele.

Miguel siguió su mirada. Lara emergía desnuda del agua, y el efecto fue instantáneo: Leo se detuvo en seco, su erección visible a través del agua cristalina, un mástil de angustia adolescente.

—Hoy Laura me contó algo curioso —continuó Elena, mordiendo suavemente el lóbulo de Miguel—. Su hijo Gabi casi la mata en la cocina. O eso cree ella.

Sus manos bajaron por el abdomen de Miguel, encontrando la carne ya dura y palpitante.

—Imagina la escena: la madre subida a la escalera, discutiendo con su hijo. De repente, un resbalón, un grito… y Gabi atrapándola contra su pecho. —Su respiración se quebró—. Sus cuerpos chocaron con tal fuerza que Laura sintió la erección de Gabi clavándosele en el muslo. Dura como una piedra, caliente como la vergüenza.

Miguel gimió, sus caderas empujando involuntariamente contra Elena.

—¿Y? —preguntó con voz ronca.

—Se separaron rápido, por supuesto. Fingieron que no había pasado nada. —Elena se ajustó sobre él, permitiendo que su humedad se mezclara con su sudor—. Pero toda la noche, Laura no pudo dejar de pensar en ese hierro que le había marcado la carne. En cómo su propio hijo la deseaba hasta el punto del dolor.

En la piscina, Lara había trepado a los hombros de Leo. Su sexo infantil presionaba directamente contra su nuca, y los muslos de ella se cerraban alrededor de su cuello como una trampa dorada.

—Nosotros no somos cobardes —murmuró Miguel, observando cómo las manos de Leo apretaban las pantorrillas de su hermana—. Nosotros miramos la verdad a los ojos.

—Y la verdad duele —completó Elena, guiándolo dentro de sí con un movimiento experto—. Duele como duele la verga de Leo ahora mismo, apretado contra la espalda de su hermana. Duele como te duele a ti entrar en mí.

Los gemidos de Lara llenaron el aire mientras Leo la lanzaba al agua. Pero al emerger, en lugar de alejarse, nadó directamente hacia él. Sus pechos incipientes rozaron su pecho, sus piernas se enredaron con las suyas bajo el agua. Una coreografía peligrosa.

—Mira cómo se tortura —Elena jadeó, clavando las uñas en los hombros de Miguel—. Quiere tocarla tanto que los dedos se le están poniendo blancos de apretar los puños.

Miguel aceleró el ritmo, hipnotizado por el espectáculo. Leo ahora tenía a Lara contra el borde de la piscina, sus caderas presionando contra las de ella en un simulacro de posesión. La erección del joven era tan evidente que parecía tallada en mármol.

—Laura me preguntó si no nos daba miedo —continuó Elena entre gemidos—. Si no temíamos que todo esto se nos fuera de las manos.

—¿Y qué le dijiste? —Miguel empujó más fuerte, como si quisiera fundirse con ella.

—Le dije que el miedo es para los que esconden sus deseos en armarios oscuros. —Sus ojos se encontraron con los de Leo, que los observaba sin pudor—. Nosotros los colgamos al sol para que maduren.

Lara, viendo la mirada de su hermano fija en sus padres, se frotó deliberadamente contra él. Un movimiento lento, calculado, que hizo que Leo cerrara los ojos con una expresión de agonía extática.

—Están aprendiendo —jadeó Elena—. Aprenden que el deseo es un cuchillo que corta por los dos lados.

Cuando el clímax llegó, fue como una explosión sorda. Miguel gritó, enterrándose en Elena hasta el fondo. En la piscina, Leo se apartó bruscamente de Lara, dejando en el agua una estela blanca que brilló bajo la luna creciente.

Lara sonrió, victoriosa. Se tocó entre las piernas, encontrando por primera vez un rocío genuino que la sorprendió.

—Mira —susurró Elena, todavía temblorosa—. Tu hija acaba de descubrir su propio poder.

Miguel la besó con una mezcla de admiración y terror. Comprendió que habían creado un monstruo hermoso, una criatura que entendía el deseo mejor que el amor.

El Edén respiraba alrededor de ellos, satisfecho. Aquí no había vergüenza que curar, ni deseos que esconder. Solo cuerpos que hablaban el idioma más antiguo del mundo, y una familia lo suficientemente valiente para escuchar lo que decían.