La cabaña y el secreto
El agua del río corría helada, pero la niña no temblaba. Desde la ventana de la vieja cabaña, yo la observaba. Mi nombre es Rolando, tengo treinta y seis años. Vivo con María, mi esposa de treinta y uno, y nuestra hija de siete..
El agua del río corría helada, pero la niña no temblaba. Desde la ventana de la vieja cabaña, yo la observaba. Mi nombre es Rolando, tengo treinta y seis años. Vivo con María, mi esposa de treinta y uno, y nuestra hija de siete.
María y yo siempre fuimos de mente abierta. El sexo fue nuestro lenguaje secreto, un territorio sin vergüenza donde cada quien podía contar sus primeros descubrimientos: ella, cómo su vagina la sorprendió con lo que podía sentir desde niña; yo, con las experiencias tempranas que marcaron mi cuerpo. Sin embargo, nunca tuvimos con quién compartir todo lo que hacíamos. Al menos no hasta ahora. Decidimos que, si nuestros hijos alguna vez necesitaban nuestra ayuda, la tendrían. Sin tabúes. Sin juicios.
María jadeaba aún, con la boca perlada y el rostro húmedo. Se relamía con ese gesto suyo tan insolente, esparciendo la leche por sus mejillas como si quisiera marcarse. Yo solía quedarme hipnotizado con ella en esos momentos, pero esta vez no. Mi vista se escapaba hacia el río, hacia la silueta desnuda que brillaba entre la corriente panda y cristalina.
—¿Qué miras…? —preguntó María, con un tono entre celoso y curioso, notando mi distracción.
No respondí de inmediato. Mi hija se inclinaba bajo el agua, dejando que el cabello negro se pegara a su espalda blanca. Sus movimientos eran lentos, casi ceremoniales.
María se puso de pie y siguió mi mirada y entonces sonrió, cómplice. Se pasó un dedo por los labios aún manchados y lo chupó con descaro.
—Así que es ella… —susurró, más para sí que para mí.
Sentí un calor distinto al del orgasmo recién vivido. No era solo deseo: era la certeza de que los límites que siempre habíamos hablado podían empezar a desvanecerse esa tarde.
—Pues… no te creas que me importa mucho, eh —balbuceé, con la voz rota, como si intentara convencerla a ella o a mí mismo—. No es como si yo…
María me interrumpió con una risita baja, húmeda todavía de lo que acababa de tragarse. Con la piel brillando bajo la luz que entraba por la ventana, y se acercó a mí para girarme el rostro con la mano.
—Claro que te importa —susurró—. Y a mí también.
Volví la vista hacia el río. En ese instante mi hija levantó la cabeza del agua, y sus ojos se encontraron con los míos. No apartó la mirada. Al contrario, sonrió como si hubiera sabido desde el principio que estábamos observándola.
María, que lo notó, apoyó la barbilla en mi hombro y me mordió suavemente la oreja.
—Mírala bien, Rolo… —me dijo al oído—. No parece querer esconderse.
Mi niña salió despacio del río. El agua resbalaba por sus pechito, por el vientre plano, y se detenía apenas en la curva entre sus piernas antes de perderse en el pasto. Se quedó allí, a pocos metros, húmeda y desnuda, con la mirada fija en la ventana de la cabaña donde nosotros la mirábamos.
Y entonces, con un gesto tan simple como definitivo, alzó la mano y nos hizo una seña para que saliéramos.
María se apartó de mí de golpe, como si hubiera tomado una decisión que no podía postergar. Se puso de pie desnuda, todavía húmeda por lo que habíamos compartido, y tiró de mi brazo.
—Vamos —ordenó, con esa firmeza suya que siempre me excitaba más de lo que podía admitir.
Yo apenas tuve tiempo de tomar aire cuando ella abrió la puerta de la cabaña y me arrastró hacia la ribera. El aire fresco nos envolvió, y ahí estaba ella: nuestra hija, erguida en la orilla, con el cabello empapado pegado a la piel y los brazos cruzados.
—¿Qué pasa? —preguntó, como si de pronto el juego la hubiera sorprendido.
No pensé demasiado. Las palabras me salieron en seco, con la torpeza de la verdad que uno no mide.
—Tu culo es muy lindo.
Ella entreabrió los labios, primero como si fuera a reprocharme… pero al final sonrió con un gesto incrédulo.
—Eres un mentiroso —me dijo, ladeando la cabeza, mientras sus ojos iban de mí a María y de vuelta a mí.
María se echó a reír, se acercó a ella y le retiró suavemente una mano del pecho.
—Créeme, nena… —susurró—, en eso no miente.
María no tuvo prisa. Sus manos se movían con la calma de quien sabe que cada gesto es más poderoso que cualquier palabra. Le acarició el rostro, bajó por el cuello húmedo y se detuvo sobre el hombro, como si quisiera memorizar la textura de esa piel recién salida del río.
—Mírate… —susurró—, eres un secreto para nosotros.
Mi hija sonrió con timidez, aún con los ojos entrecerrados. María aprovechó y deslizó la mano hasta su brazo, invitándola a soltar por completo la protección que aún mantenía sobre su pecho. Cuando lo hizo, hubo un silencio cargado de ternura.
Los dedos de María apenas rozaron la curva suave de un pezon, delineándolo sin apresurarse, con una delicadeza casi reverente. Mi hija respiró hondo y se inclinó un poco hacia ella, como buscando el amparo de ese contacto.
Yo, a pocos pasos, contenía el aliento. No había brusquedad en lo que veía, sino una danza lenta: la mano de mi esposa explorando con dulzura, mi niña recibiendo esas caricias como quien recibe un regalo inesperado. Era romanticismo desnudo, todavía antes de lo inevitable.
María apoyó la frente en la de ella y cerró los ojos.
—Confía en mí… —dijo apenas en un susurro.
Mi hija asintió.
—Eres hermosa… —susurró mi esposa, dejándole escapar el aire cálido sobre los labios—. Pareces un ángel salido del agua.
Mi hija rió bajito, con esa risa nerviosa.
María le acarició la mejilla con la punta de los dedos, y su otra mano fue bajando despacio, con la naturalidad de un gesto inevitable, hasta posarse en el inicio de sus muslos mojados. Allí trazó círculos lentos, sin prisa, explorando la suavidad de la piel.
Mi hija se estremeció y se inclinó un poco más. Sus labios se rozaron primero como por accidente, apenas un contacto de aliento compartido. Luego María avanzó, delicada, y la besó con la dulzura de una madre.
El beso fue lento, húmedo, lleno de una ternura que no negaba la chispa de lo prohibido. Los muslos de mi hija se abrieron apenas bajo la caricia de mi esposa, mientras sus sonrisas, entre beso y beso, dejaban ver que ambas estaban entregándose a un juego que ya no necesitaba palabras.
Me había mantenido quieto, casi sin respirar, como si mis ojos temieran perderse un solo detalle de aquel beso. Pero el deseo era demasiado fuerte. Sentí que mis pies me llevaban solos hasta ellas, lento, como arrastrado por un imán.
Mi hija abrió los ojos al notar mi presencia tan cerca, y sonrió con un rubor encantador, todavía con los labios húmedos del beso de María. Mi esposa la abrazaba por la cintura y, sin soltarla, me miró con esa complicidad que tantas veces habíamos compartido.
—No te quedes atrás… —me dijo en un susurro cargado de invitación.
Fue entonces cuando mis manos se atrevieron a recorrer su figura. Mi niña respiró hondo, nerviosa y curiosa a la vez. La acaricié por la espalda hasta llegar a la curva redonda de su culo regordete, firme y suave al mismo tiempo, que se acomodó bajo mis dedos como si esperara ese contacto desde antes.
Ella dejó escapar un pequeño gemido, y María la besó de nuevo, sosteniéndole el rostro mientras yo descendía más, hasta sentir el calor húmedo de su intimidad. Era imposible no pensar en su vaginita recién salida del río, temblorosa y palpitante contra mi mano.
—Tranquila… —le susurró María entre besos—. Estamos contigo.
María la sostenía entre sus brazos, yo la rodeaba por detrás, y mi, atrapada entre nosotros, se dejaba llevar con los ojos brillantes, como si estuviera entrando en un mundo que apenas entendía.
—Escucha tu cuerpo… —le dijo mi esposa con voz suave, rozándole los labios—. Es como un instrumento, y cada caricia es una cuerda que podemos aprender a tocar.
Yo, detrás, la besaba en el cuello mientras mis manos volvían a su culo, apretándolo con deleite. Ella suspiraba, apoyándose en María, que la acariciaba jugando con sus pezones como si fueran botones secretos.
—Tu piel es un libro abierto —murmuré en su oído—, y nosotros vamos a enseñarte a leerlo.
Mi hija sonrió entre jadeos, con timidez y picardía mezcladas. María bajó una mano hasta el vientre y la deslizó más abajo, entreabriéndole las piernas.
—Aquí está tu centro… —susurró.
Yo acompañé ese gesto con mis dedos, rozando apenas su vaginita húmeda, palpitante.Mi niña tembló, y María la besó de nuevo, lento y profundo, como si quisiera prestarle calma y aliento.
—No tengas miedo —le dijo mi esposa, rompiendo el beso—. Ahora aprendes con nosotros… y después serás tú quien nos enseñe.
Su respiración ya era rápida, entrecortada, y sus gemidos empezaban a mezclarse con los míos y los de María. Entre beso y caricia, mi niña se detuvo un instante, volteo un poco su rostro y preguntó con un hilo de voz que me atravesó como un rayo:
—¿Yo te gusto, Papi?
Me quedé helado, como si de pronto me hubieran descubierto en medio del pecado. La vergüenza me cerró la garganta y no supe qué responder. María rió suave, disfrutando de mi silencio incómodo, y fue ella quien le acarició el rostro a nuestra niña.
—Camila mi amor, claro que le gustas. Eso se nota.
Camila sonrió, traviesa, y me tomó la mano que mantenía entre sus piernas. La piel húmeda y caliente me recibió con un estremecimiento. María, mientras tanto, se arrodilló frente a ella y le besó lentamente los pezones, chupando hasta hacerlos endurecerse bajo su lengua.
—Tócala bien, Rolo… —me guió mi esposa, con la voz ronca—. Hazle sentir lo que sabes.
Yo obedecí, deslizando los dedos sobre su vaginita mojada, abriéndola con cuidado. Camila soltó un gemido fuerte y se arqueó, me arrodille también y su su culo redondo pegó contra mi abdomen. Supe entonces que ya no había marcha atrás: estábamos los tres fundidos en un mismo pulso, sin pudor ni excusas, solo entregándonos.
Camila estaba entre nosotros, jadeando con los pezones endurecidos bajo la lengua de María y mi mano hundida en su virginidad. En su mirada había miedo.
Sentí un golpe en el pecho. María levantó el rostro de sus pechos, besándola suavemente en los labios como si quisiera protegerla.
—No tienes que tener miedo, Cami… —le dijo—. Estamos aquí los dos. Contigo.
Yo acaricié su rostro, luego bajé despacio por su cuello y su vientre, hasta separar aún más sus muslos.
Sus caderas se movieron apenas contra mis dedos.
María me miró con esa complicidad seria, como quien entrega algo valioso intercambiamos posiciones, yo de frente y ella atrás, ambos arrodillados y empezó a acariciar suavemente su clítoris, murmurándole palabras dulces al oído.
—Relájate, nena… déjate abrir despacito.
Yo me acomodé con la erección firme rozándole la entrada húmeda. Me detuve un segundo, acariciando su cara y besándola, probando su boca suave mientras mis manos se quedaban en sus caderas.
Camila cerró los ojos, apretó la mano de María
Deslicé la punta, despacio, sintiendo la resistencia de su virginidad. Ella gimió, se tensó, y María la sostuvo fuerte, susurrándole en el oído mientras acariciaba su clítoris con suavidad.
—Respira, amor… déjalo entrar poquito a poco.
Empujé con cuidado, milímetro a milímetro, hasta que sentí cómo la barrera cedía. El calor de Camila me envolvió por completo, estrecho y ardiente, arrancándole un gemido profundo que se mezcló con un sollozo breve. María la besaba para contenerlo, acariciándole los pezones mientras yo me quedaba quieto, dejándola acostumbrarse.
—Estás dentro de mí… —susurró Camila, con los ojos llorosos, la voz rota entre dolor y asombro.
Me quedé quieto, besándola en la frente, temiendo que cualquier movimiento pudiera quebrarla. Pero entonces María, abrazada a su espalda, tomó el control. Le acariciaba el cabello, le besaba la nuca, le murmuraba al oído como si la meciera en un arrullo.
—Tranquila, mi amor… es normal que duela al principio. Confía en nosotros. Mamá está aquí contigo.
Con una mano le masajeaba el clítoris despacio, con círculos suaves.
—Despacio, Rolo… que sienta cómo la llenas, pero sin lastimarla.
Obedecí, entrando y saliendo apenas unos centímetros. El calor apretado de Camila me envolvía y hacía que todo mi cuerpo temblara de placer contenido. Ella sollozó de nuevo, pero María la besó con ternura, atrapando ese sonido.
—Eso es, Cami… —le decía entre susurros—. Deja que tu cuerpo se abra, poco a poco. Aprieta mi mano si duele, y mírame.
Yo la embestía suave, lento, sintiendo cómo cada vez se relajaba un poco más, cómo su interior se humedecía con la ayuda de Maríaque sonreía detrás de ella, victoriosa y dulce a la vez.
Aun así, Camila mantenía un gesto de dolor en el rostro. Sus uñas se clavaban en mis brazos, y sus caderas temblaban al recibir cada empuje.
—Me duele… —susurró entre lagrimas, con un hilo de voz tembloroso—. Es muy grande…
María no dejó que el miedo creciera en ella. Le sostuvo la cara, le besó los labios húmedos, y con la otra mano intensificó las caricias en su clítoris, moviéndose en círculos más firmes.
—Sí, mi amor… es grande, es gruesa, pero tu cuerpo se va a acostumbrar. Respira conmigo.
Yo sabía bien lo que decía. Mi verga, dura y palpitante, se hundía en ella poco a poco. Con sus casi diecisiete centímetros de largo y las venas marcadas que recorrían todo su grosor, la llenaba por completo, exigiendo a su estrecha virginidad.
Camila apretó los dientes y sollozó, pero María la calmó, frotándole el clítoris con ritmo constante, besándole las lágrimas antes de que cayeran.
—Aguanta un poco, nena…
Yo me contuve, manteniendo las embestidas cortas y profundas, sintiendo cómo su interior se ajustaba alrededor de mi verga.
Camila apretaba los ojos, con el rostro tenso y sollozante. Cada vez que avanzaba un poco más, su cuerpo temblaba, y sus uñas arañaban mis hombros buscando aferrarse a algo.
La sostuve con firmeza, mis manos en su cintura, y casi la alcé contra mí, como si quisiera abrirla más, buscando hundirle la verga lo más profundo que pudiera. Sentía la estrechez rodeándome, la resistencia cediendo poco a poco, y el calor húmedo tragándome centímetro a centímetro.
—Es demasiado… —jadeó ella, con la voz quebrada, apretando la frente contra el hombro de María.
María no dejó de acariciarla. Le frotaba el clítoris con insistencia, casi desesperada por convertir su dolor en deseo.
—Déjalo entrar, Cami… —susurró con voz dulce y firme—. Relájate, siente cómo te abre, cómo tu cuerpo aprende.
Yo seguía avanzando lento, profundo, mientras la sostenía fuerte contra mis caderas. Cada embestida la hacía arquearse, el contraste de tamaños me volvía loco: su vaginita apretada resistiendo y cediendo al mismo tiempo.
Me incliné sobre ella, mi boca rozando su oreja.
—Así, pequeña… toma esta verga como la putita que eres… —susurré, y al mismo tiempo le clavé una embestida más firme, más honda.
Camila lanzó un gemido roto, mitad dolor, mitad sorpresa. Sus uñas se hundieron en los brazos de María, que no se apartó un segundo. Al contrario, redobló las caricias, su mano acariciándole los pezones con suavidad mientras con la otra no soltaba su clítoris.
—Déjalo entrar, amor… —le murmuró María, besándole la mejilla húmeda de lágrimas—. Afloja, siente cómo te llena, cómo te rompe solo para hacerte suya.
Yo la sujetaba como si fuera mía por completo, mis manos abriéndole la cintura, levantándola contra mis caderas y hundiéndome más. La estrechez me apretaba cada nervio de la verga, caliente, húmeda.
Camila sollozó. María sonrió satisfecha, acariciando su pelo y mirándome por encima de su hombro, como si disfrutara de vernos romperla y guiarla a la vez.
Su clítoris asomaba entre los labios, hinchado, rojo, expuesto. No sabía si era más por las caricias implacables de María o por mi verga, que ahora la abría sin piedad.
Camila gemía entrecortado, con la frente pegada al cuello de María, tratando de contener el llanto. Yo me aferraba a sus caderas, marcando cada embestida con fuerza, sintiendo cómo la estrechez seguía resistiéndome. La miré llorando, y esa visión me volvía más salvaje.
—Aguanta, pequeña… aguanta esta verga —gruñí, mi voz ronca y caliente contra su oído.
María la abrazaba, tierna y firme a la vez, acariciándole el rostro empapado en lágrimas, besándole la boca como si quisiera absorberle el dolor.
—Déjalo… déjalo llenarte… —susurraba, mientras con dos dedos frotaba su clítoris duro y palpitante, en círculos cada vez más intensos—. Mira cómo tu cuerpo lo está pidiendo, aunque no quieras.
Camila sollozó otra vez, arqueando la espalda cuando sentía que la penetraba más profundo, como si todo su ser se tensara en ese límite imposible. La presión en su interior era insoportable.
Yo seguía dentro, empujando, sintiendo su resistencia como un desafío, la verga palpitando con cada embestida corta y cruel. Su interior me exprimía.
Vi a María, con una mano empezó a frotarse el coño empapado, los dedos entrando y saliendo con desesperación mientras con la otra seguía acariciando a Camila. Sus ojos brillaban de lujuria, fija en el espectáculo que se desarrollaba entre nosotros.
—Mírala, Rolo… —jadeó, con la voz rota por el placer—. Tu putita… tan apretada, tan inocente… demasiado pequeña para lo que la estás haciendo tragar.
Camila escondió la cara contra el hombro de María, como si esas palabras le quemaran más que mi verga empujando en su interior. Pero su cuerpo no mentía: sus pezones duros rozaban la piel de mi pecho, y el clítoris hinchado temblaba bajo la insistencia de mi verga.
María gimió más fuerte, masturbándose con furia, el sonido húmedo de sus dedos entrando en ella mezclándose con los jadeos ahogados de Camila y mis embestidas que no cedían.
—Eso, amor… —murmuró mirándome directamente, con una sonrisa torcida—. Hazla tuya, que aprenda de una vez para quién es este cuerpo.
Mi hija lloraba, atrapada en ese punto donde el dolor todavía le atravesaba. Levanté a Cami con fuerza, casi cargándola entre mis brazos mientras ella sollozaba y se aferraba a mi cuello. La giré y la incliné hacia adelante, hasta ponerla de rodillas sobre la arena húmeda, las manos apoyadas frente a ella, su espalda arqueada y su culo regordete ofreciéndose sin que pudiera evitarlo.
—Así me gusta verte… —murmuré, acomodándome detrás de ella y guiando mi verga otra vez entre sus labios estrechos.
Camila gimió, escondiendo el rostro en el antebrazo, como si quisiera desaparecer.
—Mírate, Cami… —susurró mi esposa, masturbándose ella misma con una mano y con la otra acariciando los pezones de nuestra hija—. Tu culo levantado, tu conchita abierta… la putita más linda que he visto.
Yo empujé despacio, sintiendo cómo su interior volvía a resistirse al grosor de mi verga. La estrechez era brutal, pero el ángulo hacía que cada centímetro entrara con una fuerza que me arrancaba gruñidos.
—Trágate esto… —le solté con rudeza, sujetándola de la cintura para que no se moviera.
Camila gritó ahogado, las piernas temblándole, mientras sus uñas arañaban la arena. María, excitadísima, bajó el rostro para besarle el cuello y soplarle al oído:
—Déjalo entrar, amor… ya no hay vuelta atrás.
Mis manos se mantenían firmes en su cintura, pero los dedos gordos de cada mano se hundían en la carne blanda de sus nalgas, separándolas con fuerza. La abría para mí, dándome una visión magnífica de cómo mi verga gruesa, húmeda y brillante, desaparecía lentamente en su interior estrecho.
Cami gritaba con voz aguda y temblorosa, el sonido quebrado entre el dolor y la sorpresa. Sus brazos flaqueaban, casi cayendo contra la arena, pero yo la sostenía en esa posición, arqueada, obligada a recibir cada empuje.
—Mírate, putita… —gruñí, clavándome más profundo, disfrutando de ver cómo su conchita se estiraba alrededor de mi grosor—. Abriéndote para mí como nunca pensaste hacerlo.
María, frente a ella, se inclinó para mirar también. Sus dedos aún trabajaban su propio sexo, chorreando, pero no dejaba de acariciar la espalda y los muslos de Camila con ternura.
—Ay, Cami… —susurró con voz dulce, besándole el hombro mientras nuestra hija sollozaba—. Estás hermosa así, recibiéndolo, aunque llores… no sabes cuánto me calienta verte.
Yo seguí empujando, más fuerte ahora, sintiendo cómo la resistencia poco a poco cedía. Cada embestida hacía rebotar su culo regordete contra mi pelvis, y yo no podía apartar la vista del espectáculo de mi verga desapareciendo en su estrechez.
Mis dedos seguían abriendo sus nalgas, y la imagen era brutal: mi verga gruesa entrando y saliendo de su interior, forzando cada milímetro, brillando por sus propios jugos mezclados con la sangre que salía de ella. Cada embestida hacía que su cuerpo temblara y su voz se quebrara en un grito agudo que llenaba la orilla del río.
—Aguanta, putita… —le gruñí, empujando con más fuerza—. Tu cuerpito va a aprender a tragarla toda.
Camila sollozaba, apretando los dientes, con el rostro hundido en la arena. Y en medio de sus gemidos desgarrados, su mente era un torbellino. Ella me quería, siempre me había querido de esa forma tranquila y firme que se da en la vida familiar, en la confianza de sentirse protegida. Había en mí un afecto seguro, cotidiano, que nunca se había mezclado con lo que ahora la estaba desgarrando.
Y sin embargo, ahí estaba, con mi verga ensanchándola por dentro, con María masturbándose al verla y llamándola putita, con la certeza de que esa frontera se había roto para siempre.
—No… me duele… —jadeaba Camila, pero su cuerpo la traicionaba, sus pezones duros rozando el aire, su clítoris inflamado. María le susurraba al oído, su voz como un veneno dulce:
—Claro que puedes, Cami… es tu papa. Déjalo … déjate llevar.
Yo embestía más hondo, sujetándola firme, mis dedos clavados en sus nalgas blandas, hundiéndome una y otra vez en su estrechez. Su llanto y sus gemidos se mezclaban, una sinfonía de dolor y miedo.
Mis embestidas ya no eran suaves: entraba con toda la fuerza de mi verga, su estrechez me apretaba con rabia, y yo disfrutaba cada segundo de verla quebrarse. Sus manos arañaban la arena húmeda, su cuerpo arqueado, sus nalgas abiertas por mis dedos mientras la llenaba una y otra vez.
Camila lloraba todavía. Dentro de ella se mezclaban recuerdos y sensaciones imposibles. Yo había sido siempre la figura tranquila en su vida, alguien que la cuidaba, alguien que le ofrecía esa seguridad familiar que nunca cuestionó. Y ahora ese mismo hombre la tenía de rodillas, con su culo abierto y su conchita siendo perforada sin piedad.
—No… no sé qué pasa… —jadeó, sacudiendo la cabeza, con la voz rota.
María la abrazó desde un lado, besándole la boca húmeda de lágrimas, masturbándose sin freno con la otra mano.
—Lo que te pasa es que estás siendo nuestra putita… —le susurró con dulzura venenosa—. La misma que se abre y llora, pero aprieta la verga porque no puede dejar de sentirlo.
La palabra quedó flotando en el aire como una sentencia: puta. Camila se estremeció, gimiendo más alto, como si ese insulto le atravesara el alma.
Yo gruñí. Su sumisión empezaba a nacer.
—Eso… —le gruñí, apretando más sus nalgas y hundiéndome de golpe—. Aprende lo que eres: mi puta.
Cuando sentí que la eyaculación era inminente, la saqué de golpe, con su conchita estrecha todavía palpitando y resistiéndose al vacío. No pude contenerme: largué no sé cuántos chorros de leche abundante, tan fuertes que golpearon su espalda y sus nalgas abiertas, chorreando hacia abajo, manchándola como si quedara marcada por mí.
El contraste me desbordaba: estaba más que excitado, era una vorágine de sensaciones, un vértigo entre la ternura y la brutalidad, entre el deseo de protegerla y el placer salvaje de haberla tomado como nunca imaginé.
Camila cayó sobre la arena, exhausta, con el rostro húmedo de lágrimas y sudor. Su respiración era agitada, rota. La palabra puta aún resonaba en su cabeza como un eco venenoso: ¿era eso lo que se había convertido?, ¿eso era lo que yo y María veíamos en ella? La confusión la ahogaba: el hombre que siempre había sentido como seguro, como firme, como alguien de confianza, la había abierto con una violencia tierna que no podía nombrar.
María se dejó caer a su lado y la abrazó por detrás, rodeándola con sus brazos como si la recogiera de una caída. Le besó la nuca húmeda, la oreja enrojecida, susurrándole palabras dulces que contrastaban con la crudeza de lo que acababa de pasar.
—Shhh… tranquila, amor… estás bien, estás preciosa… —le decía, acariciándole el pelo, su voz cargada de ternura y deseo a la vez.
Camila cerró los ojos, dejando que ese abrazo la sostuviera, sin entender. Su cuerpo seguía temblando, manchado de leche, y la palabra puta seguía clavada en algún lugar de su interior, abriéndole un abismo.
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