La Casa de los Deseos (1)
Una familia se muda a una antigua casona con fama de estar embrujada. Lo que descubren, sin embargo, es un mundo donde las fronteras entre la vida y la muerte se desvanecen en un juego de deseo y misterio..
Introducción
Había algo en esa casa que parecía respirar.
Desde afuera, la casona de tres plantas, ubicada a las afueras del pueblo, tenía un aire majestuoso. Una estructura de otro tiempo, de columnas blancas cubiertas por hiedra, ventanales altos, y un enorme portón de hierro que crujía con cada ráfaga de viento. Fue una ganga imposible de rechazar: precio bajo, terreno amplio, sin vecinos a la vista.
Pero también había un rumor… Uno que no escapó a las primeras charlas con los habitantes del pueblo.
—Esa casa está maldita —dijo una anciana en el almacén—. Las cosas que se escuchan ahí adentro… no son de este mundo.
La familia Ruiz no prestó atención. O prefirieron no hacerlo. Después de todo, estaban hartos de la ciudad.
Andrés, el padre, 45 años, necesitaba paz tras décadas de rutina bancaria. Era un hombre alto, de espalda ancha, barba prolija y una mirada que imponía respeto. Tenía un cuerpo aún fuerte, trabajado en su juventud, con brazos marcados y manos grandes que hablaban de experiencia.
Luciana, su esposa de 40, aún conservaba una belleza vibrante y madura. Curvas pronunciadas, piel suave, labios carnosos y una energía sensual que nunca había perdido del todo. Siempre vestía con una mezcla de elegancia y provocación sutil.
Sus hijos mellizos, Valentina y Nicolás, de 19 años, los acompañaban.
Valentina era un torbellino de sensualidad inconsciente. Pelo largo castaño, ojos grandes, cuerpo firme y en forma: piernas torneadas, cintura definida, caderas anchas y una seguridad que desbordaba. Aunque aún inocente en algunas cosas, su curiosidad era insaciable.
Nicolás, por su parte, era reservado, pero su presencia no pasaba desapercibida. Alto, atlético, de músculos marcados por el gimnasio y la juventud, con una expresión siempre entre pensativa y desafiante. Las chicas lo miraban sin disimulo, pero él parecía guardar su deseo para momentos privados.
Se instalaron con entusiasmo. Cada uno eligió su cuarto. La casa crujía por las noches, sí, pero tenía una atmósfera hipnótica, como si los envolviera lentamente. Los espejos devolvían imágenes más intensas de lo real. Las camas parecían respirar. El aire era denso, cargado de algo eléctrico.
Y entonces empezó.
Pequeños susurros por la noche. Una caricia en la espalda al despertar. Un espejo que mostraba más de lo que debería. Una figura etérea en la ducha. El reflejo de un cuerpo desnudo que no era propio. El olor a sexo flotando en habitaciones donde nadie había entrado aún.
Cada miembro de la familia comenzó a vivir experiencias diferentes.
Experiencias sensuales. Tentadoras. Placeres que no podían explicar, pero que no querían detener.
Fantasmas que no buscaban asustar…
Sino poseer. Desear. Excitar.
Y la casa lo sabía.
La casa los había elegido.
CAPITULO 1 –
» Andrés y la joven del camisón blanco »
Andrés nunca creyó en fantasmas.
Ingeniero, de mente práctica, con los pies bien plantados en la tierra. Había comprado esa casa por lógica: espacio, tranquilidad, oportunidad. No por leyendas. Pero la primera noche, al quedarse solo en el cuarto mientras su esposa dormía profundamente en el otro ala, algo cambió.
No supo si fue el silencio… o ese perfume.
Dulce, floral, ligeramente empolvado. Como el de una joven que pasó por el pasillo segundos antes. Era imposible: nadie más estaba despierto.
Pero la sintió. El roce del aire. Una presencia.
Andrés tenía 45 años, cuerpo de hombre curtido: brazos firmes, pecho ancho, espalda poderosa. Dormía en ropa interior por el calor. Se sentó en la cama, mirando la puerta entornada. El marco parecía oscilar levemente. Y entonces… la vio.
Una figura cruzó el pasillo.
Lenta, delicada, flotante.
Una joven mujer, envuelta en un camisón blanco de encaje fino, semi transparente, como los de otro siglo. Su cuerpo se insinuaba bajo la tela: piernas largas, piel tersa y blanca, caderas plenas. Sus senos, grandes y perfectamente formados, se movían suavemente con cada paso. El camisón pegado a su cuerpo revelaba más que ocultaba.
Su cabello era largo, rubio dorado, cayéndole en ondas por la espalda.
Andrés se levantó instintivamente y abrió la puerta. El pasillo estaba vacío. Pero el perfume… seguía ahí.
Durante los días siguientes, las apariciones continuaron.
Primero en el espejo del baño: el reflejo de una joven peinándose, desnuda, sin darse cuenta que él la observaba.
Luego, un roce invisible al acostarse. Como dedos tibios deslizándose por su espalda.
Y por último, una voz.
—¿Me ves ahora? —susurró una noche, justo detrás de él.
Andrés giró bruscamente. Y ahí estaba ella. De pie, en su habitación. Más clara que nunca.
Sus ojos eran grandes, azules, cargados de una tristeza antigua. Pero también… deseo.
—¿Quién sos? —preguntó él, en voz baja.
—Helena.
Viví aquí hace muchos años. Morí joven… pero no vacía.
Sigo buscando lo que nunca tuve del todo.
Se acercó sin miedo. Andrés la sintió. Calor. Vida. Su piel parecía de porcelana, pero estaba cálida. Sus labios eran rosados, perfectos. El camisón cayó con un suspiro sobre el suelo, revelando su cuerpo completo: curvilíneo, suave, deseable.
No era una aparición para asustar. Era para tentar.
Andrés tragó saliva. Sentía su cuerpo responder como hacía años no lo hacía. El deseo lo invadió sin pedir permiso.
Ella lo besó primero.
Un roce suave, pero profundo. Como si lo probara. Luego sus labios bajaron a su cuello, a su pecho, a su abdomen. Sus manos eran delicadas pero seguras.
Él la levantó sin esfuerzo y la llevó a la cama.
No pensaba. Solo sentía.
Se besaron con hambre contenida. Su cuerpo desnudo se movía sobre el de él con gracia, sus caderas buscando las suyas. No hicieron el amor como si fuera real. Fue real. Andrés la penetró con fuerza y devoción, jadeando su nombre mientras ella se arqueaba bajo él, sus pechos rozándole el pecho, sus uñas fantasmales marcándole la espalda.
Helena gemía con voz temblorosa.
No gritaba. Suplicaba.
—No me olvides cuando despierte…
Y al llegar al clímax, su cuerpo se disolvió en luz.
Andrés quedó tendido, bañado en sudor, aún sintiendo su olor en las sábanas.
No fue una fantasía.
Lo sabía.
Y mientras cerraba los ojos, exhausto, juró oír una risa lejana.
Distinta. Más grave.
Un hombre.
Como si otro espectro, en otra parte de la casa, también hubiese encontrado lo que buscaba….
CONTINUARA..
si les gusto sigan con las demas partes donde descubriremos a los demas miembros de la familia experimentar algo similar
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