LA FRONTERA PROHIBIDA
Un viaje en avión desata una pasión oculta..
Otro salto al charco. El sexto en lo que iba de año. Tres de ida y, con este que estaba a punto de iniciar, tres de vuelta. Un salto de ida y otro de vuelta a California, a Chile y este último a Colombia en poco más de seis meses. Con mi trabajo se para poco en casa, es lo que tiene ser… digamos… gestor cultural (me conviene ser discreto sobre mi identidad).
El de Colombia era el salto más corto de los tres, con lo cual, por comparativa, me había tomado la pesadez del viaje en avión con menos pereza. Además, la colombiana Avianca había renovado buena parte de su flota con los Boeing 787, un avión moderno, con todas las comodidades y con un ambiente de cabina más fresco y respirable.
El vuelo partía de Bogotá a las 15:05 hora colombiana y su llegaba a Madrid estaba prevista para el día siguiente a las 7:40 hora española. Unas nueve horas y media de viaje por delante en las que confiaba poder pasar dormido buena parte de ellas.
Los controles en la aduana de El Dorado fueron rápidos y el embarque de lo más puntual. El avión había partido de Quito y hacía escala en Bogotá antes de partir para Europa, por lo que, al avanzar por el pasillo del aparato, pude comprobar como una parte de los asientos estaban ya ocupados por los viajeros que venían de Ecuador. Mi ubicación estaba en la última fila del lado izquierdo del avión. No tuve problemas en ubicar mi maleta de cabina en el compartimento superior, sin embargo, mi asiento, el 40K que estaba junto a la ventana, lo ocupaba una niña que me miraba con sus grandes ojos negros y con ese puntito achinado tan característico de los indígenas andinos. Junto a la niña, en el asiento 40J, estaba la que aparentemente era su madre: una mujer bastante gruesa, de unos cuarenta años, claramente indígena, pero sin rasgos tan marcados como los de la pequeña. Ella, la madre, también me miraba y, sin mediar palabra, consciente de la situación, cogió a la niña del brazo y empezó torpemente a levantarse para dejar libre mi asiento junto a la ventana. A la mujer le llevó tres intentonas conseguir despegar su considerable trasero del asiento, lo que me convenció de que lo mejor sería quedarme en el 40H, junto al pasillo, aunque eso supusiese renunciar a mi lugar junto a la ventana, donde me gustaba disfrutar de la vista durante los despegues y los aterrizajes. A cambio de pagar ese precio tendría la enorme ventaja de no sufrir la incomodidad de pedirle a esa señora que se levantase cada vez que quisiera ir al baño.
– No se moleste, me quedo aquí, junto al pasillo.
– No, por favor…
– No, no, de verdad, no me importa. Deje a la niña junto a la ventana, que seguro que a ella le gusta más y a mí me da igual un sitio que otro.
– ¿Está seguro?
– Sí, por supuesto. Mentí
En ese momento, al ir a sentarme en el 40H, tomé conciencia por primera vez de lo intensa que era la mirada de la niña y de que la sonrisa que me dirigía tenía algo especial, algo entre lo inocente y lo perturbador.
El B-787 de Avianca despegó sin más incidencia que las típicas turbulencias del aeropuerto de Bogotá. Yo, por inercia, intentaba mirar por la ventana, apenas podía ver más allá de un pedacito de la tierra de la que nos íbamos alejando, el cuerpo de la niña me tapaba la visión. En un momento ella se giró, con esa sonrisa suya tan indescifrable, y al verme echó su cabecita hacía atrás para dejarme un mayor ángulo de visión sobre la ventana. Pero yo ya no pude mirar más allá de sus ojos, que seguían clavados en los míos de aquella manera tan intensa con la que esa niña de ojos negros y un tanto achinados me miraba.
Una vez que el avión se adentró en el océano y cogió su altura y velocidad de crucero nos sirvieron el primer almuerzo. En los vuelos largos las comidas y los aperitivos son el reloj que mide el tiempo. Acabas el primero y sabes que ya queda menos para el segundo. Acabas el segundo y sabes que ya sólo queda uno antes de que el viaje termine. Entre uno y otro alguna película y, si hay suerte, una buena cabezadita. Y eso es lo que me dispuse a hacer después de la primera comida: ver una película. Busqué una de acción, no estaba para muchas profundidades, encontré una de la saga de Misión Imposible y apenas comencé a verla noté cierta inquietud a mi lado.
– ¿Qué pasa? Le pregunté a la madre.
– La pantalla de la niña no va. Me contestó.
– Vaya… espere que llamo a la azafata.
La azafata vino y nos dijo que era un fallo que sólo podía solucionar un técnico en tierra. Que lo sentía, que nos ofrecería otro asiento sin ese problema, pero que el avión iba al completo. En definitiva, que la pantalla del 40K no iba y… el 40K era mi asiento. Bueno, al menos podría mirar por la ventana durante el viaje. La madre me agradeció el gesto y la niña me lo pagó con una sonrisa, si cabe, aún más perturbadora. Me senté junto a la ventana y una vez que terminé de acomodarme comprobé, con cierta satisfacción, lo reconozco, que la niña se había sentado a mi lado, en el asiento del medio y que su madre se había colocado en el asiento del pasillo, el que yo había venido ocupando hasta ese momento. Las dos no tardaron en centrase en sus respectivas pantallas y a mí no me quedó otra que sacar el único libro que había echado en la mochila de viaje, cuya lectura se me había hecho bola en el viaje de ida y que confiaba no tener que volver a abrir en el de vuelta.
No tardé en cerrar el libro, cuyo nombre no recuerdo ni quiero recordar. Entonces miré a mi lado. Las dos, madre e hija, estaban con los auriculares puestos, concentradas en la pantalla. La niña metidísima en una película de dibujos animados. La observé, tenía el pelo negro, recogido en una coleta que se perdía por su espalda. De tez entre rojiza y oscura, la frente amplia, nariz respingona y labios carnosos, en forma de corazón. ¿Cuántos años tendría? Me pregunté. ¿10, 12, 14? ¡No, 14 no! Como mucho 12. Bajé la mirada. Llevaba una camiseta blanca de mangas largas, que dejaba su ombligo al aire y en la que ya se marcaban dos incipientes bultitos en el pecho. 13, como mucho tiene 13, me dije. Llevaba una faldita vaquera, que le llegaba a medio muslo, por encima de unos leggins negros que realzaban unas piernas bien formadas. Se había descalzado y apoyaba los pies desnudos en el asiento delantero. Levanté la mirada hacia su rostro y de pronto me encontré con sus ojos penetrantes clavados en los míos. Me sonrió, como diciendo: sé lo que estabas mirando. Yo me quedé paralizado. Una niña, de no más de 13 años, me había pillado mirando, con interés de adulto, su cuerpo. Fue muy rápido, ella enseguida volvió la atención hacia la película de dibujos, pero bastó ese instante, esa mirada y sobre todo esa sonrisa, para que una mocosa me descolocase como pocas veces me habían descolocado en mi vida. Un tanto avergonzado y aturdido me di la vuelta, me eché la manta por encima y cerré los ojos con la esperanza de desaparecer en un oportuno sueño.
Me despertó un fuerte traqueteo del avión. Estábamos atravesando una zona de turbulencias. No era consciente del tiempo que había estado dormido. Las luces del avión estaban apagadas, en modo sueño, y al mirar a mi derecha vi que la niña y su madre dormían cubiertas bajo sus mantas. Acomodé la cabeza sobre la pared lateral, junto a la ventana, estiré las piernas de manera transversal y me dispuse a recuperar el sueño perdido. No había pasado un minuto cuando me sorprendió un movimiento. La niña, dormida a mi lado y acurrucada bajo su manta, se movió de manera brusca, invadió mi espacio y fue a colocar su culito justo sobre mi pierna derecha. Se quedó un tiempo sentada sobre mi pierna, tiempo que fue suficiente para que ese culito inquieto, que no paraba de reacomodarse sobre mi cuádriceps, ahuyentase por completo mi somnolencia. A través de las prendas que nos separaban, de mi pantalón, de la faldita vaquera, de los leggins y de la braguita su culito se dibujaba con precisión sobre mi recto femoral. Sentía con claridad las dos nalgas y la rajita de ese culo infantil. Era el culo de una extraña que había conseguido descolocarme con su mirada y su sonrisa, el culo de una mocosa con un cuerpecito que despertó mi interés, el culo de una niña que, tenía que reconocerlo, con solo sentirlo a través de mi pierna estaba perturbándome como ningún otro culo de mujer lo había hecho antes.
¿Qué me estaba pasando? Llevaba años divorciado, vivía sólo, en una preciosa y amplia casa de campo, tenía una posición acomodada, un trabajo con cierto glamour y un buen sueldo, que sumado al físico que conservaba a mis 51 años me garantizaban relaciones regulares con mujeres atractivas. No quería más matrimonios en mi vida, con uno había tenido suficiente, pero no podía vivir sin sexo y desde que tenía recuerdos me gustaban mucho las mujeres y cuanto más, si me lo permiten, macizas estaban, con un buen par de tetas y un buen culo, más me gustaban. Y ahora, de pronto, una niña de no más de 13 años, a medio desarrollar, me estaba alterando como ninguna otra mujer, por muy espectacular que estuviese, lo había conseguido.
De pronto la niña, que estaba medio encogida, recuperó la verticalidad sobre el asiento, lo que provocó que su culito dejase de estar en contacto con mi pierna. Me quedé con una sensación contradictoria: sentía el alivio en mi pierna liberada del peso de la niña y al mismo tiempo notaba como la repentina ausencia de ese tentador culito se me hacía insoportable. Quería volver a sentirlo sobre mí. Lo añoraba. Lo necesitaba.
Pasó un tiempo, no sé si fueron cinco minutos o veinte, pero fue suficiente para que me calmase un poco e intentase recobrar la cordura. Es una niña, está dormida y ha puesto su culito sobre mí de manera inconsciente, accidental. Será mejor que te olvides de ella y vuelvas a dormirte, me dije. Y justo en ese momento la niña volvió a moverse dando con su culito sobre mi mano derecha, que la tenía con la palma apoyada en el asiento, junto al muslo de la pierna. La niña se me había sentado sobre el torso de la mano. Tenía sobre mi mano todo su peso. ¿Cuánto puede pesar una niña a esa edad? ¿40, 45 kilos? Aunque, la verdad, no es algo que me preguntase en ese momento. En ese instante lo único que podía sentir era la presión sobre mi mano, la tenía prácticamente inmovilizada por el peso de la niña. Pero no intenté retirarla. La dejé ahí, bajo la niña, intentando dibujar de nuevo en mi mente el contorno de su culo a través de lo que me pudiese transmitir el torso de mi mano. Las articulaciones superiores de la mano no tardaron en ponerse a funcionar como un escáner, ofreciéndome de nuevo la imagen de su culito. Pero era una imagen borrosa, poco nítida, el torso de la mano no tiene muchas terminales sensitivas que digamos. Necesitaba aumentar la calidad de la imagen y eso solo lo podría conseguir con la palma de la mano. Empecé a girar la mano lentamente, en parte por la dificultad que suponía moverla bajo el peso que la oprimía y en parte para no despertar a la niña. Imaginaba que estaba dormida y me asustaba pensar que se despertase con la mano de un hombre mayor bajo su culito. Con esfuerzo y sumo cuidado conseguí dar la vuelta a la mano. Por fin la palma de mi mano estaba en contacto directo con la faldita vaquera y a través de ella, de los leggins y de la braguita ahora sí podía sentir con mucha más nitidez el contorno y las formas del culito de la niña. Percibía la redondez de las nalgas y esa divina hendidura que los separaba. Pero quería más y empecé a presionar con el dedo corazón intentando profundizar en su rajita. Llevaba un ratito presionando cuando de nuevo la niña se irguió y saco su culo de mi asiento y, por ende, de mi mano.
Me asusté un poco, lo reconozco, temí que se hubiese despertado. Me quedé inmóvil, simulando estar dormido y cuando todavía no se había borrado de mi mente la imagen del culito, este volvió a posarse sobre mi mano. Pero había una diferencia, ya no estaba tocando una tela vaquera, estaba tocando el tejido de los leggins. ¿Qué era esto? ¿La niña se había movido para levantarse la falda vaquera? ¿Y lo había hecho estando dormida? No, no podía ser, tenía que estar despierta, seguro. Y ahora me estaba ofreciendo su culito sin el incordio de la falda. Los leggins eran de algodón elástico y se ajustaban como un guante a su culito, marcando de manera perfecta la rajita. Presioné sobre ella con el dedo corazón, ahora sin el incordio de la falda, y esperé a ver como reaccionaba, quería asegurarme de que, en verdad, me estaba abriendo la puerta. No se apartó, así que apreté con más fuerza y lo estuve haciendo durante un par de minutos. No podía hacer mucho más porque el peso de su cuerpo sobre mi mano me dejaba poco margen de maniobra. Ella lo debió percibir porque se inclinó ligeramente hacia la derecha, liberando mi mano y ofreciéndome de manera más abierta su culo. Entonces miré hacía la madre, temía que pudiese estar viéndonos. A través de la penumbra vi que estaba dormida, pero por precaución me aseguré que el culo de la niña estuviera bien cubierto con la manta, no sea que fuese a despertarse. La nueva postura de la niña resultaba incómoda para tocarla con la mano derecha, así que yo también me incliné ligeramente y puse mi mano izquierda sobre el culito. Ahora lo podía recorrer en toda su extensión, desde la rabadilla hasta el inicio de la vagina, y despacio, muy despacio (no quería asustarla) lo fui explorando. No era el culo plano de una niña. Lo tenía redondo, bastante desarrollado, con las curvas bien definidas, blandito y carnoso, como sus labios. ¡Qué culito más delicioso! Empecé a acariciarle las nalgas, a pasarle los dedos de arriba abajo por su rajita. Disfrutaba de cada centímetro que tocaba. Tenía los leggins tan ajustaditos que, con una ligera presión, se podía notar, en mitad de su rajita, el agujerito del culo. Me detuve durante un buen rato sobre él. Se lo apreté haciendo círculos. Ella no tardó en mover ligeramente el culo siguiendo el ritmo circular de mis caricias. ¡Sí, parecía que le gustaba! No me lo podía creer. Yo estaba excitadísimo. Nunca había vivido una situación tan morbosa: en la penumbra de un avión, a diez mil metros de altura, en mitad del océano, sobando el culito de una niña de no más de 13 años, con la madre dormida al lado… ¡Mi polla estaba a punto de reventar! Tenía la respiración super agitada. Pero quería más. Subí la mano y la introduje entre los leggins y la braguita. Cuando toqué la braguita tenía el corazón a punto de salírseme por la boca. Por debajo de los leggins fui tanteando la braguita, quería formarme una imagen de ella, me ponen mucho las braguitas. Subí la mano siguiendo la costura inferior de la braga, cuando llegué a la altura de la cadera la desplacé hasta la costura superior y pude comprobar la anchura de la prenda. Por el tamaño deduje que era una braguita de niña. La tenía muy apretada, seguramente se le había quedado pequeña con el último estirón. Imaginé una braguita blanca, con dibujitos de corazones o de fresas y esa imagen me hizo ser consciente, como no lo había sido hasta ese momento, de que estaba atravesando una frontera prohibida. Pero en vez de asustarme y hacerme retroceder, eso no hizo más que aumentar mi excitación. ¡Dios, que excitado estaba! Ya era imposible dar marcha atrás. Un deseo, como no había conocido en mi vida, se había apoderado de mí y me arrastraba sin remisión. Un par de dedos más allá del borde superior de la braguita se adivinaba el descenso desde la cadera hacia la cintura, un descenso que mis dedos comprobaron pronunciado y que me confirmó que las curvas tan bien definidas de su culito se extendían hasta su cintura. Metí la mano por debajo de la braga y la fui bajando siguiendo la rajita del culo. La postura de la niña, con las piernas cerradas, me impedía avanzar hasta la vagina. Situé el dedo índice sobre la rajita y la recorrí de abajo arriba y de arriba abajo hasta que detuve el dedo sobre el agujerito del culo, apreté y volví a moverlo haciendo círculos, pero la presión de la braguita y de los leggins dificultaba el movimiento y sin pensarlo dos veces llevé mi mano libre a la parte derecha de su cadera para intentar bajarle los leggins. Tiré de la prenda, pero apenas pude avanzar. La niña no tardó en acudir en mi ayuda. Alzó el culo y se bajó de un solo tirón los leggins y la braguita hasta medio muslo. Vale niña, quieres guerra, pues la vas a tener, me dije. Con el movimiento para bajarse la ropa mi mano derecha quedó bajo su cadera. Tiré ligeramente de su culo hacía mí mientras cubría de saliva el dedo índice de la otra mano. Puse el dedo bien humedecido sobre el agujerito y muy lentamente empecé a introducirlo. La punta del dedo entro con facilidad, con más facilidad de la que esperaba. Le metí la primera falange del dedo y paré, no quería ir demasiado lejos y hacerle daño. Empecé a mover el dedo en círculos pequeñitos. Ella no tardó en mover el cultito al ritmo que marcaba mi dedo. Así estuvimos un buen rato. Yo notaba como su respiración se iba agitando al tiempo que aumentaba los círculos en el culito. De pronto, en un movimiento rápido y continuo, separó las piernas todo lo que pudo, levantó la cadera, tiró de mi mano derecha hacia delante y me la puso directamente en su pubis, justo por debajo de su ombligo. ¡Joder con la niña! ¿Cómo podía actuar con esa seguridad? Estaba tocando la parte alta de su montecito de venus y… no tenía pelo, lo que me asustó, nunca imaginé que pondría mi mano sobre un coñito impúber. Sin embargo, al bajar hacia la vulva mis dedos se enredaron con una pequeña hilera de pelillos. No cabía duda, se estaba desarrollando. Llegué a la rajita de su coñito y con el dedo corazón avancé por los labios mayores, ligeramente abiertos, de los que sobresalía un pedacito de los labios menores. Introduje el dedo buscando el clítoris. Lo encontré con facilidad y comencé a frotarlo con delicadeza. Ahora tenía el dedo corazón de la mano derecha introducido en su coñito mientras mantenía la primera falange del dedo índice de la mano izquierda dentro de su culito. Empecé a mover los dedos de manera sincronizada, frotando el clítoris por un lado y haciendo círculos en su agujerito por el otro. Ella no tardó en encontrar el ritmo a mis caricias. Movía la pelvis y el culito con tanta habilidad que terminó marcando los tiempos a mis dedos. ¡Lo de esta niña era una locura! Ya no era yo el que llevaba la iniciativa, era ella la que me guiaba, la que se hizo dueña de la situación moviéndose con la cadencia y armonía de una bailarina. Sí, más que moverse, bailaba entre los dedos con los que la exploraba y trataba de excitarla. Ella dominaba la situación. Ella guio mi dedo corazón hacía el interior de su vagina. Ella introdujo la segunda falange de mi dedo índice en el agujero de su culito. Y todo lo hizo bailando… bailando sobre mis dedos. A mí me empezaba a faltar el aire por la excitación cuando noté como su vagina se humedecía. ¿Podían tener orgasmos las niñas a esa edad? La humedad hizo que mi dedo penetrase un poco más en su vagina. Entonces su cuerpo se estremeció, emitió un gemidito y, sí, tuvo un orgasmo, un orgasmo que provocó una pequeña inundación en su coñito. Yo no pude contenerme más y eyaculé. Me corrí. Una corrida larga, abundante e interminable. Me corrí sin tocarme, como sólo me había sucedido alguna rara vez, cuando era joven, como consecuencia de algún sueño erótico. Quizá por eso me volvió a ocurrir ahora, porque todo esto había sucedido como si fuera un sueño. Mientras me corría no pude evitar algunos gemidos que me esforcé en silenciar reprimiéndolos hacía dentro, intentando disimularnos como si se tratase de la respiración profunda de alguien que dormía. Preocupado porque alguien hubiera podido oírme abrí los ojos, que los había mantenido cerrados durante todo el tiempo, como si estuviera dormido.
Pasaron unos segundos hasta que mis pupilas se adaptaron a la penumbra. Mire a la madre de la niña. Seguía tapada con la manta, pero no dormía y… tenía sus ojos clavados en los míos. Me quedé helado, de piedra.
– ¿Está bien? ¿Le sucede algo? Me preguntó en voz muy baja. Disculpe, ¿Está bien? Insistió.
– Sí, gracias. Reaccioné al fin. Estoy bien. Sólo ha sido… un sueño. Sí… un sueño.
Se lo dije con sinceridad, porque en ese momento mis sentidos me decían que todo había sido un sueño. Una sensación de sueño tan intensa que estaba convencido de estar diciéndole la verdad a esa mujer, que me miraba directamente a los ojos, al mismo tiempo que mis dedos seguían dentro del cuerpo de su hija.
– Disculpe si la he molestado. Le dije.
– No se preocupé. No me ha molestado. Y cerró los ojos.
Muy despacio saqué los dedos de su vagina y de su culito, aparté las manos, liberé a la niña de mi abrazo y traté de recomponerme. Empecé a sentir la humedad en mi entrepierna. La palpé por encima del pantalón. ¡Uff!, me había puesto perdido. Necesitaba ir al baño, pero, ¿cómo hacerlo? La niña, bajo la manta, seguía invadiendo mi espacio, con el culito desnudo y los leggins y las braguitas todavía en sus muslos. Recorrí con la mirada el bulto de su cuerpo. Tenía la cabeza apoyada a mitad de altura de su asiento y su mano derecha asomaba por fuera de la manta… entrelazada con la mano de su madre. Justo en ese momento la penumbra dio paso a la luz.
Se encendieron las luces del avión y las azafatas comenzaron con el ajetreo de los carros con la comida. La madre se levantó y fue hacía el baño. La niña, todavía bajo la manta, se incorporó en su asiento al tiempo que se subía las bragas y los leggins. La miré.
– ¿Sabes que tienes una mirada muy especial? Le dije.
Ella simplemente me sonrió.
– Con esa mirada conseguirás lo que te propongas en la vida, no la pierdas nunca.
Me sonrió de nuevo.
– ¿Cómo te llamas?
– Yanira.
Era la primera vez que oía su voz. Ya no era la voz de una niña, pero no llegaba a ser la de una mujer.
– ¿Cuántos años tienes?
– Doce. Pero este año voy a cumplir 13.
– ¡Qué mayor eres!
Otra sonrisa.
– Yanira, ¿te ha gustado lo que acabamos de hacer?
– ¿El qué?
– Lo de las caricias en… ya sabes…
Soltó una risita.
– ¿Te gustaría volver a hacerlo?
Se encogió ligeramente de hombros.
Mientras le hablaba sentía como si flotásemos en una burbuja, como si los dos estuviésemos a años luz de los viajeros que nos rodeaban. En otra dimensión. Aislados en una atmosfera absorbente que lo envolvía todo. Con la extraña sensación de que el tiempo se había detenido.
La madre regresó del baño.
– Espero que no le haya molestado la niña. No para de moverse cuando está dormida.
Lo dijo mientras intentaba sentarse.
– No, para nada, no se preocupe. No me ha molestado lo más mínimo. Pero, si es tan amable, le importaría… necesito ir al baño.
– Sí, por supuesto, pase.
Para salir al pasillo e ir al baño tuve que usar la mochila como pantalla para tapar la entrepierna mojada. Me aseé lo mejor que pude y regresé justo a tiempo de que nos sirvieran la comida. Salvo algunas miradas cómplices y furtivas entre la niña y yo el resto del viaje discurrió sin más interés. Las dos centradas en sus pantallas y yo con la mirada y los pensamientos perdidos en el suelo de nubes que cubrían el océano.
Por fin aterrizamos en Barajas. Después de diez horas junto a ellas apenas habíamos intercambiado poco más que una docena de frases. Más allá de que debían ser ecuatorianas y de que la niña se llamaba Yanira y tenía 12 años no sabía nada de ellas. Lo que sí sabía es que esa niña me había hecho vivir la experiencia sexual más intensa de mi vida y que ahora estaba a punto de perderla para siempre. Tenía que encontrar la manera de mantener el contacto con esa criatura.
Como equipaje de mano llevaban una maleta y una bolsa de deporte que la madre cargaba con dificultad a través del pasillo del avión cuando nos dirigíamos en fila hacia la salida. Me ofrecí a llevárselo, eso me daría la excusa para permanecer junto a ellas mientras atravesábamos la terminal.
Al empezar a caminar por el edificio satélite de la T4 de Barajas me sorprendió la altura de la niña, era más bajita de lo que me esperaba.
No sabía cómo romper el hielo así que recurrí a las preguntas típicas de cortesía.
– ¿Es su primera vez en España?
– Sí, la primera.
– ¿Se quedan aquí en Madrid?
– Sí. En Arganzuela. Con una prima.
– Por cierto, llevamos un montón de horas juntos y no nos hemos presentado. Me llamo Chema. Encantado.
– Nerea. Un gusto. Ella es Yanira.
– ¿Se van a quedar mucho tiempo en España?
– No sé… no sabemos… ya se verá. ¿Y usted vive aquí en Madrid?
– No, trabajo aquí, pero vivo como a una hora de Madrid.
– ¿Y va y viene todos los días?
– Bueno, casi todos los días.
Nos separamos para pasar la aduana y las esperé para continuar juntos hasta las cintas de recogida de equipajes. Una vez que recogieron sus maletas les ayudé a subirlas en un carrito y salimos fuera de la terminal.
– Ha sido usted muy amable. Muchas gracias por todo.
Se me estaban escapando y seguía sin saber apenas nada de ellas.
– Mire Nerea, tengo el coche en el aparcamiento. Si quiere las llevo hasta Arganzuela. No me cuesta nada.
– No, muchas gracias, es usted muy amable, pero viene a recogernos mi prima.
– Bueno, pues nada, que les vaya muy bien, a las dos.
– Muchas gracias, señor.
Miré a Yanira y me invadió un profundo pesar. Ella me miraba con esa intensidad suya. Sentí en lo más hondo que los perdía, que perdía esos ojos negros para siempre.
– Pues, adiós, un placer.
– Adiós y gracias por todo.
Me giré y cuando llevaba andados unos pasos me vino un impulso desesperado. Volví hasta ellas.
– Nerea, mire, le dejo una tarjeta con mi teléfono… con mi celular. Si alguna vez necesita algo, del tipo que sea, no dude en llamarme. ¿De acuerdo? Tome.
– Bien, vale, muchas….
No escuché más. Me di la vuelta y salí disparado. Antes de desaparecer por el pasillo que llevaba al aparcamiento no pude evitar girarme para verla una última vez. Las dos, madre e hija, me estaban mirando. Les hice un gesto con la mano y sin perder el paso seguí mi camino.
Muy bueno, excitacion al máximo.