La gran cogida
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
La gran cogida!
Después de esa noche en el asado en casa de sus amigos, Celia había tenido que atender a Julián que, descuidando su incipiente gripe con la exposición al rocío hasta tan altas horas, había llegado a su casa hecho un trapo; entre ordenar la cama que estaba deshecha cuando salieran la noche anterior, hacerlo dar un rápida ducha caliente, fregarle el pecho con una crema anti tusígena, darle dos antigripales y casi obligarlo a tomar un Rohypnol para que durmiera profundamente hasta la descongestión, se le fueron las primeras horas de la mañana y conociéndose, sabía que si ella también se acostaba, no se levantaría a tiempo para preparar las cosas con que recibiría la visita de su hija con su nietito.
Cada vez que Constanza la visitaba con Alfredito, a ella el mundo se le iluminaba, porque agradecía haber sido bendecida con ese abuelazgo cuando aun era joven y podría disfrutar de su nieto como no lo hubiera hecho con sus hijos porque trabajaba.
Es que la ocurrencia de su hija de embarazarse a los dieciocho años sin estar casada y cuando ella todavía no alcanzaba los cuarenta, aparte del desbarajuste familiar, a Celia le había provocado una especie de trauma que la aproximaba a la vejez, pero, una vez aceptado lo inevitable y concretado el matrimonio, el advenimiento de aquel pompón que era su nieto había cambiado absolutamente su vida.
Pensando en las cosas ricas que preparara la tarde anterior y que debía terminar de cocinar, decidió darse una buena ducha y así compuesta, dedicarse a organizar todo mientras su marido no la molestaría por el profundo sueño en que lo sumieran los cinco miligramos del poderoso hipnótico; realmente, el vigor de los chorros de agua caliente iban relajando de su cuerpo no sólo las tensiones de las últimas horas sino además el cansancio de las casi veinticuatro horas sin dormir y por un largo rato, se mantuvo parada bajo la ducha para recibir con los ojos cerrados esas oleadas reparadoras.
Tonificado el cuerpo, se entretuvo en la paciente tarea de enjabonarse con esos nuevos jabones cremosos y en tanto pasaba morosamente las manos por su cuerpo, se sintió halagada por lo que revelaban a su paso, ya que, aun a costa de aceptar que eran producto de largas horas de gimnasio, a los cuarenta y un años conservaba su figura casi intacta, salvo esos engrosamientos en senos, caderas y glúteos que, en su caso no había hecho más que consolidar lo que los partos aportaran.
En esa concienzuda exploración, creyó notar que en la parte interior de la vulva existía una especie de dureza y entonces, recostándose contra los azulejos, abrió las piernas de costado cuanto pudo y separando los labios mayores con índice y mayor, se inclinó para observar el posible gránulo o quiste; a primera vista no era aparente, y entonces llevó la sensibilidad de la yema del dedo mayor a recorrer meticulosamente todo el interior del óvalo, detectando la limpieza nacarada del fondo, el agujero de la uretra y los abundantes pliegues de los labios menores a los que, por su profusión, recorrió con escrupuloso cuidado, notando con cierta sorpresa que ese contacto colocaba en el fondo de sus entrañas aquel escozor que le anunciaba su excitación sexual.
No era que con su marido dejaran de prestar atención al sexo, pero sí debía de reconocer que desde hacía un par de años, ya no ponían tanto empeño en prolongar los acoples y que estos, en los últimos meses, se espaciaban más al conjuro del cansancio que del entusiasmo que en ella seguía vigente pero que se allanaba a las necesidades de Julián; de cualquier manera, notó con alegría cómo los prolijos toques a los tejidos aun la calentaban y aunque nunca fuera una ferviente cultora de las masturbaciones proporcionadas por ella misma pero sí a las que la sometía su marido, se dijo que bien podría profundizar la relajación y llevó los dedos a recorrer ya con otra misión todo el sexo.
Sobradamente conocía los puntos en que las caricias y los refriegas tenían mayor efecto y por eso fue encerrando entre índice y pulgar las barbas fruncidas del interior para estregarlas entre sí, al tiempo que relevaba con el índice y mayor de la otra el capuchón del clítoris y notándolo ya minimamente erecto, inició un serie de friegas que la fueron enardeciendo; ya decididamente lanzada a la masturbación, se aplicó casi con saña a restregarlo mientras que los otros dedos, abandonando los frunces, se aventuraron hacia la vagina para explorar sus bordes en suaves círculos que, en la medida en que crecía la calentura, fueron atreviéndose al interior y tras mandar al solitario mayor a buscar en la cara anterior el bultito calloso del punto G, irlo estimulando casi con sobona satisfacción.
Por primera vez en mucho tiempo, una masturbación parecía despertar en ella a demonios que creía definitivamente perdidos en su sensibilidad y que antaño la llevaran a dejarse arrastrar por su marido a las más viciosas pero deliciosas manifestaciones sexuales; inclinándose aun más y mientras castigaba con vesánica insistencia la endurecida carnosidad del clítoris, llevó al interior de la vagina otro dedo para que juntos, en un exquisito movimiento de rascado, encogiéndose y estirándose, recorrieran todo el interior anillado del conducto, resbalando en las abundantes mucosas que expelía el útero.
Envuelta en la espesa nube de vapor, se ahogaba en la misma ansiedad por acabar que le reclamaban su mente y sus entrañas y entonces, empeñándose a fondo, ahusó todos los dedos y quebrando la muñeca para embocarlos horizontalmente, comenzó a penetrar la vagina como un mortificante ariete que, sin embargo, fue conduciéndola a lo más cercano a un orgasmo-orgasmo que sintiera en mucho tiempo y cuando aceleró el golpeteo que se manifestaba en un sonoro chas-chas por el agua y sus propios jugos, sin pensarlo, pero sabiéndolo el complemente ideal para una situación semejante, condujo el dedo mayor de la otra mano a buscar entre las nalgas los complacientes esfínteres anales que sin embargo la molestaban con una tripita quisquillosa y, penetrándose repetidamente hasta los nudillos como en otros tiempos, se acompasó a la masturbación hasta que la falta de aliento y el líquido calorcito escurriéndose entre los dedos, le dijeron que había acabado satisfactoriamente.
Resbalando hasta quedar espatarrada en el suelo, continuó regodeándose con los dedos y sólo después de unos minutos se encontró con fuerzas para incorporarse; terminando rápidamente de enjuagarse, se secó someramente porque el calor de la mañana ya empezaba a apretar y colocándose un corta bata de toalla, se dirigió a la cocina comedor a prepararse un café que calmara un poco esa ansiedad que aun le revolucionaba el vientre mientras sentía en su boca aquel sabor singular e inefable que, no sabía a otras, pero a ella le dejaba de una buena acabada.
A todo esto ya habían pasado los nueve de la mañana y cuando se encontraba parada de espaldas a la mesada con las piernas cruzadas cómodamente, paladeando la infusión mientras con la mirada perdida en la nada de la pared opuesta rememoraba la reciente masturbación, escuchó sobresaltada la chicharra del timbre; preguntándose extrañada quién pudiera ser a esa hora de un domingo, espió por la mirilla y pudo ver la cara de Juan Carlos, uno de los albañiles que estuvieran haciendo unas reparaciones hasta la tarde anterior.
Abriendo la puerta pero sin sacar la cadena, escuchó los buenos días del hombre que, junto a José, el ayudante, le pedían disculpas por el día y la hora pero sucedía que habían dejado olvidadas en el patio algunas herramientas que necesitarían en la tarde para otro trabajo; conociéndolos desde hacía tiempo en el barrio y atenta a lo razonable de su pedido, cerró la puerta un momento para sacar la traba y abriéndola, se hizo a un lado mientras José parecía dirigirse hacia el fondo.
Ella intentó seguirlo, pero Juan Carlos se lo impidió al sujetarla por un brazo y cuando se dio vuelta indignada por semejante desfachatez, se encontró tomada por la garganta y mientras le decía sordamente al oído que ni siquiera lo intentara, el hombre acercó a su cuello la punta de un cuchillo o navaja para, mientras protestaba mentalmente su iracundia por esa estupidez, ir bajándole la bata por los hombros desde atrás.
Aun con el filo raspándole el cuello, saber lo que pretendían los hombres la desesperó de impotencia, máxime sabiéndose absolutamente sola, ya que la presencia de su marido en la casa no contaba pero sus vanas súplicas sólo aparentaron incitar más a los hombres, porque José había vuelto atrás y mientras su jefe la sostenía, fue terminando de sacarle la bata; la oleada perfumada que daba cuenta de su limpieza, más la exhibición de su total desnudez, pareció entusiasmar a los hombres quienes, sin saber lógicamente que su marido yacía narcotizado en la cama, cerraron rápidamente todas las puertas que comunicaban con el interior y viendo a la temblorosa mujer que intentaba cubrir su desnudez cruzándose de piernas y tapando los senos con los brazos cruzados, le anunciaron que se preparara para una de las mejores cogidas de las que pudiera haber disfrutado.
Desnudándose por turno mientras uno la mantenía amenazada con el cuchillo, José se sentó sobre la mesa con las piernas abiertas y los pies colgando, mientras Juan Carlos la hacía retroceder hasta que su cuerpo tocó el borde y con la afilada punta picaneándola bajo el mentón, hizo que ella misma trepara a la mesa para sentarse en el pequeño espacio entre las piernas de su compañero, con lo que sólo las nalgas ocupaban ese lugar y debía evitar caer sosteniéndose con las manos en el borde.
Viendo su dificultad, José la ayudó al pasar sus brazos entre las axilas y rodeando con las manos los senos estremecidos, fue sosteniéndola para que su compañero acercara el rostro al de la despavorida mujer; temblando mientras esperaba el contacto de sus labios, se sorprendió cuando el hombre le ordenó sordamente que recogiera su largo pelo lacio aun húmedo y del que caían todavía algunas gotas sobre sus tetas para que no los estorbara en el acople y cuando ella, con esa práctica que dan los años, le obedeció al tiempo que ahogaba un sollozo para formar un sólido rodete en la nuca, entonces sí, aproximó sus labios a los trémulos de Celia para rozar apenas la piel que el pavor resecara.
Ella esperaba mayor violencia en un hombre cuya brutalidad afloraba en cada gesto, pero parecía que en esas cosas se comportaba de manera diferente, ya que exhalando un tibio aliento que no le desagradó a pesar de las prevenciones que su aspecto le sugerían, fue aplicándole unos pequeños besos tan cortos como tiernos que ella trataba de esquivar y que no podía por la punzante presencia que aun apretaba su garganta y, a su pesar sintió como se cerraban suavemente sobre su boca para envolver muellemente sus labios en besos de subyugante atracción.
Aunque el temblor no la abandonaba ni por un instante y de su boca sollozante surgían involuntariamente hondas súplicas, no podía dejar de notar que la delicadeza del hombre ponía un correlato a eso con las sensaciones que volviera a experimentar en su reciente masturbación y en tanto aquietaba su desasosiego, sintió como sus labios recibían halagados el beso mientras recobraban su maleabilidad para alargarse a la búsqueda inconsciente de esa concreción.
Con los ojos cerrados, la mujer dejó de ofrecer resistencia y cuando la lengua del hombre deslizó su punta suavemente en la rendija de los labios entreabiertos a la par que los dedos encallecidos pero ágiles de José, después de sobar delicadamente las tetas, fueron estregándolas entre sí hasta con cierta ternura y, cuando los separó para estirarlos a los lados en agradable sobar de toda la mano, no pudo contener un suspiro que denunciaba el placer y entonces la lengua de Juan Carlos incursionó al interior en busca de la suya; a pesar del terror que la invadía, su cerebro no podía menos que trabajar a mil y al sacar cuenta de la continencia sexual a que la abulia de su marido la obligaba estaba a punto de volverla loca, como su reciente y deliciosa masturbación probaba, se dijo por qué no, por qué no podía tener la satisfacción íntima de asumir que alguna vez había dado suelta a sus verdaderos sentimientos y necesidades y había participado activamente en una orgía, que era lo que aquello prometía.
Con el estómago hecho un embrollo por los nervios que la carcomían, se dejó llevar y su lengua no sólo salió al encuentro de la del hombre sino que se esmeró en atacarla y sus labios ciñeron los fuertes de Juan Carlos en lo que era casi una masticación. La respuesta inmediata a esa clara aceptación se manifestó en una mano del hombre acariciándole la parte baja del vientre para después y casi al mismo compás de esa cadencia bucal, ir derivando hacia la concha para establecer contacto con ese relumbrón rubio que redujera a su mínima expresión con la depilación y cuya forma de flecha parecía indicar donde se encontraba el centro del placer.
Las manos de José habían completado la etapa de inervación muscular en las tetas y ahora los dedos se encargaban de escrutar cuidadosamente la dilatada superficie de las aureolas, como verificando la consistencia de los numerosos quistes sebáceos que las poblaban y que, por lo menos en ella, funcionaban como verdaderas terminales que la conectaban al excitarse con los más recónditos planos de su sensorialidad; reclinada sobre el pecho del hombre, ni siquiera se atrevía a soltar las manos para asirse desesperadamente a Juan Carlos por miedo a modificar algo con esa actitud, pero el verdadero hambre que puso en sus besos a la par que, imperceptiblemente iniciaba un atávico meneo de la pelvis, llevó el mensaje al hombre quien dirigió sus dedos a acariciar externamente la vulva para luego de recorrerla hasta donde se perdía en el periné, subir desde la cerrada boca de la vagina cubierta de líquidos, en gran parte fruto del baño y por los jugos que emanaban involuntariamente el útero y penetrando dentro del carneo cofre de los labios mayores, ir relevando la consistencia de los arrepollados menores para, finalmente, arribar al carnoso prepucio que protegía al clítoris, sobre el cual ejerció suaves e insistentes frotaciones.
Celia no decía una palabra, pero su actitud corporal menos crispada y los ardientes jadeos con que alternaba los besos, le dijeron al hombre que ya estaba lista y mientras dejaba en manos de su compinche el trabajo a las tetas, se acuclilló frente a ella para levantarle las piernas y encogiéndoselas, colocó los pies sobre sus hombros.
Los dedos de José ejecutaban un trabajo exquisito en las sólidas tetas y luego del espectacular relevamiento a los gránulos, se dedicaban a verificar con los filos de las uñas la infinidad de arruguitas infinitesimales que poblaban los lados de los largos y gruesos pezones y cuando Juan Carlos llevó la punta de una lengua tremolante a realizar el mismo recorrido que hicieran los dedos, no pudo reprimir exhalar un profundo suspiro que conllevaba un susurrado sí; hacía mucho tiempo que una lengua no estimulaba de esa manera los esfínteres anales de Celia y cuando el hombre la complementó con un trompeteo de los labios en honda succión a la tripita que ella hundiera con su dedo, creyó estar rejuveneciendo más de veinte años en que la culearan por primera vez y tal como en aquella oportunidad, proclamó un claro asentimiento asociado a una grosera referencia que ni siquiera habitara su mente ni por un momento.
La boca se estacionó unos momentos más y casi con renuencia, fue despegándose de entre las nalgas para transitar con tenues lambeteos el periné y al llegar a la boca de la vagina que ya dejaba escapar débiles flatulencias, la esquivó como a propósito y haciendo caso a la invitación de los dedos pulgares que habían separado ampliamente los labios mayores, se internó en el revoltijo de fruncidos tejidos carnosos que le proponían los labios menores en calmosos chupeteos que alimentaba con rápidas invasiones de la lengua tremolante cargada de saliva para que el exquisito círculo virtuoso se repitiera, y así, una y otra vez, hasta que los dedos de ambas manos se confabularon para ir en su auxilio y de esa manera, mientras pulgar e índice estrujaban entre sí los ahora hinchados labios menores, el pulgar de la otra mano se introdujo invertido a la vagina.
Con toda la mano apoyada en la tersura del muslo, el dedo penetró muy despacio en el caliginoso agujero y con prolijidad, se dedicó a ubicar en la cavernosa cara anterior el sitio preciso donde apenas se notaba la pequeña callosidad del punto G y ejerciendo un movimiento que lo encogía y estiraba, fue haciéndolo cobrar una nueva dimensión; ya fuera por hábito adquirido cuando sus hijos eran chicos o porque no solía hacer demostraciones escandalosas, lo cierto era que Celia siempre había reprimido sus exteriorizaciones y ahora, aunque sabía que a su marido no lo despertaría ni un tren, lo que hacía el hombre en su sexo le parecía lo más placentero que le ocurriera en los últimos tiempos y con los dientes apretados, dejaba escapar un agudo chillido repetido que terminaba en ronco bramido al tiempo que meneaba la cabeza de lado, arriba y abajo, pero cuando Juan Carlos concretó aquello encerrando al alzado clítoris entre sus labios para succionarlo con impresionante fortaleza, el bramido se transformó en un claro y alto pedido de que la hiciera alcanzar la gloria del orgasmo de esa manera.
Y el hombre la satisfizo con creces, satisfaciéndose él, ya que incorporándose hasta que sus talones quedaron sobre los hombros, embocó en la vagina la cabeza del falo y, morosamente, fue hundiéndolo; ella no esperaba enfrentarse tan pronto con la violación y abriendo los ojos con espanto, comprobó que el volumen de la verga prometía ser algo extraordinario.
Julián no era precisamente un discapacitado y en sus buenos tiempos la había hecho sudar tinta por la potencia y los ángulos que le otorgaba a su miembro, pero lo que Juan Carlos estaba metiendo a la vagina no sólo la estaba haciendo sufrir a una edad en que cualquier verga tendría que resultarle reducida en el traqueteado y holgado conducto sino que a su paso le producía desgarros notables que le ardían tan intensamente que, por reflejo o pretendiendo acelerar el proceso, le pidió rabiosamente que la sometiera de una vez.
Esa histérica necesidad no se debía solamente al trabajo del Juan Carlos en su sexo, sino también al de José en los senos a los que ahora no sólo martirizaba deliciosamente con un retorcer a la mama que la crispaba agradablemente, sino que lo alternaba con espaciados hundimientos del filo de las uñas y esos aguijonazos actuaban como un acicate para el deseo; viendo que su amigo iba a penetrarla, José se apartó para ir dejándola apoyada en el tablero y arrodillándose sobre su abdomen, colocó una verga de considerable tamaño en el valle entre las tetas que con la excitación ya no caían flojamente como dos huevos fritos y presionándolas para que su mórbida solidez la envolviera, resbalando en la fina capa de sudor, la hizo deslizarse como si fuera una vagina.
A medida que el falo del otro hombree se introducía dolorosamente a la vagina, inconscientemente ella iba acomodándose y cuando Juan Carlos vio su predisposición, la envolvió con los brazos desde la cintura para asentar las poderosas manos en las nalgas y alzándola un poco, facilitó que ella envolviera las piernas en las caderas utilizando los talones para presionar los glúteos del hombre; al paso de la verga en su interior, distendiendo y soflamando sus tejidos como si fueran los de una virgen adolescente y comenzando a dilatar las estrechas paredes del cuello uterino, un ansia loca por ser poseída la encendió y haciendo blanquear sus nudillos por la forma en que se aferraba al borde de la mesa, proyectó la pelvis hacia delante al tiempo que estiraba el cuello con la boca abierta en clara demanda del falo dde José.
Comprendiendo el ansia que debían de despertar en esa mujer para ellos madura, los vigorosos cuerpos de dos jóvenes que no alcanzaban los treinta años, José la aferró con la dos manos por los lados de la cabeza y despegándose del pecho, puso al alcance de sus labios la punta ovalada del falo; roncando mimosamente mientras susurraba incoherencias procaces, Celia alargó la lengua en ágil tremolar pero al tomar contacto con ese sabor tan particular de los penes, se abalanzó angurrienta con la boca abierta para apresar al glande y cuando lo sintió caliente entre los labios, lo succionó apretadamente. En tanto advertía a la verga portentosa de Juan Carlos rascando sin herirla en el endometrio, la inclinación de José la hizo sentir al falo ocupando toda la boca y buscando ella misma el roce con la glotis para experimentar esas arcadas que la hacían calentar por la manera en que contraían los músculos vaginales contra el miembro que los estaba martirizando, comenzó verdaderamente a disfrutar de esa violación que no lo sería si ella consentía que la poseyeran y, por primera vez en sus cuarenta y tres años, disfrutó de una excelente cogida al tiempo que mamaba esa verga tan dúctil.
Era fantástico sentir la verga de Juan Carlos entrando y saliendo al tiempo que su boca se engolosinaba con los sabores agridulces y soltando por primera vez los dedos de la mesa, ya que su cuerpo se alzaba para que la posesión fuera más intensa, fue cerrándolos alrededor del tronco y en tanto levantaba la verga para que ella pudiera solazarse chupeteando el nacimiento del escroto, ejercían una perezosa masturbación, envolviendo repetidamente la cabeza para restregar ceñidamente el interior del surco.
Antes de volver a enfrascarse en una nueva mamada, y semi ahogada por su propia saliva, jadeando por el esfuerzo, sacó un hilo de voz para agradecer a los hombres aquella cogida e instándolos a que la rompieran toda haciéndole lo que quisieran, enganchó aun mejor los talones sobre las nalgas de Juan Carlos y roncando de placer, imprimió mayor fortaleza a los embates de su cuerpo contra el del hombre, logrando que ese choque se hiciera sonoro por la abundancia de los jugos que manaban de su sexo.
José decidió acelerar los tiempos e inclinándose más sobre ella, comenzó a menear la pelvis para penetrar la boca como si fuera una vagina y ella, en calurosa respuesta, lo aferró por las nalgas para atraerlo hacia ella y hacer acompasado el ir y venir de la verga en la boca; Celia estaba encantada con aquella mamada que la hacía retroceder años no sólo en las experiencias sino en lo que ahora volvía a sentir y encontrando una cadencia en la cópula maravillosa a que Juan Carlos la sometía, aprovechó la consolidación de los hombros contra la mesa por el peso de José para ir elevando y bajando las caderas como en esos ejercicios en que tonificaba las nalgas, con lo que el roce interior se le hizo abrumadoramente perfecto y placentero.
El tiempo pareció no transcurrir, hasta que en medio de ese acople inédito, sintió como desde lo más hondo de las entrañas, una histérica necesidad la reclamaba al tiempo que los olvidados colmillos de los hambrientos lobos que parecían carcomerla en cada orgasmo verdadero, comenzaban a raer y tironear de los músculos como queriendo separarlos de los huesos para arrastrarlos hasta el cráter ardiente del sexo y proclamando a los hombres su pronta eyaculación, comenzó a agitarse con desenfreno hasta que, en medio de exclamaciones gozosas que ahogaba la verga metida en su. boca, recibió la doble recompensa de los espermas, el uno derramándose gustosamente en la misma garganta y el otro expulsando los tibios chorros espasmódicos casi directamente en le útero.
En medio de tan abundante cosecha, pletórica de placer y satisfacción, con el pecho como emisor de esos bramidos con que expresaba toda la revitalizadora euforia que el sentirse poseída de esa forma le producía, sintió la caudalosa riada de sus jugos haciéndose miscibles con el meloso semen para escurrir ruidosamente en fragosos chasquidos que producía el vaivén del falo en sus últimos embates.
Al ser liberada de la presencia de José sobre su pecho, se levantó apoyada en los codos y con la vista nublada por las lágrimas de felicidad, observó como Juan Carlos aun seguía con un leve balanceo copulatorio, cosa que agradeció porque ella era de lentas eyaculaciones y su vientre todavía seguía estremecido por la sensacionales contracciones, pero al observar el albañil su recuperación, se inclinó para pasarle sus poderosas manos por debajo de las axilas y arrastrándola alzada hasta fuera del mueble, le ordenó que se la siguiera chupando; arrodillada frente al hombre, se preguntó como su vagina ya poco ejercitada, había podido soportar el tamaño de semejante belleza, ya que la verga parecía todo el catalogo del miembro perfecto.
Tal como lo presintiera, el largo excedía en mucho a los veinticinco centímetros y era su grosor lo que lo hacía insuperable, ya que el grosor superaba los cinco y la maciza barra redondeada estaba cubierta de anfractuosidades y venas que la hacían aun más temible; no obstante y aunque sabía que la dureza del piso colocaría hematomas en sus rodillas, estaba fascinada por semejante belleza y extendiendo una mano para darse cuenta que a pesar de sus mejores esfuerzos, jamás sus dedos alcanzarían a rodearlo por completo, tomó delicadamente a la verga chorreante de esa mezcla de semen con jugos vaginales para alzarla y poniendo de lado la cabeza, llevó la lengua tremolante a enjugarlos en los meandros de los arrugados testículos.
Era notable como la situación dramática como de una violación, había despertado o sacado a flote todas aquellas fantasías desquiciadas con respecto a ciertas perversidades sexuales que toda mujer elucubra en lo mas oscuro de su mente y ahora, convencida de la impunidad que la droga su ministrada a su marido le otorgaba, estaba dispuesta a convertirlas en realidad aunque pagara por ello hasta con algún serio daño físico; una absurda glotonería la dominaba y así fue como labios y lengua se complementaban en recorrer los redondos testículos y al inclinar todavía más para alcanzar la parte trasera, el demonio de una inquietud que siempre la tentara y jamás se atreviera a realizar con Julián, la hizo aventurarse hacia el ano.
El entusiasmado asentimiento del muchachón junto con una gratuita pero acertada definición de vieja puta, le dijeron que no estaba desacertada y separándole las duras nalgas con los índices, se hizo lugar para alcanzar la oscuridad del hoyo; aunque no era afecta a las sodomías por cuya dolorosísima experiencia pasara hacía muchísimos años y no a manos de su marido, sí la excitaba de un modo particular lo que lenguas, labios y dedos pudieran hacer externamente y entendiendo que a casi todo el mundo le placía esa excitación aunque un pacato decoro pudoroso le impedía proclamarlo y menos solicitarlo.
Decidida a complacer a quien la hiciera disfrutar de tan prodigiosa cogida, envió la lengua en vibrante exploración y aunque el amargor característico de esa región sumado al sudor le produjo un momentáneo asco, dominó la repulsa para que la punta de la lengua escarbara tremolante sobre el apretado haz de los esfínteres y para su sorpresa, con la voluntaria flexión de las piernas de Juan Carlos para que tuviera más lugar, los musculitos fueron cediendo para dejarle ver el interior rosáceo de la tripa; un deseo retorcido superó las prevenciones de la todavía joven abuela y diciéndose que a pesar de todo, aun era mujer, con esa innata sapiencia femenina para el sexo, envaró la lengua y muy delicadamente, el órgano fue trasponiendo los umbrales del recto.
Alabando groseramente sus condiciones innatas para la prostitución, el hombre iba separando cada vez más las piernas y con ese consecuente descenso, el ano se abría naturalmente, cosa que aprovecho Celia no sólo para introducir unos centímetros la lengua a la tripa, sino para pegar sus labios como una ventosa y con esa intención, succionar profundamente hasta sentir en las papilas el sabor desconocido pero no desagradable de las mucosas intestinales; mezclando a sus imprecaciones un sordo bramido de contento, Juan Carlos ejercitaba como una especie de corto galope, especialmente estimulado por la acción de las manos sobre el falo, ya que mientras una realizaba una breve masturbación al tronco con un ceñido aro formado por índice y pulgar, los dedos de la otra se esmeraban en repetidos movimientos envolventes al grande, por los que corría el prepucio hasta el surco para restregarlo con dureza y luego volvían a restregar la inflamada cabeza.
Especulando con que debía morigerar su entrega para ser ella quien obtuviera los mayores beneficios, decidió postergar la sodomía manual y volviendo a ascender por sobre el perineo y los testículos sin dejar ni por un instante a labios y lengua inactivos, envolvió con la boca abierta el fabuloso tronco para subir lentamente a la vez que lo sometía a intensas chupadas de lo que aun restaba de su flujo; recordando tiempos viejos en que satisfacía a sus “amigos” con fugaces masturbaciones, rodeó al glande con los dedos para luego ir realizando un movimiento rapidísimo en lo que denominaban “picculina”.
Con ese juego combinado, el hombre pareció enloquecer y cuando ella arribó a la punta del falo para abrir la boca y como si quisiera devorarlo fue introduciéndolo hasta sentir el atisbo de la nausea, cerró dificultosamente los labios y muy lentamente, con pequeños vaivenes que confirmaban lo anhelosa de la mamada, transitó nuevamente hasta la punta, se aplicó a estregar al surco entre los dientes sin lastimarlo, arribó al óvalo para después abrir las mandíbulas hasta la dislocación y repetir el proceso.
Proceso que la agotaba y viendo ya endurecido el falo, se dio un descanso para rodearlo con ambas manos y ejecutando un movimiento giratorio ascendente y descendente pero cada una en sentido inverso a la otra, llevó a Juan Carlos nuevamente al paroxismo pero, diciéndole que no deseaba volver a acabar sino seguir penetrándola en distintas posiciones, este la hizo parar para luego conducirla frente a una silla en la que se sentó; adelantándose a su pedido por ser esa una de sus posiciones preferidas por la facilidad con que podía realizarla casi en cualquier lado, ella se ahorcajó sobre la entrepierna y aproximado el cuerpo hasta que su vientre se estregó contra los pectorales del hombre, aferrada al curvado respaldo de la silla Windsor y con los senos aplastados contra el rostro de Juan Carlos, fue descendiendo hasta sentir rozando la entrepierna la punta de la verga que él mantenía erecta.
Echándose un poco hacia atrás, buscó angurrienta la boca del hombre y al tiempo que iniciaba el descenso final, le suplicó que mientras la poseyera, sobara y restregara sus senos; las poderosas manos rodearon en rudo estrujamiento las tetas oscilantes y entonces, ella misma buscó con sus dedos al portentoso falo para embocarlo justo en la entrada a la vagina y auto flagelándose en una dolorosa y maravillosa inmolación, fue bajando el cuerpo a la par que de su boca salían ayes de sufrimiento que sin embargo conllevaban una alta dosis de placer.
Cuando toda esa inmensidad cupo dentro del sexo avasallando la estrechez del cuello y rozando las paredes del útero, ella imitó una rápidos movimientos conejiles que llevaron a la cabeza a deslizar sobre el endometrio en distintas direcciones que le hacían sentirlo casi en el estómago; con la boca abierta en silencioso grito y los ojos cerrados por el goce masoquista que semejante martirio le permitía disfrutar, fue flexionando muy despaciosamente las rodillas y cuando inició el primer movimiento copulatorio, sintió que, aparte de clavar los dedos en los músculos mamarios como si quisiera separárselos, el hacia rotar entre los dedos a los largos pezones en un fantástico suplicio que la enajenaba de gusto.
Dándose aliento y en tanto sacudía la silla por lo frenético de su galope, se penetró tan intensamente que por su cuello resbalaban profusas chirleras de sudor que finalmente contribuían a lubricar lo que los dedos ejecutaban en las tetas; gimiendo de dolor y placer, Celia se sacudía co fervoroso frenesí hasta que Juan Carloa la apartó para levantase y mientras ella se mantenía expectante, José ocupó su lugar invitándola a montarlo. A pesar de que la jineteada anterior la fatigara y las piernas le dolían por la intensidad de las flexiones, más que entusiasmada, volvió a repetir el rito y deslizándose hasta con rudeza por el pecho del albañil, bajó hasta que aquel encajó la vega directamente en la boca de la trajinada vagina.
A pesar de disfrutarlo con la boca, la calentura no le había dado tiempo de estudiar el falo del muchacho y ahora comprobaba que la ovalada cabeza no era mucho más chica que la de Juan Carlos y que el tronco achatado no sólo se ensanchaba hacia la base sino que también presentaba una curvatura que lo asemejaba realmente con una banana; claro que todo eso fue comprobándolo progresivamente y en la medida en la verga resbalaba en la plétora de de jugos que produjera la de su compañero, pero lo más alucinante de esa penetración, era que la punta apuntando hacia arriba rozaba justamente en la callosidad del punto G y cuando ella la sintió estimulándolo fuertemente, a despecho de perder esa contacto, se dejó caer con todo su peso hasta que los labios dilatados de la vulva se estrellaron contra la mata velluda de la entrepierna y esa misma fricción la llevó a menear rápidamente la pelvis para que esa raspadura a los sensibilizados tejidos la hiciese disfrutar aun más de esa fantástica cogida.
Después de separarle las nalgas para que se acomodara mejor, José llevó sus manos a apartarla de él y así poder sobar concienzudamente las tetas, no ya con la violencia con que lo hiciera su amigo, pero sí dedicándose con exclusividad a rotar, restregar y retorcer entre sus dedos la larga carnosidad de los pezones que ya a esa altura casi habían duplicado su tamaño por la hinchazón; por alguna razón desconocida, Celia no estaba cansada por semejante ejercicio y solo la falta de aliento la hacía suspender a veces el cadencioso galope que ahora ejecutaba sobre el hombre, pero sí iba haciéndosele insoportable el roce de la verga en aquellos tejidos que desollara la primera penetración de Juan Carlos y en los pechos le parecía que las mamas estaban en carne viva pero sin embargo, su cuota de masoquismo la hacía alentar a José para que cada vez imprimiera mayor vigor a la cogida y con sus labios refrescara el ardor de los senos.
Con los ojos cerrados por esa mezcla de dolor-goce que la embargaba y en la cual le daba gusto inmolarse, se prodigó por unos momentos más en la jineteada hasta que Juan Carlos la detuvo y haciéndola salir de encima de su compañero, le secó la transpiración con una toalla que había buscado en el baño de servicio y en ese momento, todo el peso del esfuerzo y los violentos acoples con los hombres se hizo notar en su cuerpo por la manera en que sus piernas temblequeaban y el cuerpo entero parecía acompañar aquel ardor maravilloso que se extendía por él como símbolo físico del inmenso placer que la inundaba.
Resollando suavemente con la boca abierta, expresó su contento a los hombres en una confusa mezcla de alabanzas y reproches mimosos por lo que le hicieran y cuando Juan Carlos terminó de eliminar no sólo del cuerpo sino especialmente de la entrepierna el pastiche de sudores, saliva, jugos vaginales y semen, haciéndola asirse nuevamente al respaldo pero ahora parada y con las piernas abierta en un amplio triángulo, se inclinó sobre ella para asir entre sus manos las tetas colgantes en un suave manoseo que fue, gracias a los repetidos asentimientos de la mujer, transformándose en un estrujar de las carnes que finalmente se concentró en estregar y retorcer los pezones que, con el concurso de los filos de las uñas, puso en boca de Celia una gimoteante expresión de dolorido placer.
Es que, a pesar del inmenso sufrimiento que las uñas le provocaban, también convocaban en sus entrañas los volcanes de la calentura y colocaban en su mente las más fantásticas elucubraciones sexuales sobre las cosas que aun deseaba vivir con esos hombres; la vigorosa figura del hombre copiaba sus formas y de esa manera sentía como la poderosa carnadura de la verga que descansaba exactamente entre sus dos nalgas, iba recuperando esa rigidez que la hacía extraordinaria e inconscientemente, sin pensarlo ni meditarlo, flexionando apenas las rodillas, dio a sus caderas un leve movimiento hacia abajo y arriba que combinó con un meneo hacia los lados como si estuviera haciéndole lugar.
Comprendiendo que la moral de aquella ama de casa había sido excedida por la salvaje lubricidad de la hembra primigenia que subyace en toda mujer, Juan Carlos se separó de ella para esgrimir al falo como un arma y embocándolo en la vagina, fue introduciéndolo despaciosamente al conducto y, como si las recientes penetraciones no hubieran ocurrido salvo por los ardores del primer despellejamiento, Celia experimentaba el goce inmenso de sentirlo separando los músculos que ella contraía a voluntad tras aquellos ejercicios de parto y que le ayudaran a disfrutar muchísimo más en los coitos.
Con los dientes apretados hasta rechinar y los ojos cerrados por la intensidad del dolor-goce, haciendo blanquear los nudillos que aferraban la curva madera, engalló la cabeza hacia atrás y dando un voluntaria flexión a sus rodillas, comenzó con un balanceo copulatorio y esa verga que aun no la penetraba por completo, fue moviéndose en su interior contradictoriamente, ya que, mientras Juan Carlos empujaba todavía hacia delante, bajando el torso y quebrando la cintura para elevar más aun la grupa, ella ejecutó un entusiasta movimiento de arriba abajo que la hacía sentirla raspando aleatoriamente todo el conducto.
Semejante cogida la enajenaba y cuando sintió al miembro traspasando el cuello uterino, bramando de placer, fue bajando las manos a lo largo de la madera para finalmente asirse a los bordes del asiento y con las ancas alzadas, fue separando más aun las piernas para descender todavía más en cada flexión; acompañando esa denodada entrega, él también se acuclilló y aferrándola por las caderas, semejando a un salvaje fauno mitológico, fue dando al coito un ritmo que terminó de exacerbar a la mujer que se sacudía estremecida mientras proclamaba roncamente toda la satisfacción que ser sometida de esa manera la proporcionaba.
El acople se prolongó por varios minutos hasta que Juan Carlos fue reemplazado por su compañero sin que Celia se diera cuenta particularmente del cambio hasta que se produjo, a causa del ofuscamiento que la cópula le provocaba; aun así y como no estaba cansada sino fatigada por la falta de aliento que la ahogaba y la fuerte sudoración que cubría todo su cuerpo ponía un acento distinto en su excitación al resbalar profusa hasta gotear desde los sacudidos pezones, deslizarse a lo largo del vientre hasta alimentar la plétora de jugos en la entrepierna y que luego escurría cosquilleante en gruesos goterones a lo largo de las muslos interiores.
Así como su verga era distinta a la de su amigo, José también tenía otras técnicas y haciéndola encoger la pierna izquierda para que apoyara el pie sobre la silla, llevándole el torso bien abajo hasta que las puntas de los senos rozaran la madera en su bamboleo, desde un ángulo distinto, inició una penetración diferente, ya que una vez que la curvada verga la penetró por entero, no ejecuto movimientote de vaivén alguno sino que la sacó totalmente para observar desde esa perspectiva como la dilatada boca de la vagina cegaba la vista del rosado interior hasta cerrarse totalmente y, entonces sí, volver a penetrarla para repetir el movimiento.
Nunca había tenido el cuerpo retorcido en una posición semejante y verdaderamente, aparte de aumentar su ahogo, la exposición del sexo en esa forma tan extrema, al ser sometido de ese modo en que le hacía sentir cada intrusión como si fuera la primera, no sólo no le desagradaba si no que la llevaba a una nueva dimensión del goce; la cabeza invertida le permitía ver de una manera muy particular su sexo y al falo cuando salía cubierto brillantemente por sus jugos internos y esa visión distorsionada convocó también a las oscuras desviaciones de su mente, por lo que, llevando la mano derecha hacia la entrepierna, comenzó a restregar fervorosa la crecida masa del clítoris que fue alternando con intensos rascados a las barbas de los fruncidos pliegues interiores de la vulva que la cópula mantenía dilatados y, entusiasmada por el altísimo nivel de sensorialidad que le procuraba un goce desconocido, perfeccionó cada entrada de la verga, incrementándola con dos dedos para rozar en apretados semicírculos las carnes del agujero.
Lo que no sabía ella era que esa actitud sumada a los ronquidos, ayes, gemidos y sucios pedidos de más sexo, iba a acelerar algo que seguramente los hombres no buscaban en ese momento, pero lo cierto fue que, al tiempo que ella rascaba enloquecida su propia vagina con tres dedos, José retiró bruscamente al falo y apoyándolo en los expuestos esfínteres anales, comenzó a sodomizarla; Celia roncaba suavemente porque esa combinación de coito con masturbación la había fascinado y, envuelta en esa neblina en que el placer la cegaba, no tuvo real conciencia de lo que pretendía el muchacho hasta que la punta ovalada del pene, resbalando en las mucosas del sexo, fue haciendo trizas aquella tripita que la atormentaba.
Tiempo atrás e inmersa en aquellas orgías privadas que provocaba su marido en las que perdían todo sentido de la decencia, aunque fuera entre esposos, había aceptado la sodomía como un doloroso trámite necesario para alcanzar el clímax total a través del dolor e iniciada así en el masoquismo, se permitió disfrutarla como un eventual complemento pero nunca la había gozado con la misma intensidad que los coitos comunes; sin embargo, el hábito o la costumbre de realizar los actos sexuales con cierta secuencia que solía comenzar en una larga y provechosa minetta, en ocasiones en que ella estaba especialmente desmandada pero cada vez con menos frecuencia, se permitía el goce sufrido de una buena culeada.
Ahora no era el caso, ya que aparte de las ocasionales estimulaciones con un dedo para poder acabar mejor en sus solitarios placeres, la famosa tripita le había servido para desalentar a su marido y verdaderamente, era una molestia que cada día la atormentaba al momento de evacuar; claro que no era momento de reflexiones sino de decisiones, ya que la verga iba avanzando en el hundimiento y el desplazamiento del pellejo le produjo un dolor tan intenso que no pudo reprimir el alarido con el que proclamo su iracunda negativa, pero el hasta el momento gentil trato de José se manifestó en una grosera imprecación sobre su prostibularia conducta y tapándole la boca con una mano, dio un fortísimo empuje al falo hasta que su pelvis se estrelló contra las temblorosas nalgas.
A pesar de la mano y del dolor que le cerraba la garganta, un formidable bramido estentóreo surgió de su pecho y mientras de sus ojos comenzaba a fluir el llanto en que la sumía el sufrimiento y la rabia, el hombre inició un cadencioso movimiento que, como siempre desde hacía más de veinte años y de la mano del dolor, fue llevándola a experimentar las inefables sensaciones encontradas del más puro masoquismo; sus vehementes negativas fueron deviniendo en desenfrenados y ardorosos reclamos de asentimiento y en medio de confusos sollozos que la sacudían, se mezclaban las risitas complacidas que acompañaban a insistentes sí.
Dándose cuenta de que la sodomía la hacía su esclava a pesar de sus protestas y rechazos, separándole las nalgas dolorosamente con los pulgares para permitir que el falo se introdujera totalmente, José fue incrementando el ritmo de la culeada y ya liberada de su mordaza, Celia se deshacía en alabanzas sobre la calidad del goce que la estaba haciendo alcanzar, paradójicamente entre absurdos ayes, jadeos y sollozos que sacudían su vientre en violentas contracciones.
Sumida en esa nube rojiza en que la hundía el placer, notó un cambio en la intensidad de los rempujones hasta que estos se detuvieron un instante y cuando iba a ensayar una airada protesta por privarla de semejante goce, sintió que volvían a acomodarle las piernas y con ambas más abiertas, las manos volvían a separarle los glúteos pero el tamaño del glande que se apoyó en el dilatado agujero del que escurría un leve hilito de sangre, hacía evidente que se trataba de Juan Carlos y ante sólo imaginar esa perspectiva, instintivamente sus esfínteres volvieron a cerrarse temerosamente.
Con los ojos dilatados por el espanto y la boca sollozante entreabierta, ladeó un poco la cabeza para confirmar que sí, Juan Carlos sería el próximo verdugo que la conduciría seguramente a niveles nunca transitados del goce, tanto por la sodomía como por el suplicio que le otorgaría nuevas sensaciones a su masoquismo y apoyándose más firmemente en los codos sobre el asiento, alzó cuanto pudo la grupa al tiempo que le rogaba la sodomizara tan hondamente como pudiera; verdaderamente no había calculado la dimensión del sufrimiento que experimentaría, ya que nuevamente y luego de más de veinte años, sentía como si estuviera pariendo por la tripa a su única hija y, milagrosamente como en ese momento glorioso, una felicidad distinta que se emparentaba definitivamente con el placer sexual iba invadiéndola para dominarla por completo, le hacía alabar fervorosamente al hombre que la culeaba mientras su cuerpo se acomodaba automáticamente al momento e iniciaba un balanceo adelante y atrás que la acompasaba a la sodomía al tiempo que el vientre se dilataba y contraía en lo que semejaban corcovos.
Mientras sorbía el pastiche de mocos, lágrimas y sudor que se mezclaban con la saliva que el tener la boca tan abierta hacia salir por las comisuras de sus labios, Celia subía y bajaba la cabeza como aquellos caballos briosos ajustándose al ritmo de la sodomía y el movimiento corporal que ella misma propiciaba, la llevaba proclamar a voz en cuello la profundidad del goce que estaba experimentando, cuando Juan Carlos salió súbitamente de ella y acostándose en el suelo con las piernas abiertas a los costados, la incitó a montarlo; ella tenía conciencia de las bestialidades a que se estaba prestando y sin embargo, como una perra en celo, dejó definitivamente de lado cualquier resto de moral y recato para abalanzarse sobre la entrepierna del hombre.
Acuclillándose para hacer aun más intensos sus movimientos y además no dejar signo alguno en sus rodillas por el intenso estregar sobre el piso de granito, fue bajando el cuerpo hasta tomar contacto con la verga mojada que ella misma sostenía erecta y al sentirla rozando la boca del sexo, la embocó decididamente para luego dejarse caer con todo el peso de su cuerpo mientras sentía al incomparable falo penetrándola como una espada flamígera; junto con el bramido dolorido que la obligó a morderse los labios por el sufrimiento, volvió a atacarla una nueva oleada de concupiscencia que la hizo separar más las piernas para que el sube y baja se convirtiera en infernal
La profundidad del placer la hacía echar la cabeza hacia atrás para menearla con desesperación y enfatizando aun más la magnifica penetración a la vez que inclinaba el cuerpo a un lado y otro, colocó sus manos firmemente en la zona lumbar para mantenerse erguida y sentir mejor como la verga la socavaba; Juan Carlos acompañaba su galope sosteniéndola por la cintura al tiempo que elevaba su cuerpo en recios empellones y cautivado por la vehemencia de la mujer, fue subiendo las manos por los dorsales y al llegar a la altura de los senos que levitaban aleatoriamente a favor de las sacudidas, los apresó para tironear de ellos y obligarla a ir descendiendo el torso.
Esa inclinación iba haciendo que cada vez Celia sintiera mejor la intolerable tarea del falo y roncando en esa mezcla de dolor-goce en que la sumía la cópula, fue colaborando con el hombre y contenta porque los apretujones no se limitaran solamente a sobar las carnes sino que se concentraran en apretar reciamente las aureolas entre índice y pulgares, apoyó las manos en el pecho del albañil y remedando inconscientemente a una rana por la apertura de las piernas, bramando como un animal, se auto flageló con la tremenda penetración.
Esa posición casi acrobática destacaba de tal forma la contundencia de las nalgas, que José se arrodilló detrás de ella y apoyando la cabeza del falo sobre el ano, fue presionando tan lentamente como esos corcoveos le permitían; ni en sus más fantasioso sueños sexuales, Celia hubiera esperado ser sometida a una doble penetración e imaginando lo que la acción conjunta de las dos soberbias vergas pudiera producirle, hizo un vano intento por rebelarse pero, anticipándosele, Juan Carlos la sujetó firmemente con una mano por la nuca y sin dejar de cebarse en su mama, le dijo suavemente que no se negara a aquello que la llevaría al disfrute total.
Sollozando de impotencia porque por primera vez se sentía verdaderamente violada, con el cuerpo súbitamente crispado – lo que no la beneficiaría – y los esfínteres apretados pero estimulados a la vez, experimentó la sodomía más terrible de cuantas gozara antes en toda su vida; la puntiaguda cabeza ovalada con la ayuda del dedo pulgar como sostén, fue avasallando al fruncido haz y en medio del grito espantoso de la mujer, se adentró a la tripa.
Desesperadamente, hacía fuerza con la nuca contra la poderosa mano de Juan Carlos y esa misma fortaleza la trasladaba a los brazos que trataba de estirar, no haciendo sino facilitar la tarea de los hombres, ya que una vez que la verga de José comenzó a deslizarse en la vagina, su compañero reanudó los embates hacia arriba que ahora, con el inútil alzamiento de la grupa de la mujer, se hacían aun mas violentos ya que ese mayor espacio le permitía incrementar el envión.
En Celia se daba una conjunción de sensaciones que eran una contradicción en sí mismas, ya que al dolor indecible que no sólo le producía la masa conjunta de los dos falos que al deslizarse sobre las espesas mucosas que producían el útero y los intestinos reiterando las laceraciones anteriores, colocaba en ambos lóbulos de su hipófisis secreciones glandulares que revelaban en su cuerpo circunstancias no experimentadas, expandiéndose a la mente en imágenes subliminales que le producían un goce asombrosamente fenomenal en tanto que el sufrimiento se le hacía infinito, hasta el punto de exacerbar sus reacciones musculares y en tanto expresaba en roncos bramidos el placer que la superaba, jadeaba ahogadamente por los sollozos que la hondura del dolor arrancaba de su pecho y las lágrimas fluían de sus ojos tremendamente abiertos para rodar hasta la barbilla y desde allí gotear sobre el pecho del hombre que la sujetaba.
El tránsito de las dos vergas era sublime y a Celia le parecía que los tejidos de la tripa y la vagina hubieran desaparecido para que el estregar se hiciera más penetrantemente agudo y en ese momento se produjo el click; súbitamente, toda sensación que no fuera placer en su estado más puro desapareció y entrando en un estado de eufórico trance, consiguió desprenderse de la mano de Juan Carlos para elevar los hombros y con la cabeza alzada en triunfo, una sonrisa espléndida iluminándole el rostro, se convirtió ella en protagonista de las acciones y haciendo trepidar a todo el cuerpo en violentos corcovos mientras flexionaba las rodillas en acelerado vaivén para sentir a los miembros socavándola como verdaderos arietes, se ensimismó en la culeada hasta que los hombres descargaron en el recto y útero la tibia marea de la simiente.
Esa eyaculación inédita para ella pareció modificar los tiempos y mientras aun los hombres continuaban penetrándola pero ahora en una especie de ralentti perezoso, desde lo más hondo de sus entrañas se gestó una revolución orgásmica que la hizo bendecidlos por haberla elegido para darle tanto goce a la vez que una hirviente marea líquida se escurría desde las entrañas para fluir desde la vagina en sonoros chasquidos; paulatinamente, sus energías fueron decreciendo y mientras le parecía hundirse agradablemente en un abismo caliginoso de rojiza tiniebla, sintió como los hombre salían de ella para depositarla suavemente sobre el frío piso de mosaicos.
Cuando recobró totalmente el uso de sus sentidos, comprobó que estaba sola y levantándose dificultosamente, se dirigió al baño donde volvió a abrir la ducha y en tanto los fríos chorros del agua helada la hacían reaccionar, fue expulsando con el duchador manual los restos de semen y mucosas de su sexo; al cabo de unos cuantos minutos, tanto la vagina como los esfínteres anales habían recuperado su anterior tonicidad, pero allá, en el fondo, y seguramente por varios días, las carnes y tejidos lesionados seguirían recordándole esa experiencia única en su vida que, a pesar del sufrimiento y la violencia, la había conducido al plano más alto del goce masoquista y que recordaría de por vida con su agradecimiento eterno a los dos albañiles.
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