La joven ama
Narra la historia de Adolfo, un joven que llega a la mansión del General Gabriel y desarrolla sentimientos por la hija del general, su joven ama. A medida que crecen, la relación entre ellos se vuelve más intensa, especialmente con la aparición de Yesenia, una amiga de la infancia..
La tarde caía sobre los cerros con una lentitud perezosa, deslizándose entre los árboles como un gato viejo que ya ha cazado lo suficiente por un día. El aire era cálido y quieto, roto solo por el crujido de los pasos sobre el camino de grava, y por el susurro de dos figuras caminando entre los bordes verdes del mundo.
Uno de ellos era un niño, enjuto y de ojos grandes, de esos que guardan más preguntas que certezas. El otro, un hombre mayor de piel tostada por el sol y voz gastada por los años: el tipo de voz que suena como los ecos de una tormenta eléctrica dentro de una caverna.
—Me dijeron que el general Gabriel es un hombre muy rico —dijo el anciano, su bastón marcando el ritmo del camino—. Al menos no pasarás hambre bajo su techo.
El niño, Adolfo, bajó la cabeza, los ojos brillantes por las lágrimas que no sabía contener.
— Entonces… señor… ¿ya no veré a mi madre?
El hombre, al que muchos llamaban Carlos, detuvo sus pasos. Su voz bajó un tono, como si tratara de no romper algo que ya estaba roto.
—Me temo que no en buen tiempo. Pero crecerás… y cuando lo hagas, tal vez te envíen lejos por mandados. Tal vez entonces la vuelvas a encontrar.
El niño asintió en silencio, tragando una angustia que era demasiado grande para su pecho pequeño.
Pasaron un buen rato caminando hasta que el bosque cedió paso a los campos cultivados y más allá, a una casa grande como un sueño, alta como un mito: la Casa del Horizonte Rojo, de muros claros y tejas rojas, rodeada de árboles que susurraban como si guardaran secretos. Carlos alzó el rostro y sonrió sin mostrar los dientes.
—Por fin… hemos llegado.
Frente a la entrada, un hombre alto los esperaba, ataviado con una armadura ligera. Carlos le tendió un pequeño fajo de papeles.
—Aquí están los documentos de propiedad del muchacho, señor Deo.
El hombre los recibió con una leve inclinación.
—Bien. Te llamas Adolfo, ¿cierto?
—S-sí, señor…
Desde una terraza elevada, una figura femenina los observaba. Su silueta era una mezcla de belleza y autoridad silenciosa, con la distancia serena de quien está acostumbrada a dar órdenes sin alzar la voz.
—Parece un poco cansado después de un viaje tan largo… —dijo con dulzura calculada—. Que lo bañen y vístanlo con algo digno.
—Sí, señora Isadora —respondió Deo.
— Selecciona una bestia sana de los criaderos y entrégala al administrador Carlos como pago. Ah, y que registren sus papeles en la oficina del gobierno.
— Como ordene.
En ese momento, una puerta se abrió tras la dama, como si el aire mismo la invitara a irrumpir. De allí salió una niña con el cabello trenzado y ojos brillantes como las primeras estrellas.
—¡Mamá, mira! —dijo alzando un dibujo—. ¡He dibujado a Nabo persiguiendo un ratón!
Isadora rio con ternura.
—¡Te ha quedado idéntico, Sofía!
Adolfo, curioso, no pudo evitar mirar a la niña con fascinación. Ella hizo lo mismo, sus ojos curiosos atraparon los suyos por un instante. El niño, sintiendo un impulso que no entendía del todo, hizo una reverencia torpe.
—Es un honor, señorita. Me llamo Adolfo.
—Hola… Soy Sofía —murmuró ella, antes de girar sobre sus talones y desaparecer con un rubor en las mejillas.
La casa era un poema escrito en piedra blanca. Altas columnas sostenían terrazas con balcones que se abrían como párpados hacia los jardines. Dentro, todo parecía susurrar: los muros altos, los suelos brillantes, las cortinas que bailaban con el viento. Era un lugar que no parecía hecho para los ruidos del mundo, y sin embargo, en sus entrañas palpitaba una vida secreta, como un corazón tras los pliegues de un vestido de encaje.
Allí, en una pequeña habitación junto al ala de los sirvientes, Adolfo tocaba por primera vez la tela fina de una camisa nueva. Nunca había tenido ropa tan suave. Se la llevó a la mejilla y cerró los ojos, como quien escucha una canción de cuna que había olvidado… o el eco lejano de una promesa aún no cumplida. En la esquina, una televisión vieja parpadeaba. La pantalla estaba encendida. Un título en letras rojas, carmesí profundo como vino derramado, apareció sobre un fondo oscuro: “El Guerrero Elegido”.
Adolfo dio un paso atrás cuando un niño surgió en la pantalla. Llevaba una armadura brillante, los ojos duros, la espada alzada. No tenía más de su edad, pero el aura que lo envolvía era la de un dios en guerra. La imagen lo atrapó por completo… hasta que la puerta se abrió sin aviso.
—¡Oh por Dios! —exclamó una niña, llevándose la mano a la boca, el rubor subiéndole como un incendio—. Tú debes ser Adolfo.
Él se cubrió con prisa, la camisa aún a medio poner. El cuerpo delgado, marcado de cicatrices viejas, tembló por reflejo.
—S-sí… ¿Quién eres tú?
—¡Soy Yesenia! Tengo doce, pero en el cuartel de sirvientes soy tu superior. Eso significa que harás lo que te diga, ¿entendido?
Adolfo asintió, pero sus ojos aún regresaban al niño de la pantalla, que ahora giraba en el aire y cortaba a una bestia de sombras con precisión imposible.
—Servirás a la señorita Sofía conmigo —añadió Yesenia, con una sonrisa ladeada—. Es amable… y a veces juega. No como esas damas horribles que gritan y pegan.
Adolfo la miró sorprendido, algo en su voz —un secreto mal escondido, una complicidad tácita— le despertó una mezcla de nervios y curiosidad.
—¿De verdad?
—¡Claro! Deberías considerarte afortunado.
Y se fue como había llegado: ligera, rápida, dejando un rastro de palabras como migas de pan… y un aroma cálido, mezcla de sudor, tierra y lavanda. En la pantalla, el niño guerrero levantaba la vista, como si mirara directamente a él.
Las risas de los niños llenaban el aire como campanas invisibles. Jugaban a atraparse con los ojos vendados, moviéndose como sombras veloces entre las columnas del patio.
Adolfo había llegado allí por error. Sofía le había pedido pintar unas figuras de cerámica y, tras terminarlas, caminaba por uno de los senderos interiores del enorme recinto. El lugar era tan vasto que bien podía tomarle diez minutos llegar de un ala a otra. Mientras buscaba a su joven ama para anunciar que había terminado, escuchó voces infantiles que lo hicieron detenerse.
Yesenia y un niño que no conocía reían juntos. Adolfo se asomó, curioso. Yesenia lo notó enseguida y le dedicó una sonrisa cómplice, de esas que no suelen regalarse fácilmente.
—Ven, no te escondas —dijo con picardía—. Te presento a Gabriel… no el General, ¿eh?
El otro niño rio, haciendo una reverencia exagerada.
—Sin galones ni castigos, lo prometo.
Lo invitaron a jugar y Adolfo, con algo de duda, aceptó. Pronto la risa lo envolvió también.
—¡Te atrapé! —gritó, abalanzándose sobre una figura pequeña.
—¿Eres Yesenia, verdad? ¡Lo supe por lo delgadita que eres!
Se quitó la venda… y sus ojos se toparon con los de Sofía. Aún la sostenía entre sus brazos. La cercanía era nueva, inesperada. El calor entre ambos se volvió palpable.
—Eres la señorita Sofía… —susurró, soltándola con torpeza.
Ella bajó la mirada, el rubor extendiéndose por su cuello como un amanecer tímido.
—Parece que se estaban divirtiendo mucho…
Yesenia se acercó al oído de Sofía, susurrándole algo con malicia. Ella dudó… pero luego asintió, con una chispa luminosa encendida detrás de la timidez.
—Conozco un lugar perfecto para jugar… donde nadie nos molestará.
Corrieron hasta el granero. El olor del heno viejo, el crujir de la madera y la penumbra acogedora creaban una atmósfera más salvaje que inocente. Entre los sacos y el polvo flotante, se desató una persecución que ya no era sólo un juego.
—¡Ven a buscarme!
—¡Cuidado con el molino de arroz!
Adolfo tropezó otra vez, y fue con Sofía. Esta vez, cayeron entre risas, cuerpos enredados, los ojos demasiado cerca.
—¡Oh, Dios!
Sus respiraciones se mezclaban como un secreto compartido. Y ahora, era el turno de la señorita.
—¡Iré por ti, Yesenia!
Adolfo se dejó atrapar, voluntario. Y en su rostro, por primera vez en muchos días, apareció una sonrisa sincera.
Más tarde, Isadora lo recibió en una sala de paredes azules y jarrones antiguos. El perfume denso que flotaba en el aire tenía algo de jazmín, pero también de pólvora y promesas.
—¿Te ha ido bien?
—Sí, señora. Gracias a usted y a los demás.
—Acércate.
—Sí, señora…
Su voz era un roce de terciopelo y filo. Isadora lo miró como se mira un vino joven, midiendo su cuerpo con una lentitud que rozaba lo indecente. Cuando Adolfo dio un paso más, notó la forma en que ella se acomodaba en el diván, dejando ver apenas una liga negra bajo la falda de terciopelo.
Un grito se escuchó desde afuera como una campana de guerra.
—¡El general Gabriel ha regresado!
Todos corrieron. Adolfo se quedó en el umbral, viendo desde detrás de los adultos a un hombre de andar poderoso, con una capa roja ondeando como fuego. Era el tipo de hombre que llenaba la habitación incluso antes de entrar.
Mientras tanto, no muy lejos, en la zona donde se construía el nuevo fraccionamiento, los hombres del General —fornidos, sudorosos, curtidos por el sol y el hierro— apagaban los últimos cigarrillos antes de esconderse entre las sombras. Allí, entre las láminas de cartón y los muros de madera, se oían risas ahogadas, jadeos ocultos y promesas pagadas con cuerpos. En la oscuridad de la bodega, una tenue luz temblaba como una vela en el deseo.
—¡Felicidades, señor, por regresar a salvo después de defender a nuestra nación!
Adolfo lo observó con ojos grandes. No vio a un héroe. No vio a un tirano. Solo vio al hombre al que ahora pertenecía su destino.
Y algo dentro de él se estremeció. Como una cuerda tensada, como un tambor en la distancia, como un secreto que empieza a rozar la piel desde dentro.
Deo era un hombre templado por el oficio y los años. Su andar era firme, su voz grave, y aunque no hablaba mucho, cada gesto suyo decía lo necesario. Había trabajado por largo tiempo al servicio del General Gabriel, no solo como ingeniero, sino como pieza útil en los engranajes ocultos de la casa. Sabía lo que se esperaba de él, y rara vez preguntaba por qué.
Una voz más áspera, de un hombre mayor, lo abordó con tono de mando y una ceja alzada como una espada.
—Necesito que vayas a la casa de las calladas. Hazlo con discreción. Que no falten chicas esta noche.
Deo asintió con un leve encogimiento de hombros, su mirada bajó un segundo.
—Sí, señor.
El otro, al que los criados llamaban entre murmullos “el Capitán Yaro”, empezó a repartir órdenes como si fuesen monedas en día de mercado.
—Asegúrense de que haya carne, buena y roja. Ningún hueso desnudo sobre esa mesa. Y que las frutas estén bien dispuestas. Que rebosen las bandejas como jardines desbordados. Esta noche no se cena con la boca vacía ni con el alma tibia.
Y entonces, lo vio.
Un niño delgado, de ojos inquietos y rostro aún rozado por la inocencia.
—Adolfo. Ven aquí.
—Sí, señor —respondió el chico con voz firme, aunque no sin temblor.
Yaro sonrió, pero no fue una sonrisa amable. Fue una sonrisa que sabía demasiado.
—Los oficiales del General van a disfrutar esta noche. Hay vino, mujeres y carne para todos… Pero antes del festín, hay algo que nuestro ilustre señor nunca olvida.
—¿En serio? ¿Qué hace?
—Lo primero que hace al volver a casa… es recordar a su esposa por completo. La hace suya con la pasión de un guerrero que regresa del filo de la muerte. Solo después de eso se une a la mesa. Así es el General Gabriel: cuando ama, lo hace como si aún llevara la armadura puesta.
Yaro se alejó dejando tras de sí una risa que olía a humo y especias. Con sus piel ligeros y la obediencia de quien aún no sabe negarse, Adolfo siguió las órdenes. Caminó entre sirvientes y soldados, cruzando umbrales que hasta entonces le habían sido vedados. Por primera vez, pisó la cocina: aquel reino cerrado a los niños, donde el calor y el cuchillo eran ley. No era una travesura. Era una instrucción. Y sin embargo, mientras recogía la bandeja asignada, algo dentro de él se preguntaba por qué.
Caminaba ahora con ella entre los brazos. El peso era poco, pero la responsabilidad se sentía como plomo. Frutas cortadas con precisión casi ceremonial, jarras de vino oscuro como secretos antiguos, trozos de pan que aún respiraban vapor.
Pasó por corredores que no conocía del todo, donde los tapices velaban historias y los espejos reflejaban sólo lo que querían. Su paso era leve, casi de viento, pero su pecho latía como tambor de ceremonia.
—Traigo los aperitivos —susurró para sí—. Y también he limpiado el sitio…
La puerta frente a él estaba apenas entornada. No oyó voces, solo una cadencia. El ritmo de un tambor lejano. De respiraciones entrecortadas. Como si dos almas bailaran una danza secreta.
Empujó la puerta con delicadeza.
Y se quedó quieto.
El General Gabriel estaba allí, sin su capa, sin su espada, pero con la misma autoridad grabada en la piel. Sostenía a Isadora entre sus brazos como quien sostiene un juramento cumplido. No dijeron nada, no se percataron del niño.
Con sus piel ligeros y la obediencia de quien aún no sabe negarse, Adolfo siguió las órdenes. Caminó entre sirvientes y soldados, cruzando umbrales que hasta entonces le habían sido vedados. Por primera vez, pisó la cocina: aquel reino cerrado a los niños, donde el calor y el cuchillo eran ley. No era una travesura. Era una instrucción. Y sin embargo, mientras recogía la bandeja asignada, algo dentro de él se preguntaba por qué.
Caminaba ahora con ella entre los brazos. El peso era poco, pero la responsabilidad se sentía como plomo. Frutas cortadas con precisión casi ceremonial, jarras de vino oscuro como secretos antiguos, trozos de pan que aún respiraban vapor.
Pasó por corredores que no conocía del todo, donde los tapices velaban historias y los espejos reflejaban sólo lo que querían. Su paso era leve, casi de viento, pero su pecho latía como tambor de ceremonia.
—Traigo los aperitivos —susurró para sí—. Y también he limpiado el sitio…
La puerta frente a él estaba apenas entornada. No oyó voces, solo una cadencia. El ritmo de un tambor lejano. De respiraciones entrecortadas. Como si dos almas bailaran una danza secreta.
Empujó la puerta con delicadeza.
Y se quedó quieto.
El General Gabriel estaba allí, sin su capa, sin su espada, pero con la misma autoridad grabada en la piel. Sostenía a Isadora entre sus brazos como quien sostiene un juramento cumplido. No dijeron nada, no se percataron del niño.
Adolfo bajó la mirada. Se ocultó por vergüenza, o quizás por miedo.
—Me muero de ganas de ver tu cuerpo desnudo —dijo el General, con una voz que parecía arrastrar fuego.
Se escucharon movimientos. Un roce. Un suspiro contenido. Y eso hizo que Adolfo volviera a mirar, apenas, con los ojos entrecerrados como quien teme despertar de un sueño.
—Oh Dios… no puedo… Me da mucha vergüenza… —murmuró Isadora, temblando.
—¿Vergüenza? —rio Gabriel con suavidad cruel—. ¿Por qué te da vergüenza ante tu propio esposo? Déjame ver tu cuerpo.
Hubo un silencio. Y luego, una rendición:
—Sí, mi señor…
Isadora se desnudó por completo. Lo hizo con la solemnidad de quien entrega no sólo la piel, sino también el alma.
Adolfo estaba atento. La bandeja seguía en sus manos, pero ya no importaba. Observaba sin hacer ruido, presenciado algo más vasto que el deseo. Algo que, aunque no comprendía, lo cambiaría para siempre. ¿Así era como los hombres tocaban el cielo?
Adolfo no se movía. Observaba sin perder detalle, sin hacer el más mínimo ruido, como si su respiración misma pudiera romper aquel conjuro de carne y palabras. La bandeja ya no era un encargo: era un ancla que lo mantenía aún allí, en el umbral de algo que no debía ver, pero que tampoco podía evitar.
Gabriel hablaba, y su voz tenía la cadencia de quien confiesa, no al otro, sino al recuerdo:
—No sabes lo solo que me sentía en la frontera… —dijo, sin apartar los ojos de ella—. Mientras pensaba en mi preciosa mujer todas las noches en cama. A los dos días de estar fuera ya quería volver a casa.
Sus manos, grandes y curtidas por el polvo de la guerra, se acercaron a la piel de Isadora con una delicadeza casi ritual. No era solo deseo lo que brillaba en sus ojos: era hambre de certeza, sed de posesión, pero también una fragilidad que pocas veces se permite a un hombre como él.
Ahora que la tenía desnuda frente a él, Gabriel parecía no saber si abrazarla o caer de rodillas. Sus labios temblaban como si intentaran pronunciar una oración olvidada. Era la imagen de un guerrero que había cruzado la muerte para volver a tocar la vida. Y en su mujer —en su vagina, en sus senos, en los pezones temblorosos bajo la luz suave— encontraba la prueba de que aún pertenecía al mundo de los vivos.
—No sabes lo que es dormir entre hombres que gritan nombres de sus muertos —susurró—. Ni soñar con tu voz y despertar con barro en la boca.
Se acercó a ella, y la entrada de sus dedos fue como los de un mendigo que acaricia oro.
Isadora no decía nada. Pero en su entrega había una forma extraña de compasión, casi maternal. Lo dejó penetrarla, como se adentra un hombre al mar: sabiendo que no hay saciedad.
Adolfo seguía allí, inmóvil, con el alma encogida como si presenciara una plegaria demasiado íntima. No era lujuria lo que veía. No del todo. Era una necesidad desnuda, una herida abierta buscando calor.
Afuera se escuchaban risas y ruidos de jolgorio. Las copas tintineaban con alegría fingida, y los acordes de una guitarra corrían entre las voces como un arroyo encantado.
—Señor, permítame servirle otra copa —decía un sirviente con una sonrisa profesional.
—¡Qué gusto tener a un bellezón sirviéndome licor con el dulce sonido de la guitarra! ¡Hacía mucho que no disfrutaba de tales placeres!
Entre los presentes se hallaba el General Jesús, un hombre de edad avanzada, con más historias que dientes, y una influencia tan vasta como su irreverencia. Era el único capaz de tratar al General Gabriel como a un igual, o peor aún, como a un subordinado, sin temor a morir por ello.
Las voces murmuraban entre sorbos:
—Supongo que eso es lo que tiene tan nervioso a ese vejestorio. Quiere bajarnos los humos…
—Siempre está regañando al general Gabriel frente a todos sus hombres. Es obvio que lo hace a propósito.
—Si el general Gabriel no fuera un hombre tan leal y disciplinado, no dejaría que le hablara así.
—Cualquier otro hombre menos noble habría perdido los estribos y montado un numerito.
—El general Jesús tampoco es alguien normal. Solía ser un esclavo que subió a superior de tercer grado. Tengo que aceptar que tiene sus ases bajo la manga.
—Me sorprende que el general Gabriel sea tan leal al general Jesús cuando solía ser un mero esclavo…
—Lo único que estoy diciendo es que se debe de necesitar mucha paciencia…
En ese momento, una figura femenina emergió entre la multitud con la suavidad de una pluma en el viento. Sofía, vestida con la elegancia de quien conoce su lugar y también su poder, saludó con una inclinación de cabeza apenas perceptible.
—Saludos, señores. Bienvenidos sean.
—¡Cuánto tiempo, señorita Sofía!
—¡Parece que ha crecido el doble desde la última vez que la vi, señorita! ¡Jajajaja!
—Buenas noches a usted también, señorita.
Sofía sonrió con mesura, como si pesara cada palabra antes de entregarla.
—Gracias, señor Yonatan. (Algo sonrojada)
Y su voz, aunque suave, logró callar por un instante la risa y las especulaciones, como el roce de un pañuelo de seda en una mesa cargada de copas.
Mientras tanto, en la habitación principal, resonaban los gemidos.
No eran gritos, ni alaridos de pasión. Eran hilos delgados, temblorosos, que parecían surgir de un lugar más hondo que la carne. Ritmos entrecortados, respiraciones que parecían rogar y conceder a un mismo tiempo. El sonido se deslizaba por los muros, escapando de entre las puertas apenas cerradas, como un secreto demasiado grande para guardarse.
Adolfo seguía allí, a unos pasos, oculto en una sombra más vieja que él. La bandeja ya no temblaba: él temblaba y una erección se hacía presente en sus pantalones aún imperceptible para él mismo. Dentro de su cabeza, pensamientos inconexos se arremolinaban como hojas en un vendaval.
“La señora siempre está tan elegante y seria…”
“La señora parece estar sufriendo…”
“No… no le duele… es algo distinto…”
Intentaba nombrar lo que no entendía. Había visto dolor antes —el de los soldados heridos, el de los niños castigados— pero esto era otra cosa. Lo que brotaba de los labios de Isadora no era grito ni queja. Era entrega. Era algo que no cabía en sus palabras de niño.
“¿Por qué no se cubre? ¿Por qué lo deja mirarla así?”
“¿Por qué parece llorar… sin lágrimas?”
Sintió que se le apretaba el pecho. No por envidia, ni por miedo, sino por algo mucho más antiguo. Como si estuviera viendo un misterio demasiado grande para él, algo que solo los adultos sabían interpretar. Y aun así, algo dentro de él —algo joven, pero ya despierto— sabía que lo que estaba presenciando no se iría nunca.
No era su intención, pero estaba congelado. Algo en su cuerpo, quizás en su alma, se había quedado suspendido entre el deber y la curiosidad. Quiso moverse. Quiso cerrar los ojos, irse, desaparecer. Pero no pudo. Algo más fuerte que él —el peso de lo desconocido, del despertar— lo mantuvo allí, anclado al umbral.
Y siguió viendo.
Isadora completamente desnuda, sostenida sobre sus manos y rodillas, el cabello suelto cayéndole como una cortina de sombra sobre el rostro. Sus grandes senos se mecían con cada impulso, como péndulos delicados marcando un tiempo secreto. El cuerpo entero parecía parte de una danza antigua, una plegaria muda tejida en carne.
Gabriel estaba detrás de ella, envuelto en una tensión casi sagrada. Se movía con una mezcla de urgencia y devoción, como quien busca redención en el roce, como quien intenta volver a casa por el camino del cuerpo amado.
Adolfo sintió que el calor le subía por el cuello, que la bandeja entre sus manos ya no era más que un peso sin sentido. No entendía del todo lo que veía, pero lo que sentía era real. Era incómodo. Era profundo. Era suyo.
No hablaban ya. Pero en el silencio había ecos de promesas, de heridas viejas, de anhelos que no se decían en voz alta. Y Adolfo, sin entender del todo, sintió que aquel instante quedaría inscrito en su memoria como un tatuaje invisible.
No era deseo —no del todo—, pero era una forma de desvelo. Como si algo en él se hubiera roto o encendido. Algo que ya no volvería a dormirse.
Adolfo pensaba, con cada latido que le retumbaba en el pecho, en las consecuencias si el General supiera que estaba allí, observando. Estaba impregnado con una sensualidad que lo paralizaba.
Isadora, respirando entrecortada, levantó su voz, una súplica desgarrada:
—¡Más rápido! ¡Más rápido! ¡Muévete más rápido, mi señor!
El sonido de sus palabras, tan llenas de urgencia, hizo que Adolfo diera un paso atrás, como si estuviera a punto de ser descubierto, atrapado por un instante de vulnerabilidad que nunca quiso ver, pero que ahora tenía frente a él, sin poder evitarlo. El cuerpo de Isadora, entregado con tal intensidad, parecía ahora desbordarse, y Adolfo se encontró suspendido en un limbo, entre la necesidad de escapar y el deseo de comprender lo que estaba ocurriendo.
Su mente se agolpaba con pensamientos caóticos, pero en su pecho solo había espacio para una emoción: la fascinación.
El aire en la habitación estaba cargado de una atmósfera densa, como un río profundo que se desliza con una calma inquietante, haciendo que la mente de Adolfo se disolviera en la penumbra de su confusión. Los ecos de lo que había presenciado seguían resonando en su cabeza, como un canto antiguo, una melodía que no comprendía pero que lo alcanzaba en lo más profundo de su ser.
El general, el hombre de imponentes hombros y manos como garras, parecía poseer la fuerza de los vientos del norte, mientras que Isadora, de piel cálida como la miel, se entregaba a él con una serenidad tan desconcertante que la joven mente de Adolfo no sabía si era dolor o placer lo que se reflejaba en sus ojos. Las sombras danzaban sobre la pared, al igual que los reflejos de un río en movimiento, y Adolfo, aunque atrapado por la escena, se sentía ajeno a ella, como si estuviera observando desde el filo de un abismo.
—Adolfo… —dijo, Sofía con tono elevado en el aire frío de la noche.
Pero Adolfo no estaba allí tampoco, había estado buscándolo por largo rato, su rostro marcaba la desilusión de no encontrarlo, pero también había algo en ella que empezaba a despertar, algo que ya no podría regresar a su lugar de inocencia.
Sofía se acercó al granero, esperando encontrarlo quizás allí. La penumbra del granero era de una quietud solemne, como si todo lo que había sucedido hasta entonces hubiera sido solo una preparación para este momento.
—Vamos… —dijo Sofía, sal de ahí Adolfo, sin temor, sin duda.
Pero en ese instante, Adolfo estaba hipnotizado con el movimiento de los senos de Isidora que a gran velocidad se balanceaban en diferentes direcciones mientras sus gemidos arropaban sus oídos.
Sofía se adentró más, y en su rostro había una determinación silenciosa, un reconocimiento de que, él estaba allí, ella también estaba atrapada en algo más grande que ella misma.
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