«La leche de papá sabe a sopa», dijo…
Cuando la inocencia nombra lo innombrable.
Era un Domingo cualquiera en la casa de los Flores. Una pereza densa, dorada, marcaba el final de un almuerzo sustancioso que hacía que hasta las moscas volaran más lento. Lara, de nueve años, era una más del montón de cuerpos desnudos desparramados en el sofá grande esperando a que la comida bajara.
Miguel, su padre, se había acomodado boca arriba, con el vientre suave y redondo por el arroz y el vino que se levantaba y bajaba con un ritmo pausado. Su desnudez era total, natural. Lara, por costumbre y derecho de hija menor, había encontrado su sitio habitual: acostada de lado sobre él, su cabeza en el hueco de su axila, una pierna enganchada sobre sus muslos velludos. Su oreja presionaba contra su costado desnudo y escuchaba, a través de la piel, el glup-glup lento de la digestión paterna.
Leo, estaba en el suelo, recostado contra el sofá, con un cómic de superhéroes desplegado sobre las rodillas. Su cuerpo adolescente, desnudo, mostraba esa delgadez huesuda propia de la edad. De vez en cuando, su pie descalzo se movía, rozando el brazo de Lara.
Elena no estaba en el montón, pero su presencia lo envolvía todo. Estaba en su butaca, junto a la ventana, desnuda también, con un libro abierto sobre el regazo. Pero Lara sabía, con la certeza instintiva de quien ha sido observada desde siempre, que su madre no leía. Estudiaba. Tomaba notas mentales del cuadro: su marido, su hijo, su hija, entrelazados en la penumbra dominical, piel con piel, sin barreras.
El calor era un personaje más. Hacía que la piel de Miguel estuviera ligeramente sudada, salada, brillante. Lara movió la mano, distraída, y la posó sobre su vientre. Debajo de su palma, sintió el movimiento familiar. La oruga. No era una erección urgente, sino algo somnoliento y voluptuoso que se había estado desperezando, casi sin querer, con el calor de su cuerpo encima. A ella no le sorprendía, le encantaba. Era parte del paisaje desnudo de papá, como el vello de su pecho o el ombligo.
Miguel no abrió los ojos. Solo unió su mano grande a la pequeña de ella sobre su vientre y la guio, con un movimiento que pretendía ser casual, unos centímetros más abajo. Allí, su verga, ya semierecta por el calor y el contacto, yacía sobre su muslo. Lara, contenta, posó la palma directamente sobre la piel caliente y empezó a acariciar, con la misma monotonía con la que antes escuchaba sus tripas. Arriba y abajo, piel contra piel. Un ritmo. Él suspiró, profundamente satisfecho, y su brazo la rodeó con más fuerza, apretándola contra su costado sudoroso.
A cada movimiento de su mano, el pene de Miguel respondía, llenándose lentamente, palpitando. Lara podía verlo con una claridad nunca antes permitida: las venas azuladas que se dibujaban bajo la piel fina, el glande oscuro y brillante que emergía del prepucio como un capullo entreabierto, una gota de humedad perlada en la punta que capturaba la atención de la niña que se relamía. El olor era denso, dulzón, un aroma a sal y piel caliente. Un olor masculino, adulto, que le hacía fruncir levemente la nariz mientras respiraba más hondo.
Sus dedos pequeños disfrutaban la geografía de esa carne viva. Sentía la textura aterciopelada del tronco, la suavidad casi líquida del glande cuando lo rozaba con el pulgar, la tensión de los tendones que conectaban la base con el bajo vientre velludo de su padre. Con cada subida y bajada, su mano se humedecía ligeramente con el líquido transparente que ahora emanaba con más generosidad, haciendo que su movimiento fuera más suave, casi silencioso, un roce húmedo y cálido que producía un sonido sordo y pegajoso, el sonido de la intimidad desnuda.
Ella, mientras tanto, sentía un cosquilleo nuevo en su vaginita, todavía lisa y sin vello. No era el «rocío» de su madre, sino algo más raro pero divertido. Se apretó ligeramente los muslos, frotando sus labios menores uno contra otro, descubriendo que el ritmo de su mano sobre su padre encontraba un eco en ese otro ritmo secreto de su cuerpo infantil.
En Miguel no hubo gran clímax. Fue una eyaculación tranquila, casi perezosa, como un suspiro del cuerpo. Arqueó ligeramente las caderas, un temblor recorrió su interior, y luego, la quietud. El semen, tibio y espeso, brotó directamente sobre su propio vientre, formando un charco blanquecino que resbaló lentamente por la curva de su abdomen hacia los vellos pubianos.
Por proximidad, por la simple de la gravedad, Lara recibió algunas salpicaduras. Una gota tibia y gelatinosa aterrizó en la curva de su hombro desnudo. Otra, más pequeña, en la base de su cuello. Y una tercera, la más precisa, cayó justo en la comisura de sus labios.
Por reflejo infantil, por la sensación de algo húmedo donde no debería haber nada, Lara se pasó la lengua rápidamente por el labio superior para limpiarlo.
El sabor la detuvo.
No era dulce. No era amargo. Era marcadamente salado, con un fondo terroso, pero también con una nota que le recordó a algo… Algo cotidiano. Su mente de nueve años, ajena a toda poesía, trabajó con los datos brutos: sustancia blanca/beige, caliente, salada, que había brotado directamente de la verga de su padre.
Conectó los puntos.
Sopa. La sopa de fideos que mamá hacía los días fríos, salada, caliente, reconfortante.
El proceso cognitivo fue instantáneo: reconocimiento sensorial, asociación infantil, formulación espontánea. Sin intención literaria, sin buscar efecto, Lara dijo en voz alta, para sí misma pero en el silencio cargado de la habitación:
—La leche de papá sabe a sopa.
El sonido de su propia voz, clara y neutral, pareció quedarse suspendido en el aire caliente, sobre los cuerpos desnudos.
Las reacciones fueron un coro de silencios elocuentes.
Miguel: Su cuerpo, antes flácido y satisfecho, se tensó completamente bajo ella. Todos sus músculos se contrajeron. El brazo que la rodeaba se retiró bruscamente, como si quemara. Un rubor intenso, visible incluso en la penumbra, subió desde su cuello hasta la frente. Intentó reír, pero el sonido fue un chasquido seco, forzado. Su desnudez, antes natural, de repente pareció vulnerable, expuesta de una manera nueva.
—Es que… —tragó saliva—. Es que tu madre nos alimenta bien.
Se movió de golpe, desenredándose de ella, y buscó a tientas una toalla que siempre había cerca. Empezó a limpiar su vientre con movimientos rápidos, casi furiosos, frotando la toalla sobre su piel donde el semen aún brillaba, y luego, con un gesto más suave pero igualmente urgente, pasó la esquina de la toalla por el hombro y el cuello de su hija. Estaba rompiendo el momento, enterrándolo bajo algodón, intentando cubrir simbólicamente lo que físicamente ya estaba completamente expuesto.
Elena: Sus ojos, que antes estaban semi-cerrados en su observación, se abrieron de par en par. No con incomodidad o disgusto, sino con una fascinación pura, luminosa. Sin decir una palabra, alargó la mano desde su butaca hacia la mesita auxiliar, tomó su pequeño cuaderno de notas y un bolígrafo, y escribió rápidamente. Lara alcanzó a ver el movimiento ágil de su mano sobre el papel, el brillo en sus ojos. Luego, alzó la mirada y sonrió a su hija. Era una sonrisa amplia, de aprobación total.
—Qué observación más precisa, cariño —dijo, y su voz era melosa, pedagógica—. El cuerpo no miente. Los fluidos son diarios de lo que vivimos. Tienes el paladar de una poeta.
Leo: Bajó su cómic muy lentamente, hasta dejarlo sobre el suelo. No miró a su padre, que frotaba la toalla con frenesí sobre su desnudez ahora avergonzada. Miró a Lara. Su expresión adolescente era un mapa de emociones encontradas: incomodidad, sí, pero también algo parecido al reconocimiento. Su propio cuerpo que antes estaba relajado, ahora se había encogido ligeramente, como protegiéndose. Como si la frase de Lara hubiera puesto en palabras algo que la desnudez constante hacía evidente pero innombrable. No dijo nada. Su silencio fue más elocuente que cualquier palabra.
Lara se quedó quieta, sentada ahora en el sofá donde antes estaba recostada sobre su padre desnudo. La sensación del sabor salado aún estaba en su lengua. Se sintió… importante. Y en realidad, ese sabor, aunque extraño, no le había disgustado. Había venido del cuerpo de su padre, del mismo lugar del que venían sus abrazos. Acaso podría beber todo lo que su padre eyaculara. Había dicho algo que había hecho reaccionar a todos, que había hecho a su madre tomar notas, que había provocado algo intenso en la atmósfera del salón donde todos estaban desnudos pero, por primera vez, esa desnudez parecía significar algo diferente.
Miguel terminó de limpiarse y arrojó la toalla a un cesto. Se levantó, sin mirar a nadie, su desnudez ya no relajada sino tensa, casi encogida.
—Voy a por agua —murmuró, y salió de la habitación, su cuerpo desnudo desapareciendo por la puerta.
Elena siguió sonriendo, escribiendo, su propio cuerpo desnudo inmóvil e impasible en la butaca. Leo recogió su cómic y se puso de pie, su desnudez adolescente ahora evitando cualquier contacto.
—Voy a mi cuarto —dijo, y también se fue, dejando a Lara sola.
Lara se quedó sola en el salón, desnuda, con el olor a pollo asado mezclándose ahora con el olor más agrio, más animal, del semen que había probado. Se llevó el dedo a la comisura de los labios, donde había caído la gota, y luego se lo llevó a la boca otra vez. Salado. Terroso. Sopa.
Eso, por ahora, era suficiente. Era más que suficiente. Se quedó sentada en el sofá, su cuerpo de nueve años desnudo bajo la luz del domingo, saboreando el resto del sabor en su boca, dueña por un momento de todas las verdades que los cuerpos desnudos a su alrededor intentaban contar sin palabras.
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