La novia de mi hermano me cogio
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
La novia de mi hermano me cogió
A esa edad en que no se sabe con certeza que futuro elegir y sin motivación especial para continuar, Arturo y con el consentimiento de su padre, dejó inconcluso el tercer año de secundaria. Aburrido mientras buscaba orientación, deseó perfeccionar su inglés de bachillerato y su madre consiguió que la novia de su hermano aceptara darle clases gratuitamente. Esther vivía a dos cuadras y era hermana del mejor amigo de Marcelo, medio judía y medio cristiana, fruto de una partera con un hombre de acrisolado apellido aristocrático.
Portadores de ese apellido pero carentes de fortuna, a su muerte, la obstetra había vuelto a trabajar y las muchachas y el hijo estaban terminando sus estudios. Esther era menor que su hermano pera aun así le llevaba tres años y, ni sus modales o aspecto daban lugar a una especulación romántica; lo de su aspecto no era peyorativo, sino todo lo contrario. Un poco más alta que él, era delgada y su cuerpo estaba elegantemente bien formado, sin espectacularidades pero con rotunda firmeza. Lo que amedrentaba de ella era su vestimenta y la forma en que se peinaba, ya que el oscuro cabello recogido en la nuca le otorgaba una apariencia severa que no condecía con sus modales que, aunque lejanos, eran afectuosos y amables.
Las clases que se desarrollaban en la mesa del comedor, los ponían enfrentados para que él pudiera apreciar la forma en que ella colocaba lengua, dientes y labios para descifrar la pronunciación. Arturo no lo hizo adrede, pero en la segunda clase se le cayó el lápiz y cuando se agachó para recogerlo, vio sus piernas entreabiertas por debajo del mantel; colorado como si fueran las primeras que veía en su vida – en realidad era así -, se alzó rápidamente para encontrarse con la impasibilidad de una breve sonrisa en su rostro sereno.
Suponiendo que Esther había entendido que no lo hiciera a propósito, siguió con la clase, pero justo antes de irse, le pidió permiso para ir al baño y rebuscando apresuradamente en el canasto, extrajo una bombacha negra que deseó fuera de ella y no de su hermana, cubierta por olorosas huellas blancuzcas de mucosas. Escondiéndola dentro del calzoncillo, salió lo más campante y tan sólo llegar a su casa, fue a encerrarse en el baño para masturbarse oliendo y lamiendo los marítimos aromas de su concha.
Lo que él no sabía, era que ella estaba dándole oportunidad a ese muchacho que a los diecisiete años se veía más adulto, haciéndolo entrar en su terreno para que luego creyera que la seducía o, en buen romance, quería que se la cogiera. Alentado por la prenda con la que se masturbaba e imaginándosela con ella puesta, recurrió frecuentemente al artilugio de cosas que se le caían para buscarlas por debajo de la mesa y de esa manera regodearse con la vista de sus piernas abiertas, comprobando hasta el color y calidad de sus distintas bombachas.
Recostada en el respaldo de la silla y mientras sostenía en sus manos el libro, sabiendo que externamente estaba cubierta por el mantel, con la falda recogida sobre los muslos, Esther juntaba los pies y abría ampliamente las piernas mostrando hasta el último detalle del bordado o puntillas de la prenda y, de vez en cuando, una de sus manos se perdía sobre la piel para rascar distraídamente la entrepierna.
Aunque la deseara, era la novia de su hermano y trataba de contener su ansiedad, pero ella se empeñaba en hacer que focalizara su atención en esa encubierta sensualidad. Los dos eran conscientes de las mutuas trampas que se hacían; ella organizando su espectáculo bajo el mantel y Arturo asistiendo embelesado a él.
Aquellas exhibiciones ya eran casi una rutina y ella puso en marcha la segunda parte de su plan; dejándole una serie de pruebas para que realizara solo, le indicó que tardaría más de media hora en ducharse ya que luego tendría que salir con su hermano; ni lerdo ni perezoso, cuando escuchó como Esther buscaba cosas en su dormitorio para luego cruzar el living cargada de ropa al tiempo que le decía a lo lejos que no tardaría y sintió el ruido del pestillo de la puerta del baño, se precipitó a arrodillarse delante de ella.
La “rusita” sabía como montar un show y él se consideró espectador privilegiado de esa planificada intimidad. Como todos los de las viejas casas, el baño fácilmente duplicaría en tamaño a uno actual y la bañera estaba justamente en el fondo, ocupando el centro del encuadre que le permitía hacer el amplio ojo de la cerradura sin llave; despaciosamente, ella comenzó a sacarse la blusa desabotonando cuidadosamente botón por botón para luego dejarla prolijamente sobre un banquito de madera. De la misma forma procedió con la pollera y así cubierta solamente con bombacha y corpiño, apoyó su pie derecho sobre el borde de la bañera e, inclinándose, desabrochó su zapato de tacón bajo.
Dejando el calzado sobre el piso, procedió a enrollar la media, deslizándola prolijamente hasta sacarla del pie. Repitió la operación con el otro y una vez descalza, echó las manos hacia atrás para soltar el broche del corpiño, depositándolo en el asiento. El ansiaba conocer sus pechos pero ella prefirió ofrecerle la visión de sus glúteos en forma de corazón y comenzó a sacar la bombacha hacia sus pies, inclinándose lentamente en esa operación para ofrecerle la espectacular vista de su concha y el oscuro agujero del culo.
Recién en ese momento se dio vuelta para enfrentar a un espejo que él no veía y, girando lentamente, contemplar sus formas delgadas y sólidas, acariciándoselas en voluptuoso recorrido de sus manos por todo el cuerpo. Con el sedoso cabello suelto a sus espaldas, cobraba para él la apariencia de una antigua sacerdotisa; abriendo las canillas de la ducha, esperó hasta sentir en su mano la temperatura correcta y luego se metió debajo del chorro humeante. La brillantez del agua otorgaba a su cuerpo una dimensión que él desconocía en las mujeres y, cuando lo recorrió con sus manos enjabonando la piel, se estremeció de goce.
Una lubricidad salvaje guiaba cada gesto de ella y la acción de las manos pareció despertar deseos irreprimibles que procuraba calmar con el estrujamiento de sus carnes, sobando repetidamente los senos al tiempo que pellizcaba los gruesos pezones. Apoyando un pie contra el borde interno de la bañera, enjabonó abundantemente la entrepierna, especialmente una sombra de vello que cubría como un velo negro al sexo.
Con la garganta reseca por la emoción, la vio tomar una maquinita de afeitar y, tras poner una hoja entre sus finos dientes, procedió a pasarla minuciosamente para ir eliminando, poco a poco, todo vestigio velloso. Después de examinar escrupulosamente cada resquicio y confirmar la lisura de toda la concha, incluido ese pequeño tramo que lo separa del culo, se sentó en el ángulo de las paredes azulejadas.
Tornando a sobar concienzudamente las tetas durante unos momentos, dejó escurrir una de sus manos hacia la concha para recorrerla con insistencia de arriba abajo en morosa masturbación. De su boca escapaban ronroneantes gemidos que la sofocación enronquecía y, en tanto que dos dedos se entretenían en macerar apretadamente al clítoris, dos de la otra mano fueron introduciéndose casi tímidamente en la vagina.
La cabeza echada hacia atrás se apretaba contra el ángulo y con los ojos cerrados por el placer, ponía en su rostro una espléndida sonrisa de satisfacción. Las manos no se daban descanso y en tanto que una, en un frenético frotar fustigaba al clítoris, la otra salía y entraba de la concha vertiginosamente hasta que, mientras reprimía dificultosamente sus bramidos, el orgasmo pareció alcanzarla, haciéndole envarar el cuerpo que, lograda la eyaculación de sus jugos, se relajó blandamente en medio de profundos suspiros de alivio.
Incorporándose momentos después, se expuso a los chorros de agua hasta recobrar la compostura y él, previendo que saldría muy pronto, se apresuró a volver a su asiento para tratar de sosegarse y concentrarse en los libros.
Cuando reapareció, el cabello aun húmedo formaba una ondulada melena y ella vestía un vestido camisero abotonado al frente. Traía una bandeja con dos cafés y, sentándose no enfrente sino formando ángulo con él, se repantigó en la silla como era su costumbre.
Arturo bebía parsimoniosamente el café, mientras ella lo miraba fijamente por debajo de sus espesas pestañas con una sonrisita burlonamente cómplice alegrando su rostro y, finalmente, poniendo el pocillo vacío sobre la mesa, le preguntó en voz baja e insinuante si había gozado con el espectáculo; Arturo casi se atraganta con el sorbo que tenía en la boca y ella, estrechándole cómplice la mano, le dijo suavemente que no le tuviera miedo a ella ni al hecho de fuera la novia de su hermano. Confundido, trató de disimular su turbación y decidió dejar que fuera Esther quien tomara la iniciativa, aun sin saber en qué sentido.
Corriendo la silla hacia atrás y poniéndola de costado pero directamente frente a él, Esther comenzó a desabotonar el frente del vestido para mostrarse en menos de un minuto tan desnuda como la viera momentos antes en la ducha.
Haciéndole señas de que fuera junto a ella, le suplicó mimosa que no la ignorara y cuando estuvo parado a su lado, le desabrochó hábilmente el cinturón para bajarle los pantalones. Pidiéndole que terminara de desvestirse, inclinó su cabeza y, tomando la verga amorcillada que estaba cubierta por los líquidos humores que le provocara la excitación anterior, puso su lengua al servicio de su eliminación.
Golosamente lambeteaba la pija que iba adquiriendo rigidez, paladeando y deglutiendo con fruición esos jugos, en tanto que su mano la ceñía en alternativos apretujones para incrementar la erección. Cuando lo consiguió, sus labios rodearon cuidadosamente al glande para sorberlo en chupones en los que, paulatinamente, iba introduciéndolo cada vez más en la boca.
Los dedos ya se movían arriba y abajo en una inocultable masturbación y entonces, la lengua se dedicó a escarbar dentro del surco que protege el prepucio, macerando a este último con labios y dientes. Inexperto en esos juegos, él creía morir de placer y, dándole a su cuerpo un instintivo hamacarse, penetraba su boca como si fuera una concha.
Esa actitud pareció complacerla y su boca comenzó una delirante actividad. Abriéndola hasta la dislocación, Esther introducía la verga hasta que el glande rozaba su garganta, para entonces, cerrar prietamente los labios e iniciar un fuerte succión en tanto que lo retiraba, adicionándole un leve raspar de los dientes. Enceguecido y alentándola para que no cesara hasta hacerlo acabar, hundió sus manos en la sedosa melena hasta que la explosión seminal alivió sus riñones y sintió como ella recibía el esperma directamente sobre la lengua, deglutiéndolo como a un dulce jarabe.
Arturo aun se estremecía por lo profundo de la eyaculación cuando, recostándose voluptuosamente en la mesa, ella le pidió que la satisficiera con manos y boca. Aunque no sabía cómo hacerlo, en ese momento no había tipo más agradecido que él en el planeta e, inclinándose sobre ella, besó sus labios, sintiendo en ellos el regusto almendrado de su propio semen. Esther respondió ardorosamente, pero tras cuatro o cinco besos profundos, le pidió que jugara con sus tetas; el no esperaba otra cosa y se deslizó por su cuello hasta el pecho, pecoso como en muchas judías, cubierto por una rubicundez poblaba de diminutas erupciones. Los labios y lengua no se daban abasto para satisfacerse en aquellas carnes firmes y, obsesionado por los gelatinosos movimientos en las tetas en su parte superior, las cubrió de rabiosos lengüetazos cuya saliva sorbía entre sus labios en duros chupones a las carnes.
Ella no esperaba esa reacción de un muchacho al que suponía virgen y complacida, le acariciaba la cabeza con amorosa dedicación, guiando subrepticiamente su boca hacia donde quería. Al contacto con las aureolas, la lengua respondió positivamente, ya que, sin ser demasiado grandes, eran profundamente marrones y exhibían en todo su contorno una corona de gruesas verruguitas que, según supo después, eran terminales de las glándulas transmisoras de la sensibilidad del placer.
Lentamente, se dedicó con ahínco a sorber intensamente toda esa zona, sin darse cuenta las marcas rojizas que sus chupones dejaban en piel, blanca como la leche. Con los dedos amasaba duramente la otra teta y en ese momento recordó qué cosas le habían dicho sacaban de quicio a las mujeres; atrapando entre los labios al pezón, grueso y rosado, lo martirizó de tal forma que ella empezó a emitir gemidos que no eran precisamente de placer y, obnubilado por la consistencia firme de la carne, hincó los dientes en la mama, al tiempo que índice y mayor de la otra clavaban sus uñas en la excrecencia del otro.
Urgida por los reclamos de sus entrañas, ella le pidió que dejara de torturarla y le chupara el sexo. Acuclillándose a su frente, vio como Esther alzaba con sus manos las piernas y, encogiéndolas, las abría ampliamente. Era la primera vez que tenía ante sus ojos una concha; grande, mucho más grande de lo que esperaba que, con motivo de la reciente rasuración mostraba los labios mayores de la vulva como si fuera un alfajor gigante; acercando su cara, sacó la lengua para deslizarla, leve y vibrante, sobre esas elevaciones que, a su contacto, respondieron con una manifiesta relajación y él aprovechó para introducir la lengua tremolante.
Improvisando pero sabiendo que los hombres desarrollan una natural predisposición sobre qué cosas hacerle a las mujeres, separando con dos dedos la carnosidad, se encontró con el maravilloso espectáculo, siempre igual y siempre diferente, de una concha. Contradiciendo la abundancia externa, el interior del óvalo era pequeño, con un meato casi invisible y de un delicado color madreperla. Lo que impresionaba, eran los tejidos que lo rodeaban; los labios menores se multiplicaban frondosos y, como esos corales de fruncidos retorcimientos, parecían llenar toda la cavidad mostrando en su parte baja los colgajos de unas barbas de gallo enormes, protegiendo la entrada a una vagina pequeña y cerrada.
En esa competencia de contradicciones, el trofeo se lo llevaba el clítoris. A pesar de haberlo visto cuando lo restregaba momentos antes y no le había parecido pequeño, ahora se presentaba como un arrugado y espeso capuchón, debajo del cual, asomaba apenas una punta rosada similar a la pija de un gato. Decidido a ponerse al día, hizo que la lengua recorriera pacientemente cada meandro del intrincado laberinto carnoso mientras su dedo pulgar tomaba para sí la tarea de excitar al clítoris.
La lengua viboreaba vibrante sobre los encajes carneos y los labios colaboraban atrapándolos entre sí para chuparlos y sorber los jugos que los bañaban. Imaginaba estar haciéndolo bien por los gemidos y repetidos asentimientos con que ella le manifestaba su goce y contento. Haciéndose lugar entre los pliegues colgantes, jugueteó un momento sobre la cerrada apertura vaginal y, para su sorpresa, como respondiendo a un conjuro mágico, aquella se dilató mansamente. Apretando la lengua entre los dientes, la hizo mantener un rígido envaramiento y con ella penetró varios centímetros, degustando los jugos almibarados que rezumaba el sexo.
Aferrándole la cabeza entre sus manos mientras pujaba con la pelvis, Esther le suplicaba que chupara más y mejor, aplastando la boca contra su concha. Complaciéndola, hizo a la lengua alternar sus penetraciones con potentes ventosas de los labios en las que trasegaba el poderoso fluir vaginal. Por su parte, el accionar del pulgar había hecho devenir a la escasa punta rosada en un verdadero falo que se erigía para desarrugar los pliegues de su protección.
Esther estaba perdiendo el control y su cuerpo se sacudía, conmovido por las fuertes contracciones de su vientre. En tanto alababa sus habilidades, le rogaba que la hiciera llegar prontamente al orgasmo. Dejando la vagina, la boca subió allí donde el dedo torturaba a la carnosidad y, encerrándola entre los labios, inició un calmo pero intenso chupar, aplastándola contra el paladar. Ella maldecía como él no recordaba haberlo escuchado en una mujer y su pelvis temblaba descontroladamente.
Sabiendo lo que eso significaba, dejó que dos dedos penetraran en toda su extensión la vagina, para luego encorvarlos en un gancho que rascaba todo el interior del canal por el movimiento circular que había impreso a la muñeca. A punto de acabar, Esther lo estimulaba en fervorosas imprecaciones hasta que en un momento dado todo pareció detenerse; ella se arqueó envarada apoyando sus manos a los lados sobre el tablero y él, sin dejar de lamer y chupar al clítoris, sintió correr entre sus dedos un caldo tibio de fragante dulzor.
Sin embargo, aquello pareció potenciar el deseo de la joven y, mientras se relajaba estremecida por los espasmos de sus entrañas, se afianzó sobre el borde de la mesa, ordenándole con autoritarios bramidos que la cogiera. Como buen adolescente al que el sexo no le era propicio, se arrimó obediente al mueble para comprobar que su concha quedaba exactamente a la misma altura que su pija. Con la verga nuevamente erecta, tomó sus piernas y apoyándolas contra su pecho, escarbó por unos instantes en la encharcada apertura y lentamente, fue penetrando la vagina, deslizándose por la alfombra de mucosas que la lubricaban abundantemente. El único sexo que conociera había sido el de una prostituta dos años atrás y, por lo tanto, no podía hacer una comparación confiable, pero el de Esther, siendo blandamente holgado, tenía la virtud de que sus carnes ciñeran a la pija con poderoso agarrón para, alternativamente, dilatarse permitiendo una mejor penetración.
Parado, se le hacía más fácil la cópula y estrechando los muslos contra sí, meció el cuerpo en perezoso hamacar. Al tiempo que sentía chasquear sus carnes por los líquidos que emanaban de ella, recibió sus bendiciones por la forma en que la penetraba. Sacando las piernas de su pecho, Esther envolvió su cintura con ellas para impulsarse con los talones en sus nalgas y, asida con sus manos al borde, se daba envión para incrementar la fuerza del coito y su cuerpo se elevaba para estrellarse sonoramente sobre el tablero, hasta que en un momento dado y como poseída por una irrefrenable necesitad, se incorporó y empujándolo a un lado, se paró de espaldas a él.
Inclinándose, abrió las piernas en un amplio triángulo y, apoyándose con sus manos en el mueble, le pidió que la penetrara desde atrás. Las ancas empinadas le dejaban ver la generosidad de la concha que brillaba barnizada por sus jugos. Los labios mayores y los elásticos colgajos de los menores habían adquirido una tonalidad entre violácea y marrón, destacando aun más el rosado del óvalo y la boca pulsaba en una siniestra sístole- diástole como la de un voraz ser alienígena.
Tomando entre sus dedos el tronco de la pija que había alcanzado su máxima rigidez, lo restregó a todo lo largo de la hendidura desde el inflamado clítoris hasta la apertura del culo, pasando por el sensible perineo y macerando estrechamente al óvalo y los pliegues circundantes. Fuera de sí por el disfrute, ella meneaba las caderas al tiempo que lo maldecía por aquel jugueteo con el que le negaba el goce de la penetración. Finalmente, y contagiado él mismo por su insaciable voracidad, introdujo la verga hasta sentirla golpeando el fondo de sus entrañas y sus testículos colgantes azotaron al clítoris.
Por la fuerza con que empujaba su cuerpo contra el de ella, las tetas golpeaban duramente contra el tablero y ese mismo roce parecía urgirla aun más. Apoyando decididamente el torso contra la mesa, empinó el trasero y abrió las nalgas con sus dos manos; el también sentía en sus riñones la urgencia de la eyaculación y, redoblando la velocidad de la cogida mientras la asía férreamente por las caderas, la penetró sin piedad hasta sentir como llegaba su satisfacción y, recordando que no debía hacerlo en su interior, retiró la verga para masturbarse ardorosamente, volcando la tibia melosidad sobre sus espaldas.
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