LA PRIMERA VEZ
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por vago82.
Mi experiencia con el cuerpo de las mujeres, tenía ya dos años, cuando cumplí los diez. Varias niñas de la zona habían jugado conmigo al doctor, pero también algunas quinceañeras me habían enseñado mucho.
Me gustaba leer revistas de historietas cómicas, y solía hacerlo en cualquier lugar. Una mañana de vacaciones me encontraba dedicado a esa actividad en el último escalón de la escalera que daba a la azotea del edificio donde vivíamos y te acercaste a hacerme plática. Eras muy bonita (y lo sigues siendo) y me atraía el “hoyito” que se te hacía en la mejilla derecha al sonreír.
–¿Qué haces? –preguntaste con el tono meloso de tu voz de niña, dos años menor que yo.
–Leo. ¿Por qué?
–¿A ti te gusta cómo canta Enrique Guzmán? –continuaste preguntando sin hacer caso de responder las mías.
–Sí, pero no todas –te dije haciendo la revista a un lado cuando te sentaste frente a mí levantando una rodilla, pero teniendo cuidado de poner tu mano sobre el centro de la falda.
–Canta la que más te guste– pediste poniendo la otra mano sobre mi pierna.
Empecé a cantar “Ju-Ju-Julia”, una de las que estaban de moda y tú me hiciste segunda. Quitaste tu mano de la falda, alzaste más la rodilla y quedó al descubierto tu impúber sexo, pues no traías calzón. Seguí cantando contigo, mientras me calentaba verte el clítoris tan grande que parecía badajo. Sin dejar de cantar sonreías tratando ver si mi erección se notaba. Te moví el clítoris con mi dedo al ritmo de la canción y tú hiciste lo mismo con el pequeño bulto de mi pene sobre el pantalón hasta que acabamos la canción.
Terminando me tomaste de la mano y te levantaste para que te siguiera.
–Vente, vámonos a donde nadie nos vea– dijiste llevándome hacia una zona poco concurrida donde volvimos a sentarnos.
Traté de meterte otra vez la mano bajo tu falda pero me lo impediste.
–¿Por qué no me dejas?– pregunté confundido.
–Primero sácatela tú– contestaste tratando de bajarme el cierre.
Me lo abrí rápidamente y dejé afuera de la bragueta hasta los testículos. Te maravillaste y empezaste a acariciarme todo.
–¿Todos tienen esto?– preguntaste al tiempo que con las dos manos movías mis pequeñas bolas.
–Sí. ¿No sabías?
–No, mi primo nomás se lo saca hasta aquí– contestaste tapando con una mano mis testículos y con los dedos de la otra me apretaste el tronco de mi turgencia.
–¿Y qué te hace tu primo?– pregunté queriendo saber más.
–Me lo mete así– dijiste al tiempo que te sentabas con mucha habilidad sobre mis piernas y dirigías mi pene a tu interior. Te empezaste a mover riquísimo.
–Tus bolitas se sienten bonito– decías disfrutando el vaivén y yo me aguantaba un pequeño dolor en ellas porque me las apretaba el peso de tu cuerpo.
–Me voy, después nos vemos– dijiste en voz baja, levantándote súbitamente a presentir que alguien había subido.
Vi que mi pene brillaba porque el sol se reflejaba. Me dejaste completamente mojado. Me levanté y, antes de guardarlo, lo limpié con la mano. Después olí mis dedos esperaba percibir el olor clásico de orines, pero no fue así, al contrario, me gustó y me volvió a crecer el miembro con tu aroma.
Después se hizo frecuente que me buscaras para que jugáramos. Recorrimos todo el edificio, incluyendo nuestros departamentos, buscando siempre los lugares menos concurridos. Alguna vez me hiciste sentarme en una silla y poner mis piernas estiradas, lo más arriba posible, para dejarte resbalar hasta llegar a mi pubis. Se acercó un niño de tu edad y dijo que ahora él te haría. Me quité para que también el te gozara. Sólo lo hiciste una vez.
–No, contigo no quiero jugar, porque eres muy grosero –le dijiste–, sólo quieres hacerme groserías –después de quejarte te fuiste.
Ese día, fuiste a buscarme a mi casa cuando estaba solo.
–¿Estás solo? –preguntaste en voz baja, volteando hacia adentro.
–Sí, pásale.
–¡Qué padre! –exclamaste y te metiste rápidamente, cerrando la puerta tras de ti.
Me tomaste de la mano y me llevaste directamente a la cama, donde te acostaste bajándote los calzones.
–Sácatelo y ponte arriba –ordenaste, al tiempo que me ayudabas a bajarme el cierre.
Tomaste mi pene y lo metiste en tu vagina hábilmente. Me diste unos besos y empezaste a moverte mientras me abrazabas. En menos de un minuto, sentí que el placer aumentaba hasta un grado que desconocía. Yo empecé a moverme también y tuve mi primera eyaculación ¡y fue dentro de ti! Lo malo de la niñez es que “uno confunde el amor con las ganas de hacer pipí”. Me separé de inmediato, y un poco de mi líquido, con cierto color blanquizco por el semen, quedó en tu entrepierna.
–¿Qué pasó? –preguntaste al sentir mi confusión, que seguramente interrumpió algún inicio de orgasmo en ti.
–Nada, creo que alguien tocó –mentí, levantándome.
Te subiste los calzones al mismo tiempo en que te ponías de pie y saliste corriendo de la casa. Ignoro si alguna vez te diste cuenta de lo ocurrido, pero yo, después de platicar con algunos amigos mayores, me preocupé profundamente porque me parecía factible, aunque poco probable que quedaras embarazada. ¡Obviamente no fue así! Pero todo el conjunto de sensaciones me hicieron aprender mucho más sobre el sexo y sobre mí.
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