La Segunda Noche: Primera Parte (Continuación de “Mi Prima la Primera”)
Sudamérica, 2004. Tras haber perdido la virginidad junto a su prima Maribel (8 años), Nicolás (12), presa del remordimiento y decidido a no volver a ceder a su deseo por ella, libra una batalla interna que posiblemente decidirá, no solo lo que suceda aquella noche, sino lo que suceda en los años por.
Tras dos años de ausencia, he decidido darle continuidad a mi primer relato. Debo aclarar, antes de iniciar el presente, algo que, de no hacerlo, podría confundir al lector. En “Mi Prima la Primera”, había señalado que Maribel, al momento de perder la virginidad, contaba con siete años de edad. Eran tiempos en los que el mantenimiento de mi identidad me preocupaba un poco más que ahora. Confío en que el perjuicio para el lector sea mínimo, ya que solo es necesario aumentarle un año a la protagonista. A manera de compensar ese pequeño agravio, haré una revelación: Maribel es el verdadero nombre de aquella pequeña niña que, con su cabello negro, piel ligeramente oscura, y apetecible cuerpo, ya desde sus tiernos ocho años, llegaría a ser la fuente de tantas noches de placer, mismas que espero poder plasmar por escrito con más regularidad. Comencemos por ahora con los siguientes párrafos.
Menos de veinticuatro horas habían pasado desde que perdiera la virginidad junto a Maribel, mi pequeña prima de ocho años. Al que fuera sin lugar a dudas el momento más placentero de mis doce años de vida, sin embargo, le sucederían horas y horas de remordimientos. Antes de que terminara la noche, había incluso llegado a la resolución de no volver a acostarme con ella. No obstante, sin poder hacer nada para evitarlo, me encontraba nuevamente a pocos metros de aquella niña que, para colmo, parecía estar más que dispuesta a volver a entregarse a mí. ¿Cómo evitar a Maribel cuando le había prometido a su madre hacerme cargo de la tarea de recogerla de la escuela? Era lo que me preguntaba, sentado en el sofá de su sala, mientras ella me esperaba en su habitación.
Casi sin haber cruzado palabra en el camino, habíamos llegado a su casa hace no más de media hora. Ya en la sala, ella se veía contenta y, aún con su uniforme, con una sonrisa dibujada en los labios, me dijo: “Me voy a ir a cambiar. No vas a entrar”. Fiel a la promesa que me hiciera la noche anterior, me senté en el sofá y encendí la televisión, decidido a no moverme de ahí hasta que fuera la hora de irme. Tras pocos minutos, Maribel volvió, y se quedó de pie a mi lado; su apariencia no pudo menos que trastornar los latidos de mi corazón. Por encima, llevaba un top naranja de mangas cortas que, gracias a su diseño, me dejaba ver parte de su vientre. Por debajo, un short celeste, tan corto como ajustado, remarcaba la voluptuosidad de sus nalgas a la vez que dejaba totalmente al descubierto sus piernas torneadas. Unas sencillas sandalias blancas adornaban sus pequeños pies.
“Ya, ya me he cambiado. Ya puedes ir a mi cuarto si quieres”, fueron las palabras que ella usó a manera de invitación, y que yo, con fingida indiferencia, rechacé. “Si vas a mi cuarto, te dejo que me bajes mi short”, agregó ella, acercando su boca a uno de mis oídos. “Mi calzón más”. Con el corazón latiéndome a mil por hora, pero aún determinado a no ceder, atiné con voz quebrada a responderle: “Estoy viendo la tele. Más tarde”. Ante mi negativa, y con cierta molesta reflejada en su rostro, ella terminó aquel intercambio tan tenso con un “Si quieres, nomás. Tampoco te estoy obligando”. Se retiró entonces con gravedad.
Los siguientes minutos en soledad, se desató una breve pero intensa batalla interior. Para convencerme de no ir tras Maribel, traté de encontrar todos los argumentos posibles: ella podía contarle a alguien, alguien podía descubrirlo, quizás incluso alguien nos había escuchado la noche anterior… Como argumento de fuerza mayor, finalmente, invoqué al fantasma de un potencial embarazo, ello con el fin de espantarme. Fue ese último intento el que terminaría por derribar mis defensas y rendirme al deseo.
Para que un embarazo fuera posible, era necesario no solo un acto sexual, sino uno llevado hasta las últimas consecuencias. De pronto fui arrollado por el recuerdo de la noche anterior. A mí volvió la imagen de mi pequeña prima, totalmente entregada en su desnudez sobre la cama; la imagen de su boca entreabierta y sus ojos en blanco. Volvieron a mis oídos los dulces ecos de unos jadeos y gemidos que, afectados por una deliciosa voz infantil, parecían gritarme “tiene ocho; tiene ocho”. Volvió a mí, sobre todo, el recuerdo de aquella inigualable sensación que solo el acto de la penetración y la posterior eyaculación podían proporcionarme.
Mi corazón se detuvo de repente; aquellos tormentosos latidos que golpearan mi pecho con fuerza fueron cesando, y una sensación de libertad fue invadiendo todo mi cuerpo. Ya no había vuelta atrás, pues aquella noche sentía remordimiento por última vez. Simplemente me levanté y, guiado por el puro deseo de poseerla nuevamente, me dirigí a la habitación de Maribel.
Woooooow, el remordimiento es parte de los prejuicios que a veces muchos tenemos, pero si es consensuado y no causa daño, no hay porqué tener remordimiento.