La tentación
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Viviana apagó una a una las luces del estudio y suspirando con un rictus de amargura en los labios, fue despojándose del pesado delantal de cuero que la protegía de las esquirlas que los escoplos arrancaban al mármol. Ensimismada en tristes pensamientos, se paseó lentamente por el dilatado loft mientras iba dejando caer las prendas que cubrían su cuerpo e iluminada por la luz exterior que penetraba por los amplios vitrales, se dejó caer con desgana en uno de los tantos sillones que poblaban el lugar.
Su fama como escultora no había contribuido a que ella fuera más dichosa o feliz, sino que por el contrario, debido a su empecinamiento en realizar cuerpos femeninos en actitudes sensualmente indecentes o lascivas y, a pesar de la capa de inmunidad que le otorgaba su apellido histórico, no habían dudado en calificarla como lesbiana, estigmatizándola con el mote de “la artista de equívoca sexualidad”. Para deshacer los infundios de esa nefasta imagen, había contraído matrimonio con un prestigioso artista plástico quien compartía el estudio y las modelos, ya que él abordaba desde la pintura la misma temática que ella y al que, irónicamente, por el sólo hecho de ser hombre, aquello le daba un cierto lustre de super macho.
Para ella fueron cinco años de descubrimientos deslumbrantes, ya que dedicada al arte desde su misma adolescencia, consideraba superficial y promiscua la actitud codiciosa de muchas de sus colegas que vivían tan tórridos como efímeros romances casi con cualquier tipo importante que se les acercaba. Aleccionada y conducida desde los catorce años por su hermana mayor en la autosatisfacción, evitaba cuidadosamente cualquier tipo de relación con hombre o mujer que pudiera preocuparla y distraerla en su derrotero artístico, lo que también había contribuido a las falaces especulaciones.
A los treinta años y a pesar de toda su experiencia solitaria, había recorrido de la mano de Alejandro y con exaltada alegría el maravilloso mundo del sexo heterosexual. Amante experto y un poco lúbrico, rápidamente la había introducido en los numerosos y complicados vericuetos sexuales, elevando su goce y satisfacción a niveles que ella ignoraba fuera posible alcanzar.
Un infortunado accidente de caza la había convertido en viuda cuando estaban alcanzando los máximos niveles de la dicha compartida. A partir de esa muerte y como reconcentrándose, ella había vuelto a encerrarse en sí misma, elevando aun más su calidad expresiva y ejecutando tal cantidad de obras excelsas que sorprendió a la crítica. Vuelta a su ostracismo social, volcó en cada una de ellas lo más íntimo y secreto de las sensaciones que viviera con su marido, siendo de tal crudeza las composiciones que revivieron aquellos rumores sobre su vida íntima, desconocedores de que sólo un hombre podía haberle hecho vivir tan maravillosas experiencias.
Ese día se habían cumplido dos años desde la desaparición de Alejandro, sintiendo más que nunca el llamado instintivo del sexo que él había conseguido despertar y con la ayuda del alcohol que ya desde hacía un tiempo contribuía a deshacer los histéricos nudos que la angustia entretejía en su vientre, convocó a la sapiencia de sus manos que la devolvieron, aunque fuera parcialmente, a aquel delicioso mundo sensorial, aliviándola con las húmedas poluciones de sus fluidos vaginales.
Tendida desnuda en el sillón, disfrutaba de la dulce calma posterior al orgasmo tomando pequeños sorbos de la botella de vodka y contemplando la profundidad de la noche a través de la inmensa superficie vidriada del frente del estudio. Situado en el primer piso de una vieja bodega reciclada en San Telmo, los grandes vitrales dejaban pasar la cruda luz de la lámpara de mercurio que cuadriculaba el piso del cuarto oscurecido.
Un poco vacilante, con la botella en la mano y segura de la impunidad que le otorgaban las sombras a las cuatro de la mañana, se acercó a los cristales apoyando la frente afiebrada en su frialdad, sumiéndose en la contemplación de las viejas construcciones y el brillo satinado del rocío sobre los desparejos adoquines. Totalmente absorta, no escuchó los pasos ni entrevió la silueta del hombre que caminaba presuroso por la acera de enfrente hasta que no entró en el eje de su mirada. Su instintiva reacción de sorpresa pareció llamar la atención del hombre y, aunque estaba segura de que sólo pudo entrever su figura desnuda, dio un paso atrás pero sin dejar de fijar su mirada en él que, gentilmente, le hizo una respetuosa venia con la mano y siguió su camino. Con la vista clavada en la espalda del hombre, alto y fornido, lo miró alejarse casi angustiosamente y descubrió que la experiencia la había excitado, mojándola.
Al otro día se entregó denodadamente a dar los últimos retoques a un grupo especialmente sensual en el que utilizaba a tres modelos que, aunque las empleaba desde hacia años, se manifestaron molestas por la retorcida lubricidad explícita y el estrecho contacto físico que las disgustaba. Contemplando la obra con desapego, tenía que admitir que, aunque deliciosamente bellas, por exquisitamente detallistas, las imágenes resultaban obscenas y que ella misma, como nunca le había sucedido, sentía un fuerte escozor en el sexo con sólo mirar a las mujeres desnudas.
Ese repentino cosquilleo en el vientre la llevó inexorablemente a pensar en el hombre la noche anterior y en su mente brotaron las imágenes absurdas de ella revolcándose con el fornido desconocido. Estaba segura de que debía de tratarse de un obrero que concurría a su trabajo, tan vez en el cercano puerto y esa noche, luego de cumplir con el ritual alcohólico y la masturbación, esperó desnuda como se hacían las cuatro de la mañana.
Apoyando por entero su cuerpo en los frescos cristales al escuchar sus pasos, vio como el hombre se detenía por un instante contemplándola oferente en las sombras y esbozando una blanca sonrisa, tras aplaudirla discretamente, se alejaba con un saludo.
A la frustración de que el alcohol y la masturbación no conseguían ya satisfacerla totalmente, se agregaba la certeza de que el hombre admiraba su figura y que, además de alto y fornido como jamás viera hombre alguno, era buen mozo, lo que no hizo más que terminar de confundirla. Al tiempo que la excitación sexual iba dominando su mente haciéndole imposible concentrarse en otra cosa que no fuera el desconocido, se sumía en una espiral de imperiosa necesidad sexual, retornando al círculo vicioso del alcohol que junto a la masturbación le brindaban una ilusoria y momentánea tranquilidad.
Esa noche y diez más se cumplió el absurdo ritual, tras el cual ella quedaba aun más excitada que antes. Durante el día, como una obsesión y recordando las relaciones con Alejandro que, por ser matrimoniales no habían sido precisamente castas sino que muchísimas veces habían rozado el límite de la decencia e incursionado por el de la perversión, vivía en un estado de permanente excitación y hasta tuvo que suspender una sesión de modelaje a causa de la lúbrica tentación que representaba la modelo y que no se sentía capaz de dominar. Esperaba ansiosamente el paso del hombre y, tras exhibirse sin pudor alguno ante sus ojos, tan pronto como aquel se alejara, se masturbaba con furia masoquista para luego hundirse en la inconsciencia que le daba el alcohol.
Pero esa noche la necesidad pudo más que la prudencia y haciendo caso omiso de su seguridad, se envolvió en un largo tapado para esperar en el zaguán el ruido de sus pasos. Cruzó con soberbia calma la calle y cuando él llegó frente a ella, sacando un cigarrillo le pidió fuego, cuidando que el abrigo se abriera lo suficiente como para dejar al descubierto su absoluta desnudez.
El hombre reaccionó tal y como ella esperaba, solo que con más violencia. Alargando una mano monstruosamente grande, la atrapó por los cabellos de la nuca arrastrándola hasta el zaguán de una vieja casona abandonada. A la luz escasa que dejaba filtrar la puerta sin vidrios, Viviana pudo apreciar que ese zaguán, como tantos otros en el barrio, era utilizado como refugio ocasional por desocupados, linyeras y vagos. Este era especialmente grande y respondía a la suntuosidad que poseyera la casa antaño; mármoles parcialmente lustrosos forraban las paredes hasta una altura apreciable y tres escalones, flanqueados por dos grandes maceteros con jarrones esculpidos, llevaban hasta la cancel de hierro que sí, estaba cerrada por gruesas cadenas con candados.
Apartando con los pies la profusión de basura y botellas, rotas en su mayoría, la aplastó contra la pared y pegando su cuerpo al suyo, buscó su boca. Paralizada por la insólita reacción, a pesar de su fuerza y cierta corpulencia, se sentía totalmente a merced de aquel hombre que la manejaba como a una marioneta y que, tomando eso como aquiescencia, envolvió sus labios con angurria y una lengua dura y áspera penetró su boca, buscando con ansiedad a la suya que respondió a sus embates con igual fiereza.
Un hondo gemido brotó finalmente desde lo más profundo de su pecho y abrazando las caderas del hombre se restregó contra él, cuyas manos estaban sobando y estrujando férreamente sus pechos conmovidos. Los dos roncaban con un bronco bramido de excitación y las manos de ella se afanaron sobre el cierre del pantalón, extrayendo trabajosamente la verga, no del todo endurecida.
Quitándose el tapado y dejándose caer de rodillas, envolvió al miembro entre sus dedos fuertes y comenzó a masturbarlo despaciosamente, lubricándolo con saliva que dejaba deslizar de su boca. El pene no había adquirido su tamaño final y seguía engrosando y endureciéndose entre las manos de Viviana que, enardecida, terminó de bajar los pantalones del hombre y hundió su cabeza en la entrepierna, chupeteando golosamente la rugosa superficie de los testículos que exhalaban un acre olor masculino.
Sus labios temblorosos por la ansiedad fueron subiendo, envolviendo al falo y sorbiéndolo apretadamente en tanto que la lengua lo lamía con vehemente frenesí. Ascendiendo de esta forma hacia la cúspide, se encontró con los delicados pliegues del prepucio y, penetrándolos, se afanó en socavar al grueso surco que circundaba al glande. Humedeciendo sus manos, incrementó el ritmo del vaivén, imprimiéndoles una fuerte rotación que hizo maldecir al hombre.
La boca había alcanzado la redonda cabeza del pene y tras varios chupones húmedos de ensayo, se dilató complacida, alojando trabajosamente en su interior el grueso tronco del falo, introduciéndolo lo más profundamente que pudo y retirándolo con lentitud a la vez que lo succionaba ansiosamente. Ese vaivén de su cabeza enloqueció al hombre que, tomándola entre sus manos, la sostuvo así para comenzar a hamacar su cuerpo con mayor vigor y, penetrándola como a un sexo, eyaculó una enorme cantidad de un semen espeso y fragante que, obligada por la posición, deglutió con deleite.
Terminando de quitarse los pantalones, el hombre despejó los tres escalones y tendiendo su tapado sobre ellos, la hizo acostar en el descanso. Arrodillándose en el piso, el hombre tomó entre sus manos las piernas estiradas y encogiéndolas, le ordenó que las sostuviera así al tiempo que hundía la boca en el sexo palpitante y mojado de Viviana, sorbiendo los rulos del largo vello púbico que ella dejara crecer descuidadamente. Abriéndose camino con dos dedos, dejó expuestos los labios inflamados de la vulva que dejaban entrever la maraña rosada de los pliegues internos.
La boca del hombre se posesionó de la vulva y la lengua tremolante, junto al lento menear de la cabeza, fue penetrando, torturando con violentos embates al capuchón de piel que protegía al clítoris y, asiéndolo fuertemente entre los labios apretados, tiraba de él como si quisiera arrancarlo a la vez que los dientes lo mordisqueaban con urgencia sin lastimarla. A pesar de su dureza, la caricia enajenaba a Viviana que volvía a sentir el renacer de sensaciones casi olvidadas y comenzó a ondular su cuerpo al ritmo que la boca del hombre le proponía, sintiendo como en su interior se encendían los fogones que alimentaban a los demonios quienes, colocando dolorosos garfios en sus riñones, se ensañaban con los músculos, tratando de separarlos de sus huesos para arrastrarlos hacia el volcán del sexo.
Cuando ella se crispaba por la angustia de alcanzar el orgasmo, el hombre retiró la boca del sexo y, acomodándose entre las piernas, la penetró violentamente con el enorme pene. Jamás algo de ese tamaño había estado en su vagina y sintiendo como si todo fuera a estallar, el dolor de las carnes resentidas por los desgarros que semejante verga le ocasionaba, explotó en la nuca y nubló su vista. Apoyando las manos a su costado, el hombre comenzó un enloquecedor vaivén, profundizando aun más la despiadada y brutal penetración y la boca, apoderándose de uno de sus senos, comenzó a chuparlo con frenesí mientras los dientes se ensañaban con el pezón.
Viviana caía en cuenta de lo que había provocado con su actitud imprudente, que estaba siendo violada de la peor forma y, sin embargo, no sólo encontraba fuerzas para soportar lo embates del hombrón sino que disfrutaba de tan alienante tortura. Sintiendo como tras la larga abstinencia los músculos de su vagina parecían hincharse para aprisionar entre ellos al cruel invasor y los jugos cálidos de su goce corrían veloces por su interior y manaban profusamente desde la vagina en sonoros chasquidos, se dejó llevar por el placer y aferrándose a los brazos del hombre, lo insultaba groseramente al tiempo que le suplicaba que no dejara de penetrarla y la rompiera toda.
Viendo la desesperada angustia de la mujer, el hombre la levantó y, acostándose en su lugar, le ordenó que lo montara. Subida a horcajadas sobre él y con las piernas abiertas acuclilladas, ella fue haciendo que la verga la penetrara de manera tan profunda y total que la sintió golpeando más allá del cuello uterino contra el fondo de la matriz. El sufrimiento la elevaba a una nueva dimensión del goce y con los dientes apretados, como poseída de una saña similar a la del hombre, encontraba placer en ese daño, cabalgando con singular violencia e impetuosamente al desmesurado príapo.
Extasiada, subía y bajaba, sintiendo como se destrozaban sus entrañas mientras lágrimas de dicha se deslizaban por sus mejillas y la boca se distendía en una deslumbrante sonrisa de placer. Los pesados senos que se sacudían gelatinosamente fueron atrapados por las manazas del hombre quien, con saña salvaje, clavó las rústicas y duras uñas en los pezones, aumentando aun más el nivel demencial de dolor y gozo, haciendo que de su boca abierta en un grito silente se deslizaran gruesos hilos de baba entre las súplicas de clemencia.
Como si aquello hubiera hecho perder el control de sí mismo al hombre, este salió de debajo de ella y colocándose detrás, la penetró brutalmente por el sexo. Con una especie de afán destructivo, hundía el falo y volviéndolo a sacar totalmente, esperaba a que los esfínteres de la dilatada vagina volvieran a contraerse para volverla a penetrar y así, una y otra vez, durante tanto rato que Viviana perdió la noción del tiempo que llevaba el coito bestial. El bramido del hombre semejaba al de un toro sirviendo a una vaca y los gemidos de ella no le iban en zaga.
Una sensación de encontradas emociones la invadía, hallando incomprensible esa dualidad que la desorientaba; por un lado estaba profundamente arrepentida de su irrazonable y descabellada actitud de entrega prostibularia y por el otro, y a pesar de la violación bestial, no podía evitar el disfrutar con todos sus sentidos de los actos del hombre, vaciándose en incontables orgasmos múltiples como nunca había experimentado con Alejandro.
Apoyada en rodillas y codos, balanceaba su cuerpo para acompasar los embates del hombre, sintiendo por enésima vez el fluir caldoso de sus jugos y cuando el chorro espermático golpeó en sus entrañas, creyó que saciado su apetito aquel la dejaría en paz pero, lejos de estar satisfecho, el hombre embocó la cabeza del falo contra el ano y la penetró con todo su peso.
Al sentir como su ano, virgen de sexo, era invadido, una oleada de dolor se manifestó en una espada flamígera que la hendía dejándola sin aliento, escarbando en su cerebro con indescriptible sufrimiento y expandiéndose en una luz cegadora, luminosamente blanca. Abriendo las compuertas del rencor acumulado por la brutal agresión, dejó escapar el espantoso y estridente grito larvado, largamente contenido. De manera inconsciente, una de sus manos se aferró alrededor del cuello de una botella rota y, tratando de desembarazarse del hombre, se dio vuelta repentinamente para que los cortantes bordes, como una filosa daga, lo degollaran.
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