Las delicias de Marifher (2)
No es creación mia, sino de mike80, pero fue purgado en Todorelatos.com.
Las delicias de Marifher (2)
Marifher es inspiración. Desde que llegó a mi vida con su belleza extraordinaria (belleza que opaca la luz del sol) y su sensualidad natural, no he hecho otra cosa más que adorarla. Después de tantas relaciones frustradas, de noviazgos insípidos, ¿a caso había encontrado el amor en esa mujercita rubia?…si, por cierto. Marifher nació para ser musa, como lo fue la Maja desnuda para Goya; la Niña con un sombrero de paja para Renoir. Todo en ella juega un papel de seducción: sus ojos, sus labios rojos; su cabellera dorada, su anatomía perfecta; su piel de seda amo todo lo que hay en ella, pero lo que más me sorprende, me inquieta y excita, es su magnífica sensibilidad para dar placer y recibirlo.
Las visitas del señor Rodrigo Valencia se hicieron cada vez más frecuentes; viajes de negocios a la ciudad, decía él; pero al menos yo me daba cuenta de que eran pretextos para verse con doña Constanza. Llegaba cargado de regalos; toda clase de golosinas del viejo mundo para Marifher; joyas aderezadas con piedras preciosas y exquisitas fragancias para Constanza, botellas del más fino y delicioso vino para mi. Al cabo de tres meses, formalizaron su relación. De vez en cuando don Rodrigo invitaba a la señora Constanza a cenar en algún restauran; mientras, Marifher y yo nos regocijábamos en nuestro mundo de amor, placer y lujuria.
Un domingo, después de un par de meses de haber iniciado su noviazgo, Rodrigo Valencia nos invitó a comer. Llegamos a un restauran lujoso, que está justo enfrente de una alameda rodeada de pinos y robles. Los cuatro nos dirigimos a una mesa previamente reservada. En el transcurso de la comida, pude notar cierto nerviosismo en don Rodrigo: su frente amplísima se llenaba de pequeñitas gotas de sudor, que él disimuladamente secaba; sus manos regordetas se movían con un poco de torpeza y su conversación no era la misma de otros días. Cuando terminamos de comer, decidimos dar un paseo por el parque. Los cuatro caminábamos y charlábamos; de pronto me di cuenta de que Rodrigo y Constanza necesitaban un momento a solas. Tomé de la mano a Marifher y nos encaminamos a unos columpios situados justo en medio de la alameda. La niña subió a uno y yo comencé a mecerla suavemente, al mismo tiempo observé que ellos se sentaban en una banca de madera. < Diego, empuja un poquito más fuerte> me decía Marifher; en ese instante vi que el señor Rodrigo hincaba su rodilla izquierda, mientras sacaba un pequeño estuche del bolsillo de su saco: le estaba proponiendo matrimonio a Constanza.
El domingo siguiente, mientras desayunaba en el departamento 34, como de costumbre, Marifher se levantó de su silla y pidió permiso para retirarse, ya que se iba a duchar. Fue el momento que Constanza aprovecho para platicar conmigo.
– Diego, tengo que hablar con usted de algo muy importante. Lo considero como alguien de mi familia y sería injusto no decírselo- añadió Constanza con voz trémula.
– Claro doña Constanza, la escucho.
– Rodrigo me ha propuesto matrimonio
Así comenzó su soliloquio: < yo le he dicho que si quiere que Marifher y yo nos vayamos a vivir con él a Monterrey es un buen hombre es una gran oportunidad para que la niña crezca con una figura paterna a su lado dice que hay muy buenos colegios que aceptarían a Marifher es una suerte que a mi edad se me presente una ocasión como esta la boda será dentro de dos meses así, ya no tendré miedo de morirme sola> De alguna forma sus palabras me parecían obsoletas, carentes de sentido; una desagradable sensación en mi estomago me invadió. Yo no podía concebir mi vida sin Marifher.
– Pero que me dice Diego, ¿no se alegra por mí?- exclamó doña Constanza.
Me esforcé por sonreír, pero mis labios dibujaron una mueca contraída. Lo único que pude balbucear fue:
– Y Marifher, ¿ya lo sabe?
– Todavía no Diego. Me gustaría que usted estuviera aquí para conversar con ella en caso de que se le haga difícil entenderlo.
– Lo siento doña Constanza, pero francamente creo que usted debe hablar con ella a solas. Yo sé que ella sabrá aceptarlo, además entre mujeres se entienden mejor.
Esa tarde salí en mi coche sin rumbo alguno. Todo me parecía insoportable; el tráfico, los vendedores ambulantes, el sonido estridente de los cláxones. Después de vagar sin sentido, regresé a mi departamento pasada la media noche. Había tomado una determinación: decidí alejarme poco a poco de Marifher. < Es lo mejor para ella si, es una niña y pronto se le pasará lo más conveniente es que se olvide de mi>. Durante los días siguientes, comencé a escabullirme con el pretexto más ínfimo; inventaba reuniones con mi editorial, con mi representante. Las pocas veces que frecuentaba a Marifher, lo hacía cuando su tía estaba presente. Obviamente la niña notó el cambio, pero guardó sus palabras. Una semana antes de la boda escuché que llamaban a mi puerta. A través de la ventana pude ver a esa misma niña rubia de ojos azules que conocí en ese mismo lugar: < Diego, Diego abre la puerta yo sé que estas ahí por favor Diego necesito verte> decía con voz cortada y triste, mientras sus hermosos luceros se llenaban de llanto. Siguió insistiendo durante un par de minutos. Estuve a punto de abrir y de abrazármela para siempre, de llevármela lejos, de seguir adorándola eternamente, pero me contuve. Luego ella se inclinó y escurrió un sobre blanco por debajo de la puerta. Dio media vuelta y se fue lentamente, girando de cuando en cuando su cabecita en dirección a mi puerta. Abrí el sobre que contenía una misiva corta pero febril:
Diego. No quiero estar lejos de ti, por que yo te amo. Me siento feliz por mi tía Constanza, pero también me siento muy triste. ¿Por qué ya no me buscas? ¿Ya no te gusto? ¿Ya no me quieres? Por que yo te voy a querer hasta que me muera. Prométeme que iras a visitarme. Yo te esperaré todos los días, Diego. Ya te estoy extrañando.
María Fhernanda Ravazzi Pellegrini.
Una gota tibia se escurrió por mi mejilla y calló justo en medio de la hoja de papel: por primera vez en muchos años, yo estaba llorando.
Doña Constanza me entregó la invitación a su boda el día en que llegó el camión de mudanzas por sus pertenencias, la recibí pero ya tenía planeado no ir. Se marcharon tres días antes de la ceremonia. Al principio me volví un ermitaño; ni siquiera contestaba las llamadas al teléfono, después, Ignacio se encargó de persuadirme: < Ya hombre, tienes que salir a divertirte de vez en cuando. Te voy a llevar a un antro que acaban de abrir y es donde se reúnen las nenas mas lindas de la ciudad. Pero ya quita esa cara Diego, dime que es lo que te pasa >. Salía casi todas las noches, algunas veces solo. Entraba a los bares y me emborrachaba con tequila y con recuerdos. Buscaba el rostro felino de Marifher entre todas las mujeres, pero era inútil. A veces se me acercaba alguna y comenzaba una charla, pero mi tristeza solo lograba ahuyentarlas. Regresaba a mi departamento casi al amanecer, ahí me irrumpía un llanto silencioso. Todo en mi habitación era Marifher; todo olía a ella.
Así pasaron casi cinco meses. Una mañana, me despertó el timbre de mi teléfono celular. Sentí los efectos de la resaca y estuve a punto de no contestar, pero no se que me impulsó a hacerlo; escuché el inconfundible acento italiano de doña Constanza Pellegrini: < Diego que bueno que lo encuentro, no sabe lo difícil que se me ha hecho localizarlo se trata de Marifher, no se lo que le pasa .estoy muy preocupada Diego. Creo que no logra adaptarse ya tiene dos días que no prueba alimento no hace más que llorar también creo que lo extraña Diego por favor hable con ella, dígale que vendrá a visitarnos este es el número >
– Espere doña Constanza, creo que es mejor que vaya para allá- dije
– ¿Puede hacerlo Diego? ¿De verdad no lo estoy importunando?- añadió Constanza.
– Claro que no doña Constanza. Además ya tenía planeado ir a visitarlos pronto, salgo en el primer vuelo a Monterrey.
– Bueno Diego, le doy la dirección y muchas gracias.
Terminé la llamada y rápidamente me duché, me vestí; empaqué un poco de ropa y alquilé un taxi para que me llevara al aeropuerto. Tardé más de dos horas en conseguir un lugar. Por suerte alguien canceló de último momento. Después de hora y media de vuelo llegué a la Sultana del Norte. Busqué otro vehículo de alquiler y le di la dirección que me proporcionó Constanza. Luego de treinta minutos llegamos a una zona residencial con inmensas áreas verdes y árboles frondosos. < Aquí es joven>, dijo el taxista. Era una enorme casona de dos plantas y de arquitectura barroca situada en medio de un patio adornado con jardines de todo tipo de flores. Toqué el timbre y rápidamente me abrió una empleada doméstica; < usted debe ser el joven Diego, pase por favor, la señora Constanza lo recibirá en la sala>.
Entré a una sala magníficamente aderezada con mármol y madera fina. Doña Constanza estaba hermosa y radiante. Le sentó bien el matrimonio pensé. Me abrazó cariñosamente; < Diego, que bueno es verlo. Lo extrañamos mucho. No le he dicho a Marifher que usted venía para acá. Prefiero que sea una sorpresa; será mejor que vaya con ella de una vez, ya tendremos tiempo de conversar después su habitación está en el segundo piso. Es la primera en el pasillo de la izquierda>.
Mientras subía por la escalera, una sensación de revoloteos en mi estómago y una ansiedad indescriptible inundaba mi ser. Al llegar a la puerta, toqué tres veces. Escuché la vocecita melodiosa que tanto añoraba y la piel se me erizó: < Tía, de verdad no tengo hambre. Me siento muy cansada. ¿Puedo dormir un momento más?>.
– Traigo un mensaje importante para la más bella de todas las princesas del mundo- dije emocionado.
Escuché sus pasos apurados. Después de unos segundos la puerta se abrió; nunca olvidaré esa imagen: su pelo enmarañado, sus bellos ojos cansados por el llanto; sus labios resecos < ¿Diego? ¡Diego!>. Corrió hacia mí y la tomé entre mis brazos; su cuerpecito se me apretaba con fuerza. Entramos a su habitación y cerré la puerta. Nos besamos con desesperación, casi olvidándonos de respirar.
– Diego ¿Por qué tardaste tanto? Te extrañé mucho, mucho. ¿Verdad que ya nunca me vas a dejar?- decía besando dulcemente todo mi rostro.
– Claro que no mi amor. Yo también te extrañé mucho. Pensé que me iba a morir de tristeza sin ti. Te amo Marifher. Te amaré para siempre, te lo prometo- dije suavemente.
Estuvimos mirándonos sin decir palabra alguna. Su rostro angelical sonreía y mi vida tenía sentido de nuevo.
– Ahora vamos con tu tía, que está muy preocupada por ti.
Bajamos a la sala. Don Rodrigo había llegado y acompañaba a la señora Constanza.
– ¡Diego, que gusto de verlo! Me parece que ya se había tardado en visitarnos. Esto amerita un brindis- dijo amablemente Rodrigo Valencia.
– Pero mira Marifher, que contenta te has puesto niña. Me tenías muy preocupada, debes comer algo- dijo Constanza.
En ese momento sonó el teléfono. El mayordomo le llevó el auricular a don Rodrigo, quien se retiró para contestar la llamada. Después de unos instantes regresó con su mano derecha apoyada en su frente con señales de haberse olvidado de algo importante.
– Constanza. Pero que distraído soy. Olvidé por completo la cena de inauguración con los nuevos socios japoneses. Tenemos que ir por que me interesa que inviertan en la nueva sucursal. Diego puede acompañarnos.
– Gracias don Rodrigo. Pero estoy muy cansado. Vayan ustedes, yo me quedaré hasta que Marifher cene y se duerma. Después me retiraré a un hotel.
– De ninguna manera Diego. Usted es nuestro huésped, Constanza ya se encargó de que le tuvieran lista su habitación. Esta es su casa.- añadió Rodrigo.
– Así es Diego. Usted se queda aquí. Pidan lo que apetezcan a la cocinera y discúlpenos pero tenemos que ir a esa reunión.
Luego de media hora, los recién casados se despidieron y se fueron a la fiesta. Marifher y yo cenamos emparedados de pavo y ensalada mientras mirábamos el televisor en la sala de estar. Al poco rato llegó el mayordomo.
– señorita Marifher, joven Diego. El servicio doméstico se retira a sus aposentos. Niña, si se les ofrece algo ya sabe que número marcar. Buenas noches.
El personal doméstico tenía sus habitaciones al fondo del enorme patio trasero. Después de mucho tiempo, Marifher y yo estábamos solos. La tomé entre mis brazos y subimos a su habitación. Volvimos a besarnos y acariciarnos apasionadamente; nos desnudamos en la penumbra de su habitación. Su respiración ronroneante y agitada; sus labios carnosos y húmedos en mi cuello; sus dedos delgados y gráciles peinando mis cabellos, tocando mi cuerpo; todo eso provocaba en mí una mezcla de sensaciones placenteras: tranquilidad, felicidad, excitación y amor sobre todo amor. Comenzamos nuestro ritual erótico de menos a más; al principio las caricias eran sutiles y delicadas. Yo disfrutaba de nuevo plena y lentamente sus labios rojos de ninfa, de su lengüita pequeña y traviesa: < te quiero te amo te extrañé tanto bésame así así>; sus palabras eran ambrosia, miel deliciosa y embriagante. Poco a poco, nuestros esfuerzos placenteros se intensificaron: sentía como esa pequeña fierecilla me mordía el pecho y encajaba sus uñas arañándome la espalda, mientras yo la apretaba por la cintura; quería que sintiera mi verga impaciente, erguida y dura. La sintió. Lentamente su manita derecha se fue deslizando por mi pecho, por mi vientre, hasta llegar a mi falo palpitante y se apoderó de él, mientras yo besaba y mordisqueaba sus pechitos suaves y carnosos; en ese momento noté un cambio en su cuerpo: sus senos ligeramente más desarrollados, sus caderas más pronunciadas, mi mujercita estaba creciendo. Me masturbaba acariciando mi glande que se hinchaba con cada roce de sus dedos. Recliné mi espalda en la cabecera de su cama, mientras ella masajeaba mi pene con ambas manos, provocándome placer puro, mientras me decía con voz juguetona e imperiosa < Diego ¿de quién es este juguete? ¿De quién?…anda dime ¿de quién es? ¿verdad que es mío? de nadie más ¿verdad?…> < Todo tuyo princesa eres la única dueña para siempre >; una risa leve, jadeante y complaciente le incitó mi respuesta. < Ya lo sabía>, dijo con una seguridad tan pasmosa que me erizó la piel. En ese momento comenzó a besar, lamer y engullir mi miembro que se abultaba dentro de su boca como queriendo explotar por el frenesí erótico; de nuevo sentía sus dientes blancos y finísimos, la tibieza de su saliva, su aliento caliente, sus cabellos dorados cosquillando mi vientre y mis muslos placer indescriptible que ya me hacía falta. < ¿Te gusta Diego? ¿mmm? yo sé que te gusta>. Ahora me tocaba a mí. La tomé con fuerza por la cintura y la puse boca arriba; volví a lamer sus pezones rosados, mordiéndolos suavemente, como bebiendo de ellos el único líquido vital del desierto de mi vida; sorbiendo de a poco su néctar de lolita, oliendo su fragancia de mujer temprana que delicia. Mi lengua fue dibujando un zigzag, surcando su vientre hasta llegar a su ombliguito en donde se sumergió curioseando, saboreando eso era: quería saborear cada rincón de ella, disfrutar cada pliegue de su blanquísima piel. Mientras, mis dedos acariciaban sus muslos carnosos y perfectos, ella se retorcía de placer y gemía como una gatita en celo. Posé mi nariz en su monte de Venus para respirar su perfume de diosa mitológica y fue en ese momento que me di cuenta que una ínfima vellosidad había brotado justo en medio de su pubis, pequeños pelillos sedosos rodeados de otros a penas perceptibles, con la misma textura aterciopelada que tiene durazno fresco y maduro. Recordé aquella tarde de diciembre no muy lejana, en la que Marifher me acompañó al mercado para comprar víveres. Cuando llegamos al departamento de frutería, justamente donde habían apilado plátanos y duraznos y cuando tomé uno de estos ella me sonrió pícaramente e hizo que me inclinara para decirme en secreto: <Diego ¿verdad que ese durazno se parece a mi cosita?…, y ese plátano se parece a la tuya> soltando sus carcajadas infantiles pues bien, tenía razón; ahora su sexo se figuraba a un durazno pequeño pero carnoso, jugoso y palpitante ya lo dije, quería saborearlo todo. Empecé por hundir mi lengua reptante en sus ingles y ella se estremeció, arqueando su espalda baja, apretando las sabanas de su lecho con fuerza. Seguí con mis labios la línea de sus vellos, hasta llegar a su rajita empapada de ese líquido ambarino, con un leve olor a almizcle. Me comí su conchita a placer, lamiendo con la parte anterior de la lengua (qué es la más suave) su pequeño clítoris; < ay ay Diego mmm hazme el amor Diego> me decía jadeante; con un movimiento rápido pero delicado la puse boca abajo y acaricié sus nalgas redondas y perfectas; todo su cuerpo me estremece, pero su culito respingado me hace perder la razón. Me dispuse a penetrarla en esa posición. Nunca lo habíamos hecho así; coloqué la punta de mi verga en su coñito lubricado, fui entrando de a poco, abriéndome espacio en esa cuevita carnosa y apretada; de esa manera podía abrazármela por la cintura y empujarla hacia mí; podía oler sus cabellos lacios perfumados y podía también besar su cuello y su espalda, mordisquear sus orejitas perfectas y menudas. Al principio el mete y saca era lento y suave; después sus manitas posadas en mis nalgas me indicaron el ritmo deseado. Nos unimos en una danza sexual, salvaje y casi animal, mientras gemíamos con desesperación. Sus manos agarraban con fuerza la almohada, su cabeza inclinada hacia atrás, un leve temblor en sus piernas y su espalda curvada me anunciaban su inminente orgasmo. Me preparé para llegar al mismo tiempo; un gemido largo, ahogado y agudo surgió de sus labios, mientras mis músculos se tensaban para dar salida a mi semen espeso y abundante; me vine dentro de ella, mil sensaciones erizaban mi piel; en mis entrañas explotaban fuegos artificiales de todos los colores: el mejor orgasmo de mi vida. Ella también se vino copiosamente; al principio pensé que se trataba de orina, pero era un líquido diferente, semiviscoso como almíbar. Nos abrazamos y besamos por largo rato, mientras ella me contaba los pormenores de su nueva vida, de su nueva escuela. Nos dijimos cuanto nos extrañábamos y juramos mutuamente no separarnos jamás.
Después de despedirme muchas veces de ella, le di las buenas noches, besé su frente con ternura y me dirigí a la habitación que habían preparado para mí. Después de varias horas sin conciliar el sueño de pura dicha, escuché a doña Constanza y a don Rodrigo Valencia llegar a la casa, escuché cuando bajaban del auto riendo disimuladamente, callándose el uno al otro, tal vez un poco borrachos y me sentí feliz por ellos, pues también estaban contagiados de esa enfermedad dulce y amarga cuyos síntomas hacían perder el buen juicio: el amor. Al otro día muy temprano …
Fin del Capitulo II
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