Lilia
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Esto que voy a relatar no es una fantasía ni un deseo que por frustrado dio origen a que se realizara en la imaginación.
Es historia, historia cumplida, cuya falta a la verdad será sólo aquello de lo que no me acuerde por no haber tenido importancia en su momento.
A los catorce años de edad vivía yo en la Colonia Industrial, cercana a la Villa de Guadalupe en la Ciudad de México.
La verdad es que era una zona residencial de clase media que sólo tenía de industrial los nombres de las calles que eran de fábricas.
Frente a nuestra casa y un poco más adelante, vivía una familia de gente muy morena, que según se decía, eran de la Costa Chica del Estado de Guerrero.
La familia constaba de padre y madre, personas de cincuenta o más años, una hija de unos veintinueve o treinta años, (apetitosa de veras) y la nieta, una niña como de once años que es el personaje principal de esta historia.
Se llamaba Lilia, era morena retinta, de estatura normal para su edad pero de desarrollo muy aventajado para esta; tenía en el pecho dos naranjitas que prometían mucho y cuando se le veía de espaldas o de perfil se podían apreciar las mismas formas estupendas de la mamá pero a escala.
Su conjunto identificaba la cruz de su parroquia: era costeñita cabalmente.
Cuando todavía iba yo a la escuela primaria la veía salir muy abrigada por las mañanas y seguir mi mismo camino mostrando siempre la actitud de quien tiene mucho frío aun cuando no lo había en realidad.
No sabía yo más de ella.
Pero sucedió, y aquí comienza la historia, que alguien falleció allá en su tierra y la familia tenía que estar presente en el funeral.
No podían llevar a Lilia porque perdería las clases y los exámenes que estaban por venir, así que la encargaron por tres o cuatro días con mi tía que era la cabeza de nuestro hogar.
Llegó con su mamá quien muy agradecida le entregó a mi tía el bultito de ropa, un dinero para su manutención y varias recomendaciones sobre la conducta de la niña y sus obligaciones escolares.
Ella, con una seriedad artificial en la que adiviné que era una picara de lo peor, decía a todo que sí con la cabeza.
Se quedó pues y dormiría en el mismo cuarto de mi tía.
Ya para en la noche, la pequeña comenzó a dar muestras de lo que era: empezó a hablar y no hubo quien la callara nunca, hasta que salió de la casa; en cuanto llegaba de la escuela esto era hablar, corretear y gritonear hasta que se acostaba.
Y de las tareas de la escuela, nada.
Era una verdadera plaga.
No era bonita, pero era graciosa.
Acababa haciéndonos reír porque no podíamos hacer otra cosa.
Yo cursaba segundo año de secundaria y en verdad la escuela sólo me interesaba porque allí se jugaba frontón a mano; en los estudios salía bien pero nada más.
En el frontón tenía por pareja a un tal Cupido y éramos buenos, jugábamos partidos de apuesta y era difícil que nos vencieran; Acabábamos con las manos a punto de reventarse de lo hinchadas que se nos ponían.
Ese ejercicio y el sol pleno bajo el que lo jugábamos me habían hecho prieto y correoso, además se empezaban a manifestar en mí los primeros rasgos e inquietudes de la adolescencia: sombra entre nariz y labios, sudor con olor a hormonas, impulsos de voltear a ver la espalda baja de las mujeres, erecciones nocturnas, agresividad: de competencia con los hombres y de consecución de su favor con las muchachas.
En fin, todo eso que ya se sabe.
Me llamo Salvador así que en casa me decían Chavo o Chavito.
Sin embargo no había habido nada que me aproximara a Lilia.
Una tarde mientras hacía un trabajo de la escuela asomó su pizpireta carita y con tono burlón me gritó:
-¡chivitoooo!
Con seriedad le dije: -Oye escuincla conmigo no te lleves- Pero no sabía yo la clase de culebra que estaba pisando.
A partir de ese momento, con una tenacidad increíble no fui para ella más que “chivito” y ese grito burlón me sorprendía a todas horas por toda la casa.
Me sacaba de quicio, me enojaba, la acusaba, la regañaban, pero nada, la cosa seguía igual.
Para colmo de este mal mi tía recibió una llamada de la abuela de Lilia donde le decía que allá la cosa se había puesto grave, que una de las principales herederas del difunto era la mamá de la niña y que otros parientes que se sentían con más derecho que ella a la herencia habían protestado y ya hasta andaban armados y que.
bueno, las dificultades estaban como en Guerrero suelen darse; la cosa es que le suplicaban que los aguantara un poco con la niña y que en cuanto se calmaran algo los ánimos iría alguien a hacerse cargo de ella.
Total, drama.
Además del drama que yo representaba de adolescente consentido y poseído de enojo fingido.
¡Ah, pero eso sí!.
La amenacé con que iba a ver lo que le pasaría si seguía provocándome con su gritito.
Cuando acabó mi perorata gritó:
-Yo tampoco soy escuincla, chivito.
– Y salió corriendo.
Pasaron los días.
Una tarde estaba escuchando el radio recostado en mi cama cuando de repente: -¡chivitoooo!-.
Me levanté y salí corriendo tras ella, pero que va, ¡no la pillaba!, era como tratar de agarrar un gato: corría se retorcía, se agachaba, se parapetaba en los mubles, gritaba, me miraba con burla, .
y no podía hacerme de ella.
Era el colmo.
Yo estaba acostumbrado a los movimientos rápidos y precisos del frontón y nada.
Pero la suerte ayuda; al pasar por la puerta de la recámara de mi tía tropezó con el borde de la alfombra y perdió equilibrio y velocidad.
Trataba de recuperarlos cuando la alcancé y boté sobre la cama.
Me le eché encima para asegurarla, nos quedamos mirando a los ojos unos momentos.
En eso me percaté de su calor y de la agitación de su pecho, de lo acelerado de su respiración, de lo entreabierto de su boca y de la sensación tan agradable que era recibir su aliento en la cara y aspirarlo y catarlo.
Trató de sacarse pero no la dejé, ella también había sentido o presentido algo y estaba alarmada.
Acercando mucho mi cara a la de ella y sin dejar de mirarla le dije:
-Si me vuelves a gritar chivito te voy a besar, ¿Lo entendiste?- Me contestó:
-Sí .
.
.
chivito.
Pero no hice nada.
Poco a poco me levanté y mientras lo hacía observé que el vestido, izado hasta el estómago, dejaba ver unos calzoncitos verde claro que limitaban sus muslos morenísimos.
Eran éstos gruesos, musculosos, recios y de forma muy linda.
También observé otra cosa: un bulto que se había formado en la parte delantera de mi pantalón.
Pasaban los días y la cosa continuaba, pero había un cambio, ya no eran gritos, ya no tenían el tono burlón destinado a hacerme enojar, más bien eran como una invitación a que saliera tras ella, pero yo no hacía caso, la ignoraba.
¿Qué había pasado?, algo que entonces desconocía, pero que ahora sé bien.
Había sembrado en su mente la idea de que la iba a besar y esa idea había germinando.
En ocasiones se paraba recargada en el marco de la puerta del comedor mientras yo hacía mis trabajos y allí se estaba, fingiendo que se miraba las uñas o cualquier otra cosa; de pronto empezaba a decir, que no a gritar, ¡chivitoooo!.
Hasta que una tarde, ya que también mis deseos y pensamientos habían madurado, accedí a corretearla; la alcancé justo en el cuarto de planchar la ropa, le tomé una mano, se la torcí un poco y se la llevé a la espalda.
Estaba de frente a mí y si torcía un poco más la mano tenía que echar la pelvis hacia delante .
Trataba de besarla pero me volteaba la cara, la fui empujando hasta llegar a la cama que allí había para cuando teníamos la sirvienta.
Le solté la mano y me eché sobre ella, todo yo temblaba de excitación, le dije -¡espérate!- y encontré su boca.
, la besé, la estuve besando a la vez que iba acomodando mi cuerpo sobre el suyo y ella iba aprendiendo a devolver un beso; cundo me di cuenta tenía una de sus manos sobre la espalda y la otra .
en la nuca.
Le besaba el hombro, el cuello, la oreja, la mejilla, la boca, con desesperación y fuerza.
La besaba, y al hacerlo bajé una mano descorrí el cierre del pantalón y le levanté el vestido, quedé entre sus muslos, entre sus lindos y morenos muslos ahora calientes por la correteada.
Me empecé a mover y hacer presión hacia arriba y, ¡prodigio de muchacho suertudo!, note que era correspondido, sus piernas se habían abierto un poco y sentía como levantaba y bajaba la pelvis con un movimiento de cadera rítmico, lento, corto, como quien no quiere la cosa, como para que yo no lo notara; me envalentoné y puse una mano sobre su pechito y encontré que su capulincito estaba duro y trataba de romper la tela del vestido.
Me encogí y puse la boca allí y chupé por encima de la tela.
El resultado fue que abrió las piernas y ni tardo ni perezoso acomodé con la mano mi campeón en la entrada de su altar.
Tenía los calzones puestos, pero así y todo yo empujaba y ella respondía yendo a mi encuentro.
Paramos, nos quedamos mirando y me preguntó:
-¿Qué me estás haciendo?-
-Estamos jugando a que nos queremos-
En eso oímos el rechinido de la puerta de la cochera y se esfumó el encanto.
Me levanté y con orgullo propio de varón permití que viera a placer aquello que había estado intentando recibir en su cuerpo cuando levantaba las caderas.
La miré, estaba chapeteada como durazno maduro y con mirada brillante .
veía sorprendida lo que impúdicamente le mostraba.
Le estaba dando material para su mente, estaba plantando ahí una hiedra que al crecer iba a avasallar y penetrar todos sus pensamientos, pero yo no lo sabía.
Estaba haciendo lo que el Diablo hizo con Fausto al mostrarle la imagen de Margarita en el espejo pero, repito, yo no lo sabía.
Ahora todo había cambiado, al grado que hasta para mi tía fue notorio, Lilia se comportaba con algo de más seriedad aunque para ella seguía siendo chivito; yo tenía temor de que el día menos pensado llegaran por ella y se la llevaran.
Donde nos encontrábamos, si estábamos solos, nos besábamos; en ocasiones ponía yo la mano sobre su chichita y le apretujaba el pezón, en seguida percibía como cambiaba su respiración, me jalaba del cuello, se paraba de puntitas para poder arrimarse mejor y no interrumpía el beso.
En un momento de estos le dije al oído:
-Déjame verte sin ropa-.
Después de pensarlo un poco me dijo:
-Ya sabes como-.
Se refería sin duda a una pequeña ventana con persiana que tenía el cuarto de baño hacia el patio de atrás.
Luego agregó:
-Yo también quiero verte.
-Hay que esperar-.
Así, de esta forma, se adelantaban los pensamientos a los hechos, no imaginábamos que a esto se le llama “deseos”, que son pecado y que están socialmente prohibidos, más para niños como nosotros; lo que sí intuíamos es que había que hacerlo a escondidas.
Pocos días después, al llegar de la escuela oí a mi tía hacer cita con el dentista, antes de colgar el teléfono ratificó:
-Entonces mañana a las cinco y media.
Gracias señorita.
Me puse contento, como si se me hubiera hecho promesa de recibir algo precioso.
Al otro día desde las cuatro de la tarde estaba yo dibujando muy concentrado en mi trabajo, entró mi tía, me encargó a Lilia y se despidió de mí.
Comenté con ironía:
-¡Ay!, no se vaya a caer a un charco y se ahogue la escuincla.
–
En cuanto se cerró la puerta de la cochera corrí a buscar a Lilia.
Estaba recostada en su cama leyendo un cuento.
Lo hizo a un lado, me miró y toda mi agresividad se vino abajo.
Todos los planes sobre palabras y hechos que tenía preparados perdieron valor, estaban equivocados.
La vi bonita, la vi digna e inocente.
Me senté a su lado, le tomé una mano y se la besé.
Sonrió.
Se quitó los zapatos con los pies y los botó; se hizo a un lado y, con una inclinación de cabeza, me invitó a acostarme.
Lo hice y siguió leyendo, o fingiendo que leía; puse la cara cerca de su cuello y le estuve respirando allí hasta que empecé a darle besitos que poco a poco se transformaron en chupaditas, puse la mano sobre una de sus piernas y la tenía con la piel chinita como de gallina; eso me alentó y empecé a subir la mano, pero de pronto se paró y salió corriendo y por supuesto yo tras ella.
Ahora la cosa era más exagerada, se defendía bien, duramos un buen rato circulando por toda la casa, yo sudaba, ella también, me miraba con enojo, después reía, me burlaba, gritaba con espanto, hacía dengues, .
.
.
en una de esas le cerré el paso y emprendió la huida por el único camino que le quedaba: fue a dar al cuarto de planchar.
Entré en seguida y cerré la puerta con pasador.
Me miró con miedo y me amenazó:
-¡Te voy a acusar con tu tía sino me dejas salir.
chivito!-.
Era una amenaza, .
.
.
pero llevaba una invitación.
-Ya sabes lo que te pasa cada vez que me llames así-
Recargada de espaldas en la mesa de planchar, descalza, colorada y sudorosa estaba a la expectativa.
Me quité la chamarra y me puse frente a ella, fui acercando la cara despacito mientras la miraba a los ojos.
Respiré el aire que exhalaba, sentía su calor, su temblor y su temor, uní mis labios a los de ella y la besé con suavidad, le tomé el rostro con las manos y el beso se hizo pleno, sentí como me lo devolvía, la abracé y como en otras ocasiones, se paró de puntitas para alcanzar mejor y pegarse más.
Así estuvimos un rato, así también, abrazada, besándola, la lleve a hacia la cama y me quité los pantalones.
Al intentar bajarle los calzones me dijo:
-¡No, eso no!
Pero el movimiento que hizo para impedirlo fue pura fórmula.
La acosté, puse mi maravilla en la entrada de su iglesia y me empecé a mover.
Trataba yo de meter, pero cuando presionaba ella se retiraba y hacía gesto de disgusto, así que me conformé con lo ganado y seguí moviéndome acariciando su himen con el glande.
En un momento dado le pregunté:
-¿Qué sientes?.
– Me dio una contestación de niña que nunca he olvidado:
-¡Rete chicho!-
Y proseguimos.
Bajé la cara y le empecé a chupar el pechito y a mordisquearle el pezón por sobre la ropa.
¡Uyy!.
Eso era la llave, abrió las piernas, las levantó y dobló las rodillas, ¡quedó a mi merced!.
Con ambos brazos la rodeé por la cintura, la apreté y empujé.
Pegó un grito y trató de zafarse pero no pudo; en ese intento levantó la pelvis, aproveché y di otro empujón.
Un nuevo grito y una amenaza:
-¡Suéltame, te voy a acusar con tu tía!
Pero yo ya estaba adentro y agarrado con firmeza.
-¡Espérate, espérate!, ya me voy a quitar-.
Le dije.
¡Pero que va!.
Con la verga en esa cálida estrechez empecé a sentir un arrobamiento gratísimo que me hizo verla muy bella y me impulsó a moverme en un mete y saca acompasado y enérgico que fue convirtiendo el embeleso en un placer tan intenso que al llegar a su clímax también yo tuve que gritar.
Era algo nuevo y grandioso para mí, al punto comprendí que eso era el eje alrededor del cual giraba el mundo.
Cuando pasó aquello aflojé los brazos y oí que Lilia me decía:
-Me está ardiendo, ¡quítate!, le voy a decir a tu tía lo que me hiciste y que eres muy grosero conmigo.
–
Al levantarme miré hacia abajo y me asusté: tenía lo mío brillante y cubierto de una especie de baba sanguinolenta.
La bragueta de mis calzones tenía una manchita de sangre.
La miré a ella y ¡Santo Dios!, tenía sangre en su joya y había escurrido sobre la parte trasera de la falda del uniforme de la escuela que no se me había ocurrido levantar.
Me alarmé mucho y con voz autoritaria le dije:
-Vete a cambiar la falda y me la traes para lavarle el pedazo; después ve al baño y lávate allí con jabón y hasta después te pones los calzones.
–
No pasó nada, no me acusó, pero me reclamó:
-¿Que me hiciste?.
¡Me salió sangre!, ¡eres un animal, un chivo! –
-Pero ya no te volverá a salir, te lo aseguro.
Tampoco te va a arder.
–
-¡Pues tampoco me voy a dejar!-
Pasaron varios días, casi no nos habíamos visto y tampoco me había gritado ¡chivitooo!.
Una noche regresaba a casa después de haber jugado frontón hasta que la falta de luz lo impidió y la vi parada en la puerta con una pelota en las manos.
-¿Y mi tía?- le pregunté mientras daba un manotazo a la pelota.
-Está viendo la tele con Emilita.
– Me contestó y al hacerlo levantó la cara.
La luz de la luna llena la iluminó y la vi hermosa.
Me regresé y la besé con intensidad, con pasión.
Bajé la mano que tenía en su cintura y le empecé a sobar las nalgas; le levanté el vestido y proseguí, las tenía duras, lisas y frescas.
Cuando traté de llevar la mano hacia la fisura, las apretó con firmeza para impedirme el paso.
-Ven-.
Le dije y la jalé de la mano hacía el cuarto de planchar.
– No.
¿Eh?.
Ya sé lo que quieres pero no ¿eh?.
Le grito a tu tía ¿eh?.
.
Entramos, cerré la puerta, eché el pestillo y no prendí la luz, me quité la camisa y fui hacia ella.
Así, con el torso desnudo la besé y mientras lo hacía le desabroché los botones que el vestido tenía por la espalda; me separé un poco y jalé hacia abajo, el vestido cayó a sus pies.
Tenía puesto un pequeño corpiño de punto.
La besaba yo frenético en todo lo que estaba a mi alcance pero me di maña para soltar el cinturón y los botones del pantalón que fue a alcanzar al vestido en el suelo.
El beso seguía y ella participaba, su mano derecha estaba apoyada en mi antebrazo, bajé éste y bajó su mano, la tomé y la puse rodeándome el miembro.
Apretó.
Meneaba la cara mientras nos besábamos y nuestras lenguas se frotaban.
Deslicé las manos sobre sus nalgas y los calzones iniciaron el descenso; con la mano que tenía desocupada trató de impedirlo pero no lo logró (la otra no soltaba lo suyo).
Tuve que agacharme y obligarla a que levantara un pié para completar la maniobra.
-No chivito, te digo que no, eso que me hiciste es malo y arde .
.
.
y duele .
.
.
y sale sangre .
.
.
.
–
-Te dije que quería verte sin ropa y me dijiste que tú también querías verme ¿no?.
Pues ahorita es cuando vamos a vernos.
–
La pérdida de los calzones hizo que se cubriera con la mano que había tenido ocupada; con la otra defendía su corpiño, pero tubo que ceder porque lo levanté y empecé a tocar y acariciar su chichita.
Se quedó muy quieta y su respiración volvió a ser agitada; por propia iniciativa volvió a rodearme con los dedos y me ofreció su boca.
Nos besamos furiosamente, tanto que ya sentía los labios hinchados.
Sin resistencia la lleve a la cama, al sentarse le quité el corpiño y los zapatos, yo deje caer mis calzones.
Estábamos desnudos.
La paré, me retiré un poco y empecé por mirar .
.
.
.
pero acabé por admirar.
¡Estaba buenísima!.
Me asombraron sus muslos, tan gruesos, ¿cómo era posible que se empotraran en esa cinturita?, ¡y las nalgas!, ¡que cosa más hermosa!.
Años después, al leer un libro hindú las recordaba por la descripción que hacía de las características que debían tener: simetría, forma, masa muscular, elasticidad, movimiento al caminar y al cohabitar, color y tersura.
Pues todo lo tenían y para mi gusto en grado superlativo.
No había vellos en el pubis y la línea que lo dividía se iniciaba en una pequeña oquedad por la que asomaba una curiosa lengüita prieta que todavía no sabía yo que era ni para que servía.
– Eres linda, linda! -.
Le dije.
Ella respondió con una risita, estaba como hipnotizada viendo algo que nacía entre mis piernas y que en ese momento me llegaba al ombligo.
Nos acostamos y abrazamos, tallábamos nuestros cuerpos entre sí mientras nos besábamos, mis manos la recorrieron hasta que fueron relevadas por mi boca.
Empecé por sus pechitos, que lamí, chupé, succioné, mordisqué y presioné; eso la hizo moverse como culebra.
No aguantó más y me dijo:
-¡Ya!, ¡ya estate!-
Me quité y tomando la almohada se la metí bajo las nalgas, cuando lo hacía vi algo difícil de creer: tenía la vulva abierta como si fuera una boca, sólo que vertical y aquella lengüita prieta que había yo visto, ahora era más grande y saliente, (que tonto, en ese tiempo no sabía yo lo sabroso que era chupar eso).
Me acomodé y en cuanto el glande tocó la entrada de aquel paraíso empecé a sentir un arrobamiento que seguramente fue la sensación que dio origen al género humano.
La miré, estaba asustada.
Empuje un poco.
Apretó los dientes, abrió los labios y aspiró aire dejándome oír un “shshshshsh” que duró todo el tiempo que tardó la penetración.
Me quedé quieto, más que todo porque sentí como se precipitaba la llegada del final.
¡Había que moverse!, di tres o cuatro sacadas con metida, la abracé con todas mis fuerzas y recibí por segunda vez en mi vida la deliciosa descarga del placer.
Tuve que gemir y estirarme y oí una voz infantil y lejana que me decía:
– Chivito, ¿Que te pasa?.
te emocionas.
–
Cuando pasó volví a quedarme quieto.
Después de un tiempito empecé a moverme despacio, con ternura; a poco sentí como era correspondido con un movimiento igual.
La miraba a los ojos y me miraba; la besaba y me besaba y me abrazaba y sentía el recorrido de su mano por mi espalda y el movimiento ya no era lento, todo lo contrario, era el más rápido que podíamos y sudábamos y .
en un momento dado, rindiéndose, levantó los brazos por sobre la cabeza y los dejó caer en la cama mientras me decía con desesperación:
-¡Hazme algo! –
No se me ocurrió otra cosa: prendí mi boca es su sobaco y chupé y succioné y mordisqueé y .
¡fue suficiente!.
Emitió un quejido levantó la pelvis y la corriente eléctrica que produjo las contracciones de su vagina al obtener su placer, fue la misma que llamó, originó y provocó el mío.
Fue prolongado, fue delicioso, ¡parecía amor!.
Dos veces más lo hicimos, las dos con las mismas satisfacciones.
Pero llegó el final.
Un día, sin previo aviso, mientras estaba yo en la escuela, llegaron por ella.
Según me platicó mi tía se fue llorando porque no se despidió de mí.
Fingiendo desinterés dije:
– Puede despedirse mañana o cualquier día -.
A lo que agregó:
– No.
Mañana se va a Acapulco con su abuelo que vino por ella.
Van a quedarse allá para estar al cuidado de la herencia y de las citas del juzgado –
.
Hice un mohín de indiferencia, pero mi tía, que no era ninguna idiota, me soltó con sarcasmo:
– ¿Estaba rica, verdad?
– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –
A modo de epílogo.
– Nueve años después, una tarde que llegaba yo a casa, vi.
a tres mujeres paradas frente a la casa donde vivían los abuelos de Lilia.
¡Caramba, una de ellas era Lilia!, me reconoció y me saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa.
Se me revolvieron todos los contenidos y procesos cerebrales, no sabía que hacer, pero no tuve que pensar mucho, la vi pasar por la acera de frente a mi casa.
Esperé a que diera la vuelta en la esquina y la seguí; mientras lo hacía pude ver la bella y sensual espalda de una mujer que tenía en el color y hasta en el movimiento de las caderas el sello que imprime costa tropical del Pacífico mexicano.
– Hola Lilia, ¡Que gusto me da verte! ¿te ibas a ir sin despedir otra vez? -.
– Que tal chivito, ¿de donde sacaste ese bigote?.
Caminamos hasta el Parque María Luisa y nos sentamos en una banca.
Después de hablar banalidades un rato pensé en besarla.
Ha de haber captado mi intención.
– Estoy casada -.
Me dijo, – desde hace tres meses.
¿Porqué no me buscaste?.
Pensé que lo harías.
estuve esperando.
-.
No supe que decir.
Se levantó y con voz queda agregó: – Adiós chivito – y se fue alejando mientras miraba yo fascinado el movimiento de caderas que imprime en las mujeres la costa tropical del Pacífico mexicano.
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