Lo que la niña vivió y contó…
A los 9 años los sabores resultan siempre interesantes….
CONTEXTO: https://sexosintabues30.com/relatos-eroticos/heterosexual/la-leche-de-papa-sabe-a-sopa-dijo/
La luz del lunes era más clara que la del domingo. Entraba por la ventana del estudio de Elena e iluminaba el escritorio de roble donde la laptop siempre estaba abierta. Sobre la mesa, junto al teclado, el pequeño cuaderno de notas del día anterior seguía abierto en la página donde Elena había anotado, con su letra precisa: *«La leche de papá sabe a sopa. – Lara, 9 años. 14:32 h.»*
Elena encontró a Lara en el jardín, sentada en el columpio bajo el magnolio. La niña estaba desnuda, meciéndose suavemente, con la mirada perdida en alguna parte entre sus pies descalzos y el suelo de tierra. Parecía absorta, pero Elena conocía esa expresión: era la de Lara procesando.
—¿Te gustaría ver cómo se transforma una observación en una entrada del blog? —preguntó Elena, deteniendo el columpio con una mano suave en la cadena.
Lara alzó la vista. Sus ojos, del mismo color avellana que los de su madre, mostraban curiosidad.
—¿La de ayer? —preguntó.
—La de ayer. La tuya —asintió Elena, y extendió la mano—. Ven. Te voy a mostrar la cocina de las palabras.
El estudio olía al perfume ligero de Elena. Lara entró descalza, sus pies haciendo un sonido casi imperceptible sobre las tablas de pino. Nunca le habían permitido estar aquí durante «el proceso». Este era el santuario de su madre, el lugar donde lo que sucedía en el salón, en el jardín, en las camas, se convertía en «Crónicas del Edén».
—Siéntate aquí —dijo Elena, arrastrando una silla junto a la suya, frente al escritorio—. Esta será tu silla de colaboradora.
Lara se sentó. Su cuerpo pequeño parecía aún más pequeño frente a la pantalla grande. Vio su propia frase escrita en el cuaderno, y una sonrisa tímida asomó a sus labios.
—¿Vas a escribir sobre la sopa? —preguntó.
—No —corrigió Elena—. Vamos a escribir. Tú me vas a dictar. Yo seré tu secretaria. Y juntas vamos a hacer una entrada especial. La primera escrita a cuatro manos. ¿Te parece bien?
La propuesta era brillante en su simplicidad. Elevaba a Lara de sujeto observado a co-autora. Y, como Elena había calculado, la niña se sintió inmediatamente importante.
—¿Yo voy a dictar? —preguntó Lara, sus ojos brillando.
—Palabra por palabra. Empezamos por el título. ¿Cómo quieres que se llame esta entrada?
Lara pensó y finalmente dijo —«El día que la leche de papá supo a sopa» —.
Elena sonrió impresionada. Era un título perfecto: directo, infantil, memorable. Lo escribió en el documento.
—Excelente. Ahora, cuéntame. ¿Qué estabas haciendo justo antes?
Lara comenzó a hablar. Al principio con timidez, luego con creciente fluidez, alimentada por la atención absoluta de su madre. Elena tecleaba, transcribiendo cada palabra.
—Estábamos en el sofá. Todos desnudos. Yo encima de papá. Escuchaba su barriga hacer glup-glup. Y luego puse mi mano en su panza y sentí la oruga despertarse…
Elena no corrigió «panza» por «abdomen», ni «oruga» por «pene». Esta era la voz de Lara, y su autenticidad era el valor principal.
—¿Y cómo era el tacto? ¿Podrías describirlo para alguien que nunca haya tocado una?
—Era… caliente. Y suave, pero con venitas que se notaban. Como una salchicha viva —dijo Lara, y Elena sintió un escalofrío de deleite literario. «Una salchicha viva». Era oro puro.
—¿Y el olor? —preguntó, sabiendo que el olfato era el sentido más evocador.
—Olía… a papá. A transpirado, pero no feo. A sal. Y cuando salió la lechita, olía rico. Como el caldo cuando se cocina mucho.
Elena escribía febrilmente. Esta era la documentación en primera persona, sin la mediación de su propia voz teórica. La perspectiva infantil, cruda y sensorial, era justo lo que su blog necesitaba para mantener la frescura.
—Ahora lo más importante —dijo Elena, bajando la voz como si compartiera un secreto—. El sabor. Dímelo con todo detalle. Para que los lectores lo sientan en su propia boca.
Lara cerró los ojos, recreando el momento.
—Fue… salado. No como la sal de la cocina. Como sucio. Como la tierra después de llover. Y caliente, mucho. Y tenía… un gustito a… a hueso. Sí, como cuando chupas un hueso de pollo. Y después, cuando me lo tragué, me quedó un regustillo a… a sopa de fideos. Eso. Sopa de fideos de las que haces tú, mamá, con mucho apio.
Elena detuvo sus dedos. Miró a su hija. En ese momento, no vio a una niña de nueve años. Vio a un instrumento de precisión sensorial. Lara había articulado lo que la mayoría de los adultos no podrían: la sinestesia del sabor, la memoria corporal del gusto. Era mejor que cualquier metáfora que ella hubiera podido inventar.
—Es hermoso, hija —susurró, y por un segundo, el elogio fue genuino, no estratégico—.
—¿Y ahora qué? —preguntó la niña, ansiosa por continuar.
—Ahora, la parte de las reacciones. ¿Qué pasó después de que lo dijiste?
Lara describió la tensión de Miguel, la retirada brusca, la toalla frotando con furia. Describió la mirada fascinada de su Elena, el cómic bajado lentamente de Leo. Lo hizo con la neutralidad de un reportero, lo que hacía la descripción aún más poderosa.
—Papá se puso rojo como un tomate —dijo—. Y se fue como si le picara algo. Leo se fue a su cuarto sin decir nada. Y tú… tú escribiste.
—¿Y cómo te sentiste tú? —preguntó Elena, aunque ya sabía la respuesta. Necesitaba que quedara documentado.
—Me sentí… importante —confesó Lara, y sus ojos se encontraron con los de su madre—. Porque dije una verdad. Y porque mi verdad hizo que pasaran cosas.
Elena asintió lentamente. «Mi verdad hizo que pasaran cosas». Era la frase clave, la que resumía todo el proyecto del Edén: poner en palabras lo innombrable para que dejara de ser tabú y se convirtiera en hecho, en dato, en verdad familiar.
—Y ahora —dijo Elena, girando la pantalla hacia Lara—. Vamos a publicarlo juntas.
La niña leyó lo escrito. Vio sus propias palabras, sus «salchicha viva», su «gustito a hueso», transformadas en texto. Su nombre aparecía como co-autora: «Por Elena y Lara Flores».
—¿De verdad va a salir con mi nombre? —preguntó, incrédula.
—Por supuesto. Es tu verdad —dijo Elena, y pasó el cursor sobre el botón «Publicar»—. ¿Tú quieres apretar?
Lara extendió el dedo índice, tembloroso de emoción. Lo posó sobre el botón del ratón. Miró a su madre, que asintió con una sonrisa.
Clic.
La entrada se publicó. En la pantalla, apareció el mensaje: «¡Entrada publicada!».
—Ahora —dijo Elena, abriendo las estadísticas en tiempo real—. Mira.
Los números comenzaron a subir. 10 visitas. 25. 50. Los comentarios empezaron a aparecer.
«¡Qué voz más auténtica tiene la pequeña!»
«»Sabor a hueso». Devastador.»
«Esta familia es lo más valiente que he leído.»
Lara observaba, hipnotizada, cómo sus palabras viajaban por el mundo, cómo extraños las leían, las comentaban, las celebraban.
—¿Ven todo eso por lo que yo dije? —preguntó, su voz un hilo.
—Por lo que sentiste y dijiste —corrigió Elena, poniendo una mano en su hombro—. Esto es el poder de la documentación honesta, Lara.
Miguel apareció en la puerta del estudio. Su mirada fue primero a la pantalla, donde aún se veía el título de la entrada, luego a Lara, sentada en la «silla de colaboradora».
—¿Qué están haciendo? —preguntó, su voz tensa.
—Documentando —respondió Elena, sin volverse—. Lara acaba de publicar su primera entrada co-escrita. Ya tiene ochenta y siete visitas.
Miguel palideció. Vio la expresión de orgullo en el rostro de su hija, la satisfacción profesional en el de su esposa. Recordó su vergüenza, su retirada del domingo, ahora estaba inmortalizada en internet, con la voz de su hija como narradora. No dijo nada. Dio media vuelta y se fue.
Lara lo vio irse, y por un instante, su expresión de orgullo vaciló.
—¿A papá no le gusta? —preguntó.
—A papá le cuesta aceptar la verdad pero le encanta —dijo Elena, acariciándole el pelo a Lara le pegó el grito a Miguel para que vuelva…
—Miguel. Vuelve. —No era una petición.
Él se detuvo. Respiró hondo, como quien se prepara para sumergirse en aguas heladas. Giró sobre sus talones y reapareció en el marco de la puerta. Su rostro era una máscara de resistencia fatigada, pero sus ojos, inevitablemente, se deslizaron hacia la pantalla donde los números de visitas seguían ascendiendo: 112, 115, 120.
—Ven —dijo Elena, y su voz era dulce. Extendió la mano hacia él, no para tomarlo del brazo, sino para que él se acercara.
Miguel obedeció. Sus pasos fueron lentos, pesados. Se detuvo junto al escritorio, mirando por encima del hombro de Elena el texto que brillaba en la pantalla. Allí estaban sus momentos de vergüenza dominical transformados en prosa infantil. Allí estaba su “oruga”, su “leche que sabía a sopa”.
Elena no le dio tiempo a pensar. Con un movimiento, como si fuera la continuación lógica del gesto de extender la mano, deslizó la suya por el bajo vientre de Miguel. Sus dedos expertos encontraron su pene. Lo tomó con suavidad, empezando a acariciarlo con movimientos largos y firmes, mientras con la otra mano desplazaba el cursor del ratón para abrir la sección de comentarios en tiempo real.
—Mira, Miguel —susurró, y su voz era ahora una caricia auditiva para acompañar a la física—. Mira lo que dicen los lectores sobre la verdad de nuestra hija. Lara, lee el primero en voz alta.
Lara, que no apartaba los ojos de la mano de su madre y lo que ella sostenía y movía, parpadeó y buscó el comentario en la pantalla.
—«La metáfora de la salchicha viva es de una precisión poética brutal», —leyó, con la voz un poco titubeante. No entendía del todo «precisión poética brutal», pero el halago era claro.
—¿Ves? —dijo Elena, acelerando levemente el ritmo de su mano. Miguel contuvo un jadeo—. Tu hija es una artista. Otro, cariño.
—«El sabor a hueso… eso me ha llegado al estómago. Qué crudo y qué hermoso», —leyó Lara, y esta vez una sonrisa de orgullo asomó a sus labios. Se sentía importante, útil. Estaba ayudando a mamá en algo grande.
Miguel sentía cómo su cuerpo, traicionero, respondía al tacto de Elena y al sonido de la voz de su hija leyendo aquellas palabras. Una oleada de calor le subió desde la base de la espalda. Su verga comenzó a hincharse, a endurecerse entre los dedos de su esposa. La culpa y la excitación se enredaron en su garganta, formando un nudo mudo. Cerró los ojos, pero Elena no se lo permitió.
—No. Mira. Mira los comentarios. Mira cómo celebran nuestra vida, nuestra honestidad —le ordenó suavemente, y él abrió los ojos, viendo cómo su erección, ahora completa, sobresalía de entre los dedos de Elena.
Lara, por su parte, dividía su atención. Miraba la pantalla, fascinada por el poder de sus propias palabras, y luego bajaba la mirada hacia la “oruga” de su padre, que ahora parecía mucho más grande y firme que cuando ella la tocaba. Observaba el movimiento de la mano de su madre, arriba y abajo, un ritmo constante que hacía que la piel se estirara y se soltara. Sentía curiosidad. Era algo nuevo, un nuevo aspecto del juego de los cuerpos que estaba aprendiendo.
—Este es bueno, mamá —dijo Lara, señalando la pantalla—. «La valentía de esta familia para documentar la sensualidad prepúber es un regalo para la humanidad». ¿Qué es «pre-pú-ber»?
—Es una palabra que significa antes de crecer del todo —explicó Elena sin perder el compás de su mano, que ahora producía un sonido húmedo y suave—. Como tú. Significa que tu verdad es especial porque viene de antes de que el mundo te enseñe a mentir.
Lara asintió, satisfecha con la explicación. Siguió leyendo comentarios en voz alta, algunos elogiosos, otros tan cargados de admiración que rayaban en lo morboso, y uno que la hizo enrojecer de pronto.
—«La imagen de la niña tragando el semen paterno mientras lo compara con la sopa de su madre es el cuadro más transgresor y conmovedor que he leído en años» —leyó, y su voz se apagó un poco al decir «semen». Era una palabra de blog, una palabra de mamá, no una palabra suya. Sintió un calor extraño en la cara, una mezcla de vergüenza y de un extraño poder.
Miguel, al oír esas palabras, gimió. Su respiración se hacía entrecortada, jadeante. La mano de Elena era implacable, su ritmo perfecto, llevándolo al borde.
—Elena… voy a… —logró decir, con la voz rota, queriendo advertir, queriendo quizás detenerlo.
—¿A qué, amor? —preguntó ella, inocente y maliciosa a la vez, apretando un poco más—. ¿A terminar? Sí, termina. Termina aquí, delante de la verdad que ayudaste a crear.
Lara frunció el ceño. «Terminar». ¿Terminar qué? ¿La lectura? ¿El juego de la mano? No entendía.
Miguel ya no pudo contenerse. Un sonido gutural, profundo, escapó de su garganta. Y entonces, ante los ojos atentos y curiosos de su hija, un chorro blanco y espeso brotó de la punta de su pene, seguido de otros dos, tres, arqueándose en el aire para caer al suelo del estudio, con un sonido líquido y opaco.
Hubo un silencio. Solo la respiración agitada de Miguel.
Lara miró el charco blanco y brillante en el suelo. Luego miró la “oruga” de su padre, que ahora parecía más pequeña y blanda. Luego miró a su madre, que retiraba la mano con una expresión de satisfacción tranquila, como quien ha completado una labor exitosa.
Y entonces, Lara preguntó. Con genuina curiosidad, con un dejo de confusión…
—¿Por qué no me la diste para tomar?



(5 votos)
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!