María Clara, deseo sin límites
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Luego de aquella primera vez, las relaciones entre María Clara y Raoul, se fueron haciendo más placenteras.
La chiquilla se había habituado a su situación como prisionera de Ernesto, y éste procuraba que fuera feliz, dentro de lo posible. Se cumplían todos sus pedidos, semanalmente le traían las revistas y libros que quería leer, las comidas eran siempre las que ordenaba y, dos o tres veces por semana, la visitaban Ernesto, con su infaltable filmadora, y Raoul, que mantenía con ella largas y pasionales sesiones de sexo, que eran filmadas detalladamente por Ernesto.
Entre la pequeña y el enorme negro había nacido un sentimiento que no se podría llamar amor, pero era algo muy parecido.
Raoul se había enamorado perdidamente de aquella muñeca rubia, de piel perfecta y cuerpo alucinante. Ella, a su vez, se sentía protegida por aquel hombrón y agradecía íntimamente, por los momentos de placer que éste le brindaba.
Efectivamente, Raoul, con su larga experiencia, la había introducido en el mundo del placer. Le enseñó posiciones, técnicas sexuales y a encontrar los puntos que hacían feliz a un hombre. Y María Clara demostró ser una aplicada alumna.
Era alucinante ver a Raoul, tirado en la cama, de espaldas, con su enorme verga apuntando al techo, y entre sus piernas a María Clara, que con sus pequeñas manos no podía cubrir semejante pedazo de carne, pero lamiendo amorosamente el glande, chupando todo lo que podía esa verga que la hacía tan feliz.
O si no, acostada en la cama, con Raoul encima de ella, mientras lo masturbaba con sus pechos redondos y perfectos. Y cuando el hombre llegaba al límite de su placer, eyaculaba enormes cantidades de semen, que embadurnaban el angelical rostro de María Clara, quien terminaba limpiando con su lengua el enorme aparato del negro.
Raoul había despertado en ella una ninfómana oculta que. nadie que la conociera desde antes, hubiese sospechado.
Pero lo que más extrañaba ella eran las largas carreras por las desiertas playas de la estancia, su contacto con el sol y el aire del mar.
Luego de muchos ruegos y súplicas, Ernesto la autorizó a salir a correr por la playa, pero con la celosa compañía de Raoul. Ambos se calzaban sus zapatillas deportivas y salían, a correr bajo el sol del verano. María Clara vestía una pequeña bikini, de modo tal de tostarse lo más completa posible, y Raoul solamente un slip. Muchas veces, éste se retrasaba adrede, para ver el magnífico culo de la pequeña y sus piernas, como dos columnas perfectas. Otras veces, corriendo a la par, no podía apartar sus ojos de aquellas tetas perfectas, que subían y bajaban al ritmo de la carrera. Esto obraba sobre la lívido de Raoul, que sentía como su pedazo crecía bajo el slip. Pero no sólo él lo notaba: María Clara veía como esa pija, que la hacía estremecer, aumentaba de tamaño.
Lo que ocurría entonces, era inevitable: ambos, excitados mutuamente, absolutamente calientes, buscaban la protección de un médano, o directamente se tiraban sobre las solitarias arenas, y hacían el amor bestialmente, como dos animales en celo.
María Clara se sentaba sobre el enorme pedazo de Raoul y lo cabalgaba, un orgasmo tras otro, hasta caer rendida sobre el pecho del negro.
Otras veces se desnudaban, cruzaban la rompiente, donde el mar es más calmo, y Raoul la levantaba en vilo, la ponía contra su pelvis, sosteniéndola con sus manos en su maravilloso culo, y la empalaba con su enorme pija. María Clara se sentí morir con aquel aparato dentro suyo, pero abrazaba al negro con sus piernas y sus brazos, buscando el placer extremo, mientras lo besaba en el cuello y en la cara, y le susurraba en el oído
-“Más, dame más, metémela más…”.
Hasta que ambos acababan juntos, gritando como posesos, en las aguas del océano.
Cuando volvían trotando, pero con el pelo de María Clara aun mojado, Ernesto se daba cuenta de lo que había sucedido, y maldecía su destino por haberlo privado de tanto placer. (Continuará)
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