María Clara: el despertar
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
María Clara tenía 17 años. Y era la niña más bonita de aquella localidad que, junto al mar, se alzaba en la Provincia de Buenos Aires. El pequeño pueblo era parte de una estancia, de miles de hectáreas, propiedad de Don Ernesto
Don Ernesto, en realidad, no era tan viejo. Tenía gallardos 40 años y era inmensamente rico, ya que poseía varias estancias como aquella. Desde muy joven hizo vida de play boy, recorrió el mundo, tuvo innumerables amantes (muchas de ellas actrices y modelos) que se acercaban a él atraídas por su enorme fortuna.
Ernesto se casó finalmente con una bella joven de la sociedad porteña, y vivían en un mundo ideal hasta el día que, jugando polo, su deporte preferido, cayó de su caballo, pegó contra las tablas que demarcan la cancha, y quedó lisiado, de la cintura para abajo.
Y su mundo se derrumbó. Su joven y atractiva esposa prefirió dejarlo a serle infiel, ya que Ernesto había quedado anulado como hombre.
Se tornó en un sujeto taciturno, solitario, que se movía como una sombra por la estancia.
Un día, sin que nadie supiera cómo ni de dónde venía, apareció por allí un hombre negro, de ascendencia africana, alto, con una musculatura muy marcada e increíblemente fuerte, que pidió trabajo. Don Ernesto lo escuchó, y tomó a Raoul (ése era su nombre) como guardaespaldas, hombre de confianza y para que empujara su silla de ruedas. Desde entonces fueron inseparables. Raoul obedecía fielmente todas las órdenes que le daba Don Ernesto, y era como su sombra. Muy pronto se corrió la voz en la estancia de las increíbles dimensiones del sexo de Raoul, que fueron confirmadas por las mujeres que habían intimado con él. “Es inmenso”, “Me dio miedo cuando lo ví”, “Me destrozó” eran los comentarios más comunes, cuando se referían al tamaño del sexo de Raoul.
Mientras tanto, la pequeña María Clara crecía, convirtiéndose en una adolescente bellísima. Su piel blanca, dorada en verano por el sol, sus cabellos rubios y sus ojos celestes, que la hacían una niña tan hermosa, fueron superados por su cuerpo en crecimiento : sus senos eran dos frutos turgentes, sus piernas eran esculturales y se remataban en unas nalgas perfectas, duras y redondas.
Inconsciente de los deseos que despertaba su cuerpo, cuando llegaba el verano vivía prácticamente en la playa, luciendo reducidas bikinis, su piel tomaba un tono dorado perfecto y los hombres del lugar no perdían ocasión para admirar tan bella criatura Era muy afecta a los deportes , lo que ayudó al desarrollo de semejante cuerpo. Cuando corría por la playa, sus pechos, duros como piedras, se movían sensualmente, y provocaba lujuria y codicia. Era un fruto prohibido que todos anhelaban poseer.
Hasta que llegó el día en que María Clara cumpliría 18 años. Sus padres le pidieron permiso a Don Ernesto para utilizar la casona que tenía en la playa, y éste accedió de buen grado.
La fiesta se desarrolló un domingo de verano, con sol a pleno, y, cayendo la tarde los mayores se retiraron, porque al otro día trabajaban. Quedó solamente María Clara y un grupo de amigos, bailando y disfrutando los últimos rayos del sol.
María Clara se metió en el mar y se quedó un rato largo. Cuando regresó a la casona, se dio cuenta que sus amigos, creyendo que se había ido, también se habían marchado, y que se había quedado sola. Se estaba preguntando todavía cómo haría para volver, cuando apareció la lujosa camioneta 4 x 4 de Don Ernesto, conducida por Raoul.
Clara corrió a su encuentro y le narró lo acontecido. Raoul la invitó a subir y cuando María Clara subió a la camioneta, el enorme negro la tomó sorpresivamente desde atrás, le puso un trapo, embebido en cloroformo en la nariz, y la pequeña perdió el conocimiento.
Cuando se despertó, se encontraba en una amplia alcoba, lujosamente amueblada, pero totalmente desconocida Tanteó la puerta y la encontró cerrada con llave. Abrió la única ventana, y vio una enorme extensión de campo, y las fuertes rejas que cerraban la ventana. También había un baño, antiguo, pero confortable, donde abundaban cremas y perfumes, con una enorme bañera.
No dejó de notar que ya no llevaba su bikini, ni tenia marcas de la sal del mar. Parecía que alguien la había bañado, y le había cambiado su bañador por un sensual camisolín, de color negro y transparente, que apenas le tapaba las perfectas nalgas, una pequeña tanga tipo hilo dental, también negra, una cinta de terciopelo negro alrededor de su cuello pero no tenía corpiño, lo que aumentaba la seducción de sus tetas, duras y erguidas. El efecto de la ropa negra y transparente, trasluciendo su cuerpo exuberante y contrastando con su piel dorada era maravilloso.
Pasado un rato, notó que la habitación tenía un enorme televisor, que encendió y le ayudó a pasar el rato.
Cuando la luz exterior amenguó, se abrió una especie de corte que había en la puerta, la madera giró e hizo entrar una bandeja – como hay en muchos hoteles alojamientos – con una deliciosa comida. María Clara no pudo ni siquiera reaccionar, y cuando corrió hacia la puerta ésta estaba tan hermética como siempre. La adolescente devoró la comida, ya que tenía mucho hambre, y luego volvió a ver la TV hasta que, somnolienta, se durmió. Al otro día, al despertarse, no había rastros de la bandeja.
Lo que María Clara no sabía es que, en la habitación había cámaras ocultas, que reflejaban cada uno de sus movimientos, y que éstos eran observados atentamente por Don Ernesto. Cuando el accidente lo dejó impotente, Ernesto había desarrollado una inclinación hasta entonces guardada: se había convertido en voyeur. A través de las cámaras seguía cada movimiento de María Clara, la veía dormir boca abajo, y admiraba las piernas esculpidas como columnas, que remataban en aquel culo perfecto, como dos duras montañas de carne.
Cuando comprobaba que María Clara se había dormido, mandaba al fiel Raoul a retirar la vajilla en que se había servido la comida., por eso la niña no entendía cuando y como habían entrado y ordenado todo. Raoul, cuando entraba, no podía dejar de mirar esa muñeca durmiendo, y su enorme verga crecía aún más.
A la semana de estar allí, la niña recibió una sorpresa: se abrió la puerta y entró Don Ernesto, empujada su silla por el enorme Raoul. María Clara dio un grito de alegría, corrió hacia el visitante, y abrazándolo, le contó, atropelladamente, lo que le había sucedido. Don Ernesto le devolvió el abrazo, aprovechando para acariciar esas carnes firmes, y perfumadas y le dijo la verdad: que él la deseaba en secreto pero, dada su condición, sabía que no podía tenerla, por lo que la mandó raptar, estaban en un sector oculto de la enorme estancia, donde no llegaba nadie, y ella era su prisionera. En el pueblo, todos la creían ahogada, por lo que la buscaron intensamente durante dos o tres días, y luego se resignaron a su pérdida. Sus amigos la habían visto entrar al mar, pero ninguno la vio salir. O sea que ya nadie preguntaría por ella.
María Clara retrocedió, aturdida por la revelación. Entonces ¿ qué sería de ella?.
Como si le leyera el pensamiento, Don Ernesto le hizo una seña con la cabeza a Raoul, quien salió de atrás de la silla, vistiendo tan sólo un slip. Su enorme verga amenazaba con rasgar la tela, y avanzó hacia María Clara, quien retrocedió, con los ojos desorbitados, mirando aquel enorme bulto de carne.
Su experiencia sexual no había pasado de algunos intentos de masturbación, y lo que sabía sobre el sexo era lo que le habían enseñado en el colegio.
En un acto reflejo, se dio vuelta, corrió hacia la ventana y gritó por socorro. Inútil intento, era imposible que nadie la oyera.
Raoul, en dos zancadas, se había colocado detrás de María Clara, la había tomado por la cintura y la levantó en el aire. La pequeña gritaba y pataleaba inútilmente. Raoul miró a su patrón, y éste, con una inclinación de cabeza, lo autorizó a hacer lo que tanto soñaba: violar a María Clara, mientras que de la mochila que colgaba de su silla de ruedas sacaba una modernísima filmadora; quería guardar este momento para siempre.
El enorme negro ya había perdido todo control, absolutamente excitado por aquella muñeca que lo miraba aterrada.
De un manotón se sacó el slip, y su enorme verga se irguió como un mástil. Era realmente enorme, 23 centímetros de carne dura, surcada por enormes venas negras, que hablaban de la potencia sexual del hombre. Acto seguido se abalanzó sobre María Clara, le rasgó el pequeño camisolín como si fuera un papel, y lo tiro a un costado. Lo mismo hizo con la pequeña tanga a la que también rompió con sus enormes manos, quedando entonces la apetecible María Clara totalmente desnuda, y tirada en la cama, a su merced.
Raoul se echó sobre ella, y entonces se oyó la voz de Don Ernesto, que con
la voz enronquecida por el deseo, y sin perder detalle con su cámara le decía
“Suave, Raoul, sé suave”
Ese llamado bastó para frenar el ímpetu de aquel hombrón, quien cubrió a la pequeña con su enorme cuerpo, y comenzó a besarla suavemente en el cuello y en la cara. Lentamente fue bajando hasta llegar a las redondas, y suaves tetas. Allí se detuvo un largo rato, mordisqueando y chupando lentamente los pezones, que sabían a miel, mientras notaba que respondían a sus labios, irguiéndose duros y firmes.
Siguió lamiendo aquella piel, suave como la seda, mientras se acercaba, lentamente, a la apetecida cuevita virgen de María Clara.
Cuando llegó allí, su experimentada lengua hizo estragos. Era áspera y. muy grande, comenzó a lamer los labios de la vagina, aspirando aquel olor virginal, y cuando llegó al clítoris lo succionó suavemente. María Clara, mientras tanto, se retorcía y gemía de placer. Jamás pensó que un hombre le haría sentir semejantes sensaciones. En un momento su cuerpo desnudo se tensó, y un largo grito de placer acompañó el primer orgasmo de su vida.
Raoul tomó a María Clara suavemente, y la puso boca abajo en la cama, comenzando a besar cada centímetro de piel. Besó su cuello, su espalda, llegó a la cintura, se detuvo en el apretado agujerito del culo, y e introdujo su lengua, entrando y saliendo. Esto volvió loca a María Clara, quien sólo quería que la penetrara. El miedo al primer contacto había dejado paso al deseo quemante de ser penetrada, de sentir una verga que la volviera loca. El deseo de toda hembra de ser cogida había estallado dentro suyo y gemía pidiéndole a Raoul que la penetrara, que la hiciera suya de una vez por todas. Él, mientras tanto, rozaba con la cabeza de verga la rajita depilada de María Clara, quien se retorcía de placer, esperando el momento de la embestida
El enorme negro miró a su patrón, quien lo autorizó con un leve movimiento de cabeza.. El momento había llegado…
Volvió a colocar a María Clara boca arriba, se echó sobre ella y colocó la cabeza de su enorme miembro en la entrada de aquel intocado lugar. Lentamente, empujó su verga dentro de María Clara, que se retorcía y gemía, un poco por dolor y un poco por excitación. Cuando la cabeza del monstruoso aparato llegó al himen, bastó un leve empujón para que éste cediera, y María Clara lanzo un grito. Raoul la había convertido en su hembra.
Empujó un poco más, y llegó hasta el fondo de la vagina. Se detuvo y esperó que el cuerpo de la niña se acostumbrara a tan enorme verga. María Clara estaba paralizada por el dolor, con sus celestes ojos cerrados, conteniéndose para no gritar. Aquel ariete negro había abierto su vagina de una manera increíble, pero poco a poco el dolor era borrado por el placer. Comenzó a mover muy despacio sus caderas, y esa fue la señal para que Raoul, lentamente comenzara a sacar y entrar suavemente su pija. María Clara sentía que estaba como clavada a la cama por aquel enorme aparato, y que oleadas de placer salían de su vagina. Enroscó sus piernas, totalmente abiertas, en la cintura del negro y sus brazos, con los que había intentado defenderse al principio, rodearon la espalda de Raoul, y cuando un orgasmo la atravesó como una corriente eléctrica, sus uñas se clavaron en la enorme espalda del negro y un alarido de placer escapó de su boca.
Raoul tampoco duró más y un enorme chorro de leche llenó las entrañas de María Clara.
Había pasado del miedo a la pasión y había conocido, con Raoul, todo lo que el sexo podía brindarle (Continuará)
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