Me llamo María y ¿Soy puta?
Actualmente trabajo como abogada en el sector financiero. Formo parte del equipo jurídico de una entidad de primerísimo nivel, que estudia y redacta acuerdos de fusiones y concentraciones bancarias, nacionales e internacionales. Pero no siempre ha si.
AVISO PREVIO A LA LECTURA
El autor hace constar que está abiertamente en contra de todo tipo de violación, violencia física, explotación de la mujer, sexo no consentido, uso de drogas para doblegar voluntades, y todo lo que suponga actuar en contra del libre albedrío de cualquier individuo, hombre o mujer, y, por supuesto, en los casos en que se ejerce contra menores de edad, cualquiera que sea su sexo. Y que tampoco pretende hacer apología de ninguna de esas conductas ni de ninguna otra que suponga contravenir las leyes establecidas.
Sin embargo, al igual que un autor, en el uso de su libertad de expresión y creatividad literaria, puede concebir una obra del tipo de la llamada “novela negra” en la que se relaten y describan asesinatos y otro tipo de delitos, sin que ello signifique que los aprueba ni los propugna, ni pretende hacer apología de ellos, en este caso me permito escribir una historia sobre determinado tipo de conductas que se describen en esta obra, porque son acontecimientos que en mayor o menor grado se están produciendo.
Todos los personajes y circunstancias que concurren en esta historia novelada son pura ficción, fruto única y exclusivamente de la imaginación del autor, y cualquier similitud con personajes o hechos reales será una mera coincidencia.
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ME LLAMO MARIA Y ¿SOY PUTA? – II –
Actualmente trabajo como abogada en el sector financiero. Formo parte del equipo jurídico de una entidad de primerísimo nivel, que estudia y redacta acuerdos de fusiones y concentraciones bancarias, nacionales e internacionales. Pero no siempre ha sido así…
Capítulo 2
Una vez que don Leandro se fue subí a mi habitación, me cambié de ropa, y me puse un rato a estudiar; -al menos eso es lo que dije a mi madre-. Lo que hice fue masturbarme como una loca.
Haber mamado esa tarde la polla a don Leandro había sido una experiencia que al principio me puso muy nerviosa, pero una vez que superé los primeros minutos se desencadenó la fiera que llevo dentro cuando tengo una polla cerca de la boca y se la mamá como nunca pensé que podría hacerlo. Luego, cuando sentí ese manantial de semen inundándome la boca me las vi y me las deseé para conseguir tragármela sin que se perdiera una sola gota.
Y qué decir tiene de cómo disfruté y como me puso de cachonda que me tocase las tetas y, sobre todo, el clítoris. Esa forma de acariciarme el botoncito fue algo que me excitó de tal manera que mis braguitas se empaparon y ni siquiera tuve que esperar a que él se corriera para que yo me corriese como una puta perra. Ya estaba ansiosa de que llegase el siguiente viernes, porque visto cómo mi madre le atendió cuando me dejó en casa, pensé que era un chollo que don Leandro me sobase lo que quisiera todos los viernes.
Masturbándome como una fiera desesperada no dejé de pensar en qué otras cosas me enseñaría don Leandro dentro de una semana.
Más tarde mi mamá nos llamó a mí y a mis hermanas para que bajásemos a cenar. Cuando salí de mi cuarto, Esther me estaba esperando y me dijo con cierto misterio.
– Mary, tenemos que hablar antes de dormir.
– Bueno, Esther, -mirándola con cara de no entender nada.
Cenamos tranquilamente en compañía de los papás. Nuestro padre estaba contentísimo de que Don Leandro me hubiera tomado bajo su tutela en todo lo relativo al inglés.
– María, debes comportarte muy bien con don Leandro, se obediente, presta mucha atención y aprende todo lo que te enseñe. Te vendrá muy bien para el futuro.
– Desde luego, papá. Me esforzaré mucho en aprovechar al máximo sus clases.
– No espero menos de ti, María.
Yo me puso contentísima pues contaba con la “aprobación” de mi señor padre para que asimilara todas las enseñanzas de don Leandro. Mi padre continuó con su perorata.
– Estoy pensando, -Ana-, que podríamos invitar a comer con nosotros a Don Leandro. Nos conviene tenerle contento, porque tras María es posible que el próximo curso le enviemos a Esther, y luego a Sara, y nos vendrá bien una rebajita en el precio de sus clases, ¿No crees?
– Mejor en el Club, -David-. Ellos son muy simpáticos, pero sus hijos son unos trastos, sobre todo Ana, la mayor. Ya tiene esa edad en que empiezan a presumir y se ha vuelto una impertinente. Por lo que se rumorea en la parroquia, creo que hasta contesta a sus padres. No hace gracia verlos correteando por aquí; lo mismo cualquiera de ellos acaba rompiendo algo. No olvides que son cuatro.
– Son las malas influencias, Ana. Se rumorea que la mayor anda junto con otras chicas que son muy revoltosas, pero se le pasará con el tiempo; aún no ha cumplido los trece. Creo que es año y medio menor de la edad de María, y ya ves la diferencia. Don Leandro es un magnífico profesor de inglés, pero como padre deja bastante que desear.
– Ya lo sé, David, pero nuestra Esther, ya lo ves, es tan modosita como María. Son dos verdaderos cielos de hijas. Y Sara, también.
– Es que nadie educa a sus hijas como nosotros. Rectitud, disciplina, obediencia, seriedad y buen ejemplo en los padres; esa es la clave de todo.
Terminada la cena pedimos permiso para retirarnos a nuestras habitaciones, aunque solo era poco más de las 9 de la noche. Nos dieron el permiso y ellos se quedaron comentando las cosas que habían ocurrido durante el día.
Mientras subía la escalera para acceder a mi cuarto iba pensando en que mi padre era tonto de remate. En buen lugar iba a meter a sus hijas. ¡Nada menos que con don Leandro! ¡¡Si mi padre supiera cómo es!!
Al llegar al piso superior, donde estaban nuestras habitaciones, Esther me recordó que quería hablarme.
– Mary me pongo el pijama y voy a tu cuarto. Ya te dije que tenemos que hablar.
– Vale, como quieras, pero estoy bastante cansada y quiero dormir pronto.
En menos de tres minutos tenía a Esther dentro de mi habitación.
– ¿Qué es eso de lo que quieres que hablemos? ¿Es algo importante? Tengo sueño, estoy cansada y quiero dormir.
– Verás, Mary, es que te quería preguntar si te pasa algo malo.
– No, Esther, no me pasa nada. Estoy muy bien. ¿Por qué me lo preguntas?
– Es que esta tarde, cuando has subido a la habitación después de venir de la clase de inglés, me ha parecido que hacías unos ruidos extraños, como si te pasara algo malo, algo raro, como si estuvieras llorando con disimulo, o te doliera algo.
– No te preocupes, cariño, no me pasa nada; estaba perfectamente. ¿Se me oía mucho?
– Bastante, Mary, bastante. Es que tu cama está pegada a la pared, y justo al otro lado está la mía, y se oye casi todo. Así que ten cuidado, porque si en vez de ser yo fueran mamá o papá, lo mismo se presentaba en tu cuarto a ver qué te pasa.
– Gracias. Lo tendré muy en cuenta.
– Oye, Mary, tu que eres más mayor que yo, no sé si te podría preguntar alguna cosilla… ya sabes…, cosas de chicas. Pero me tienes que prometer que todo será un secreto entre las dos.
Debo decir que Esther solo tenía doce años y medio, pero ya hacía casi uno que tenía la regla, era bastante alta y estaba muy desarrollada, por lo que su aspecto ya empezaba a resultar atractivo para los chicos. Vamos, que tenía sus formas y sus curvas ya bien marcadas y sus pechos muy pronto necesitarían ser sostenidos por un sujetador.
– No te preocupes, que todo lo que me digas quedará entre las dos y no saldrá de estas paredes.
– Es que me pareció que los ruidos de antes es que tú estabas… bueno, es que no sé cómo decirlo… me da mucha vergüenza, y a lo mejor te enfadas conmigo.
– No te preocupes, cariño, puedes decirme lo que estés pensando. Venga, no tengas vergüenza, cuéntame qué es eso que tanto apuro te da decirme. No me voy a enfadar contigo. De verdad. Venga, dímelo.
– Es que me parecía que te estabas como tocando, en ese sitio, ahí abajo, en el chichi.
– ¡¿Cómo se te ocurre pensar eso, Esther?! Eso no lo deben hacer las niñas. Ya deberías saberlo. ¿No te acuerdas de lo que nos dicen en la iglesia cuando nos hablan de esas cosas?
– Claro que lo sé, Mary. Eso nos lo dicen a todas y muchas niñas lo hacen. En mi clase yo sé de varias que no solo hacen esas cosas, sino mucho peores. Quiero decir, que hacen más cosas. Y dicen que lo pasan muy bien.
– ¿De esas cosas es de lo que habláis en el recreo del cole? ¿Sabes que hacer esas cosas es pecado mortal?
– Claro que lo sé. Pero no me has dicho si era eso lo que tú estabas haciendo esta tarde en tu cuarto. ¿Era eso?
– ¿Y por qué lo quieres saber, sabihonda? ¿Es que tú haces esas cosas?
– Si no te chivas a los papis te lo digo.
– Claro que no me chivaré. ¿Haces esas cosas tú, ahí… abajo, como dices?
– Pues claro. Pero no debo saber hacerlo, porque tardo mucho en correrme y luego lo tengo como irritado.
– Vaya con mi hermanita pequeña. Si resulta que ya se hace cositas con los deditos. ¿Y quién te lo ha enseñado?
– Nerea, la hermana pequeña de tu amiguita Natalia. Tiene un año más que yo y me cuenta muchas cosas. ¿Te extraña? Porque bien que cuchicheas tú con Natalia. ¿De qué habláis? ¿De follar? Porque Nerea dice que Natalia ya folla.
– ¡Pero cómo te atreves a decirme esas cosas, Esther! Tendré que hablar con Natalia para que meta en vereda a su hermanita Nerea y que deje de llenarte la cabeza de cuentos.
– Ja, Ja, cuentos. Y una mierda, cuentos. Nerea también ha follado, con un amigo de Natalia, y me ha dicho que si quiero yo también puedo follar; me gustaría, pero tengo mucho miedo. Sabiendo cómo es papá, si lo hago y se entera, me mata.
– Ya lo creo que te mata. Como si lo hiciera yo, que soy mucho más mayor que tú. Nosotras no follaremos hasta que seamos viejas; jajajaja.
– Bueno. No te rías, pero seguro que esta tarde te estabas masturbando. Yo a veces me tengo que tapar la boca para que no se me oiga, porque me pongo muy nerviosa cuando voy a tener ese gusto que da cuando estás a punto de terminar.
– Te diré un secreto, Esther. Sí que me estaba masturbando. Estaba muy cachonda y me hice una pajota como un piano y me corrí como una perra. Tuve un orgasmo de campeonato. Ya te has enterado. ¿Estás contenta?
– ¡Hostias, Mary! Uy, perdón por la palabrota. Me lo imaginaba; sabía que te lo estabas haciendo.
– Bueno; pues ya lo sabes. Es una cosa natural. No te asustes. ¿Quieres decirme algo más?
– Pues sí. Cuando te oía también yo me puse cachonda porque pensaba que era eso lo que hacías, pero no me dio tiempo a masturbarme. Ahora sigo cachonda. ¿Me quieres enseñar a masturbarme? Yo creo que no lo hago bien y por eso tardo tanto.
– O sea, Esther, hermanita. Que tú lo que quieres es que yo te enseñe a masturbarte. ¿Es eso?
– ¡Joder! Uy, otra palabrota. Perdona, es que se me escapan.
– No te preocupes, conmigo las puedes decir, pero ten cuidado que no se te escapen con los papis. Te castigarían.
– Ya lo sé. Pero, ¿me vas a enseñar a masturbarme?
– Antes me debes decir todo lo que haces, Esther. ¿Solo te masturbas, o haces otras cosas con los chicos? Prometo que no le contaré nada a nadie.
– ¡Joder!, Mary. Quieres saberlo todo. Si yo te cuento cosas, tú también me las tienes que contar. Por ejemplo. Por qué te masturbabas esta tarde. Si estabas tan cachonda como has dicho, por algo sería. ¿Me contarás por qué?
– Mila, Esther. Estoy segura de que tú haces muchas más cosas que eso de masturbarte mal. Así que si quieres saber lo que hago yo, debes empezar a contarme lo que tú haces.
– Bueno, me he besado con algún chico en el parque, y también nos hemos tocado.
– Has dicho con algún chico, no con un chico. ¿Con cuántos te has besado y tocado?
– Tres o cuatro; amigos de Nerea. Pero no al mismo tiempo. Un día con uno y otro día con otro.
– Pues menos mal. ¿Qué es lo que os habéis tocado?
– Pues… me han tocado los pechos.
– ¿Solo los pechos? No me mientas, Esther.
– Bueno…, a veces también un poco por ahí abajo.
– Ya. Y tú, ¿Qué les has tocado a ellos?
– Pues…, eso… su cosa…, su polla. ¡Joder! Mary, ¡¡Me da mucha vergüenza decirte estas cosas!!
– Vale. Les has tocado la polla. ¿Con ropa o sin ropa?
– Con ropa. Claro. En el parque no nos podemos quitar la ropa. Pero una amiga mía ya se ha desnudado delante de un un chico.
– Sí, claro. Será Nerea, con ese chico con el que dices que folla. Déjate de rollos, Esther. No te las des de chica grande. Todavía no lo eres.
– No lo soy de edad, pero sí que lo soy de cuerpo. ¿O es que no lo ves?
– ¿Y tú piensas hacerlo, Esther? ¿Desnudarte delante de un chico? Ten mucho cuidado con eso. Te puedes ver en un buen lío; sobre todo si te descubren. ¿Dónde se ha desnudado esa amiga tuya?
– No, Mary. Yo no pienso hacerlo. Ella lo hizo en casa de ese chico, un día que se quedaron solos.
– Bueno, Esther, venga, que se nos pasa el tiempo y lo mismo los papis se suben pronto a dormir. Quítate el pantalón del pijama, que te voy a enseñar a masturbarte. Pero solo a masturbarte, y de eso de follar con el amiguito de Nerea, ni se te ocurra. Todavía eres muy joven para eso. Eres casi una niña.
Durante casi media hora le estuve explicando a mi hermanita lo que era hacerse unos buenos deditos, a buscarse el clítoris, cosa que ella no sabía ni que existía. Al final conseguí que se corriera y me puse cachonda viendo cómo se retorcía de placer cuando llegaba al orgasmo. Me calenté tanto que tuve que masturbarme otra vez, mientras le decía que me metiera un dedito en mi coño, pero con mucho cuidado. Así volví a correrme otra vez esa misma tarde.
El día siguiente se la mamé a Raúl con más fuerza que nunca, y me pareció una miseria la poca cantidad de semen que me pude tragar. Seguro que él se había masturbado antes y así desperdició una buena corrida.
Pasaron un par de meses, hasta que llegaron las vacaciones de verano y Don Leandro me dio una mala noticia. Mala, porque los dos nos habíamos acostumbrado ya a nuestros encuentros de cada viernes. Yo cada día pude tragarme un poco más de su polla, hasta casi tragármela entera, porque era demasiado gruesa, pero me tragaba toda su corrida con mucho gusto. También me acostumbré a que me apretara los pezones y me los pellizcara, porque eso me ponía muy cachonda, y a que me masturbase. Nunca quiso follarme, porque decía que mi virginidad debía ser para mi futuro marido. Tocarme, sí, pero nada más que eso. Fornicar, -como él decía-; eso debía quedar solo para mi marido. Pero tocarme y magrearme, ¡Me tocó hasta hartarse! No dejó un centímetro de mis tetas, mi coñito y mi culo sin que me pasara la lengua y me lo llenara de babas. Le encantaba lamerme, y a mí también me gustaba sentirme lamida y eso generaba que yo produjese cada vez más babas, que hacían que la polla de don Leandro estuviese siempre reluciente y se deslizase cada vez mejor en mi boca, hasta llenarla por completo y atascarse en la campanilla y hacer que tuviera arcadas constantemente, hasta que se corría y me llenaba la boca de leche.
Digo que me dio una mala noticia.
– María, después de coger las vacaciones, ya no me reincorporaré al Colegio en el mes de Septiembre. Los responsables de la orden me han propuesto que me haga cargo de la dirección del colegio más importante de los de Madrid, y he tenido que aceptar. Supone mucho en mi carrera profesional. Te voy a echar mucho de menos.
– Yo también, don Leandro. Me gusta mucho lo que hacemos y me siento muy bien con usted haciendo estas cosas. Yo también le echaré mucho de menos.
Esa tarde nos dedicamos a sobarnos y tocarnos con más fuerza e intensidad que nunca. Creo que si don Leandro hubiese querido me habría follado. Pero fue fiel a lo que él llamaba “sus principios” que ni siquiera lo intentó.
Al día siguiente de conocer que Don Leandro se marcharía de la ciudad muy pronto, hablé con Natalia y se lo conté, omitiendo la identidad de la persona que me estaba chantajeando. Lo que yo quería es que me proporcionara la oportunidad de conocer a más chicos, que además eran más mayores, porque al desparecer don Leandro y comprobar que las corridas de Raúl eran de poca cantidad, empecé a pensar en la forma de sustituirle. Natalia prometió que me presentaría a alguno de sus amigos, pero que era necesario que eso quedase completamente reservado.
Don Leandro y yo apuramos las pocas semanas que nos quedaban, yendo cada vez un poquito más lejos en nuestras efusiones sexuales. Ya me quitaba el sujetador y le permitía que me mamase las tetitas, incluso que me pellizcase y me mordiese los pezones. Esas caricias me proporcionaban un placer extraordinario, haciendo que me pusiese muy cachonda, lo que exteriorizaba tragándome su polla lo más dentro de mi boca que podía.
Un par de semanas antes de finalizar las clases, cuando todos los alumnos ya se habían marchado y pasamos a su despacho me encontré con una gran sorpresa. Allí estaba el padre Severino. Era el director del colegio; el que nos daba la clase de Historia Sagrada.
– Buenas tardes, don Severino, -saludé muy recatada, nerviosísima y con la cara más roja que un tomate.
– Hola, queridísima María. Tranquilízate, relájate. No debes estar preocupada. Don Leandro me ha hablado muy bien de ti; no solo de tu comportamiento en su clase, sino de lo bien predispuesta que estás para el tipo de enseñanzas que Don Leandro te imparte en este despacho. ¿Me entiendes?
– S… S… Sí, creo que sí, don Severino.
– Estate tranquila, María. No tengas miedo. Don Severino y yo queremos que sigas aprendiendo más cosas como las que yo te he enseñado y creo que es el momento en que seas tú la que le muestre a Don Severino las habilidades que has tenido oportunidad de adquirir a través de mis enseñanzas. ¿Estás de acuerdo?
– Lo que usted diga, Don Leandro. Ya sabe que yo le obedezco en todo lo que usted me pide.
– Lo sé, María y lo que deseo ahora es que cuando yo me vaya cumplas todos los deseos de Don Severino. Él sabrá cómo continuar con mis enseñanzas, porque tiene mucha más experiencia que yo. Esta tarde nos complacerás a los dos y podrás ver que don Severino es una persona muy afable, que te tratará muy cariñosamente.
Esa misma tarde fueron dos las pollas que me tragué. La primera vez que tuve la oportunidad de satisfacer las necesidades sexuales de dos hombres adultos. Sería la primera de otras muchas, de las que hace tanto tiempo que perdí la cuenta.
La polla de don Severino era un poco más larga que la de don Leandro, pero menos gruesa, y eso me facilitó la tarea de conseguir tragármela entera desde la primera mamada. Al final tuve doble ración de semen y doble sesión de masaje a mis tetitas. La verdad es que una vez que superé el temor que me asaltó cuando encontré a don Severino en el despacho, luego lo pase de puta madre.
Al llevarme a casa, don Severino también vino con nosotros y tuvo una charla con mis padres, en la que les dijo que tenía interés en que cuando don Leandro se marchase, yo me quedase los miércoles y viernes una hora en el colegio, porque había pensado en darme unas clases extras de Historia Sagrada, con la idea de que cuando terminase la ESO, que sería el curso siguiente, pudiera formar parte del grupo de jóvenes que pudiese dar catequesis a las niñas de primaria.
No hace falta que diga que mi padre se hinchó como un pavo, porque veía en ese ofrecimiento la recompensa a su labor de educador, como padre. Ni que decir tiene que aceptó gustoso ese ofrecimiento. –Si él supiera las catequesis que yo recibiría de don Severino todos los viernes.
A través de la madre de Natalia y la mía, conseguí que mi padre me diera permiso para quedarme un fin de semana en su casa, justo el día que celebraría su cumpleaños.
Mi padre es muy severo, pero a la vez muy cómodo, y eso de tener que ir a buscarme a casa de Natalia cuando se hubiera acabado la fiesta no le hacía ninguna gracia. Así que confió en la bondad de esa familia y me permitió pasar el fin de semana con ella.
Lo que no sabía es que si su madre hace muchas tareas en la parroquia se debe a que es una mujer de gran corazón, no por una religiosidad exacerbada, y que su marido es religioso, pero sin pasarse. En su conducta personal ambos son muy liberales y piensan que es mejor dar a los hijos una cierta libertad porque se ganan mejor su confianza con ello, que utilizando prohibiciones y amenazas infernales.
Así que en ese fin de semana casi no vimos a sus padres y pude hablar de todo con Natalia y con Nerea en plena libertad. No tuve dificultad en confirmar que lo que me había dicho Esther era totalmente cierto. Natalia y Nerea no eran vírgenes ninguna de las dos. Follaban ya desde hacía algún tiempo. En la fiesta también estaban Carla, Lara y Elisa, así que en dicha fiesta disfruté como una loca.
También bebí alcohol por primera vez, y más de la cuenta, por lo que acabé bastante mareada. Yo diría ahora, que fue mi primera borrachera. Mamé un buen par de pollas, pero bajo los efectos de la bebida y en la habitación de Natalia, con la vigilancia de Nerea para asegurarnos la necesaria intimidad y que no nos molestaran ni descubrieran. Nada más tragarme el semen me quedé frita.
Al cabo de casi una hora dormida me despejé y volví a la fiesta y entonces me lo pasé bomba. Seguí bebiendo y conseguí varias citas para la próxima semana. Citas de candidatos a ser proveedores de semen, que ya me encargaría yo de sacar de sus pollas.
El domingo a la caída de la tarde, volví a casa sin una huella visible de la francachela de ese fin de semana pecaminoso en el cumpleaños de Natalia, y mi padre se puso muy contento viendo regresar a su princesita, tal como había salido de casa. Si él supiera…
Esther era la que aguardaba impaciente su oportunidad para que le diera una cumplida información de la fiestecita a la que fui invitada por Natalia. Así que en cuando hubimos cenado y subido a nuestros cuartos, Esther apareció por mi habitación con cara de ansiedad y deseosa de que le contara lo acontecido.
– Esther, si quieres que te trate como a una adulta, tienes que comportarte como tal. Primero, no debes acosarme de esta manera; has de tener paciencia, si quieres que te cuente mis cosas. No me gusta que me agobies. ¿Queda claro?
– Vale, Mary. Perdona, pero es que me he pasado estos dos días pensando en lo que estarías haciendo, poniéndome muy cachonda y masturbándome como una loca.
– De acuerdo, Esther. Lo puedo entender, pero acostúmbrate a no tener tantas prisas. Y otra cosa. Antes debes confesarme todo lo que hayas hecho hasta hoy en materia sexual, si deseas que yo pueda corresponder en la misma medida. ¿Quieres, o no?
– ¿Te refieres, Mary, a que entre nosotras nos contemos todo lo que hacemos con chicos… o chicas?
– Caray, Esther. Me sorprende que digas… o chicas. ¿Acaso eres lesbiana?
– No; ¡qué va! Pero a lo mejor tú sí. No me hagas caso. En clase hay una que dice que es bisexual. Que le gustan los chicos y las chicas.
– Pues no. A mí me encantan solo los chicos. Y espero que a tí también.
– Desde luego, desde luego. Los chicos me vuelven loca; las chicas no me atraen.
– Entonces, ¿Qué, Esther? ¿Hay pacto o no lo hay?
– Vale, Mary. Pacto de hermanas; nos lo contaremos todo por los siglos de los siglos.
– Amen, Esther. Amen. Así que ya puedes ir empezando.
– Termino enseguida. No he hecho nada más que lo que te dije. Algunos besos y algunos sobos, pero por encima de la ropa. Nada más que eso. ¡Ah! y masturbarme mucho, eso sí que lo hago ya casi todos los días. Algunos días dos o tres veces.
– Pues si que te ha dado fuerte. ¿Y nada más, nada más? No me engañes.
– Que no, que te digo la verdad. Me gustaría que me tocasen más, pero nunca estamos solos, solo lo hacemos en el parque y pocas veces. A los chicos tampoco les dejan estar solos en su casa, y aquí ni se me ocurre traerlos.
– Te comprendo, Esther. A mí me pasa lo mismo; por eso me masturbo tanto o más que tú. Pero este sábado, en casa de Natalia, he probado muchas cosas, entre ellas a beber alcohol.
– ¿Sí? ¿Está bueno?
– Mezclado con zumo de naranja sí que está rico. Pero bebí demasiado y me entró mucho sueño y tuve que dormir un rato. Creo que estuve un poco borrachita. Pero antes de dormirme pude hacer una cosa que me gustó mucho.
– Cuenta, Mary, cuenta. Estoy deseando saber lo que hiciste. ¿Follaste?
– ¡Qué cosas dices! ¿Cómo iba a hacer eso en casa de Natalia? Sus padres andaban por ahí. Pero como éramos muchos en un momento me fui a una de las habitaciones y vino un chico y nos estuvimos besando, y le vi la polla y se la toqué y acaricié y acabé metiéndomela en la boca. Pero solo un poco de rato nada más.
– ¡Joder! Se la has chupado a un chico.
– Pero solo un poco y estaba medio mareada; no me acuerdo muy bien.
Oímos ruidos abajo y le dije a Esther que se fuese a su cuarto antes de que subieran los papis. No tuve que insistir; me obedeció a la primera.
De esa forma me libré de Esther, al menos por esa vez. Evidentemente no le iba a contar todas mis andanzas. Se iba escandalizar y no quería que mi hermanita siguiera mis pasos. Ya lo haría ella si quería cuando fuese mayor. De momento esperaba contentarla así, dándole la información con cuentagotas.
He de deciros que mi melena me encanta y que dedico horas y horas a su atención, pasándome el cepillo una y otra vez, igualando las puntas, peinando y repeinando hasta que me queda a mi gusto. Esos cuidados son como una religión para mí.
Pues bien, en una de esas pocas oportunidades en que pude disfrutar de una mamada en casa de Raúl, cuando él estaba a punto de eyacular me sacó la polla de la boca y se corrió directamente sobre mi cara y mi pelo. Fui rápida al cuarto de baño para limpiarme, pero antes de hacerlo pude contemplar mi imagen en el espejo.
¡No podéis haceros idea el morbo que me produjo la impresión de ver mi cara y mi pelo, mi precioso pelo, cubiertos de semen! Verme así, con los restos de su corrida sobre mi cara y pelo, me llevó a correrme como nunca me había corrido antes. Pero no se quedó ahí. Mi coño se humedeció de tal manera que al llegar a casa tenía las bragas empapadas. Esa sensación de morbo fue tal, que a partir de entonces mi mayor placer es que se corran sobre mi pelo y mi cara. Y cuanto más abundante sea la corrida, más morbo me produce contemplarme. Ver mi rostro cubierto de semen y mi melena sucia, mancillada, profanada por el esperma de mi hombre es un placer indescriptible. Es para mí un gozo especial y se ha convertido en una especie de fetiche que compite con mis ansias por tragarme su semen.
Con el paso del tiempo y la continua práctica fui mejorando mis habilidades, ayudada, eso sí, por la inestimable cooperación de don Severino, el cual, menos follarme, me hizo de todo. Consiguió desnudarme casi desde la primera visita a su despacho. Le mamé la polla en todas las posiciones imaginables, le lamí el ojete del culo, le metí un dedo al principio, y luego dos, y los chupaba al sacarlos. Él no tardó nada en lamer mi coño, en recorrerlo de arriba abajo con su lengua, abriendo mis labios mayores de la vulva y metiendo su lengua todo lo profundo que podía, para conseguir que me corriera una y otra vez. Cada tarde que pasaba en su despacho no bajaban de dos o tres las veces que me corría, consiguiendo que él lo hiciera al menos tantas veces como yo. Le dejaba completamente seco y acabó tomándome cariño… y yo a él.
Pero eso no hizo que desaparecieran mis temores irracionales a ese castigo eterno, a ese infierno al que estaba condenada, si muriese en pecado mortal, y cada vez me resultaba más complicado contarle siempre lo mismo a mi confesor, que ya empezaba a decirme que no ponía suficiente ánimo en mi arrepentimiento, porque una y otra vez caía en las mismas tentaciones.
Y un viernes don Severino me vio como muy triste, porque ese día mis temores a que lo que hacíamos me llevase al infierno me habían atacado más fuerte. Y se lo confesé. Le dije que mi conciencia me reprochaba todo aquello que hacíamos, que estaba muy mal y que mi confesor, me reconvenía duramente en cada confesión, y que cada fin de semana lo pasaba muy mal después de confesar el domingo antes de la comunión. Don Severino se mostró muy comprensivo conmigo.
-Queridísima María. Deja que yo me encargue de solucionar esos problemas. Voy a hablar con tu confesor y le diré que desde ahora seré yo quien asuma el papel de ser tu director espiritual. Ya no tendrás que confesar con él. Lo harás conmigo y solo para aquellos otros pecados que puedas cometer, que no serán muchos. Todo esto lo dejaremos al margen de la confesión. Eso sí, -me recalcó con énfasis-: nada de fornicación; eso no debes hacerlo con nadie. Has de llegar virgen al matrimonio. Yo rezaré por ti y te encomendaré al padre para que te acoja si tuvieras la desgracia de morir en pecado.
Dicho esto, nos volcamos en el sexo más sucio y oscuro que habíamos tenido hasta ese día. Nos corrimos muchas veces y don Severino no dejó un centímetro de mi coño, por fuera y por dentro, sin que su lengua lo explorase, pero lo hizo extensivo al oscuro orificio de mi culito, que también lamió una y otra vez, llevándome a insospechados límites de placer.
Esa tarde me liberé de un peso, que luego he podido comprobar que era de lo más irracional que mente humana puede concebir.
Cada vez se la mamaba mejor; me la metía más adentro, más profundo, y Raúl iba retrasando cada vez más su eyaculación, con lo que nuestro disfrute de ese tipo de sexo era cada vez mayor: en duración y en intensidad.
Pero Raúl no se contentaba con las mamadas. Quería follar conmigo a toda costa, pero yo entonces todavía andaba con todas las prevenciones de la religiosidad y me negué a ello. No sabía lo que me perdía. ¡Cuántas veces me he arrepentido de no haber cedido a sus peticiones! Hubiera empezado a follar dos años antes de cuando, por fin, lo hice. Dos años perdidos inútilmente.
Pero al cabo de unos meses nuestras citas empezaron a perder interés, al menos para mí. Ya no encontrábamos más alicientes ni novedades que incorporar a nuestro repertorio y la relación fue languideciendo, hasta finiquitar.
¿Por qué digo esto? Porque ya no me satisfacía ese compañerete; nuestras mamadas se hicieron rutinarias y poco a poco perdieron todo su atractivo, sobre todo comparadas con los encuentros con don Severino. Entonces decidí encontrar otras pollas que mamar y ya dice el refrán que el que busca, halla.
Y vaya si hallé. Recurrí a la lista de los amigos de Natalia con el fin de encontrar allí una buena polla cada vez que la necesitase.
Desprovista del lastre que suponía mi previo adoctrinamiento en el catolicismo, decidida a dar prioridad a mis deseos carnales por encima de los convencionalismos relacionados con la moral sexual, me dediqué a la búsqueda de pollas que llevarme a la boca, y a partir de entonces cambié de chico con mucha facilidad. Ya que mi figura y mi belleza era algo que les volvía locos y les atraía sobremanera, decidí aprovecharme de ello. Eso me ha ocurrido desde muy chiquita. Así que solo tenía que elegir, este o aquel, o ese otro. Cambiar de chico continuamente era algo que tenía en sí mismo un alto componente de inquietud ante lo desconocido, y su correspondiente dosis de morbo.
¿Cómo será la polla de éste? Esa era la primera pregunta que me hacía cuando salía con un chico nuevo. Y me mantenía en un permanente estado de morbo hasta que a la segunda o la tercera salida por fin la descubría. Entonces las preguntas que me hacía eran de otro tipo ¿Se correrá pronto? ¿Serán corridas abundantes? ¿Me intentará follar en la primera cita?
Porque en las primeras salidas no pasaba de algún besito furtivo. Quería aparentar que era una “niña buena” a la que tenían que conquistar. Pero nunca pasaba de la tercera tarde cuando ya tenía su polla en la mano y de ahí a la boca solo pasaban unos segundos y recorrer unos pocos centímetros.
Para compaginar no mamarla a la primera, pero mamar una todos los días, me tuve que organizar, de modo que cada día comenzaba una nueva relación que al cabo de dos o tres citas concluía en la correspondiente mamada. Cuando empezaba a aburrirme de una polla iniciaba la búsqueda de la que le iba a sustituir. Y ese ciclo lo repetía tantas veces como fuera necesaria. Poco a poco, me fui convirtiendo en una mamadora de pollas por vocación, con un gran porvenir por delante. En la diversidad de pollas encontré el aliciente que me faltaba con Raúl. Esa incertidumbre tenía un encanto especial en sí misma.
Cada vez que me dejaban salir en casa me las apañaba para mamar alguna polla; en casi todas las ocasiones a chicos diferentes. Aprendí a hacerlo con un toque muy personal, que a ellos les dejaba encantados: metérmela entera; hasta la garganta. No me preguntéis cómo lo hacía, ni qué técnica empleaba. ¡Para técnicas estaba yo! Simplemente, me gustaba hacerlo y conseguía tragarme casi todas. No eran muy grandes. De chavales quinceañeros, o poco más.
Lo que más les gustaba a todos es que siempre me tragaba su esperma. Yo jamás he escupido una corrida que haya caído en mi boca. Me parecía un sacrilegio desperdiciar millones de espermatozoides destinados a dar vida, -eso me decían en la iglesia-, y arrojarlos al suelo. En mi estómago estarán calentitos, -pensaba, cuando me tragaba el semen. Fue entonces cuando me convertí en una verdadera yonki de las pollas, a lo que también seguía contribuyendo don Severino y los amigos que no faltaban un par de días a la semana.
Mis catorce y quince años transcurrieron en ese continuo mamar y mamar, y volver a mamar. Día tras día y polla tras polla, según se iba pudiendo; que no siempre se podía, aunque sí siempre se quería. Y cuando no había polla que mamar siempre quedaba el recurso de la masturbación. Esa, en mi cama, no fallaba nunca.
Mi relación con don Severino se había hecho una realidad que en muchas ocasiones abarcaba algún que otro día, además de los miércoles y viernes. Y no solo en cuanto a los días de nuestros encuentros, sino que don Severino, siempre de forma recatada, sibilina y bastante frecuente, rara era la semana en que no encontraba en su despacho a un “invitado especial”. De esa forma conocí las pollas, los huevos y culos de más de dos docenas de profesores, adjuntos, administrativos y algún que otro párroco de la ciudad, que gustaba de saborear las mieles de un chochito adolescente. Eso sí; ninguno osó siquiera mencionar la posibilidad de follarme. Fornicar, -como decían-, era un tema tabú. La virginidad, la integridad del virgo de las jovencitas a las que se beneficiaban con sus continuos y permanentes tocamientos y cunnilingus, era sagrado para ellos. Mi virgo era intocable.
Pero yo disfruté de lo lindo. Ignoraba por completo lo que era una buena follada, pero era tanto el placer que obtenía mamando sus pollas y siendo mi coñito lamido y chupado por sus bocas y lenguas, que me parecía estar en el paraíso.
En ese tiempo enseñé a Esther a masturbarse como una profesional, a alcanzar el placer por sí misma y a ser independiente. Por cierto, que Esther se había convertido en una jovencita muy apetecible y los chicos ya se arremolinaban a su alrededor. Para mí, que ella tenía algún “secretito” escondido en lo más recóndito de su mente, pero no quise forzarle a que me lo dijera.
Hasta que un día, cumpliendo aquella vieja promesa de contarnos todo entre nosotras, me dijo que lo mismo que hice yo con ella, ella estaba haciendo con Sara, a la que llevaba poco más un año de diferencia. Me dijo que de esa forma las tres teníamos una relación interconectada, pero que Sara quedaba de momento al margen de esa múltiple relación. Para Sara yo era un dechado de virtudes y Esther no quería bajarme de ese pedestal.
Con tantas mamadas como pude hacer no me libré de los consiguientes sustos, cuando nos parecía que podíamos ser descubiertos; que vaya si los hubo.
En varias ocasiones tuve que dejar algún “trabajito” a medias, porque se acercara gente. Yo lo tenía fácil; a la vista de un peligro, retiraba la polla de mi boca y salía corriendo. Algún pobre chico lo pasó fatal, porque tenía los pantalones por las rodillas y presa del miedo no atinaba a subírselos rápido. Pero nunca nos llegaron a pillar.
Porque a esas edades eran muy pocas las veces que podía hacer la mamada con tranquilidad en la casa de alguno de ellos. De vez en cuando ocurrió, pero fueron insignificantes en número frente a la totalidad de las pollas que mamé. En la mía no me atreví jamás; ni siquiera se me pasó por la cabeza intentarlo. Pensar en ser descubierta por mi madre o padre, me aterraba.
Siempre que salía me cuidaba mucho de volver a casa puntual; sin ningún retraso. Portándome bien y regresando a la hora marcada por mis padres. Con esa carita de niña buena que siempre lucía tenía garantizada la siguiente salida y, por consiguiente, una nueva mamada. ¡Si ellos supieran lo que acababa de hacer mientras estaba fuera, y lo que traía dentro del estómago!
Durante esos dos años continué llevando esa doble vida que tan bien me venía. A los ojos de todos seguía siendo una chica ejemplar y muy, pero que muy recatada.
Pero en cuanto tenía oportunidad me besaba, me morreaba y me dejaba tocar por los chicos, -sobre todo, el culo-, pero siempre por encima de la ropa. Nunca me desnudé ante ningún chico; ni siquiera les mostré parte alguna de mi cuerpo: ni las tetas ni el coño. Para que yo me corriera eso no era necesario. Me bastaba con mamarles la polla. Además, tampoco quería hacerlo. Todavía seguía muy influida por la religión y la necesidad de conservar la virginidad. Sin embargo, todas esas barreras desaparecían ante don Severino y aquellos “invitados” a los que frecuentemente era regalada por él para que disfrutaran conmigo. En ese caso me quedaba en pelotas tan pronto iniciábamos la reunión; y lo hacía, porque me encantaba hacerlo y porque estaba íntimamente convencida de que con ellos mi virginidad no corría el más mínimo peligro. A mí lo que realmente me volvía loca era mamarles la polla y que se corrieran en mi boca. Eso me enloquecía, a ellos les encantaba y todos disfrutábamos como niños.
Mis citas con diferentes chicos fueron numerosísimas. Rara era la semana que no tenía dos o tres. Algunos los conocí a través de redes sociales o por medio de amigos, o simplemente eran de los otros colegios de chicos, también católicos. O miembros de la lista que me dio Natalia.
Para mí, arrodillarme ante un chico, sacarle la polla, metérmela en la boca y mamársela hasta tragármela todo lo que podía, era el placer más grande que había experimentado en mi vida, culminado por ese momento en que el chico no podía aguantar más, se corría dentro de mi boca y la llenaba de semen, que siempre me tragaba. Esa sensación me llevaba a la gloria. No había un placer mayor que ese: sentir el semen caliente en mi boca después de una colosal mamada.
En aquellos años mantuve la costumbre de mi masturbación diaria, de manera habitual. En muchas ocasiones bien acompañada por Esther. Ya he dicho que el sexo era para mí un imán con una fuerza de atracción imposible de resistir.
A lo largo de más de un año ya había visto y mamado una buena cantidad de pollas, pero nunca estaba saciada. Yo quería mamar por lo menos una polla cada día, pero cuando eso no era posible, me dije; María, ¿Dónde puedes encontrar pollas todos los días? La respuesta era muy fácil: En Internet. Ahí se encuentra de todo. Si muchos chicos lo hacen, ¿por qué no puedo hacerlo yo, -me dije-? Y me decidí.
A partir de los quince años añadí una nueva posibilidad de sexo a mi catálogo de actividades sexuales: la contemplación de porno en internet. Sobre todo, pollas, pollas y más pollas. Esa era mi auténtica obsesión. Ver pollas.
No tenía Pc propio, pero en cuanto me quedaba sola en casa, que era casi todas las tardes, aprovechaba el ordenador familiar y me hartaba de ver porno.
Hartarme no significa estar horas y horas ante la pantalla. No. Nunca necesité llegar a una hora deleitándome con la visión de relaciones sexuales explícitas, ensimismada con esas enormes y maravillosas pollas. Pollas de todos los tamaños y formas, con las que soñaba cuando no tenía ocasión de verlas en vivo y que me hacían suspirar de ganas de tragármelas, y eso precisamente es lo que buscaba: excitarme como una burra y ponerme cachonda hasta las cachas.
Cuando llegaba a ese nivel de excitación y mi necesidad de sexo era perentoria, cerraba el ordenador, borraba cuidadosamente el historial de las páginas visitadas y salía corriendo a mi habitación, donde nada más llegar casi me arrancaba la ropa de encima hasta quedarme en pelotas tumbada sobre la cama, frente al espejo, para hacerme una tremenda paja, restregando mis deditos sobre el clítoris con desesperación y violencia, al tiempo que veía cómo mis tetas oscilaban al ritmo de mi masturbación y mi agitadísima respiración.
Os preguntaréis qué clase de porno veía. Pues porno en el que las pollas eran una parte fundamental, pero, además y no sabría decir por qué, visitaba páginas de Castings, Porno erótico y Relaciones Lésbicas. Sobre todo me fascinaban los castings en los que la pretendiente al papel era sometida a todo tipo de vejaciones por un grupo de hombres que, turnándose, o a veces simultáneamente, las penetraban con sus pollas y las llenaban de semen todos sus agujeros y la superficie de su cuerpo. Y las visitaba casi todas las tardes. En cuanto me quedaba sola en casa. En los Castings había muchas mamadas de polla y aprendí mucho de ellas, y me intrigaba y me producía un morbo muy especial pensar qué sentiría yo haciendo uno de esos castings; mera curiosidad que no tardó en convertirse en deseo. Por eso disfrutaba tanto en las reuniones con los amigos de don Severino. Para mí era como realizar un casting, salvando las distancias de la no penetración. En las de sexo lésbico, que también frecuentaba de vez en cuando, me atraía mucho la suavidad de los besos y la ternura que solía rodear esas relaciones, el erotismo tan delicado que las envolvía, tan diferente de lo que yo vivía con el grupo de don Severino, en el que la pulsión del hombre animal era lo que predominaba.
Mi vulva siempre estaba hinchadísima y ardiendo, a pesar de la ingente cantidad de fluidos que mi excitación producía, y la podía sentir no húmeda, sino casi encharcada. Con un dedo restregaba mi clítoris y con otro recorría mi rajita, ya empapada, retirándolo completamente mojado y entonces lo acercaba a mi nariz para olerlo.
El aroma de mis flujos me enloquecía y me trasladaba a un mundo de sensaciones maravillosas. Imaginaréis que en alguna ocasión me llevaría el dedo a la boca y probaría mi néctar. Por supuesto que lo hice. Yo siempre he experimentado con todo lo relativo al sexo. Pero el sabor no me agradó y me limité a disfrutar de su delicioso olor; que ese sí que me gustaba.
Una vez cumplido el ritual de darme la satisfacción de oler mis más íntimos efluvios, volvía a la masturbación propiamente dicha, acelerando los restregones sobre mi clítoris como si fuera una perra en celo, hasta que conseguía correrme como una verdadera cerda.
Pasado el tiempo necesario para tranquilizar mi respiración y recomponer mi figura para estar con la imagen necesaria para agradar a mis padres cuando viniesen, me empezaban a asaltar los remordimientos y era cuando daba comienzo a esa lucha interna que me hacía perder la paz.
Sabía que lo que hacía no estaba bien. Que era un pecado muy grave que podía condenarme al infierno. Todavía estaba muy atolondrada por la religión y no podía liberarme de ese sentimiento de culpa. Y me sentía muy mal; me atormentaba. Pero de inmediato recordaba las palabras de don Severino y eso me calmaba. Con esto quiero decir que no me veía completamente libre de remordimientos, pero que lo iba superando cada vez mejor.
A pesar de que me sabía culpable me complacía recordar las imágenes que acababa de ver y en algunas ocasiones me ponía tan cachonda que necesitaba volver a masturbarme. Y no dudaba en hacerlo de nuevo. Eso no pasaba siempre, pero sí que lo tuve que hacer muchas veces.
Aquellos meses fueron un verdadero torbellino de sexo; porno en internet, mamadas a los chicos y masturbación, sin solución de continuidad. Y así día tras día, aprovechando todas las ocasiones que se me presentaban, que fueron casi a diario. Sin contar con las continuadas visitas al despacho de don Severino, que eso era como una especie de mundo aparte, donde todo era desenfreno desde el primer minuto. Allí no se desperdiciaba un solo segundo; desde mi entrada empezaban a volar las prendas que llevase, hasta quedar completamente en pelotas y luego a disfrutar del sexo en cualquiera de sus variedades, a excepción de la penetración vaginal. Contar los orgasmos que tenía en cada sesión fue obsesivo para mi, pero pronto perdí la cuenta, porque hacerlo me distraía y hacía que me perdiera otros.
Mis orgasmos eran muy frecuentes y la permanente excitación me producía una gran cantidad de fluidos vaginales. Cada vez que empezaba a realizar alguna sesión de sexo, -del que fuera-, mi vagina se humedecía y mis fluidos brotaban en abundancia.
Durante esos años no hubo un solo día que no tuviera dos o tres orgasmos. Generalmente los tenía mamando una buena polla, pero cuando eso no ocurría, solía culminar en casa, consumiendo porno y masturbándome después, o me masturbaba cuando me iba a dormir, si a lo largo del día no había conseguido correrme antes en algún otro momento y lugar. Pero no hubo día que me faltasen los correspondientes orgasmos. Así de enganchada al sexo estaba a tan temprana edad.
Mi hermana Esther también contribuyó en ocasiones, aunque ya estaba muy independizada en ese aspecto. Se las apañaba muy bien sola para masturbarse y cada vez me contaba menos de sus andanzas. Se podría decir que Esther, pese a su corta edad, ya volaba sola Yo no pensaba que ya estuviera follando, pero casi seguro que no se contentaba con meras masturbaciones. Es posible que lo que hiciese fuera tan lujurioso que no se atreviera a confesármelo, y la verdad es que no me importaba mucho lo que hiciera. A fin de cuentas era su vida y si yo no le contaba al completo la mía no tenía ningún derecho a esperar que ella sí lo hiciera con la suya.
Ya he confesado que desde los catorce años, en que mamé mi primera polla, siempre he estado encadenada al sexo. El sexo para mí es algo de lo que me resulta absolutamente imposible prescindir ahora. Pero en aquellos años, entre los quince o dieciséis y los dieciocho a veinte mis hormonas estuvieron absolutamente fuera de control y mi carrera hacia el sexo se hizo definitivamente imparable.
Seguía teniendo remordimientos religiosos, sí; y miedo a que mis padres se enterasen, también; pero cada vez estaba más volcada en la búsqueda de ese placer sexual que tanto me gratificaba.
Decididamente el sexo adquirió un total y absoluto protagonismo en mi vida, y acabó arrasando y derribando todas mis barreras. Pasó por encima de mis creencias, de mis remordimientos religiosos, e incluso por encima del miedo a mis padres, y se convirtió en el rey absoluto y total de mi vida. Yo, María, terminé por admitirlo y, a partir del reconocimiento de que el sexo era imprescindible para mí, comencé a vivir casi en exclusiva, por y para el sexo.
Entonces empecé a tener dos vidas. Paralelas y muy bien diferenciadas.
En el colegio era buena estudiante; en casa era buena hija, dócil, obediente, religiosa, recatada. Una verdadera joya de hija. Una princesita, como acostumbraba a decir mi padre. -¡Si él supiera lo que su princesita hacía!-. Pero en cuanto estaba sola en casa o tenía permiso para salir, me convertía en una yonki del sexo. Si estaba en casa, inmediatamente me tiraba al ordenador, a ver porno y más porno, para luego masturbarme como loca hasta correrme una y otra vez. Si salía con permiso, me las apañaba para poder mamar una buena polla y sacarle al chico que fuera una buena corrida que tragarme. Y luego estaban las reuniones con don Severino, a las que cada vez eran más los invitados que acudían, dándose el caso de que bastantes veces me encontraba con dos o tres invitados, sin que don Severino se dignase siquiera darme una razón. Era evidente que él me consideraba como si yo fuera de su propiedad, y era lógico que dispusiera de mí a su antojo, como si yo fuera solo un objeto. Y yo estaba contentísima de ser utilizada por todos ellos como si fuera el instrumento necesario para satisfacer sus más bajas pasiones, convertida en una especie de prostituta de baja estofa de la que servirse para llevar a la realidad sus más lujuriosas y depravadas fantasías. En esas reuniones me sometí a todo aquello que me pedían, por degradante que fuera para mí. Perdí hasta la última brizna de dignidad, pero el sexo que recibía me compensaba sobradamente de todo ello. Más adelante me enteré que esas “invitaciones” a sus amigos y conocidos las hacía a cambio de que ellos a su vez le invitasen a él a disfrutar de las jovencitas de las que ellos gozaban. En concreto, me convertí en una especie de moneda de cambio que le permitía el acceso a otras jovencitas como yo.
Yo era como el Dr. Jekill y Mr. Hyde. En casa era el Dr. Jekill, pero antes de salir a la calle bebía el elixir del pecado y me convertía en Mr. Hyde: una adolescente sedienta de sexo en forma de pollas que mamar. Era como si cambiara el chip.
Cuando no podía hacerlo con don Severino seguía confesando con cualquier otro sacerdote, claro, pero seguía mintiendo en la confesión. Aquello de los pensamientos impuros lo hice extensivo a los actos impuros. Mamar una polla, a la hora de confesar, “no era un acto, era un pensamiento”. Pero yo me sentía liberada y salía satisfecha. Eso sí, sin la menor intención de dejar mi costumbre de seguir mamando pollas. Sabía que esa confesión no servía de nada, porque me faltaba el “propósito de enmienda”, pero si no acudiese a confesar mi comportamiento sería mal considerado y levantaría sospechas. Así que cada poco me acercaba a confesar, soltaba unos cuantos “pecadillos” de poca monta, algún pensamiento impuro y así cubría las apariencias. Era una puñetera falsaria respecto a la fe católica. Lo sabía.
Del sexo completo; vamos, de follar; ni por asomo. Todavía estaba bajo el pánico del infierno y el de poder quedarme embarazada.
Y no por falta de ganas de follar. Se oían rumores en el colegio de si fulanita lo había hecho, o aquella otra es una guarra: folla. Y todos esos rumores eran sobre niñas de mi edad. A los catorce o quince años muchas ya habían follado. Yo, todavía no. Quizá sí lo hubiera hecho ya mi hermana Esther, que a mí me parecía que no era tan modosita como aparentaba. Además, sabía por Natalia que el tandem que formaban Nerea y Esther, junto con esos dos chicos, se mantenía incólume. Algo harían, me decía yo, para continuar formándolo.
Pero yo estaba aterrorizada, sobre todo por las continuas recomendaciones de mis padres: cuidado con los chicos, hija. Tu virtud es lo más importante que tienes. Protégela. Se la debes ofrecer a tu marido, cuando te cases; -igual que me decía don Leandro, primero y don Severino, después-. Has de llegar virgen al matrimonio. Y todo ese tipo de monsergas con las que no dejaban de bombardearme.
Mis calificaciones en el colegio continuaron siendo muy buenas, llegando a estar siempre entre las tres primeras de mi curso de 4º de la ESO.
Era la hija ideal. Pudorosa, obediente, disciplinada, buena estudiante y, además, guapísima. Y muy religiosa. ¡Qué más podían pedir ellos!
Pero al llegar a los dieciséis entré en otra órbita diferente. Entraba en 1º de Bachillerato y mis primeras notas también fueron excelentes. Yo era muy buena estudiante, muy trabajadora y muy inteligente.
Mi belleza se había convertido en una de las piezas más codiciadas del colegio, no solo para mis compañeros de estudios, que ya revoloteaban constantemente a mí alrededor, sino también para todos los chicos que, más o menos, tenían relación con nosotros; tanto en la Urbanización como en el Club de Campo, que mi familia frecuentaba.
Además, mi cuerpo acompañaba. Medía 1,75 que, con unos taconcitos no estaba nada mal. Mi melena caía algo por debajo de mis pechos, apropiados de tamaño, y mi culete, ligeramente respingón, daba el toque final a un aspecto más que apetecible. A eso le acompañaba una acusada timidez, que me confería un halo de cierto misterio y un atractivo añadido.
Y empecé a salir con un chico que me pareció apropiado, y que, además, tuvo el beneplácito de mi padre. Se llamaba Álvaro y era majete y simpático.
Mi padre conocía al suyo, de la Junta de Gobierno del Club, y le pareció que nuestro emparejamiento sería un bien para las dos familias.
Con este noviete casi exclusivicé mis servicios de ordeñe, pero no lo hice al cien por cien. Con razón dicen que la cabra tira al monte. Y yo continué visitando las páginas porno que he citado y realizando las correspondientes masturbaciones.
A pesar de ese noviazgo seguí dando atención a bastantes de mis antiguos y fieles proveedores de semen. Y, por supuesto, a don Severino y su camarilla de invitados, aunque para eso no debía dar ninguna excusa: acudía a mis clases de Historia Sagrada, con vistas a una muy probable elección como catequista de niñas. Y todos, incluido Álvaro, daban por bueno que siguiese por ese camino de virtud.
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