Me llamo María y ¿Soy puta? -III-
Actualmente trabajo como abogada en el sector financiero. Formo parte del equipo jurídico de una entidad de primerísimo nivel, que estudia y redacta acuerdos de fusiones y concentraciones bancarias, nacionales e internacionales. Pero no siempre ha si.
Todos los personajes y circunstancias que concurren en esta historia son pura ficción, fruto única y exclusivamente de la imaginación del autor. El contenido de la historia está dirigido a personas adultas, por lo que los menores de edad no deberían leerla.
ME LLAMO MARIA Y ¿SOY PUTA? – III –
Actualmente trabajo como abogada en el sector financiero. Formo parte del equipo jurídico de una entidad de primerísimo nivel, que estudia y redacta acuerdos de fusiones y concentraciones bancarias, nacionales e internacionales. Pero no siempre ha sido así…
Me llamo María; ¿Soy una puta zorra? Este es mi currículo.
El viaje a Roma
Durante las festividades de la Natividad del Señor, justo al cumplir los dieciséis años el equipo de catequistas de la orden hizo público un grupo de cuatro jovencitas que, en atención a su probada religiosidad, a su constante y ferviente asistencia a todas las celebraciones litúrgicas, y a su muy especial atención al estudio de la Historia Sagrada, a propuesta de Don Severino, el encargado de impartir tales conocimientos, fueron nominadas para ocupar plaza de catequistas para las niñas entre los seis y los ocho años. Más adelante se nos indicaría la tarea que deberíamos hacer. Una de esas cuatro jovencitas era yo.
Era la más joven de las cuatro. Las otras tres tenían uno o dos años más que yo, por lo que estaban a punto de terminar el Bachillerato e incorporarse a la Universidad. Cuando nos reunimos las cuatro, para aceptar la tarea que se nos iba a encomendar, tuvimos ocasión de conocernos y constatar que todas éramos discípulas particulares de don Severino, solo que en distintos días de la semana. ¡Extraña coincidencia! De inmediato voló mi imaginación y consideré que yo no fui la única en “disfrutar” de esas “especiales” lecciones de “Historia Sagrada” que impartía don Severino.
Ni que decir tiene que mi padre se sintió el cristiano más importante del mundo al saber que su hija era la más joven de todas las catequistas, y ese mérito se lo atribuyó inmediatamente a él mismo. Era el fruto lógico de su impecable educación.
La ceremonia de acogimiento y bendición como catequistas fue un acto litúrgico al que acudió una gran cantidad de altos dignatarios de la orden, don Leandro incluido, que me saludó muy afectuosamente y en un aparte me habló con mucho sigilo.
– Ya me ha tenido al tanto don Severino de la gran atención e interés que has puesto en sus clases de Historia Sagrada. No esperaba menos de ti, María. Pronto pasaré unos días por aquí y espero que nos reunamos los tres para celebrar tu nombramiento.
– Yo también, don Leandro. Lo estoy deseando y espero satisfacerle. Tal como usted me dijo al trasladarse a Madrid, he aprendido muchas cosas nuevas.
Pasada la Epifanía, -para los no creyentes, la Epifanía es lo que vulgarmente se conoce como el día de Reyes, 6 de Enero-, concluidas las celebraciones relativas a la Navidad, se procedía al nombramiento de los diferentes equipos de guías y catequistas de cara a las Primeras Comuniones, no de este, sino del siguiente año. Los equipos de guías se conformaban con jóvenes de diferente sexo, entre los 16 y los 18 años y se ocupaban de los niños y niñas entre los 6 y los 8 años; los guías chicos para los niños y las guías chicas para las niñas. Los catequistas se dividían en dos grupos, jóvenes y adultos. Los jóvenes eran matrimonios que se ocupaban de la catequesis del último año previo a la toma de la Primera Comunión y los adultos eran sacerdotes y matrimonios de mayor edad, que instruían los llamados cursos prematrimoniales, para los novios que iban a contraer el sagrado sacramento del matrimonio. En la orden nada se dejaba al azar.
En mi parroquia me seleccionaron para que me hiciera cargo de un grupito de cinco niñas, de 6, 7, y 8 años, para que las fuera introduciendo en la preparación previa a las catequesis que les darían los adultos de cara a su Primera Comunión. A mí esa elección me hizo mucha gracia. Yo, una impenitente mamadora de pollas intentando llevar a unas niñitas por el buen camino con mi ejemplo de jovencita virtuosa donde las haya. ¡Cómo les tenía engañados a todos! Indudablemente todo estuvo en las manos de don Severino.
Y no fue solo eso, sino que fui premiada con formar parte del grupo de jóvenes que acudiríamos a Roma a un encuentro de Su Santidad el Papa con la juventud de distintos países, -don Severino fue generoso conmigo; se ve que estaba muy contento de mis “servicios”-. El colmo del contrasentido, porque se suponía que elegían a las más cumplidoras, dóciles, castas y puras, vamos, sin mácula alguna. Fue entonces cuando empecé a descubrir que todo aquello no era más que un embuste. Allí se hacía solo lo que don Severino deseaba y proponía a aquellas jovencitas que antes nos habíamos “ganado” los méritos que él consideraba necesarios. Yo sabía muy bien a qué tipo de méritos se refería.
Ser elegida para esa actividad y ese viaje me afirmó en que la doble vida que había iniciado más de un año antes era un verdadero acierto y fue muy positiva para mí y para mi activa vida sexual. Y la intervención de don Severino se hizo notar. Me explico.
Mis padres, -principalmente mi padre-, se pusieron contentísimos. Aquel nombramiento y el subsiguiente viaje a Roma significaban que su forma de educarme, su rectitud, sus normas, su férrea vigilancia sobre mis actos, -¡menuda vigilancia!-, habían dado esos frutos que estaban a la vista de todas las jerarquías de la orden. Se sintió el verdadero artífice de esa elección y se enorgullecía de ello siempre que tenía ocasión.
No tardé siquiera unas horas en aprovechar esa coyuntura y conseguir lo que tanto anhelaba íntimamente: tener mi propio ordenador. Mi padre fue incapaz de negármelo, bien secundada mi petición por la ferviente adhesión de mi madre a lo que fueron mis ruegos, casi lastimeros. A mi padre le gusta mucho hacerse de rogar.
– La niña se lo merece, David, apoyó mi madre. No se lo puedes negar.
Y mi padre claudicó; eso sí, aprovechando la ocasión para hacer hincapié en que eso no era un mérito mío; era un acto magnánimo de su autoridad, el fruto de la buena educación que me había inculcado, instándome a no abandonar el camino de la obediencia y la recta observancia de todas las normas y preceptos religiosos.
Yo le agradecí su comprensión y le juré que siempre le obedecería; en todo y por todo.
Pero el viaje a Roma merece que lo relate con detalle, porque fue un escalón más en mi encadenamiento al sexo, y el principio de mi absoluto emputecimiento.
Ya hacía un mes que había iniciado mis contactos con las niñas del grupo, previo a las catequesis y me iba muy bien con ellas. Me querían mucho, obedecían en todo mis mandatos y se quedaban embobadas cuando les contaba cosas de lo que es la religión, la obediencia, el ser prudentes, no ser presumidas y ser muy religiosas, no mentir a los papás y saber contentarse con lo que los papás mandaban, porque eran los que de verdad sabían lo que ellas necesitaban.
Seguí manteniendo esa relación ambigua con mi novio, al que le mamaba la polla todos los días que nos veíamos y lo simultaneaba con otras pollas que conseguía captar cada dos por tres. Don Severino siguió en contacto conmigo, porque era el coordinador de los grupos de guías y catequistas, con lo que nuestra “peculiar” relación continuó manteniéndose. Él se encargaba de avisarme y yo acudía a su llamada sin rechistar; mi premio era una magnífica sesión de sexo, ya casi siempre en grupo de tres o cuatro amigos, y yo.
Mientras tanto, Álvaro seguía impertérrito en su pretensión de que follásemos cuanto antes, pero le seguía dando largas argumentando la tan manida virginidad.
Con eso se fue acercando la salida para Roma, hasta hacerse ya prácticamente inmediata.
Como miembro activo de mi comunidad y futura catequista, era habitual mi asistencia a las charlas enfocadas a mantener nuestra pureza, charlas con títulos tan pintorescos como “amor fecundo”, “la experiencia del dolor” o mis favoritas, las charlas anti condón. Al final todas las charlas redundaban en dos ideas básicas y fundamentales. Nada de sexo hasta el matrimonio y, una vez dentro del vínculo conyugal sexo encaminado a la procreación, sin la utilización de ningún método anticonceptivo; en caso de no ser deseada la procreación, emplear únicamente los métodos naturales de días no fértiles, o la abstinencia sexual.
Aunque no todo era negativo. Tanta dedicación a don Severino tuvo su recompensa en forma de viaje, programado para los miembros jóvenes más implicados de la Obra, unas treinta personas, entre chicas y chicos; eso sí, el destino fue de lo más apropiado: el Vaticano y Roma. Un viaje enfocado a reforzar las creencias de todos nosotros, afirmando dentro del grupo el compromiso con nuestra Fe. Yo estaba bastante ilusionada, y más cuando me enteré que viajaría sola, por lo que mi libertad iba a ser algo mayor, dentro de lo restrictivo que supuse que sería el viaje.
Los preparativos ya habían comenzado y aquel viaje se había convertido en un acontecimiento en casa, sobre todo para mi padre. Su hija y princesa de la casa se hacía mayor, tenía ya dieciséis años, e iba a salir por primera vez de casa, por lo que cada detalle era revisado por mamá, especialmente mi maleta; nunca olvidaré una frase de mamá.
–María, cariño, llévate sólo las braguitas negras y blancas, son más adecuadas para este viaje, decía mi mamá.
Lo que mamá no sabía, es que su niña camuflaría un tanga de color negro con encajes, que Natalia había adquirido para mí unas semanas antes en una tienda del centro. Aunque suene bobo, para una chica católica como yo, introducir esa prenda entre mis nalgas, me hacía sentir mucho más mujer y mucho más femenina.
Por supuesto, en mi maleta no viajaba ninguna prenda escotada que pudiera resaltar mi por entonces talla 85, todo lo contrario. Mis sujetadores eran reductores, y mi única opción era vestir camisas y desabotonar más botones de la cuenta, pero solo cuando estaba lejos de las miradas de mi familia.
Mi hermana Esther consiguió un resquicio entre tanto preparativo para tener una charla “de chicas” conmigo. Inmediatamente me dijo que aprovechase la ocasión y tuviese todas las aventuras que pudiera y que, lógicamente, se las contase a mi vuelta. No le pregunté cómo iban sus “amoríos”, pero a través de Natalia tenía noticias de que Esther andaba algo liada con un jovencito de diecisiete años, con el que al parecer hacían algo más que “manitas”. Al parecer, Nerea, la hermana pequeña de Natalia, y Esther, junto con sus respectivas medias naranjas habían constituido una especie de dobles parejas de póker, en las que el sexo era una parte importante de su relación. Prácticamente sin decírmelo abiertamente, me dio a entender que el virgo de Esther habría pasado a ser parte del pasado desde hacía unos meses.
Con Sara, que andaba ya por los trece recién cumplidos, todo se limitó a unos besitos cariñosos y la petición de que la trajese algún recuerdo de mi viaje. Sara parecía más reposada que Esther, a pesar de que por ella yo sabía que Sara también se masturbaba. Pero no sabía nada más de ella.
En fin, el día llegó, y tuvimos que madrugar mucho, porque el vuelo estaba previsto muy temprano. Mis padres me acompañaron en un autobús que contrató la parroquia, hasta la terminal del aeropuerto de Madrid, donde nos juntaríamos con los jóvenes del resto de ciudades, para partir hacia Italia. Yo vestía bastante discreta, en vaqueros y una sudadera bastante juvenil; todo al gusto de mis papis.
Allí estaba esperándonos Pedro, el responsable encargado del viaje; por tanto quien debía cuidarme y ocuparse de mí, al ser yo por entonces menor de edad. Pedro era en aquella época un chico de unos veinticinco años, que gozaba de la mejor imagen y se ocupaba de la logística del viaje, ya que su familia era de las más poderosas dentro de la orden; ya había organizado viajes para otros grupos de jóvenes católicos, y siempre resultaron todo un éxito; era más alto que yo, moreno, y algo musculado, pero vestía de forma holgada y anodina, dando muy bien el prototipo de chico de iglesia.
Por ello, ese chico tenía la total confianza de mis padres. Además, era el elegido por la Iglesia y eso era definitivo.
– Pedro, dejamos nuestro mayor tesoro en tus manos, cuida mucho a María, -le encargó mi madre.
– No se preocupen, no me separaré de ella, -mientras yo le daba un sonoro beso en la mejilla a mamá.
Tras esta promesa, Pedro apremió a todos para que nos diéramos prisa, por lo que sin tiempo para más, me despedí de mis progenitores para embarcar con toda ilusión con dirección a Roma.
Mientras ocupábamos nuestras plazas, Pedro me anunció que iba a estar sentada junto a él. Para mí fue un alivio, pues sinceramente tenía mejor relación con los chicos del grupo que con las chicas.
Despegamos, y Pedro no dejaba de hablar conmigo, sentado a mi lado. –Se estaba tomando muy en serio el mandato de cuidarme que le había encargado mi mamá.
A pesar de la corta duración del vuelo, Pedro tuvo tiempo para conocer mucho sobre mí. La verdad, todo aquello estaba estrechando nuestra relación, con mi consiguiente aumento de confianza en él.
Pedro poco a poco dejó atrás el tema de los estudios, de cómo me encontraba en casa y empezó a indagar en temas más íntimos, a lo que yo no ponía ninguna pega, y contestaba con total sinceridad, fruto de mi ¿ingenuidad? Ya pensaba en que quizá se me insinuase y, si lo hacía, no lo iba a desdeñar. Se la mamaría. Seguro.
– Bueno María, una chica tan guapa como tú… tendrá mucho éxito entre los chicos, ¿tienes novio? ¿Ligas mucho?
– Jajaja, ya sabes que en un cole de chicas es difícil ligar, -le dije, bromista.
– ¡Venga María!, que yo no soy como tus padres; en mí puedes confiar.
– Bueno, sí, mentiría si te dijese que los chicos no se fijan en mí.
– Y… ¿has intimado con ellos?
– Pedro, no temas, mi virginidad sigue intacta.
– No seas ingenua María, ¿qué te crees, que a mí no me gustáis las chicas? Pero también sigo siendo virgen. Es compatible.
Fue la voz de la azafata, anunciándonos nuestra inminente llegada a Roma, lo que interrumpió tan grata conversación.
El arribo a Roma transcurrió normal, aunque he de confesar que la insistencia de Pedro en conocerme me había encantado, y hasta había hecho con su interés que me sintiera también interesada en él. Que me sintiera más mujer, diría yo.
La organización religiosa había previsto para nosotros la estancia en una especie de albergue juvenil, con habitaciones para cuatro, con dos literas; cómo era lógico a mí me tocó compartirla con otras tres chicas, -algo bastante aburrido para mí pues apenas las conocía-, pero que asumí de manera cordial hacia ellas.
Era media mañana cuando después de instalarnos en las habitaciones, nos anunciaron que en media hora debíamos estar listas para nuestra visita al Vaticano. Esa visita era la más ilusionante de todas, pues podríamos ver al Papa saludarnos desde su ventana.
Yo pensaba emplear esa media hora para cambiarme de ropa; quería mostrarme más mujer ante Pedro, aprovechando la ausencia de la mirada de mis padres, por lo que rápidamente entré en el baño, me puse por fin el tanga negro, -que tan bien había escondido en mi maleta-, me embutí en un pantalón blanco, de talle alto, que era como mi segunda piel, y que permitía lucir mi culo como nunca antes lo había mostrado; ese pantalón ayudaba a hacerlo muy respingón, y la ausencia de mis braguitas ayudaba a que lo luciera sin ninguna de esas marcas que delatan las costuras. Otro hecho que colaboró a hacer mi figura espectacular, fue calzarme unas bonitas cuñas, dejando mis zapatillas planas en la maleta.
Para la parte superior aun no me atreví demasiado; me puse una bonita camisa de color rojo que abotoné sin dejar rastro de mis preciosas tetas, agrupé mi melena en un coqueto recogido y ya estaba lista para pasar el día por Roma, sintiéndome más guapa que nunca.
El día avanzó con gran emoción, pues pudimos ver a nuestro Pontífice en su ventana en la plaza central de la basílica de San Pedro, rezamos y visitamos toda la ciudad del Vaticano. Yo pasaba muy desapercibida entre mi grupo, muy discreta y formal.
Comimos unos bocatas que compramos por allí y no fue hasta la conclusión de la visita, a media tarde, cuando volví a tener contacto directo con Pedro, en el momento de nuestro retorno al albergue.
Noté cómo su brazo se posaba de manera amistosa en mi hombro.
– ¿Qué tal María? ¿Te ha gustado la experiencia?
– Uff, ya lo creo. Ha sido impresionante. Me ha emocionado mucho.
Pedro dejó enseguida muy claro que durante la mañana había estado pensando en mí. Mientras caminaba a mi lado de forma discreta, -nadie del grupo hubiera podido enterarse-, siguió.
– He pensado en lo que hemos hablado en el avión; la verdad es que la conversación se quedó en lo mejor. Por tus gestos, creo que ya has estado con chicos y, oye, que no lo veo mal, eh, todo lo contrario.
– Sí, he estado con chicos, pero de lo que hice con alguno de ellos me arrepiento muchísimo, –le confesé, temerosa.
– Venga, va María, no exageres ¿tan grave fue?
Pedro me había dado la suficiente confianza como para confesárselo sin temor a ninguna represalia; hasta creí que me vendría bien soltárselo a alguien, así que lo hice.
– Pedro, son felaciones, les hago felaciones, -mostrándome compungida.
– Pero María, no seas boba, ¿sólo has hecho eso?
– Bueno, eso y algunos tocamientos en zonas digamos… sensibles.
– No seas timorata. Si solo ha sido eso no es algo importante; si no ha habido penetración, claro.
– ¿Lo dices en serio? Yo lo considero como algo muy grave. -Mi asombro era mayúsculo.
– María; eres una chica muy atractiva, es normal que los chicos se te acerquen, ¿sabes por qué son vírgenes casi todas esas chicas? Porque no son tan guapas como tú, -me dijo en un tono muy sugerente, mientras caminábamos-. Es que ellas no han tenido las oportunidades que habrás tenido tú para dejar de serlo, y lo sigues siendo. Casi todas ellas habrían sucumbido a la tentación. Tú no, María; tú la has resistido y solo les has hecho felaciones. Míralo así. Es un pequeño triunfo de tu virtud.
– Me vas a sonrojar, Pedro -mi blanca sonrisa no podría ser más radiante: ¡un chico mayor que yo me estaba piropeando, y aprobaba mi conducta!
– Veamos, tú disfrutas haciéndolas, ¿verdad?
– Me encanta.
– Tus felaciones deben ser una delicia, -dijo Pedro-, con una mirada de deseo que aún recuerdo nítidamente.
Fue entonces cuando sentí cómo Pedro, sonriéndome, me pasaba la mano por mi espalda, posándola en la cintura, aunque no pasaron ni diez segundos cuando empezó a bajar, hasta posarla en una de mis nalgas.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Siendo yo incapaz de reprocharle nada, seguí caminando, mirándolo risueña, con la mano de Pedro posada en mi culo, sobre mi pantalón blanco.
Poco a poco veía cómo el grupo estaba cada vez más lejos, pero no estaba para nada preocupada; estaba con Pedro paseando por las calles de Roma, bien agarrada por mi culo, con la mano de Pedro cada vez más curiosa tratando de constatar su consistencia; su mano ya amasaba mi culo de manera muy apreciable.
Fue cuando estábamos cruzando el río Tíber por uno de los puentes cercanos al Vaticano, cuando Pedro me apartó contra la barandilla del puente y allí, aprisionándome contra ella, acercó su boca a la mía, y me besó, entrando su lengua rápidamente dentro de mi boca. Estaba siendo el beso más apasionado que jamás me habían dado, mientras su mano inspeccionaba entre mis dos nalgas de forma insistente.
Sin soltar con sus dos manos mis nalgas, paró el beso y me miró a los ojos
– ¡Joder! María, ¡eres guapísima!
Aquella confesión fue demasiado, por lo que entonces fui yo la que me abalancé sobre él, y comencé a besarlo como nunca antes lo había hecho, con la sorpresa de notar sobre mi vientre su polla muy erecta, que se clavaba en mí, hecho que erizó mi piel y humedeció mi sexo.
Pasaron varios minutos mientras nos besábamos, -como si de dos amantes se tratase-, en uno de los bellos puentes de Roma. Todo parecía muy romántico, hasta que Pedro paró el beso para hacerme una propuesta muy sugerente.
– María, por favor… tienes que hacerme eso que haces a los chicos y tanto te gusta.
Me quedé paralizada ante tal propuesta, mientras un escalofrió recorría mi vientre.
– Pero, Pedro, ¿Cómo vamos a hacer eso? Tú y yo…
– Sí, claro; tú y yo, jeje, ¿o quieres más gente? Yo lo estoy deseando. ¿No lo deseas tú también?
– No me refiero a eso, sólo que no se… esto no les gustaría a mis padres.
– María, cariño, deja de pensar en tus padres, estamos a miles de kilómetros de ellos, tú sólo piensa en esto, -fue entonces cuando agarró mi mano derecha y la posó sobre su paquete.
Aquello derrumbó la poca consistencia de mis barreras morales.
Jamás pensé en casa antes de salir de viaje que durante mi estancia en Roma podría “degustar” alguna polla. Me había hecho a la idea de que esa especie de abstinencia podría ser como una especie de ofrenda a la Virgen, como un modo de desagravio por todas mis infidelidades, cada vez que mamaba una polla. Pensaba que me vendría bien esa cura de pureza. Y, además, yo no solía mamar la polla a un chico en la primera salida. Siempre me hacía de rogar y lo dejaba para la tercera o cuarta. Pero, -claro, me dije-, es casi seguro de que a Pedro no le vuelva a ver cuando acabe este viaje. No tendré una nueva oportunidad. Debe ser ahora o nunca. Eso lo pensé en mucho menos de lo que se tarda en escribirlo.
Pero en el momento en que la mano de Pedro tomó la mía y la acercó a su entrepierna para que pudiese sentir su polla bajo el pantalón, todos los demonios se desataron en mi interior, invadieron mi pensamiento y se trasladaron de ahí a mi vagina que, obediente a los impulsos neuronales recibidos de mi cerebro, se puso de inmediato a segregar el flujo necesario para lubricarse. Mi mano allí plantada no se movió; es más, se afirmó y se movió ligeramente, deseando tomar conciencia del tamaño de la polla que intentaba palpar. La sentía palpitar; me pareció que era gordita y que su calor se irradiaba a través del pantalón; así que antes de dar mi siguiente respuesta, mi lascivia primero y mi lujuria después ya habían decidido por mí. Y es que ya no era capaz de pensar en otra cosa que no fuera en mí, en que me moría de ganas de llevarme a la boca esa polla que aún permanecía oculta.
– Pedro, claro que lo deseo, y mucho, pero no tenemos un sitio donde hacerlo ni nada.
– Podríamos hacerlo en mi habitación… -me miró con mirada sugerente.
Yo sabía que las habitaciones eran compartidas, pero era mi entrepierna la que hablaba por mí, notando cómo su polla estaba en semejante erección por mí.
– Pero Pedro, tu habitación estará compartida con otros tres chicos.
– Eso déjamelo a mí; lo solucionaré. Tranquila, después de cenar te espero en la habitación 127.
Pedro acarició mi pelo mientras me miraba con cara de deseo. Entonces acabó definitivamente con todas mis reservas y excusas, volviendo a devorar mi boca. Y así, entre beso y beso, morreo y morreo, apretamos el paso para poder alcanzar al grupo.
La noche caía sobre Roma, y yo jamás hubiera imaginado que aquel viaje tan “casto”, fuera a convertirse en el más excitante de mi vida. Teníamos que volver con el grupo y disimular lo cachondos que estábamos; un hecho ayudó a ello, la llamada de mamá para saber si su princesita se estaba portando bien. Ella no podía ni imaginar que su niña iba a cambiar los rezos antes de dormir por unas actividades mucho más excitantes.
Cuando volvimos al grupo todo siguió su curso con normalidad, aunque mi tranquilidad nunca fue completa, imaginando lo que estaba por suceder, pero fue Pedro el que, por lo que me dijo, más había pensado en esto. Aprovechando la cena me comentó.
– María, mientras venía a cenar he recapacitado sobre lo nuestro. No quiero que te escandalices, pero te voy a proponer un plan mucho más excitante para ti… a ver, he pensado que, ya que te gusta tanto hacer felaciones, igual te gustaría venirte esta noche a nuestra habitación… sin que nadie tenga que abandonarla. Tendrías cuatro pollas para ti. Estoy seguro de que a todos nos encantará que nos la mames.
Me quedé paralizada, jamás me habían hecho una proposición así, no sabía si morirme de morbo o darle una bofetada a Pedro. Recordé que a lo más que había que había llegado era a estar con don Severino y un par de amigos suyos; pero esto era muy diferente. Iban a ser cuatro pollas y de cuatro chicos jóvenes, no como las anteriores, que podría decirse que eran de maduros… alguno ya casi pasado. Y ese pensamiento se trasladó a mi rostro, que enrojeció. Pedro se dio cuenta de ello.
– Tranquila María, no me contestes ahora, piénsalo mientras cenas, ni que decir tiene que lo que suceda esta noche no saldrá de esa habitación, y que, por supuesto, no harás nada que no quieras hacer. Ninguno te obligaremos a nada.
Pedro se marchó a cenar con sus compañeros de cuarto, dejándome sumida en una duda brutal. No fui capaz de cenar casi nada, solo pensaba en qué respondería a esa proposición. Por un lado, apenas conocía a esos chicos, aunque me parecían atractivos, católicos, todos con buena imagen.
Pero no, no eran suficientes argumentos. Estaba loca por hacerlo, aquella proposición me estaba quemando por dentro y ningún pensamiento católico era tan fuerte como mis ganas por ¡¡¡COMERME ESAS CUATRO POLLAS!!!
Rápidamente salí del comedor y fui a mi habitación. Decidí echar más leña al fuego, dejando que mis tetas cobraran mayor protagonismo, por lo que me quité el sostén y volví a abrochar de nuevo mi camisa, esta vez con un par de botones menos, lo que dejó una abertura bastante sensual, por no hablar de cómo se marcaban mis pezones en la tensa tela de la camisa; también solté mi bella melena, haciéndome aún más mujer.
Estaba muy cachonda; como jamás lo había estado antes. Decidida a meterme en esa habitación, -que podía cambiar mi vida para siempre-, me dispuse a salir de mi cuarto y rondar cerca de la 127, a la espera de la llegada de Pedro.
Cuando Pedro me vio en la puerta de su habitación, supo que me tenía en su mano, aunque quiso tratarme con ternura, y no forzarme a nada. Susurrándome en el angosto pasillo, me preguntó de nuevo.
– María, he pensado en lo que te he propuesto; quizás sea demasiado para una niña como tú; si quieres nos vamos tú y yo a un sitio tranquilo, los dos solos.
Yo la verdad es que estaba decidida, y me apetecía mucho hacerlo, pero Pedro creo que en ese momento estaba arrepentido; podría haberme disfrutado él solo y ahora esperaba mi decisión para saber si yo aceptaba ser compartida.
– Yo ya estaba casi decidida Pedro, -le sonreí de forma morbosa.
Pedro rápidamente cambió su gesto, devolviéndome mi sonrisa morbosa.
– ¿Ah, sí? y yo pensando que eras una niña, entonces… ¿sí?
Ya no había dudas, tenía que tomar la decisión más morbosa de mi corta vida; aunque esa decisión hacía ya muchos minutos que estaba tomada. Mi cabeza no tardó en moverse, inclinándose hacia adelante en señal de afirmación, para pronunciar un tierno y entrecortado s s sí, tremolando mi barbilla, mientras mis cautivadores ojos azules se clavaban en los de Pedro.
– S… s… sí, Pedro. Lo haré con los cuatro.
– Lo pasaremos genial, -sonriendo con aprobación-, justo antes de darme un tierno piquito. Tú, tranquila, solo tienes que hacer lo mismo que les haces a tus amiguitos. Pedro me abrazó y volvió a sobar mi culo un instante.
– ¿Se lo has contado ya a ellos? –mostrándome algo preocupada.
– Sí, aunque te advierto que no se lo han creído, se les va a quedar la cara de piedra cuando te vean entrar, -me confesó Pedro, divertido.
– Entonces… ¿va a ser ahí, en tu habitación? con la mirada aun clavada en sus ojos.
– Sí, María, ahí tendremos toda la intimidad del mundo.
Pedro volvió a devorar mi boca con la suya, y apretó mi culo con su mano, aprisionándome en el estrecho pasillo, beso y magreo que duró un par de minutos.
– María, ¿entramos dentro? Así lo dejamos todo fijado para después del rezo de la noche, ¿te parece? Ellos están dentro, esperando impacientes tu decisión.
Asentí con mi cabeza, poniéndose rápidamente Pedro en marcha, de nuevo agarrado a mi culo, hasta que llegamos a la puerta de la habitación. Entonces Pedro me miró, infundiéndome tranquilidad con su mirada, llamó a la puerta abriendo rápidamente, y me empujó a entrar apretando mi culo.
Me vi en el centro de la habitación, donde había tres chicos sentados en sus respectivas literas. Solo acerté a sonreír, moviendo mi pelo, signo claro de mi nerviosismo, hasta que Pedro tomó la palabra.
– Os presento a María. Como os conté, está dispuesta a pasar una noche morbosa con nosotros.
Los chicos se quedaron perplejos, mirándome como si miraran a un fantasma.
Yo estaba como avergonzada, con la mirada baja dirigida a Pedro, que era el que tenía que moderar todo aquello, por lo que volvió a tomar la palabra dirigiéndose a ellos.
– Ya sabéis que nada puede salir de esta habitación, así que el que quiera salir y no participar en esto puede hacerlo ahora.
Solo un chico levantó la mano como queriendo decir algo. Miguel, que era el más joven, aunque a pesar de ello era dos años mayor que yo, y que se notaba más influenciado por las creencias religiosas.
– Yo no quiero participar activamente, pero me gustaría mirar. ¿Puedo hacerlo?
En aquel momento todos rieron de forma audible, mofándose de él y Pedro me miró, riéndose aún.
– Si a María no le importa… por mí no hay ningún problema.
– No, a mí me da igual, –respondí, contagiándome de su risa.
Otro de los chicos, un atractivo rubio, mirándome de arriba abajo, como si de su presa se tratase, alegó.
– Pero María, ¿qué premio tiene el último que aguante sin correrse? Esbozando una sonrisa maliciosa.
Esa pregunta creó un silencio incómodo en la habitación.
Miré a Pedro y lo noté como si estuviera molesto; el asunto se le había ido de las manos y parecía arrepentido de haberme propuesto compartir con ellos lo que en principio era una felación particular. Pero yo no parecía dispuesta a pararlo.
– Sí, joder, no me miréis así. Ya que a María le apetece jugar, juguemos hasta el final. Yo propongo que quien se corra el último, se queda a la chica y la habitación libre durante un par de horas, propuso aquel atractivo rubio, llamado Ivan.
Fui incapaz de replicar nada mientras me subastaban. Siendo sincera, sentí mucho morbo; me gustaba la idea de convertirme en “trofeo” para aquellos chicos. Que compitieran por mí me hizo sentirme muy importante. Y más mujer.
Pedro cada vez parecía estar más arrepentido, y el silencio se hizo muy denso, se diría que podía cortarse; tanto, que Iker intervino de nuevo para suavizar su propuesta.
– No me malinterpretéis. Por supuesto en esas dos horas no sucederá nada que María no quiera, solo se trata de un juego. Dos horas con María será como el premio para el vencedor.
Ivan me guiñó un ojo, a lo que yo solo pude contestarle con una sonrisa. Reconozco que aquel chico era el que más atractivo me parecía, no solo por su físico, -que también-, sino porque parecía el más seguro y atrevido de todos.
Pedro seguía con su gesto cada vez más hosco y enfadado. Creo que Iker era el único que le plantaba cara en aquellos viajes y actividades, y ahora me había puesto a su alcance muy torpemente. Volvió a intervenir Ivan.
– Vamos Pedro, deja que María diga qué le parece. Dale la oportunidad de que sea ella la que decida.
Pedro me miró, esperando mi respuesta. Yo estaba en pie en medio de la habitación, con mi carita de niña buena, que tan bien se me da poner en el momento adecuado. Creo que Pedro pensó por un momento que me iba a negar. La verdad es que yo no lo tenía muy claro, pero llegada a ese punto decidí no cerrarme puertas: el trato era hacer lo que yo quisiera en esas dos horas, por lo que me sentí segura. Me consideré capaz de controlar esa situación.
– Acepto el juego, afirmándolo sin evitar sonreírles todo lo pícaramente que pude.
Noté un gesto de decepción en Pedro, que rápidamente quiso zanjar el tema, al menos públicamente.
– ¡Vamos al rezo! ya nos estarán esperando.
Los tres chicos salieron para dirigirse a la sala del rezo nocturno, pero Pedro me impidió salir.
– María, estás un poco loca eh, ¿por qué has aceptado? ¿Sabes a lo que te estás exponiendo?
– No pasa nada Pedro, solo es un juego, la única condición es que no haré nada que no quiera. No te preocupes.
– Al menos intenta que el último en correrse sea yo… sugirió, mirándome pícaramente.
– Eso dependerá de ti, Pedro, de lo que aguantes. Soy muy buena mamadora, le sonreí. A mí sí me gustaría que ganases tú, mientras le sonreía seductoramente.
Los dos nos dirigimos hacia la sala, que ya estaba casi llena de gente, yo me integré en mi grupo y Pedro se fue al centro para dirigir el rezo. Mientras me colocaba escuché el susurro más morboso de mi vida; provenía de Ivan.
– Esta noche dormirás conmigo, bonita.
No hizo falta ni mirarlo para que ese susurro me removiera por dentro mientras el rezo comenzaba. Sabía que al final de ese rezo estaría una de las experiencias más morbosas de mi vida. Y la esperaba con expectación y ansiedad.
Aún no había hecho nada y ya imploraba a Dios para que me perdonara. Cerraba los ojos y veía a mis papis, imaginando qué pensarían de su hija, de la niña bien educada y católica. Me acordé de Raúl, la primera polla que mamé, otras muchas de las que siguieron; la de Don Leandro, la de don Severino y las de algunos de sus “invitados”, únicas pollas de adulto que había mamado, además de la de Álvaro, mi novio. Bien mirado, eran muchas pollas las que habían visitado mi boca; tantas, que ninguno de los cuatro se podrían imaginar su número.
Todas las mamé de una en una, en su momento y con sus especiales circunstancias, pero esta vez iba a ser muy diferente. Me iba a encerrar con cuatro personas adultas, no maduras, pero sí adultas y tenía que dar a placer a todos.
Me veía capaz de hacerlo y estaba ansiosa por comenzar, pero tenía mucho miedo, casi pánico, a que fuéramos descubiertos, vaya usted a saber por qué razón. Solo pensar eso me atenazaba y me llenaba de temor, pues mi vida se arruinaría para siempre. Todo eso pasó por mi mente mientras se desgranaban los rezos, a los que respondía mecánicamente y entre dientes, con las jaculatorias apropiadas en cada momento.
La verdad es que no presté la más mínima atención a las lecturas y a los salmos, que es lo que el momento requería, pero mis deseos morbosos eran los más fuertes en mi cuerpo y en mi pensamiento y ganaron la batalla. Ya me imaginaba arrodillada en esa habitación, y no precisamente para rezar.
Estaba en esas elucubraciones y fantasías cuando se escuchó un AMÉN colectivo.
Entonces me di cuenta de que el rezo había concluido.
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