Me llamo Marúa y ¿Soy puta?
Actualmente trabajo como abogada en el sector financiero. Formo parte del equipo jurídico de una entidad de primerísimo nivel, que estudia y redacta acuerdos de fusiones y concentraciones bancarias, nacionales e internacionales. Pero no siempre ha si.
AVISO PREVIO A LA LECTURA
El autor hace constar que está abiertamente en contra de todo tipo de violación, violencia física, explotación de la mujer, sexo no consentido, uso de drogas para doblegar voluntades, y todo lo que suponga actuar en contra del libre albedrío de cualquier individuo, hombre o mujer, y, por supuesto, en los casos en que se ejerce contra menores de edad, cualquiera que sea su sexo. Y que tampoco pretende hacer apología de ninguna de esas conductas ni de ninguna otra que suponga contravenir las leyes establecidas.
Sin embargo, al igual que un autor, en el uso de su libertad de expresión y creatividad literaria, puede concebir una obra del tipo de la llamada “novela negra” en la que se relaten y describan asesinatos y otro tipo de delitos, sin que ello signifique que los aprueba ni los propugna, ni pretende hacer apología de ellos, en este caso me permito escribir una historia sobre determinado tipo de conductas que se describen en esta obra, porque son acontecimientos que en mayor o menor grado se están produciendo.
Todos los personajes y circunstancias que concurren en esta historia novelada son pura ficción, fruto única y exclusivamente de la imaginación del autor, y cualquier similitud con personajes o hechos reales será una mera coincidencia.
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ME LLAMO MARIA Y ¿SOY PUTA?
Me llamo María; ¿Soy una puta zorra? Este es mi currículo.
Actualmente trabajo como abogada en el sector financiero. Formo parte del equipo jurídico de una entidad de primerísimo nivel, que estudia y redacta acuerdos de fusiones y concentraciones bancarias, nacionales e internacionales. Pero no siempre ha sido así…
Prólogo
Un año, no importa cuántos hace ya, mi familia no pudo celebrar la cena de Nochebuena, ni mis padres pudieron asistir a la tradicional Misa del Gallo, tal como la liturgia católica prescribe, a pesar de que ellos pertenecen a una de las más rancias, acrisoladas y ortodoxas órdenes seculares del catolicismo, que no es preciso que nombre. La causa fue que en plena tarde de un 24 de Diciembre mi madre se puso de parto, fue trasladada a una maternidad y en plena Nochebuena mis ojos se abrieron a la vida. Era la primogénita de una recién formada familia. Tras de mi llegaron otras tres niñas.
Nací en el seno de una familia de raíces profundamente católicas. No solo por bautismo; sino de pensamiento, palabra y obra. A ella pertenecían mis progenitores. Sobre todo, mi padre. Mi madre, como buena esposa, se subordinaba y le acompañaba y apoyaba en todas sus decisiones. Mi padre era un patriarca genuino. Y en tal condición nada le era discutido; su palabra era ley en el seno de la familia. Y sus decisiones eran órdenes para todos, esposa incluida.
Mi padre es el claro ejemplo de que un sentimiento religioso, llevado al límite, se puede convertir en el único pilar en el que una persona basa sus decisiones, sean en el ámbito que sean. La religión lo es todo para él. Ante la religión todo deja de tener importancia. Hasta la familia, si fuera necesario. La religión y la estricta observancia de sus normas de conducta son para él algo básico, fundamental, único. Está por encima de cualquier situación personal o circunstancia. Todo debe estar supeditado a ella y nada que se aparte de ella debe ser realizado. La religión es el origen y fin de su vida; todos sus actos deben ser coherentes con ella y adecuarse a sus normas. En su caso, evidentemente, la religión es la católica. La única verdadera. A su doctrina y jerarquía está fiel y voluntariamente sometido. En términos absolutos. Y esa visión, como es natural, es la que imperaba en nuestra familia desde el mismo momento en que se fundó a través del matrimonio de mis padres.
Mi madre se casó jovencísima, apenas cumplidos los 18 años. Mi padre ya tenía 32 y fue su único novio. Llegó virgen e impoluta al matrimonio, sin conocimiento alguno de lo que es el sexo; ni siquiera el sexo que le proporcionase autosatisfacción.
Mi madre también es religiosa; pero se lo toma todo con un poco más de tranquilidad. Es observadora de los preceptos y suele estar de acuerdo con la casi totalidad de las directrices de la jerarquía eclesiástica, pero es mucho menos radical que mi padre. Sin dejar de ser muy católica, es algo digamos… flexible, comprensiva.
David y Ana, mis padres, se casaron en un mes de Marzo y mi padre “hizo diana” en los primeros intentos, de forma que en las primeras horas del 25 de Diciembre de ese mismo año, nací yo.
Nací predestinada a ser un ángel, o una princesa. Para eso vine al mundo en una pequeña ciudad, cercana a Madrid. Sin embargo, la vida es como es y da muchas vueltas; y las da para todos, sea cual sea su origen, su linaje, o las expectativas que se hayan depositado en ellos. Pero yo no soy nada de aquello para lo que estaba predestinada. Una muestra más de la falibilidad de las teorías de la predestinación.
Pero, si no soy ángel ni princesa, ¿Qué es lo que soy ahora?
Eso es lo que me he preguntado durante años. ¿Qué soy?
Ni yo misma lo sé. Me sigo debatiendo entre dos mundos opuestos. Solo sé que estoy contenta con lo que soy ahora, que no me arrepiento de cómo he llegado hasta aquí y que no cambiaría nada de mi currículo. Si sentís curiosidad, leedme; conoced mi historia y sacad vuestras propias conclusiones.
Mi infancia
Crecí cuidada amorosamente por mi familia e instruida en el seno de la religión católica. Esa religión que mis padres profesan tan intensamente. No carecí de nada que una chiquilla pudiera necesitar o desear. Cualquier deseo era satisfecho por ellos de forma inmediata. Jamás me negaron un capricho.
Fui educada en el mejor colegio de mi ciudad, privado y católico, por supuesto, participando activamente junto a mi familia en todas las actividades litúrgicas que tenían lugar en nuestra parroquia a lo largo del año eclesiástico.
Tras ni nacimiento, con poco más de un año de intervalo, casi seguidas, nacieron Esther y Sara. Ruth llegó a completar la familia bastantes años después.
Durante la niñez nos criaron en la más estricta observancia de esos diez mágicos mandamientos; si cumplíamos los diez se nos prometía la felicidad y la vida eterna. Siempre acudíamos con nuestros padres a la misa y a todas las demás festividades y ceremonias religiosas, aunque a veces nos aburríamos como ostras; pero nuestro deber era seguir su ejemplo. Y así nos lo repetían machaconamente.
Crecimos felices y contentas en un hogar sin problemas de ningún tipo. Mi padre es un destacado internista, socio propietario del principal hospital privado de la provincia. En la familia la economía era desahogada, por lo que vivíamos en una zona residencial de alto nivel, en un hermoso chalet con jardín y piscina. Mis padres eran socios del Club más exclusivo de la ciudad. Nosotras éramos sus niñas mimadas, sus princesitas. Ese era mi entorno familiar. El núcleo de mis conocidos estaba referido a las compañeras de colegio y sus padres, la mayoría de ellos tan religiosos como los míos. Ellos y las amigas de mi mamá, que casi todas eran de las que participaban en los distintos actos de piedad de la parroquia.
Me centraré ahora en mí; en mi crecimiento y mi desarrollo corporal, intelectual y moral, sin dejar de lado aquellos episodios en los que Esther y Sara tuvieron una participación activa, bien sea directa o tangencial.
Desde muy pequeña, yo era guapa, muy guapa. Ya de muy niña mis preciosos ojos, de un azul intenso, y mi pelo castaño claro, en forma de melena, eran admirados por todos los conocidos de mis padres.
¡Qué niña más guapísima tienes! le decían a mi madre. Es un verdadero angelito. Y todos me cubrían de besos y carantoñas.
Y fui creciendo. Y conmigo crecía también mi belleza. Cada vez más. Pasaban los años y yo seguía siendo guapa, guapísima.
A los nueve años hice la Primera Comunión, tras las correspondientes catequesis impartidas por destacados miembros de la parroquia. Fue una ceremonia religiosa deslumbrante. La Catedral estaba adornada con guirnaldas de flores blancas, bancos con lacitos, también blancos, mucha música de órgano y un coro que no cesó de interpretar los correspondientes Salmos y cánticos. Y allí, en medio de todas las otras niñas, estaba yo, María, destacando por mi belleza.
Lucía un lindísimo vestido de organdí en el que mi larga melena resplandecía esplendorosa bajo una diadema de flores, por supuesto, blancas, que sujetaban un velo de tul. Mis ojos azules parecían dos luceros en mi cara, desbordando felicidad. Luego de la ceremonia hubo una maravillosa fiesta donde fui el centro de todas las atenciones y miradas de familia y de amigos y conocidos de mis padres, invitados al evento. Allí recibí multitud de regalos. Fue un día como de cuento de hadas; un maravilloso ensueño.
Mi vida continuó y transcurrieron los siguientes tres años, entre mi colegio religioso de chicas, los mimos de mamá y el orgullo de papá, que veía en mí la hija perfecta. Yo era la reina de la casa: era la princesita.
En ese tiempo, Esther y Sara también hicieron la Primera Comunión, en una ceremonia similar a la mía. También ellas estuvieron guapísimas. Sus bucles dorados eran una delicia, al igual que la luz que brillaba en sus grandes y luminosos ojos, color avellana.
Mi pre adolescencia
Daré comienzo a esta etapa de mi vida coincidiendo con el paso de la primaria a la ESO, ya que al cumplir los años en Diciembre, mi cambio de tramo educativo dio comienzo a falta de tres meses para cumplir los doce años, con lo que entré a formar parte de una clase en la que era de las más jovencita de todas.
Dejé de ser niña a caballo entre los once y los doce años, en un proceso que fue convenientemente guiado por mi madre, entrando en esa fase de pre adolescencia en que los cambios hormonales se producen a una velocidad de vértigo.
Ya era una muchachita y seguí creciendo igual de bella que siempre, si bien mi cuerpo inició el lógico proceso de evolución que me llevaría a convertirme en una adolescente de lo más apetecible. Mis senos comenzaron a desarrollarse; mi cintura y mis caderas se definieron y mis glúteos empezaron a afirmarse y endurecerse, adoptando una posición un tanto respingona, propiciado quizá por mi dedicación al atletismo, deporte que empecé a practicar.
El conjunto de esa evolución llevó a que en apenas unos meses, tuviese un cambio corporal espectacular. Al acabar ese 1º de ESO yo era una pre adolescente que apuntaba a lo que poco a poco me iría transformando. Y eso es lo que sucedió a lo largo del 2º curso de la ESO, que finiquité con unas notas brillantes y 12 años y medio.
Seguía siendo bellísima; mis ojos y mi melena no habían perdido un ápice de luminosidad y brillo, pero ahora mi cara presentaba un óvalo perfecto en el que los labios, un pelín carnosos, le conferían un aspecto arrebatador. Si a eso se añade que mi estatura se incrementó y que mis piernas eran largas y fibrosas, por el ejercicio que acumulaban en la pista de atletismo y en el club que frecuentaba con mis padres, os encontrareis con una muchacha de escasos trece años que tenía todas las cartas para ser la ganadora de cualquier concurso de belleza que se hiciera entre las muchachas de mi edad. Además porque mi desarrollo corporal era comparable al que presentaban chicas que contaban un par de años más de edad que la mía.
Mi cambio no pasó desapercibido para los chicos que siempre habían convivido en mi entorno: urbanización, parroquia, celebraciones religiosas y el Club al que mis padres acudían con asiduidad. Consecuencia: pude ver que era el centro de todas las miradas de los chicos de mi edad, y de muchos otros que me llevaban varios años. Me veía rodeada de halagos y todos revoloteaban a mi alrededor, tratando de ganarse mi atención.
Y, claro, si los chicos estaban como moscas a mi alrededor, yo también empecé a fijarme en ellos, a prestarles más atención. Y me gustaron. Desde luego, los chicos no estaban nada mal; y algunos estaban pero que muy bien, -pensaba.
Así pasé ese verano, en la compañía de mis padres, viendo cómo Esther y Sara iban creciendo, -solo les llevaba uno y dos años, respectivamente-, pero empezando a distanciarme un poco de ellas porque a esas edades dos años a veces son un mundo.
Empecé a darme cuenta de que los chicos cuchicheaban cuando pasaba cerca de ellos, en algunas de las clases extraescolares a las que asistía, o en la pista de atletismo, común para los colegios masculinos y femeninos. Aunque con vestuarios lógicamente distintos y horarios que no eran coincidentes, pero no se podía evitar que en las gradas hubiera siempre chicos, generalmente mayores que yo, esperando a sus hermanas pequeñas para recogerlas y acompañarlas a casa. Y muchos de ellos no me quitaban la vista de encima.
Al acabar las sesiones de entrenamiento y volver al vestuario y a las duchas, los comentarios de las otras chicas, sobre todo de las mayores, me fueron descubriendo un mundo que yo jamás había atisbado con anterioridad. Una palabra aquí, una frase allá, ciertas risitas y la observación, más o menos disimulada de nuestros cuerpos, me fueron abriendo la puerta a desear llevar a la práctica aquello que oía y que tanto bien, según ellas, proporcionaba a esas compañeras mayores.
Sentía los cambios que sufría mi organismo y, como no podía ser de otra manera, comencé a explorar mi cuerpo, despertando sensaciones completamente nuevas, algunas de las cuales me producían placer y satisfacción. Es cierto que nadie nace enseñado, pero también que no hace mucha falta que nos enseñen. Según para qué cosas todos tenemos latente una cierta tendencia a indagar, y buscar eso que nos gusta y nos complace. Y yo no fui una excepción.
Basada en las conversaciones que captaba atentamente acabé descubriendo el placer que me generaban unos determinados tocamientos en mis partes más íntimas. Y entonces apareció en mi vida Natalia, una saltadora de altura, que me sacaba más de 10cm de estatura y casi dos años de edad. Con ella fue con la primera que tuve la oportunidad de hablar de todas esas cosas que eran absolutamente nuevas para mí, pero muy atractivas.
Habíamos empezado el curso, -3º de ESO-, y cuando le dije que tenía casi trece años y que no tenía ni idea de qué era eso de masturbarse, se quedó de piedra.
– Pero, María, ¿En qué mundo vives? No sabes lo que te estás perdiendo.
Sus padres también frecuentaban el mismo Club que los míos, de manera que quedamos en que trataría de verme el siguiente fin de semana en el Club, y conseguiría que mis padres “abrieran” un poco la mano, -me dijo.
Así sucedió y cómo íbamos al mismo colegio, aunque Natalia un curso más avanzado que yo, y nuestras madres se conocían de participar en algunas actividades de la parroquia, mi padre transigió, a pesar de que ellos no son de la orden.
A partir de ahí, mi vida cambió por completo.
Natalia me tomó bajo su tutela y fue mi guía en el mundo de la sexualidad, tema que era tabú en mi casa. Ella fue la que me instruyó en cómo debía efectuar esos tocamientos y exploraciones de mis partes íntimas y me explicó cómo debía masturbarme.
En cuanto llegué a casa y cenamos, me encerré en mi habitación y me puse a ello con verdadera ansiedad. Me costó bastante alcanzar el primer orgasmo, porque lo hacía muy imperfectamente al principio, pero no tardé casi nada en cogerle el tranquillo, como se suele decir.
Al principio lo hacía con muchos miedos. Miedo a ser descubierta por mi madre o por alguna de mis hermanas, y miedo también porque nos decían en la iglesia que esos tocamientos eran un pecado… y de los mortales. Pero cada vez que lo hacía sentía que aquello me gustaba mucho y encontraba mucha satisfacción en hacerlo, porque llegaba a obtener placer con mucha facilidad. Mi vagina siempre estaba húmeda cuando me masturbaba y eso me permitía mojar mis dedos y facilitaba que se deslizasen con más suavidad sobre mi clítoris.
Natalia me dejó ver alguna revista porno, en la que descubrí el sexo de los hombres, y me presentó a varias amigas suyas. De ahí surgió un núcleo de amigas que permanece hasta hoy. Natalia, Carla, Lara, y Elisa. Todas ellas, más o menos, de nuestra edad.
A partir de entonces andaba por los recreos con las antenas desplegadas, dediqué más atención y escuché con mucho mayor interés las conversaciones que “pescaba” en el colegio, porque a pesar de ser religioso, el sexo era una conversación que se tenía con cierta naturalidad entre las alumnas. Así pude “captar” ciertas confesiones de las niñas mayores que yo, que hablaban de chicos y de “hacerse deditos” y de inmediato asocié los “deditos” a mis masturbaciones.
Hacerme “deditos” me gustaba mucho, sobre todo por el placer que sentí al experimentar mis primeros orgasmos. Y me los seguí haciendo. Definitivamente ya había dejado muy atrás aquella niña inocente. Entonces yo ya era muy consciente de que la masturbación era un grave pecado, un pecado de los mortales, según decían en la iglesia, pero a pesar de ello continué con esa práctica, que me volvía loca.
Periódicamente seguía confesando, pero empecé a enmascarar los pecados de sexo, limitándome a considerarlos no como actos impuros, sino solo como “pensamientos impuros”. Me daba verdadera vergüenza admitir esos tocamientos que me producían tanta satisfacción. Eso era un pecado demasiado gordo y me daba mucho miedo confesarlo. Así estaba de abducida por las creencias de mis padres.
Así fueron pasando los meses y el curso tocó a su fin.
A mis trece años largos, los pensamientos impuros ya no me asaltaban ocasionalmente; ya me tenían dominada. Masturbarme era una práctica habitual, diaria. Había perdido todo el miedo y solo quería experimentar distintas formas de tocarme, buscando obtener cada vez un mayor placer.
Aquella niña inocente, casta, pura, que iba para angelito ya había perdido sus alas. Estaba muy pegada al suelo. Las alas angelicales no se desarrollaron y como sustitutas hicieron su aparición las hormonas, y ¡qué hormonas! Debían ser herencia de algún cabecilla insurgente latinoamericano, porque estaban en completa y permanente ebullición. Revolucionadísimas.
Fue entonces cuando mi madre nos dijo a las tres que nos preparásemos para recibir a un hermanito. Fue Ruth, que nació a poco de empezar el curso.
Meses antes de cumplir los catorce años, al comenzar 3º de ESO vivía ya completamente obsesionada por mis masturbaciones, deseando conocer cuánto antes todo aquello que tuviera algo que ver con el sexo. Para mí el sexo se había convertido en una especie de imán. Una gran fuerza que ejercía sobre mí una atracción a la que me resultaba absolutamente imposible resistirme.
Consecuencia de ello fueron mis primeros e -¿inocentes?- rozamientos con los chicos, o de ellos conmigo; y algún besito robado, -eso creían ellos-, porque yo no hacía otra cosa que facilitarlo, eso sí, muy disimuladamente. Lo hacía donde podía; en algún parque, o buscando zonas propicias con poco tránsito de personas, donde no nos vería casi nadie.
Ya no quedaba nada de la niña que fui; me había transformado por completo. Hice eclosión y como si fuera una larva que saliera de su capullo, una vez cumplida la metamorfosis, emergí como una mariposa. Una mariposa bellísima, en forma de adorable jovencita, donde a mis atributos de niña: mis ojos azules, límpidos y transparentes y mi larga melena castaña, se unió una cara, ahora, sí, angelical. Una carita de niña buena, de niña dulce, adorable, con unos labios carnosos, que daban ganas de, literalmente, comérselos, y un cuerpo de verdadero escándalo para mi edad.
Eso hizo que me distanciara un poco más de Esther y de Sara. Ellas solo tenían doce y once años y seguía siendo, casi literalmente, unas niñas. Así que mi mundo comenzó a distanciarse del suyo paulatinamente. Luego, pasados unos años volvería a encontrarse. Ya lo veremos.
Y a partir de aquí me adentré en un nuevo camino. Aquel que tanto deseaba explorar.
Mi adolescencia
Yo ya había empezado eso que se podría denominar como tontear con los chicos. Algún besito, algún toqueteo, algún amago de algo más, por parte de ellos, que yo cortaba de forma radical. Lo más normal para una chiquilla de casi catorce años. Con uno de ellos tenía unos contactos más frecuentes que con los demás. Se llamaba Raúl.
Así que un buen día y digo bien lo de “buen día” dio comienzo una nueva etapa en la vida de aquel otrora “angelito”. En realidad, sucedió una buena tarde. Fue poco antes de comenzar la primavera.
Todo empezó a la salida de una clase extraescolar, que terminó bastante antes de lo previsto.
Aquel chico, más avispado o más audaz, fue un pelín más allá de lo que hasta entonces nos habíamos permitido, que no era otra cosa que besitos, -a veces tímidamente con algo de lengua-, y tocamientos superficiales. Esa tarde profundizamos un poco más.
Desde el colegio a nuestra casa teníamos que pasar por un parque, en el que a veces nos sentábamos a charlar.
Yo iba vestida con el uniforme de mi colegio religioso. Un uniforme que constaba de jersey rojo, con su escudo, camisa blanca, falda granate oscuro a cuadros escoceses y unas medias marrones que llegaban hasta la parte baja de las rodillas.
Caminando hacia ese parque el chico me empezó a tocar el culo por encima de la falda, -a mí me pone a cien que me toquen el culo, y me lo sigue poniendo-, y yo me dejé hacer porque me gustaba esa sensación y me calentaba mucho. Y así siguió hasta que llegamos al parque, en el que entramos para dejar pasar el tiempo que nos sobraba, antes de volver a casa.
Sentados en un banco empezamos a besarnos y a tocarnos por encima de la ropa, como siempre. Pero esa tarde los tocamientos de culo que había tenido por el camino hicieron que mis hormonas estuvieran más revueltas que de costumbre. Nuestra calentura y excitación fueron cada vez a más y buscamos el lugar más retirado y oculto del parque, bastante en el interior y alejado de miradas indiscretas, para continuar con nuestros atrevimientos y caricias, que fueron creciendo en intensidad, explorando ya los lugares más íntimos de nuestro cuerpo. Pero, eso sí, siempre lo hacíamos por encima de la ropa. Nos sobábamos todo lo que podíamos, pero solo sobre la ropa. Éramos un par de reprimidos. Muy cachondos, pero reprimidos. Y los dos de colegio religioso, muy religioso.
Nos besamos como locos y nos morreamos a mansalva. Me apretaba el culo, hasta casi hacerme daño y yo empecé a tocarle su paquete, por encima, apretando también cada vez más. Entonces aquel chico, bastante más avezado que yo, se abrió la bragueta del pantalón, se ahuecó el calzoncillo y mostrándome la polla me preguntó si quería probarla.
Para mí fue toda una sorpresa esa petición. Al principio me hice pasar por una niña buena y rehusé, pero no tardé apenas nada en aceptar; a poco que insistió no puse demasiados reparos para primero tocarla, acariciarla y, cuando me lo pidió, lamerla con la punta de la lengua. Por efecto de mis lamidas, aquella polla creció y creció, ganando además en dureza y Raúl no tardó mucho en pedir que se la chupara.
– Mámamela, María, mámamela.
– No, Raúl. No está bien. Conténtate con que te pase la lengua.
– Venga, María. Estamos muy cachondos los dos. ¡Mámamela!; no seas borde, porfa, mámamela.
Raúl siempre me pedía lo mismo. Mámamela, mámamela. Lo repetía y repetía.
La verdad es que yo siempre me niego a todo en principio, -me gusta parecer buenecita, creo que va en mi adn-, pero no les suele costar casi nada convencerme para que termine haciendo lo que me piden. Cuando algo me gusta soy muy débil.
Y allí, al pie de ese banco del parque, terminé de rodillas ante Raúl, con su polla dentro de mi boca como la mejor forma de dar satisfacción a nuestra calentura. Al principio me metí el capullo; le rocé con los dientes y Raúl se quejó. Puse más cuidado y poco a poco me fui metiendo su polla más y más dentro de la boca, y así estuvimos durante unos minutos, que no podría decir cuántos fueron. Ninguno miramos nuestro reloj, jajaja. Bastante teníamos con vigilar para que nadie nos sorprendiera.
Se la chupé con ganas, muy deprisa por miedo a que nos descubrieran, y pronto Raúl me dijo que se iba a correr. Yo le escuché, pero no me moví. Se la seguí mamando hasta sentir en mi boca una pequeña cantidad de líquido, que me tragué casi sin apenas darme cuenta. Lo hice mecánicamente, sin pensar ni en lo que era ni en lo que significaba tragarme el semen. Tampoco lo dudé. Simplemente, me lo tragué.
Nunca lo había hecho, pero me salió tan natural que supongo que ya me atraían las mamadas antes de hacer aquella primera.
Todo lo hicimos con miedo, con prisas, atropelladamente, como dos inexpertos jovenzuelos. Como lo que éramos en realidad. Hacía solo un par de meses que yo había cumplido catorce años y él los había hecho unos pocos meses antes. Todo aquello era nuevo para nosotros, pero ya hacía tiempo que lo deseábamos.
Para mí, la sensación de tener por primera vez una polla dentro de la boca, me calentó de tal manera que me puse a mil. No necesité que él me tocase, me masturbase, ni que me hiciera nada. Solo mamarle la polla fue suficiente para que yo me corriera como loca y tuviera mi primer orgasmo con un chico. Me corrí como una perra, -ahora lo pienso así-. Pero entonces solo sentí que aquello me proporcionó un placer extraordinario y supe que eso lo quería repetir muchas veces más. Todas las veces que pudiera.
Aquella fue mi primera felación; aunque yo siempre he preferido llamarla mamada. Me gusta mucho esa palabra. La prefiero porque es la más descriptiva.
Al día siguiente, en cuanto vi a Natalia se lo conté todo. Y le dije que había disfrutado como una loca.
– Anda que no hace tiempo que yo mamé mi primera polla, -me respondió. Eras la única del grupo que aún no lo habías hecho. ¡Bienvenida al club de las chupadoras de polla!
– ¿Las demás también? ¿Todas?
– Claro. Ya te lo he dicho. Y alguna ya ha follado también, una de ellas, como quiere seguir siendo virgen, se la ha dejado meter por el culo. Espabílate, María. Todas vamos a colegios religiosos, pero el coño nos pica a todas por igual.
– ¡Qué exagerada eres, Natalia! No me tomes el pelo.
– Bueno, ya te enterarás. Si tú eres casi la más prudente de todas. Claro; con el padre que tienes, es lo normal.
Raúl y yo quedamos satisfechísimos con la experiencia y él no tardó ni un día en pedírmelo de nuevo… y yo en aceptar. Estuvimos así prácticamente un trimestre, a veces en su casa, pocas, y siempre me tragué su semen; eso ya se hizo costumbre en mí. Me he tragado todas las eyaculaciones de los hombres. Jamás he escupido una corrida. Nunca.
En las pocas veces que lo pudimos hacer en su casa avanzamos más en nuestros tocamientos y al final el chico ya me sobaba el coño directamente sobre la piel y la pelambrera que ya empezaba a crecerme, pero metiendo su mano por dentro de mis braguitas. Nunca me llegó a ver el coño. Yo, en cambio, sí pude contemplar bien a gusto el conjunto de su polla y sus huevos. Privilegio de ser su mamadora.
La clase extraescolar de la que volvíamos temprano aquel día de mi primera mamada, era una clase de inglés, que nos daba el mismo profe del colegio, pero en una academia privada que tenía en la parte baja del chalet donde vivió hace unos años. Allí daba clase a alrededor de una decena de chicos y chicas, todos del mismo colegio católico.
Yo venía observando que el profesor hacía ya un tiempo que se fijaba mucho en mí. Me miraba con atención y no dejaba de dirigir su mirada a mi blusa, sobre todo si mi escote no cerraba lo suficiente, cosa que solía ocurrir cuando la temperatura se acercaba al verano.
Una tarde me dijo que esperase al acabar la clase, que tenía que aclararme algo del examen de verbos irregulares que habíamos hecho.
Así lo hice y al acabar la clase dirigí la vista a Raúl y le hice una seña de que lo sentía, -esa tarde no se la podría mamar en el parque.
Cuando salieron todos, el Director de la academia me pidió que me acercara a su mesa. Así lo hice y me enseñó el examen que le había entregado. Lo vi y esperé a escuchar lo que tuviera que decirme, aunque pensaba que el examen lo había hecho bien.
Repentinamente sentí la mano derecha del profesor que me rozaba la parte exterior de mi rodilla izquierda. No supe qué hacer y me quedé quieta, como petrificada, mientras su mano se deslizaba suavemente alrededor de la rodilla buscando el interior de mi muslo, en forma ascendente, pero despacio, muy despacio. Ese tipo de caricia no era nuevo para mí. Ya lo practicaba con Raúl mientras nos besábamos, para calentarnos antes de que se la mamase. Así que me dejé hacer, de momento.
Pero repentinamente me retiré de forma brusca. ¡Joder! Era don Leandro, el Director de la Academia; no era Raúl.
– ¿Qué te pasa, María? ¿No te gusta?
– Es que esto no se debe hacer, don Leandro. Es un pecado muy gordo.
– María, no te he preguntado lo que es, sino si no te gusta. Veamos: ¿Te gusta o no te gusta?
– No, don Leandro; no me gusta y no está bien que lo hagamos. Es pecado. Se lo diré a mi papá.
– Vaya, vaya, vaya. Ay, María, María. ¿Así que se lo vas a decir a tu papá?
– Sí, don Leandro, se lo contaré a mi papá.
– ¿También le contarás lo que haces con Raúl en el parque? ¿Creo que a tu papá le gustará saber eso?
Debí palidecer, porque además sentí como si me fallaran las piernas.
– No hacemos nada, don Leandro. A veces nos sentamos a hablar en un banco. Eso no es malo.
– ¿Sí? ¿Cuándo os vais al fondo del parque solo vais a hablar? Utilizas la boca, María, y muy bien, pero no para hablar. Os he visto más de una tarde. Así que no me lo niegues; además tengo alguna foto que lo atestigua.
Dicho eso volvió a meter su mano donde la tenía antes y siguió con su viaje, muslo arriba, hasta que llegó a rozar mis braguitas con sus dedos.
Yo me había apoyado en la mesa y abría mis piernas poco a poco, porque la verdad es que esas caricias me gustaban; vaya si me gustaban. No tardé en empezar a sentir un cosquilleo en mi coñito y como lo único que sabía hacer era mamar la polla a Raúl, una de mis manos bajó de la mesa y se apoyó en el paquete de Don Leandro.
La sentí ya dura, mucho más que la de Raúl, a la que tenía que acariciar y lamer para que se le pusiera tiesa. La de don Leandro parecía estar ya preparada. Le apreté y procuré cogerla con mi mano, pero no podía. Entonces me dijo que pasase a su despacho.
En su despacho nos acomodamos mucho mejor. Don Leandro se quitó el cinturón, se bajó los pantalones y el slip y pude ver su polla, erecta, dura, caliente, gruesa y con infinidad de venas marcándose en ella. El glande era redondo, brillante, y tenía ya unas gotitas de líquido pre seminal. Se sentó en el sillón y separó las piernas para que yo me pudiera arrodillar entre ellas.
Así lo hice y me ordenó que me metiera su polla en la boca, mientras él me iba desabrochando los botones de la blusa para dejar a la vista mis pequeños pechos, solo cubiertos por mi sujetador, que me subió para poder acariciarlos con sus manos, apretándolos y sobándolos a su gusto con una mano, a la vez que con la otra mantenía mi cabeza firme sobre su polla, de la que apenas podía meterme poco más que el glande dentro de la boca. María, chiquilla, -me decía. ¡Qué bien la mamas!
– ¡Cuánto he soñado con verte arrodillada ante mí! Desde que hace casi un mes te vi en el parque con Raúl no hago otra cosa que pensar en tenerte así, chupando mi polla. Métetela toda dentro de la boca. Vamos, ¡¡HAZLO!!
– No puedo, don Leandro, es demasiado grande. No me cabe.
– Sí que te cabe, putita. He visto cómo te metes entera la de Raúl. Vamos; métetela, -me pedía muy exigente.
– No puedo, don Leandro. De verdad que no puedo, respondía, gimoteando y con grandes lagrimones resbalando por mis mejillas. Y me duelen las rodillas de estar así arrodillada.
– Esa es tu penitencia, putita. El precio que has de pagar para evitar que lo sepa tu padre. ¿Quieres que se lo diga y le enseñe todas las fotos tuyas que tengo?
– No, don Leandro, por favor. No le diga nada. Haré todo lo que usted me pida. Haré todo lo que quiera, pero no le diga nada a mi papá.
– Seré condescendiente contigo, María, pero a cambio de que todos los viernes te quedes aquí conmigo para mamarme la polla. Acabarás por tragártela entera. Ya lo verás. Y te enseñaré muchas otras cosas, putita, muchas más cosas… que te gustarán muchísimo.
– No me llame eso, don Leandro. Yo no soy una putita; solo soy una niña.
– Ya, una niña a la que le gusta mucho mamar pollas, ¿verdad? Yo te enseñaré lo que es una buena mamada.
Mientras hablaba no dejaba de apretarme la cabeza contra su polla, hasta que tuve una gran arcada y casi vomito. Entonces cesó un poco su presión sobre mi cabeza y dejó que me la metiera a mi aire, pero sin dejar de mamársela.
Cuando se hartó de sobarme las tetas empezó a pasar su mano sobre mis braguitas, hasta que yo comencé a notar que me mojaba y empecé a sentir como que me corría. No me hizo falta tragarme su corrida para correrme. La verdad es que don Leandro era un maestro sobándome el coño. Supo encontrar mi clítoris y eso me puso mucho más cachonda todavía haciendo que me metiera su polla todo lo que pude, hasta que sentí que mi boca se llenaba de semen. Y digo llenarse, porque eso fue lo que pasó. Don Leandro se corrió mucho más abundantemente que Raúl. Me llenó la boca por completo, rebosando una parte, que me escurría por las comisuras de la boca.
– Traga, traga, putita, trágate toda mi lechita, -me decía.
Tragué todo lo que pude y el resto se lo tuve que lamer después con la lengua, hasta que dejé su polla totalmente limpia.
Me arreglé la ropa, me tranquilicé bebiendo un poco de agua, y don Leandro me dijo que no me preocupase. Él había hablado con mi madre para decirle que me iba a quedar como media hora para repasar unos verbos irregulares y que él me iba a llevar a casa, para que no fuese sola.
– Pórtate bien conmigo, María, y verás cómo no te dicen nada. Y ya sabes; todos los viernes haremos esto o algo parecido. Pero de todo esto no dirás nada a nadie, nunca, o tu padre verá tus fotos. Recuérdalo.
– Sí, don Leandro, como usted diga. Me portaré bien y el viernes que viene me quedaré otra vez.
Salimos de la Academia, me subí en su coche y me llevó a casa. Mi madre le recibió con mucha amabilidad.
– Gracias, don Leandro. No sabe cuánto le agradecemos que tenga esa atención con nuestra hijita. El año que viene también acudirá su hermana, nuestra Esther, que es muy aplicada.
– No hay de qué, doña Ana. Para mí es un placer conseguir que María aprenda un buen inglés. Las lenguas hoy en día son muy útiles. Hay que aprender bien a utilizarlas. Es el futuro, doña Ana, el futuro de nuestra juventud.
Don Leandro se marchó y mi madre estaba contentísima de mis avances en la lengua de Shakespeare.
Acabo de leer también «Calendarios de fin de curso».
Cuando encuentro alguien que escribe mejor que yo, quisiera felicitarle pero se me hace que no lo necesita. Es paradójico. Cualquier cosa que diga sería una bobada.