Mercaderes de Adolescencia – I –
Orígenes, huidas y traslados..
AVISO PREVIO A LA LECTURA
El autor hace constar que está abiertamente en contra de todo tipo de violación, violencia física, explotación de la mujer, sexo no consentido, uso de drogas para doblegar voluntades, y todo lo que suponga actuar en contra del libre albedrío de cualquier individuo, hombre o mujer, y, por supuesto, en los casos en que se ejerce contra menores de edad, cualquiera que sea su sexo. Y que tampoco pretende hacer apología de ninguna de esas conductas ni de ninguna otra que suponga contravenir las leyes establecidas.
Sin embargo, al igual que un autor, en el uso de su libertad de expresión y creatividad literaria, puede concebir una obra del tipo de la llamada “novela negra” en la que se relaten y describan asesinatos y otro tipo de delitos, sin que ello signifique que los aprueba ni los propugna, ni pretende hacer apología de ellos, en este caso me permito escribir una historia sobre determinado tipo de conductas que se describen en esta obra, porque son acontecimientos que en mayor o menor grado se están produciendo.
Todos los personajes y circunstancias que concurren en esta historia novelada son pura ficción, fruto única y exclusivamente de la imaginación del autor, y cualquier similitud con personajes o hechos reales será una mera coincidencia.
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El contenido de la historia está dirigido solo a personas adultas.
Por ello, deberán abstenerse de su lectura todos los menores de edad, -18 años en España-, y aquellos que estén por debajo de la que determine la legislación de sus respectivos países.
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MERCADERES DE ADOLESCENCIA
Capítulo I –Mis orígenes.
Me llamo Alicia, y esta es mi historia.
Nací en Madrid, a mediados de Agosto de 1.998. Mi madre es hija única, fruto tardío de sus padres, que la tuvieron recién pasados los 40 años. Es joven aún, ya que me tuvo poco después de cumplir los diecisiete. Soy la consecuencia de un embarazo no deseado y padre desconocido, ya que mi madre era partidaria de lo que se denominaba en aquel tiempo “amor libre”. Desde muy jovencita, mi madre era promiscua y tenía sexo cuando le apetecía y con todo aquel que se le ponía a tiro, sin muchas exigencias ni precauciones por su parte.
Según me ha contado, comenzó a tener sexo con regularidad poco después de cumplir los trece años. Al principio fue con algunos compañeros del instituto o algún que otro chaval del vecindario, pero aquello le gustó y con el paso del tiempo tener sexo se volvió imprescindible. Empezó a relacionarse con jóvenes sensiblemente mayores que ella, principalmente los de bachillerato y algunos de sus hermanos mayores, ya universitarios. Con ellos conoció los botellones que se organizaban cada vez con más frecuencia. Se hizo verdadera adicta al consumo de alcohol y enseguida comenzó a fumar porros; de ahí a consumir otras sustancias, pastillas, y drogas diversas solo fue cuestión de tiempo. No mucho.
Solo se desmadraba los fines de semana y tenía frecuentes broncas en casa, porque volvía tarde y bastante perjudicada, pero siempre supo “torear” a sus padres, bastante débiles de carácter para con ella. En invierno no faltaba alguna casa en la que se organizaba alguna fiestecita en la que el sexo, el consumo de drogas y el alcohol eran componentes no solo necesarios, sino imprescindibles. Practicaba la promiscuidad y no tomaba ninguna precaución encaminada a evitar un más que posible embarazo. Así acabó sucediendo, y cuando sus padres descubrieron que iban a ser abuelos, el embarazo de mi madre llegaba casi al sexto mes.
Mi abuelo era dueño de una pequeña industria, en sociedad con su hermano mayor; vivían desahogadamente y de haberse enterado a tiempo habría podido costearle la interrupción del embarazo, pero la gestación estaba ya demasiado avanzada y no era aconsejable siquiera intentarlo.
Tras soportar las más duras recriminaciones y castigos que os podáis imaginar, mi madre lo único que hizo fue reducir un tanto su actividad sexual y rebajar algo los consumos colaterales de alcohol y drogas. Continuó adelante con el embarazo y como consecuencia, nací yo.
Tras mi nacimiento mi madre hizo muy poco para modificar su conducta. Se limitó a reducir un poco la frecuencia de sus salidas a fiestas, pero siguió comportándose del mismo modo: bebía, se drogaba y follaba. Follaba compulsivamente. Así se mantuvo poco más de un par de meses.
La tarde del 31 de Octubre, jueves, salió de casa disfrazada. Dijo que iba a casa de unos amigos a celebrar la noche de Halloween y que no volvería a dormir. Apareció en casa a última hora del domingo 3 de Noviembre. En esos días solo hizo un par de llamadas desde un teléfono público para que estuvieran tranquilos y no denunciaran su desaparición. La mayor parte del grupo pasaron los cuatro días poco menos que enclaustrados en un chalet de la sierra próximo a Madrid, en una continua orgía de alcohol, drogas y sexo. Mi madre llegó a casa hecha una verdadera pena, ojerosa y con claros síntomas de embriaguez. Aquello le costó no salir el siguiente fin de semana, pero mi madre se buscó las vueltas y a partir de entonces ya se hicieron frecuentes y repetidas las escapadas de casa, desapareciendo de ella casi todos los fines de semana. Salía el viernes y no regresaba hasta última hora del domingo. Poco después de cumplir los 18 años ya había caído de lleno en el alcoholismo y la drogadicción, dando la impresión de que se había convertido en un caso irrecuperable. Así lo acabaron asumiendo sus padres; mis abuelos.
Mostrándose totalmente incapaz de aceptar la responsabilidad de asumir mi existencia y procurarme los cuidados que todo bebé necesita, fueron mis abuelos quienes se ocuparon de atenderme durante los primeros años de mi vida, con la ayuda de una especie de nodriza: Cecilia. Bajo sus cuidados se desarrollaron los años de mi niñez, rodeada de su cariño y cuidados. Yo era una niña feliz y cuanto llegué a la edad adecuada comencé a ir al colegio. Lo normal para una niña.
Amparada en su mayoría de edad, mi madre se dedicó a vivir la vida a su manera. A salto de mata, enrolada en grupos marginales que se formaban y deshacían cada poco tiempo. También cometió algún que otro delito, que le ocasionó algún conflicto con la Ley, pero siempre eran de los considerados de poca monta, saldados con el pago de alguna sanción económica para resarcir daños, a la que siempre hicieron frente mis abuelos.
Durante unos años mi madre fue dando tumbos de un lado para otro. Su comuna, o como quiera que se llamase, se cobijaba en viviendas o locales semi abandonados, que ocupaban hasta que eran desalojados. Trapicheaban con cualquier cosa que les produjera algún ingreso o realizaban “trabajitos” poco confesables, a cambio de droga. También recurrían a la mendicidad, que alternaban con la realización de hurtos, “descuidos” y sustracciones de alimentos en tiendas y algún robo que otro, pero siempre en muy “pequeña escala”. Adoptó indumentarias de estilos “anti”: gótica, metal, o punky, pero su comportamiento básico no varió y continuó enganchada al sexo, al alcohol y a las drogas.
En definitiva: vivía al día rabioso. Mejor dicho: malvivía; que para ella ya era bastante. Cuando mi madre me lo contó me dijo que a pesar de todas esas penurias se sentía feliz así, porque vivía como quería vivir.
Durante aquellos años mi madre nunca rompió definitivamente el vínculo familiar. Solía reaparecer por casa de vez en cuando, sobre todo cuando el grupo andaba muy escaso de recursos, que era con cierta frecuencia. Nos hacía una visita, sacaba algunos euros a sus padres y a sus tíos, y desaparecía durante otra temporada. Nunca tardaba más de tres meses en volver, estaba unos días con nosotros y volvía a desaparecer.
He de significar que las confidencias que mi madre tuvo conmigo respecto a su vida, –y que acabo de detallar-, siempre las mantuvo ocultas y me las reveló cuando alcancé la mayoría de edad. Hasta entonces yo las desconocí totalmente.
Mi vida era tranquila en casa con mis abuelos y Cecilia. Empecé a acudir al colegio, hice amiguitos y me lo pasaba bien. Cecilia era como una especie de madre para mí. Me quería, me mimaba, era muy cariñosa conmigo y no me regañaba mucho cuando hacía una trastada. Por parte de mis abuelos yo era la reina de la casa; mis deseos eran órdenes para ellos y todos mis caprichos eran ampliamente cumplidos. Era lo que se suele decir “la niña de sus ojos”. Y yo era una niña feliz. Muy feliz. Hasta que un triste día todo aquello se truncó.
Mis abuelos fallecieron el verano del 2004 en un desgraciado accidente de tráfico, en el que yo resulté ilesa. Me faltaba apenas un mes para cumplir los seis años.
El hermano de mi abuelo, y socio en la empresa, tenía ya más de 70 años de edad y una salud bastante delicada. No pudo hacerse cargo de mí, ya que últimamente su enfermedad había empeorado y no se consideraba capaz de atender a una cría de mi edad.
Mi tío-abuelo siempre mantuvo vivo el contacto con su sobrina, -mi madre-, y ante la nueva situación creada por la muerte de mis abuelos habló con ella, para que tratara de ocuparse de mí.
Mi madre ya hacía tiempo que había abandonado la comuna y vivía entonces en Zaragoza, emparejada con un hombre bastante mayor que ella, Ginés, si bien su vida y su comportamiento seguían siendo bastante irregulares. Se dedicaba a la prostitución de alto standing y mantenía su adicción al alcohol y las drogas, aunque con un consumo mucho más moderado.
Mi madre se trasladó temporalmente a Madrid y se hizo cargo de mí, ayudada por aquella mujer, Cecilia, que era la que prácticamente me cuidó durante todos aquellos años. Esa situación se mantuvo algo más de seis meses, hasta que se resolvió todo el papeleo relativo a la herencia de sus padres, mis abuelos.
La presencia de mi madre conmigo no produjo un cambio sustantivo en mi vida. Seguí acudiendo al mismo colegio, con las mismas amigas, bajo los cuidados de Cecilia, ya que mi madre decía que “ella me entendía mejor”. Aunque solo era una forma cómoda de desentenderse de mis atenciones, que siguieron básicamente a cargo de Cecilia.
El testamento de mis abuelos determinó que yo era su heredera universal, salvo la denominada “legítima” que por Ley correspondía a mi madre. La conocían muy bien y no quisieron que dilapidara rápidamente su fortuna, dejándome en la indigencia.
El abogado que se venía ocupando de todos los asuntos personales y de la empresa de mi abuelo quedaba nombrado como albacea en el testamento.
Mi madre se entrevistó con él aceptando que se encargara de velar por los intereses de mi capital, -es lo que determina la Ley cuando los herederos son menores-, llegando al siguiente acuerdo:
1- La mitad propiedad de mi abuelo en el negocio, fue adquirida por su hermano, por una cantidad muy importante, a fin de que la Empresa continuara funcionando. Se liquidaron el resto de las propiedades de mis abuelos y el resultado fue que cuando yo llegase a la mayoría de edad sería dueña de una verdadera fortuna.
2- Mi madre, consciente de su incapacidad para administrar la cantidad que a ella le correspondió, delegó su administración en el albacea, a cambio de percibir una asignación mensual que nos permitiera vivir con un cierto desahogo.
3- Mi madre adquirió el compromiso de responsabilizarse de mi educación y cuidados hasta mi mayoría de edad, fecha en la que se me haría entrega de mi herencia. Su incumplimiento supondría la pérdida de su patria potestad y de mi custodia, acusada de un delito de abandono o desatención de un menor.
Todo esto lo supe también en su momento, -al cumplir la mayoría de edad, y entrar en posesión de mi herencia-, -que sigue administrando para mí el mismo albacea-, pero eso me era totalmente desconocido en los años en que transcurre la historia que os estoy contando. Mi madre jamás me lo dijo. Nunca habló conmigo de ello hasta que fue absolutamente imprescindible que yo lo supiera. Fue entonces cuando llegaron las “confidencias”.
Invierno de 2004. Primer traslado.
Al hacerse cargo de mí, mi madre pensó que una cría de seis años no le impediría continuar con sus “actividades” y aceptó de buen grado las condiciones que se le impusieron. La asignación mensual para nosotras dos era una cantidad apreciable y le vendría muy bien.
En aquellas fechas mi madre tenía veintitrés años y una vez resuelto todo el papeleo volvió a Zaragoza y para mí se inició una nueva etapa de mi vida. Pasé de vivir en Madrid, con mis abuelos y Cecilia, a hacerlo en Zaragoza con mi madre y su compañero.
Ginés se encargó de “reactivar” los contactos que mi madre tenía como consecuencia de su dedicación a la prostitución “elegante” y reanudó esa actividad, interrumpida temporalmente durante su estancia en Madrid.
Con los ingresos que obtenía por sus servicios sexuales, Ginés y ella se mantenían y hacían frente a los cuantiosos gastos que le suponía la adquisición del alcohol y las drogas necesarios para mantener su adicción, sirviendo nuestra asignación mensual como un paraguas protector. Ginés se dedicaba a las tareas de mantenimiento en Comunidades de Propietarios. Un trabajo tranquilo y con poca necesidad de dedicación. Pero sacaba su dinerillo.
Trasladaron mi expediente escolar a Zaragoza y allí continué con mis estudios de primaria, conocí a nuevas amiguitas y, eso sí, perdí muchos de mis caprichos. Ya no estaban mis queridos abuelitos para proporcionármelos. Pero los niños nos adaptamos con una gran facilidad a diferentes ambientes, a lo que contribuyó el cariño que siempre me mostró Ginés.
A partir de entonces viví en compañía de mi madre y su compañero, que me aceptó de buen grado, tratándome siempre de forma muy cariñosa. Fue para mí lo más parecido a ese padre que nunca tuve y yo también me encariñé mucho con él. Muchas veces era él quien me llevaba y me recogía del colegio mientras mi madre realizaba sus “servicios”, -cosa que yo lógicamente ignoraba-; jugaba conmigo en el parque y me ayudaba en los deberes. Ginés fue muy bueno conmigo y siempre me trató como si fuera su hija. No tengo ningún recuerdo malo de él; al contrario le sigo queriendo mucho, y actualmente mantengo contacto con él.
Desde los primeros meses de convivencia con mi madre y Ginés tuve ocasión de ser testigo de las frecuentes borracheras de mi madre, que a menudo terminaba el día totalmente aniquilada por el alcohol, siendo Ginés el que se encargaba de acostarme.
Lo hacía con mucho cariño, diciéndome que mi mamá solo estaba un poco “pachucha”, pero que se le pasaría enseguida: “verás cómo mañana ya está buena”, -me decía-. Ginés jugaba un ratito conmigo, me contaba algún cuento y luego me daba el beso de las buenas noches, me acostaba y me tapaba muy bien cuando era invierno y hacía frío.
Entonces mi madre tuvo la gran idea de su vida, -según me contó al cabo de unos cuantos años-.
Esa gran idea consistió en añadir un poquito de ginebra, -unas cuantas gotitas-, en el vaso de leche calentita que yo tomaba todas las noches antes de irme a dormir. La ginebra cumplía su cometido en mi cuerpo y me hacía caer dormida y muy relajada al cabo de pocos minutos, con lo que mi madre me acostaba temprano y aprovechaba entonces para, libre ya de mí, continuar con su consumo de alcohol.
Tal como figuraba en el convenio, mi madre enviaba periódicamente al albacea mis notas escolares y de vez en cuando nos trasladábamos a Madrid y le hacíamos una visita para que él constatara que yo me encontraba bien atendida.
Las visitas eran una mera rutina. No iban más allá de nuestra presencia en su despacho durante algo menos de una hora. Ese día las dos estábamos radiantes. Mi madre se maquillaba convenientemente para presentar un buen aspecto; no bebía nada el día anterior y no mostraba ningún signo externo de la vida disoluta que llevaba. De esa forma la asignación pactada llegaba puntual cada mes a la cuenta de mi madre.
Los primeros años todo fue de maravilla, pero poco a poco mi madre se fue deteriorando. Su adicción al alcohol podía con ella y el dinero cada vez les duraba menos. Su decadencia física le hizo perder “clientes” y poco a poco se fue “quemando”, lo que motivó que su “tarifa sexual” descendiese, sus ingresos menguaran y tuviera que meterse en préstamos y deudas con algunos “camellos”, y al no poder hacerlas frente tuvieron que escapar de Zaragoza.
Huidas continuas y definitivo traslado
Los tres años siguientes fui de un lado para otro con mi madre y Ginés, huyendo a menudo de las ciudades en que vivíamos, a causa de todas las deudas y trampas que iban dejando tras ellos. Fundían con facilidad y rapidez todo el dinero que les llegaba, incluida nuestra asignación mensual.
Mi escolaridad se hizo muy inestable, pues en ocasiones esa huida se producía a mitad de curso, lo que obligaba a trasladar mi expediente escolar de un colegio a otro. Pero pese a todos aquellos vaivenes mis notas eran bastante buenas, porque yo siempre he sido muy espabilada y me aplicaba mucho en todo aquello que me interesaba.
Hasta Mayo de 2011, tres meses antes de cumplir los trece años, mi vida transcurrió monótona, a excepción del ajetreo que acarreaban los frecuentes cambios de residencia, pero entonces detuvieron a Ginés por un asunto de trapicheo con drogas y fue condenado a seis años de cárcel. Ahí se produjo un cambio sustancial en nuestra vida, que incidiría definitivamente en la mía. Aquello fue un mazazo que hizo tambalear muy seriamente nuestra estabilidad familiar.
Mi madre aguantó como pudo donde estábamos, Salamanca, hasta finales de Junio, que finalizó el curso escolar, y después inició la búsqueda de una nueva forma de vida.
Falta del soporte y compañía de Ginés, a quién queríamos mucho las dos, nos trasladamos hacia la costa mediterránea, donde mi madre intentó como buenamente pudo encontrar un trabajo. En pleno verano pensó que era un buen lugar para buscar algo decente. Durante casi un mes estuvimos en una modestísima pensión, mientras mi madre buscaba y buscaba, pero la economía mandaba y el dinero empezó a escasear.
Hacía algún tiempo que yo había iniciado la redacción de un Diario, -muchas adolescentes lo hacen-, y a partir de nuestra llegada a la costa levantina tras el encarcelamiento de Ginés, fui recogiendo en ése diario todo lo que iba sucediendo y mis reflexiones sobre esos acontecimientos. De parte de su contenido me he nutrido como fuente de esta historia.
Como mi madre es guapita, agradable de trato, atractiva y habla bien inglés, al fin consiguió encontrar un empleo, -es un decir-, en un bar o club de carretera, cerca de un área de servicio. Además de atender la barra, no le hacía ascos a tener sexo con el primero que se lo propusiera, a cambio de unos cuantos euros que compartía con el dueño del bar, del que también percibía una comisión sobre lo que recaudaba por las consumiciones que hacía beber a los clientes. Era lo que se suele conocer como una “chica de alterne”, o de puticlub.
-Nena: esto es lo que hay. No es un trabajo que me guste; pero no hay otra opción, -fue la explicación que me dio.
El dueño del bar poseía una vivienda que no utilizaba y se la cedió a mi madre como parte de su sueldo. En esa vivienda yo pasaba muy sola la mayor parte del tiempo; mi madre me dejaba comida hecha para unos días a fin de no tener que desplazarse a diario desde el bar, que estaba en el interior, cómo a 20 kilómetros de distancia de nuestra vivienda. Pronto dejó de hacerme la comida ella y me la empezó a mandar con alguien del bar o alguna que otra camarera que vivía por allí cerca.
La vivienda que nos cedió su jefe era un pequeño adosado, con un par de habitaciones, amueblado de forma muy sencilla; sin ningún tipo de lujos, pero suficiente para salir del paso. Estaba ubicado en una zona muy próxima a la playa, en la que la casi totalidad de las viviendas eran utilizadas como segunda residencia; había muy pocas habitadas permanentemente fuera de la época estival, puentes, o algún fin de semana que otro. No tenía teléfono fijo, para evitar que las chicas que en ocasiones se alojaban en ella, hiciesen un gasto excesivo, de forma que yo tenía que valerme de un móvil para comunicarme con mi madre. Cuando necesitaba algo le enviaba un sms y ella me llamaba en cuanto podía. Mi madre me aleccionó debidamente para que pudiera quedarme sola en casa, sin levantar sospechas de abandono, -ya no eres una niña-, dijo.
No debía ser demasiado ruidosa y antes de salir a la calle debía asegurarme que no hubiera gente cerca. No convenía que me vieran casi siempre sola, para que no pensasen que estaba mal atendida. En definitiva; siempre tenía que pasar lo más desapercibida posible.
Cuando mi madre calculaba que se iba a terminar la comida preparada que me enviaba, o yo se lo pedía, me avisaba por teléfono de que irían del bar a llevarme algo más reciente. La chica que enviaba aprovechaba para poner alguna lavadora y cosas así. Pronto aprendí a hacerlo yo misma. Una vez lavada la ropa yo me ocupaba de tenderla, recogerla, plancharla y guardarla.
Mi madre prácticamente vivía en el bar. Para ella resultaba más cómodo porque evitaba tener que ir y venir todos los días desde casa al bar, –sin coche, era problemático, lento y complicado-. Además, así podía alternar libremente con sus clientes durante la noche y dormir hasta medio día en un jergón que había en un cuartito en el sótano. Al levantarse preparaba todo para la apertura del negocio, ya que el bar solo funcionaba durante la tarde/noche y la madrugada.
Debido a esas circunstancias me vi obligada a ser autosuficiente y aprendí a valerme por mí misma. No tenía más remedio que hacerlo, así que hice de la necesidad virtud y me fui habituando a vivir en soledad.
Mi madre caía muy bien a los clientes del bar, porque además de ser amable con ellos, no hacía ascos a cumplir con cualquier clase de práctica sexual que le propusieran, y el dueño estaba muy contento con los ingresos extras que la presencia de mi madre le reportaba. Javier, que así se llama el dueño del bar, vino a verme alguna vez y me lo dijo. También se preocupó por ver cómo me manejaba; incluso me dejó algún dinero, de su propio bolsillo, para que me comprase algún caprichito. Javier iba a su negocio, sin duda, pero es una buena persona. A mí siempre me trató muy bien y en ningún momento intentó abusar de mí. Su trato me recordaba al de Ginés.
Como en Julio ya no tenía clases mi vida era plácida. Casi todo el día estaba en la playa, bañándome y escuchando música, y en casa me entretenía viendo la tele, con la música de mis grupos favoritos, o jugando con mi consola.
En la playa siempre buscaba un lugar en el que no hubiera mucha gente, ya que al ir sola tenía miedo de que alguien pudiera robarme la mochila. Esa zona era lindante a la que solían acudir los nudistas; estaba muy poco frecuentada y yo desde el agua controlaba más fácilmente mis pertenencias.
Pero al llegar la noche, en casa me encontraba siempre sola. Echaba mucho de menos a Ginés y a mi madre. Las primeras noches tuve bastantes dificultades para conciliar el sueño y poder dormir. Estaba muy inquieta, nerviosa y tenía una especie de insomnio permanente que no me dejaba dormir. Pasé muchas horas en vela hasta bien entrada la madrugada, en que el cansancio me vencía y caía rendida.
Se lo dije a mi madre cuando tuve ocasión de hablar con ella por el móvil; entonces fue cuando me contó el truco que había estado utilizando conmigo desde poco después de hacerse cargo de mí al morir mis abuelos: el de añadir un poquito de ginebra en el vaso de leche que yo me tomaba todas las noches cuando iba a acostarme.
El consumo constante de ese alcohol durante unos cinco años había creado en mi organismo un cierto grado de dependencia. Faltarme esa dosis, al no estar ahora mi madre para ponérmela, es lo que me producía el insomnio.
Pero no debía preocuparme más por ello. La solución es bastante sencilla -dijo-: si reanudas la toma diaria de la dosis de ginebra que yo te daba, volverás a dormir toda la noche de un tirón.
Me indicó cuál era la cantidad de ginebra que tenía que añadir a la leche: media copita de las pequeñas. Si lo haces bien, verás cómo duermes tranquilamente. La ginebra que me daba era lo que ella llamaba, coloquialmente, “vitaminas para el sueño”. Yo siempre creí que sí, que eran unas vitaminas para que pudiera dormir mejor.
Me advirtió que como me había hecho bastante mayor, -hacía más de un año que ya tenía la regla y estaba muy desarrollada para mi edad-, a lo mejor esa dosis ya no era suficiente.
– Si tomándola de nuevo sigues con dificultades para coger el sueño, puedes aumentar la dosis un poquito, hasta que llegues a encontrar la cantidad precisa para que te haga efecto.
Así lo hice y conseguí dormir aceptablemente bien.
Septiembre de 2011 – Nuevo curso, nuevo instituto.
El verano tocaba a su fin y ya tenía todos los libros preparados para el inicio del nuevo curso. Esta vez sin tener la incertidumbre de si tendría que cambiar a medio curso o no, porque Javier le había dicho a mi madre que estaba contento con ella y que, aunque pasado el verano habría menos trabajo, ella continuaría durante el resto del año. Los clientes habituales estaban muy satisfechos de sus servicios y la mantendría. Daría la baja a otras camareras que no le daban tanto juego como ella. Mi madre le resultaba más versátil.
Empecé el segundo curso de la enseñanza secundaria obligatoria (ESO), -ya tenía trece años-, en un Instituto de la localidad en la que vivía, a más o menos un kilómetro de mi casa, e inicié una nueva rutina: poner el despertador, levantarme, asearme, desayunar y marchar a clase; volver a casa a comer lo que ya tenía preparado, que me calentaba en el microondas, y regresar al instituto. Al volver a casa por la tarde, hacer los deberes, cenar algo ligero, oír música, jugar un rato en la consola, ver la tele, si algo me gustaba, y luego el vasito de leche, con mi pequeña dosis de ginebra, y disponerme a dormir. Así de monótono y aburrido; día tras día y noche tras noche. Siempre igual.
Descontados mis compañeros de clase en el instituto, no tenía trato prácticamente con nadie. Alguna pequeña compra en el super, –pan y cosas por el estilo-, y para de contar. Fueron meses en los que me costó mucho acostumbrarme a ese aislamiento; hasta que, poco a poco, me fui habituando definitivamente a vivir en soledad.
Por un lado tenía la ventaja de que nadie me gritaba ni me regañaba si me acostaba tarde, pero por otro me sentía muy sola constantemente, y eso a menudo me ponía muy triste. Echaba mucho de menos a mi madre y a Ginés; sobre todo a Ginés. Desde que le detuvieron no había vuelto a verle y me sentía triste por él. Le imaginaba solo en la cárcel y pensaba que mi soledad, a pesar de lo dura que se me hacía, no sería tanta como la suya. Él era una buena persona y estaba entre delincuentes.
Como era bastante alta para mi edad y estaba muy desarrollada físicamente, al ser nueva en el insti algunos compañeros creyeron que tenía más años y que era una repetidora, pero eso solo sirvió para algún comentario las primeras semanas. Luego todo marchaba normal y poco a poco me fui integrando; pero nunca lo hice plenamente. Procuraba mantener distancia con los compañeros de clase. No quería intimar mucho con ninguno, porque eso suponía que me podían invitar a ir a su casa y que yo estaría obligada a invitarles a la mía y ¿qué excusa les podría poner para que, -en el caso de que vinieran-, nunca encontrasen a nadie en ella? Sin que yo lo deseara, pero obligada por mis especiales circunstancias, me fui alejando cada vez más de todos ellos.
Esa actitud me granjeó una fama de chica “borde” y me catalogaron como bastante “rarita”, aunque a mí me servía para sentirme independiente y libre. Sin embargo, las puyas eran frecuentes y tuve que acorazarme mucho para intentar pasar de todo y dominar la tentación de responderles.
Durante las primeras semanas comprobé que, efectivamente, el sistema de poner la media copita de ginebra en la leche funcionaba, pero coincidió con que en el patio del instituto se empezaron a oír comentarios sobre el pedal que había cogido aquella o esa otra el pasado finde. “La tuvieron que llevar a casa porque no se tenía en pie”. “¡Vaya pasada de pedal!” Y cosas por el estilo.
Yo tenía la tentación muy cerca: estaba siempre sola en casa y disponía de bastantes botellas de ginebra, así que la curiosidad por experimentar qué es lo que sentiría si bebía la ginebra sola, en lugar de mezclada con la leche, era muy grande y difícil de vencer. Además, -me decía-, si me “pasaba” un poco en la dosis no habría testigos que me abroncaran. Estar siempre sola en casa me daba la oportunidad de probarlo sin tener que dar explicaciones a nadie. ¿Quién me las iba a pedir, si la única que podía hacerlo, -mi madre-, ni siquiera aparecía por allí?
En mis largas horas de soledad a menudo me venían a la mente muchas de las veces que vi a mi madre con una buena borrachera, en compañía de Ginés, o de sus amigotes, y lo bien que ella se lo pasaba estando tan borracha. Parecía muy feliz; hacía bromas a todos, reía constantemente, se le veía muy alegre y todos estaban tan contentos o más que ella. En mi simpleza llegué a pensar que aquello de emborracharse no debía ser tan malo. Así que un buen día, cerca ya de las Navidades, me decidí: probé a beber la ginebra sola, prescindiendo de la leche. Muy poquito, -menos de lo que me echaba en la leche-. Me supo cómo áspera y amarga, pero me la tragué sin dificultad.
Durante un par de semanas continué con la práctica que había iniciado, sin decirle nada de ello a mi madre. Me costaba un poco más dormirme, pero no le di importancia. Lo que no sabía entonces es que el consumo diario que yo tenía de antes y el que había reanudado, fue habituando mi organismo a los efectos de esa dosis de bebida. Había empezado, más o menos, a los ocho años, y desde entonces ninguna noche me faltó esa pequeña dosis de ginebra. Ahora tenía trece, me había desarrollado y aumentado mi volumen corporal y peso, y cada vez me costaba más trabajo dormirme y el insomnio y la inquietud no tardaron mucho en reaparecer. Por lo que me había explicado mi madre el alcohol que ingería se diluía en un mayor volumen de sangre y tenía un menor efecto para lo que yo pretendía: que me adormeciera. Parece ser que la leche también actuaba como relajante. El resultado era que la dosis que bebía no me resultaba suficiente.
Así que puse en práctica un principio bien conocido: para mantener el mismo nivel de relación en una mezcla de dos fluidos, hay que compensar el mayor volumen de uno de ellos con un incremento proporcional del otro, para que la relación entre ambos siga siendo idéntica; luego: si mi cuerpo es ahora mayor que cuando era una niña, tiene más peso y la cantidad de sangre también ha aumentado; para conseguir que esa relación se mantuviera estable yo debería incrementar proporcionalmente la cantidad de ginebra que ingería. En consecuencia: decidí que no tenía otra solución que no fuera la de elevar algo mi dosis diaria de ginebra. No come la misma cantidad de pienso un perro grande que un perro pequeño, fue mi conclusión, que justificaría lo que estaba a punto de hacer: aumentarme la dosis de ginebra.
Calculé que ahora pesaría casi el doble que cuando tenía ocho años; había crecido bastante y mi peso sería mucho mayor, así que pasé de media copita a casi la copita entera. El resultado no se hizo esperar: esa noche dormí como si fuera una marmota en absoluta hibernación: profunda y completamente tranquila y muy, pero que muy sosegada. Y así seguí todas las demás noches. Algunos días despertaba con un ligerísimo malestar de cabeza, pero se me pasaba enseguida. Satisfecha con el éxito, establecí como básica la ración de una copita diaria, con alguna excepción, que contaré más adelante.
Cuando estaba para agotárseme la provisión de ginebra enviaba un escueto mensaje a mi madre: “mándame vitaminas”. Ella se encargaba de que me llegaran algunas botellas. O las escamoteaba o hacía cuentas con Javier. No sé cómo lo haría, pero yo las tenía siempre que las necesitaba y eso era suficiente para mí.
Sin pena ni gloria se acercaron las fiestas de Navidad y las vacaciones y hubiera querido pasar de esos días, o que no llegaran nunca.
Fue muy triste para mí pues salvo un día, que cené con mi madre y el resto de las chicas del club, invitadas por Javier, el resto los pasé completamente sola. A partir de aquella Navidad empecé a odiar esas fiestas. Todo el mundo parecía contento y feliz… menos yo. Yo veía a mis compañeros de clase tan contentos, esperando las vacaciones, hablando de cómo lo pasarían, de los regalos que iban a recibir el día de Reyes, otros presumiendo que iban a ir a una fiesta de fin de año y cosas por el estilo. Y yo me veía siempre sola, sin poder participar en su alegría ni poder intervenir contando lo que haría yo. ¿Qué iba a decirles? ¿Qué estaría sola en casa, como siempre? Perdí toda la ilusión. Fueron días muy amargos para mí. Por eso digo que odié aquellas Navidades. Fueron las más tristes de mi corta vida.
Tras este lamentable inciso vuelvo al relato de mi vida.
Durante casi un año esa dosis de ginebra me fue de maravilla, pero acabé creándome un vínculo definitivo con esa bebida. Para mí, aquellas copitas nocturnas se habían convertido ya en algo absolutamente insustituible. Podía cenar poco, o no cenar: entonces tendría hambre, pero no pasaba nada; pero mi copita de ginebra en el vaso de leche que no me la quitara nadie: si me faltase, no dormiría. Esa era la diferencia y lo que la hacía imprescindible. Entonces no le daba importancia; hasta me parecía de lo más natural. Pero esa costumbre se convirtió en hábito, primero, y más adelante en una clara dependencia y empezó a tener consecuencias. Lo que empezó siendo una copita en el vaso de leche al irme a dormir, para conseguir descansar bien, no tardó mucho en convertirse en: también una copita para después de la comida no me vendrá nada mal y, pasado algún tiempo, otra copita nada más cenar, con independencia de la que tomaba en la leche cuando me iba a dormir, tampoco sería malo. Al cabo de unos meses establecí una especie de calendario: cada tres meses que pasaban yo aumentaba un poco la cantidad de ginebra diaria que me concedía. Más o menos, cada vez aumentaba en media copita la cantidad de ginebra que bebía, coincidiendo con los exámenes trimestrales.
Durante el transcurso del primer año de instituto en mi nueva residencia, mi consumo de alcohol se convirtió ya en habitual, llegando a beber al final alrededor de unas tres copitas diarias. Siempre tenía presente que debía estar en buenas condiciones para acudir a clase sin que nadie advirtiera nada. Eso lo mantuve a rajatabla todos los días que duró el curso.
Sin embargo, ya bien avanzado, más o menos en Marzo, empecé a hacer una excepción; esta vez relativa a los fines de semana y otros días de Fiesta. En esas ocasiones bebía también alguna que otra copita entre horas, llegando fácilmente a las cuatro copitas a todo lo largo del día. Las llamo copitas, porque no eran esas copas panzudas que suele tomarse la gente mayor, sino esos pequeños chupitos que a veces te ponen en un restaurante cuando pides la cuenta y dicen que al chupito final te invita la casa.
Con esas cifras de consumo llegó la finalización del periodo de clases: últimos de Mayo y mediados de Junio. Yo me encontraba de maravilla en esa situación. Todo iba sobre ruedas; llevaba muy buenas notas en los exámenes parciales que ya había realizado, y los que quedaban no eran para mí los más complicados. Eran las llamadas Marías: esas que siempre te aprobaban; gimnasia, etc.
Pero sucedió algo que jamás pude ni siquiera llegar a imaginar. No había ocurrido nunca antes y por ello resultó totalmente inesperado para mí.
Pensaba que ya tenía suficiente experiencia con la bebida y que mi consumo de ginebra lo tenía dominado, pero el sábado 28 de Mayo entró en juego un factor desconocido y no supe cómo controlarlo.
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