Mi mejor amigo se coge a mi hija en una parrillada en casa
En una parrilla familiar descubrí que mi mejor amigo casado se folla a mi hija Verónica, y yo solo escucho sin interrumpir.
Criar a Verónica en solitario había sido una batalla campal. Desde que sus caderas se ensancharon y su mirada adquirió ese destello de desafío, mi vida se convirtió en una sucesión de portazos, gritos y chicos con el morro hinchado esperándola en la puerta. Mi hija era un imán para el conflicto, una ninfómana de 16 años cuyo apetito insaciable convertía nuestra casa en una puerta giratoria de testosterona y corazones rotos. Verónica era pequeña, apenas 1.52 metros, pero su presencia era inmensa. Su piel blanca contrastaba con una cabellera negra y larga que le caía hasta la cintura. Su cuerpo era un monumento a la provocación: un culo redondo y prominente que parecía diseñado para agarrarse, y unas tetas paradas y pequeñas que se erguían desafiantes bajo cualquier tela. Y entre sus piernas, escondía un tesoro que había causado todos mis problemas. Pues cada semana el cuarto de ella se convertía en una maratón de gemidos y adolescentes pubertos cogiendose a mi Hija, ya perdí la cuenta de cuantos han entrado.
Esa noche de domingo, la parrilla era mi tregua. El humo del carbón y el sonido de las risas eran un bálsamo temporal. Santiago, mi mejor amigo desde que éramos unos críos, estaba en su elemento. Era todo lo contrario a mi hija: un coloso de 1.85 metros, moreno y robusto, con unos brazos y un pecho velludos que hablaban de su virilidad. Sus piernas eran grandes y poderosas, capaces de sostener su cuerpo con una firmeza animal. Y bajo el pantalón, sabía por las charlas de vestuario, que portaba una verga negra y gruesa de unos 17 centímetros, con una cabeza rosada que la hacía aún más imponente. Su esposa, Charo, sin embargo, tenía la cara larga. Las once de la noche marcaron el punto de inflexión.
—¡Santiago, ya es suficiente! —gritó ella desde el otro lado del patio—. ¡Tienes que trabajar mañana! ¡Vámonos!
—Afloja, Charo, cariño. Es el fin de semana —replicó él, vaciando otro vaso de whisky.
La discusión escaló hasta convertirse en una batalla campal. Charo, con los ojos inyectados en sangre, reunió a los niños, los metió en el coche con una violencia que hizo temblar el portón y se fue en una estampida de neumáticos y rencores, dejándolo a él plantado en medio de mi jardín. Santiago se encogió de hombros, se sirvió otra copa y se hundió en la conversación, como si el desprecio de su esposa fuera solo una anécdota más.
La fiesta se disolvió lentamente. Yo, agotado, me retiré a mi cuarto. Mi habitación estaba pegada a la de Verónica. A través de la pared, el silencio inicial fue roto por el sonido característico de un colchón que cede. Luego, un gemido ahogado. No era un gemido de dolor, era de pura rendición. Supe al instante qué estaba pasando. Mi estómago se hizo un nudo, pero no me moví. Era el sonido de mi hija, un sonido que, por desgracia, me resultaba familiar.
Pero entonces, otra voz se unió al coro. Una voz ronca, entrecortada por el esfuerzo. La voz de Santiago.
—¿A quién le perteneces, Verónica? —escuché que le susurraba él con una posesión que me erizó la piel.
—A ti, Santi… solo a ti —respondió ella con un gemido que era pura sumisión.
El ritmo se hizo más frenético. Los gemidos de Verónica se volvieron más agudos, más urgentes. El sonido de sus cuerpos chocando era una percusión brutal y constante que taladraba la pared y mis oídos. No era el sexo torpe y rápido de los adolescentes que solía oír. Esto era diferente. Era profundo, animal. Imaginé a mi pequeña Verónica, con su culo redondo en alto, siendo despedazada por el cuerpo robusto de Santiago.
—Mira cómo me tomas… Eres una zorra perfecta —la voz de Santiago era un gruñido bajo y dominante — tu coñito es tan pequeño y jugoso, mira como me haces chupa chupar por dentro Joder Nena!
El primer clímax fue una explosión de gritos y jadeos que resonaron en toda la casa. Hubo un silencio, y luego el sonido de pasos. Pensé que se había acabado, pero me equivoqué. La escena se trasladó.
—Ahora quiero que me la chupes. Quiero sentir esa lengua mágica —oí a Santiago.
—Con gusto, mi amor —respondió ella.
Los sonidos cambiaron. Se hicieron más húmedos, más sucios. Escuché los jadeos sofocados de él, los murmullos de aliento de ella. «Así, sí… Joder, Verónica, nadie me la chupa como tú. Eres una artista». Las palabras de mi mejor amigo, adulando a mi hija por su habilidad en la cama, eran una puñalada retorcida en mis entrañas. Luego, sus roles se invirtieron. Los gemidos de Verónica se volvieron incontrolables, agudos y prolongados. Era el sonido de una mujer perdiéndose por completo en el placer.
—¡Santi, sí! ¡Sí! ¡No pares! ¡Ah, ahí! ¡Dios, tu lengua! —gritaba sin el menor pudor, sabiendo que yo estaba al otro lado de la pared.
El segundo clímax de ella fue un grito ahogado contra la almohada, seguido de un silencio momentáneo. Pero no duró. Volvieron a la cama y el ritmo de la penetración vaginal comenzó de nuevo, más profundo, más posesivo. Imaginé su verga gruesa y negra abriéndose paso en la vagina pequeñita y rosada de mi hija, estirándola, llenándola por completo.
—Mírame a los ojos cuando te follo —le ordenó Santiago—. Quiero verte cuando te lleno.
Escuché el crujido de la cama, ahora con un ritmo constante y poderoso. La pared vibraba con cada embestida. Era un misionero brutal, lento y profundo. Sentía las vibraciones en el cabezal de mi propia cama.
—¿Te gusta? ¿Te gusta como te doy mi polla? —preguntaba él.
—Sí, papi… es mía… dame toda tu leche —suplicaba ella.
El tercer clímax fue más silencioso, pero intenso, un gemido prolongado de él que se mezcló con el llanto de placer de ella. Pensé que con tres sería suficiente. Qué ingenuo.
El sonido de los pies descalzos sobre el parqué los llevó al otro lado de su cuarto. Oí un golpe sordo y el crujido de madera.
—Sube ahí —ordenó Santiago. Era el escritorio de su computadora.
—Santi, no… ahí mis libros… —protestó ella con una voz débil que no era convincente.
—Ahora mismo, este escritorio es mío. Y tu culo también —replicó él con una autoridad que no admitía discusión.
Lo que siguió fue un sonido diferente. Un chapoteo rítmico y los gemidos de Verónica, ahora más entrecortados, mezclados de dolor y placer puro. Estaba sobre el escritorio, y él la estaba follando por el culo. El ritmo era salvaje, sin piedad. La madera del escritorio gemía bajo el forcejeo, y yo sentía las vibraciones a través de la pared como si estuvieran perforando mi propia alma.
—¡Sí! ¡Fóllame el culo, papi! ¡Dámelo todo! —gritaba, perdida en una furia erótica.
El cuarto clímax fue un rugido gutural de él que pareció partir el mundo en dos.
Finalmente, silencio. Un silencio denso y pesado. Me quedé rígido en la cama, sin aliento. Escuché sus susurros, palabras de cariño que no tenían sentido alguno. «Eres mía», «No dejes que nadie te toque». Él la trataba como su esposa, y ella lo aceptaba como su dueño.
A la mañana siguiente, bajé a la cocina con el alma a cuestas. El sol del domingo se colaba por las ventanas, bañando un desorden de botellas y platos sucios. Y allí, en el sofá, dormido como un tronco, con la boca abierta y un brazo colgando, estaba Santiago. En bóxer y con la polla afuera, aun húmeda de todo lo que hizo con mi hija durante la noche.



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