Morir de amor
Aquí relato una larga historia de encuentros y desencuentros donde se muestra el verdadero amor y lo que éste hace cambiar profundamente a los protagonistas en sus costumbres, pero también aceptan sacrificar una felicidad en aras de los hijos..
Profesores ambos, se conocieron en un curso sabatino de actualización en el que coincidieron. Su atracción fue mutua y en los descansos platicaban mientras tomaban el café. En la segunda sesión ya sabían que los dos se habían divorciado recientemente, que habían nacido en el mismo año. En la tercera sesión, Verónica, con menor experiencia como docente –ya que ella se había retirado del trabajo en las aulas cuando se casó y regresó ocho años después, al divorciarse. Estaba obligada a obtener excelentes calificaciones en ese curso para obtener la definitividad de su plaza en el magisterio– le pidió a Leonardo que revisara uno de los trabajos que debía entregar a su inspectora.
–Según yo, ya está concluido, pero quiero estar segura de que nada falta y saber si es de buena calidad –le dijo entregándole una copia del documento–. Si te es posible, dame tu opinión el martes –concluyó con tono suplicante, aunque las palabras pertenecían al modo netamente imperativo al no agregar un “por favor”, como mínimo al concluir.
–¿A qué hora y a dónde puedo hablarte? –preguntó Leonardo.
Con ello quiso dejarle claro que, si bien conocía varios aspectos de su situación sentimental, no le había su número telefónico ni su dirección, sólo sabía su nombre, el nombre de la escuela, el turno y los grados que atendía. Información que todos los participantes dieron al grupo en el momento de su presentación.
–¡Perdona, es que ya te he platicado mucho de mí y no te he dado ni mi número telefónico…! –expresó ella poniéndose a anotar su teléfono en el cuaderno y arrancó la hoja para dárselo –Puedes hablarme a cualquier hora. Por lo general estoy, con seguridad, entre siete de la noche y seis de la mañana. No te preocupes por la hora.
Leonardo tomó el papel que le dio Verónica y le añadió el nombre de ella. “Perdón, suponía que no olvidarías de quién sería”, dijo ella con un tono de insatisfacción.
Justo a las 21:45 del día que se presentaba la única Luna llena de marzo, Leonardo marcó el teléfono de Verónica para darle sus observaciones sobre el trabajo que revisó. “Sus hijos deben estar dormidos y seguramente ella no, pues espera mi llamada”, se dijo recorriendo uno a uno los seis dígitos en el disco.
La charla inició con las aclaraciones de rigor, luego pasó a las precisiones sobre el documento y unas sugerencias de ampliación en las prácticas que ella proponía a los alumnos y la razón de éstas.
–No cabe duda que “el que sabe, sabe” –dijo Verónica aceptando incluir las propuestas.
–Quizá no te resulte tan claro lo que acabo de decirte, pero mañana paso a tu escuela y te dejo un guion que hice de la práctica –prometió Leonardo.
–¿A qué hora pasarías? –inquiere ella.
–En la mañana, cuando pueda, y se lo dejo al conserje o portero. Así que avísale cuando llegues, para que lo reciba y no me entretenga de más –ordena Leonardo.
–¡Oh!, ¿ya tienes prisa por colgar? –pregunta Verónica, temiendo haber molestado a Leonardo dado lo imperativo de su tono.
–No, no, aunque ya estoy acostado, aún no cierro la cortina y me serví un vaso de vino, puedo seguir charlando, está hermosa la Luna –Dice Leonardo, quien descansa desnudo; piensa en ella meneándose el pene y viendo hacia la ventana.
Él escucha que la bocina del teléfono es depositada sobre una superficie dura, quizá la mesa o el buró, y queda intrigado por el silencio breve, seguido de otros ruidos que no puede identificar. Unos segundos después identifica que la bocina es arrastrada.
–¡Sí, está bonita, completamente llena! Ya abrí la cortina –exclama Verónica entusiasmada.
Leonardo piensa en que sería bueno tener con quién festejar su cumpleaños, el cual es precisamente ese día, pero lo calla. Ella le comenta la última vez que tuvo tiempo de ver la Luna, pues fue gracias a su luz que pudo ver el cuerpo de su exesposo que borracho se había quedado dormido en el cajón donde le correspondía estacionarse a ella. Comienza así una serie de hechos por los cuales había tomado la decisión de divorciarse de su esposo dipsómano. Ella detiene su perorata una vez recorrido el calvario hasta llegar a ese momento, donde muy pocas veces Leonardo dio muestras de estar al otro lado de la línea.
–Hola, ¿aún sigues ahí? –pregunta Verónica al darse cuenta que habló casi dos horas seguidas sin considerar a su escucha, que no interlocutor.
–Sí, te sigo escuchando. ¿Ya te vas a acostar? –le pregunta Leonardo, quien había escuchado con interés y asombro pensando reiteradamente “Esta niña tiene necesidad de hablar”.
–Acostada estoy, ya metida en la cama y con mi mameluco puesto. ¿Tú ya te pusiste el pijama?
–No, yo duermo desnudo –responde Leonardo y se da varios jalones frenéticos en el tronco de su miembro imaginando que tiene a Verónica enfrente.
–… –Ella queda en silencio y Leonardo piensa que escuchó los chasquidos que causó el prepucio en su viaje.
–¿Bueno? ¿Ya te dormiste? –pregunta procurando que no se note la falta de aire en su voz y suspende la paja absteniéndose de jalar una profunda bocanada de aire.
–No, sólo pensaba… –dice ella en tono enigmático.
–¿Qué pensabas? –pregunta Leonardo, seguro de que Verónica identificó los chasquidos.
–En que me gustaría que la Luna fuese espejo para verte y saber qué haces… –llevando su mano a la vulva al deducir las acciones que obligaban a su interlocutor hablar tan cortadamente.
–Lo sabes, hablo por teléfono con una mujer muy hermosa y te invito a que el sábado nos vayamos a comer a la salida del curso –dice Leonardo para cambiar la dirección de la plática.
–¡Uy, no puedo!, quedé de comer con un amigo en su casa y no sé a qué hora terminemos –aclara ella.
–Bueno, si para el domingo ya te desocupaste de esa visita, podemos vernos –insiste Leonardo con tono de “ya sé qué van a hacer”.
–Ja, ja, ja, no es lo que tú crees, pero no sé a qué hora regrese ni en qué estado, a él le gusta la bohemia y esas reuniones se ponen muy alegres. Yo voy a cooperar con un platillo. Mhh, creo que tampoco podré el domingo.
–¿¡No sabes cuándo terminas la reunión!? –grita asombrado Leonardo.
–Ja, ja, ja, no se trata de la reunión. El domingo debo ir a Cuernavaca a recoger unos documentos de mi automóvil –precisa ella y explica con detalle las razones (su primo, dueño de la agencia, le dio el crédito para la compra, sin aval).
–¿Puedo acompañarte?
–¡Claro que sí! Te espero a las ocho de la mañana en mi casa para irnos de aquí o paso por ti –contesta muy segura.
–Me parece bien la segunda opción, pues no sé dónde vives –dice Leonardo socarronamente.
–¡Ay, qué tonta! Es que me parece que nos conocemos desde hace mucho –le dice a Leonardo en tono jocoso y le pide que anote la dirección–. Mejor tú vienes, pues yo vivo en Copilco y la salida a la autopista está cerca de aquí.
Ese domingo continuaron platicando, pero ahora ella hizo preguntas sobre las razones del divorcio de Leonardo y así estuvieron mejor enterados la una del otro –Verónica supo que la exmujer de Leonardo no quería ser discreta con sus relaciones extramaritales y que, además, éstas no se restringían a sus amantes, sino que incluyeron a otras parejas de sus familiares y amistades cercanas a la familia de ella. Sí, también que Leonardo se la tiraba a de vez en cuando–. En el trayecto del viaje, a ella se le subía con facilidad la corta y ligera falda que usaba, y Leonardo no quitaba la vista de las piernas tan hermosas de la dama, pero no le era fácil ocultar la erección que le generaban las fantasías debido a esa visión. Ella manejaba atenta al camino y se acomodaba frecuentemente la falda, pero lograba ver de soslayo el bulto crecido de Leonardo. No, más allá de los calentones que cada quien se daba por lo que veía o por los comentarios cuando hablaban de sus costumbres sexuales con sus parejas respectivas, no pasó nada.
Leonardo supo que ella se excitaba, pero que ni su esposo ni otros intentos de pareja la habían satisfecho, pero ya estaba participando en una terapia grupal conducida por un analista con experiencia en sexualidad. A su vez, Leonardo explicó que le molestaba enormemente la conducta de su entonces esposa, pero que también disfrutaba las nuevas caricias que ella le daba, debido a esa práctica con otras parejas.
Ambas posiciones les eran extrañas, porque Leonardo siempre había tenido la impresión de que las mujeres disfrutaban mucho los encuentros sexuales, tanto su exesposa como las mujeres que lo buscaron para hacer el amor, casadas todas ellas, por cierto. Verónica, por su parte no asimilaba que un hombre no le hubiese reñido a su esposa desde el primer amante que descubrió, sin tener que esperar a que hubiese otros.
El miércoles siguiente fueron al cine, y en el estacionamiento sí pudieron besarse y manosearse mutuamente como si fuesen adolecentes pues ambos habían fantaseado con esa oportunidad. Al siguiente domingo fueron de paseo con cuatro niños, dos parejas respectivas, las edades de sus hijos: 9, 8, 7 y 6. El martes siguiente ella se reportó enferma de la garganta y le recetaron antibióticos inyectados, por lo que le pidió a Leonardo que él la inyectara. “Si no sabes, aprendes; yo te digo cómo”, le pidió en tono seguro. “Yo no sé ponerlas con jeringa de aguja, sólo sé de las otras, de las que hacen niños”, le respondió Leonardo. “También de esa quiero, pero no te preocupes, uso DIU”, insistió ella y se fueron al hotel esa mañana. Sobra decir que Leonardo sí aprendió a poner las inyecciones intramusculares, había suficiente espacio, y también gozaron con las que Leonardo había ofrecido a Verónica…
Al mes, después de furtivas noches en las que Leonardo llegaba tarde y se retiraba temprano, Verónica decidió hablar con sus hijos para hacerles saber que Leonardo dormiría con ella. La felicidad de Verónica era notoria e irradiaba una alegría y sensualidad nunca antes vista por sus familiares y amigos.
No era para menos, tenía sexo al menos tres veces al día y, quincenalmente maratones desde el viernes en la noche hasta el lunes en la mañana, el último encuentro sexual era en la ducha a las seis de la mañana. “Quiero morir como mueren los calamares”, le decía Leonardo cada vez que quedaba extenuado sobre ella. Verónica descubrió que no era frígida, según su analista; el único inconveniente era que sus hijos, y los hijos de Leonardo, también se enteraron de ello por los gemidos, gritos y expresiones que ella no podía acallar cuando Leonardo le hacía el amor. Ella debió explicarlo de alguna manera a los cuatro niños, y los hijos de Leonardo habrían comentado algo con su madre, porque después de esto, Victoria, la exesposa de Leonardo, también hacía los mismos ruidos con sus intermitentes parejas, además que Leonardo ya era refractario a los requiebros de ella.
Las vacaciones las disfrutaban Leonardo y Verónica paseando con sus cuatro hijos por lugares nunca antes visitados, montados en una combi equipada para acampar que le prestaba el hermano de ella. Hicieron el amor en más de la mitad de los estados del país.
Ciertamente, sus ingresos juntos no eran muchos, pero sí suficientes, aun con la merma que sufría Leonardo debido a la pensión que le daba a su esposa. Por si eso fuera poco, José, el exesposo de Verónica, decidió no pasarle pensión a ésta, aduciendo que no tenía empleo, lo cual no era tan cierto pues sí tenía trabajos eventuales, aunque mal pagados, y frecuentemente tenía que echar mano de la generosa liquidación que recibió cuando lo despidieron.
No fue fácil para ninguno este cambio. Principalmente para José, pues cambió radicalmente. De nada habían servido las terapias en AA ni los tratamientos para dejar de beber, tampoco el que lo despidieran de su bien pagado empleo, ni el divorcio o haber tenido varios accidentes en su vehículo. Esta vez, ante el deslumbrante cambio que se veía en su exesposa, sí le quedó claro que había tocado fondo. Sin embargo, las cosas cambiaron para bien en casi todos, excepto en la relación de Victoria con su hijo Leo que se fue deteriorando conforme Leo entraba en la adolescencia. Ya se lo había vaticinado Leonardo cuando le pidió que, al divorciarse, su hijo se quedara con él. “Esas son patrañas de los psicólogos machistas”, respondió ella. Pero a los tres años, la realidad la golpeó brutalmente y no tuvo más inspiración que correrlo de su casa un par de veces, obligándolo a refugiarse con sus abuelos maternos la primera vez y con los paternos en la segunda. En ambas ocasiones, ella fue a pedirle a su hijo que regresara a casa y el niño aceptó regresar.
Leonardo había disfrutado de la voluptuosidad de Verónica y la amaba. Pero también admiró a José quien dejó de beber, aunque seguía fumando mucho, y cambió radicalmente el trato con sus hijos y su exesposa, consiguió un nuevo empleo y escaló rápidamente hacia puestos de mayor responsabilidad con mejores ingresos. Sin embargo, José seguía molesto con Leonardo, a quien al principio había culpado de todos sus males, pero ahora ya sólo eran celos y, si bien no era amable en el trato, si era respetuoso con él. José le pedía frecuentemente a Verónica que regresaran y ella se negaba. Leonardo le pidió a Verónica que se casaran, ya tenían año y medio viviendo juntos, y ella le dijo “Por ahora no, primero debemos buscar una casa más grande donde quepamos los seis. Después de eso, ya veremos…”
Leonardo no entendía por qué Verónica le daba largas a la propuesta de matrimonio y creyó que ella lo hacía porque veía en José una transformación para bien y quizá regresar con él tendría ventajas para los hijos. “¿Por qué no vuelves con José?, él ya es como tú querías que fuera”, le preguntó una vez a Verónica y ella contestó molesta en forma categórica: “Si alguien le dice a su pareja que ya terminó todo, ésta no debe suplicar por lo contrario.”
Verónica y Leonardo habían planeado ir a la zona del Cañón del Sumidero en las vacaciones de verano, pero, Victoria había resuelto el problema legal donde ella aceptaba que la custodia de su hijo Leonardo pasara a ser del papá. Ello requería de un tiempo de adaptación entre Leonardo y su hijo e hizo las modificaciones sin consultarlo con Verónica, sólo le informó de lo que planeaba hacer: Remodeló su departamento y previó que esas vacaciones las hicieran padre e hijo solos. A los pocos días de que ya vivían los dos en el departamento, aunque a veces iban a dormir a la casa de Verónica, o ella iba a dormir con ellos. Una noche llegó ella y con los ojos húmedos se dirigió a Leonardo.
–Sólo he venido para decirte que lo nuestro ha terminado –dice por toda explicación, sin concluir su entrada.
–Pero… ¿Qué te ocurre? –inquiere alarmado al tomarla de las manos cambiando el semblante de su rostro por otro de sorpresa y compungido.
–No pasa nada. Ya no podemos seguir con nuestra relación. Eso es todo –musita dejándose abrazar.
Le quita el bolso y lo pone sobre una mesa; la lleva hacia el sofá y, sin separarse, se sientan. Ella llora recargada en el pecho de quien trata de reconfortarla; pero unos minutos después se levanta y toma su bolso para disponerse a salir.
–Es todo lo que vine a decirte. Adiós.
–No. No te vayas ahorita. Ya es muy tarde –dice él quitándole el bolso de sus manos para volver a depositarlo en el mismo sitio que antes–. Al menos quédate esta noche –le pide antes de besarla y acariciarla como le dicta su olfato cada vez que la tiene cerca.
Él entiende que nada puede hacer, porque así lo expresó Verónica un par de meses atrás; en su mente resuenan categóricamente las palabras de ella: “Si alguien le dice a su pareja que ya terminó todo, ésta no debe suplicar por lo contrario.”
Ella no insiste, su lengua navega ya en la boca de su amado. Abrazados caminan hacia la cama. Siguen con los juegos del cuerpo que les son tan gratos. Se desnudan y, como si nada hubiera pasado, se acuestan a intercambiar mimos apasionados y horas de placer hasta que el cansancio los vence.
Cuando la alborada llega y el trino de los pájaros la despierta, Verónica se levanta. Mientras se viste, lo contempla con ternura. Le satisface la quietud del sueño profundo que ella le ha causado con el postrer placer que aceptó regalarte. No puede evitar que sus ojos empiecen a verter llanto.
Al tomar el picaporte para salir, con el ruido que hace el pestillo al correr, Leonardo despierta.
–Adiós, amor –es todo lo que ella dice.
–Adiós –contesta él entre sueños, pero no hace algo para detenerla.
Se escuchan, al cerrar, la puerta interior y el portón. Una historia, feliz, ha concluido.
¿De verdad ha concluido?
***
Llamó a Leonardo para entregarle ropa y otros objetos personales que habían quedado en su casa. La entrega fue antes de entrar a dar sus clases, frente a la escuela, para evitar cualquier plática adicional. Por su parte, Leonardo le llevó un libro que pertenecía al padre de Verónica y algunos objetos personales de ella. Verónica se puso triste y el gesto sombrío debió acompañarla por varios años, lo cual percibieron de inmediato todos los que la rodeaban, pero después se fueron acostumbrando a verla retraída. Solamente en sus clases ella era alegre y los alumnos la adoraban. “Sí, la educación es una tarea que vale la pena realizar con alegría” se decía a sí misma recordando las palabras de Leonardo, las cuales la acompañarían hasta su jubilación.
En una reunión familiar, Verónica se ensimismó recordando a Leonardo. Una sobrina le preguntó “¿Por qué estás tan triste, tía?”. “¡Por pendeja!” contestó ella muy molesta, y la sobrina calló para no importunarla más.
Al cabo de medio año de la separación, Verónica y Leonardo se encuentran en un congreso y se saludan a lo lejos. Él va acompañado de Elena, una chica muy joven que Verónica conoció en algún otro curso intensivo de actualización antes del que había conocido a Leonardo. Recordó que Elena no sólo destacaba por su juventud y belleza sino aún más por su inteligencia crítica, la cual asombraba a los profesores. “Bonita pareja” expresó para sí misma con tristeza. Quiso la casualidad que, allí, en uno de los desayunos, ellos se sentaron en una mesa contigua. No pudo terminar de desayunar y prefirió salir para evitar que los demás la vieran llorar. Lo peor vino más tarde, cuando Elena y Verónica coincidieron en un taller sobre el uso de materiales concretos. Allí, Verónica se quebró por completo y comenzó a llorar. Afortunadamente, Licha, una de las conductoras del taller, se dio cuenta que algo malo le sucedía a Verónica y de inmediato fue a atenderla. Cariñosamente la abrazó y la llevó fuera del aula. Licha leyó en el gafete de Verónica el nombre de ésta y se dirigió a ella con amabilidad.
–¿Qué te pasa Vero? ¿Te sientes mal? ¿Te duele algo? –preguntó preocupada para saber si requería atención médica.
–¡Sí, creo que Leonardo y Elena andan juntos! –espetó con ira.
–¡Eso es público y notorio! Se ven felices a pesar de la diferencia de edad ¿Eso en qué te afecta? –preguntó ignorante de la situación, aunque la conductora y Leonardo formaban parte del comité que organizó el congreso.
–Es que… –y Verónica empezó a contarle la relación que habían tenido, además del arrepentimiento de su proceder.
Más tarde, Licha, colega de Leonardo desde una década atrás y con quien había realizado labor académica, de difusión e incluso de política sindical, creyó que con sus cinco años mayor que él, debía reclamarle algo. Así que le contó lo que había ocurrido.
–Verónica terminó conmigo –contestó Leonardo sin mayor explicación.
–Sí, y te conseguiste una niña doce años menor para no tener qué discutir. ¿No sabes que, a veces las mujeres queremos que nos tomen en cuenta? Deberías saberlo, conozco al menos siete mujeres que quieren algo contigo, ¡y tú ni te enteras! –reaccionó molesta.
–Yo sólo sé de cuatro –contestó Leonardo dando los nombres de tres–: y contigo cuatro, ¿quiénes son las otras tres?
–¡Vete a la chingada!, encuéntralas tú para que te las cojas –gritó enojada y con la cara roja que la delataba también avergonzada.
El asunto no terminó tan mal para Licha, pues meses después ella le pidió a Leonardo que revisara la prueba escrita para el concurso de oposición cerrado con el que ésta aspiraba a la mayor categoría académica. Faltaban pocos días para la entrega cuando Leonardo recibió los documentos y esa misma noche le habló por teléfono para decirle “No te atrevas a entregar esto. La parte teórica está excelente y pugnas por unas propuestas innovadoras, pero en la sección de la propuesta didáctica referente al tema que te impusieron echas abajo lo anterior desarrollándola de manera tradicional”.
De inmediato, Licha se dio cuenta de la contradicción y sabría que el Jurado la haría polvo. “¡Dios mío, es cierto! ¿Qué haré ahora si el tema es de los de mayor dificultad y ya no hay tiempo?” dijo angustiada. “¡Pues habrá que trabajarlo desde ya! Trae lo que puedas, yo tengo aquí bibliografía suficiente y empecemos”, propuso Leonardo. “¡Gracias, llego a tu departamento inmediatamente!” contestó ella esperanzada. Afortunadamente el hijo de Leonardo se había ido a dormir con sus abuelos y no sería molestado. había dos camas disponibles en diferentes cuartos para descansar cuando fuese necesario.
Al llegar a la casa de Leonardo, éste le acercó una pila de libros, con papeles marcadores, donde había sugerencias de actividades específicas, para que los fuese leyendo en el orden que él se los entregó. En tanto, Leonardo comenzó a escribir el boceto de una planeación para desarrollar por completo la sección que habría de ser sustituida. Pidió unas Pizas para cenar y cuando Licha terminó la lectura pasaron a discutir la planeación escrita que había hecho Leonardo.
–Aquí habrá que desarrollar las actividades sugeridas que acabas de leer. Acá debemos trabajar para generar otras que son necesarias, ya tengo algunas ideas –explicó señalándole el boceto escrito donde había secciones enmarcadas en diferentes colores.
El semblante de Licha, antes preocupado, ahora mostraba mucha confianza en terminar a tiempo. Escribió siete u ocho páginas de corrido, las cuales Leonardo leyó y corrigió tachando o añadiendo textos conforme ella se las iba entregando, hasta que, cansada revisó y aprobó las modificaciones propuestas por Leonardo y discutieron algunas otras para entenderlas mejor.
–¡Gracias!, creo que puedo continuar sola. Por ahora hay que dormir –dijo Licha y dio un bostezo.
–¿Dónde quieres dormir? –preguntó Leonardo mostrándole las dos recámaras.
–¿Dónde vas a dormir tú? –preguntó ella a su gentil anfitrión dando un evidente acento de provocación a sus palabras.
–Donde tú no quieras, o donde tú quieras, todo depende de lo que desees… –contestó Leonardo en el mismo tono en que Licha había preguntado.
–Creí que nunca me lo pedirías, es algo que he deseado desde hace mucho tiempo: conocerte mejor –dijo Licha antes de darle un beso donde introdujo la lengua en la boca de Leonardo y lo abrazó.
Él, sin separar las bocas, la condujo a una de las recámaras y se desvistieron mutuamente.
Al día siguiente, mientras desayunaban, cada quien habló a su respectivo centro de trabajo para avisar que no irían a laborar. Se pasaron el día terminando la sección faltante del documento, de manera sincronizada: haciendo las ilustraciones necesarias y mecanografiándolo. A la mañana siguiente, Licha sacó las fotocopias necesarias y lo entregó en el máximo plazo permitido.
Sobra decir que la prueba escrita fue aprobada por unanimidad y que lo festejaron otras veces más, de la misma forma en que habían iniciado la tarea.
Fueron pocas las veces que hicieron el amor, en cada una de ellas supieron más de ellos mismos, de sus frustraciones, complejos y deseos. En otras, hacían el amor con fondo musical, variado. Una ocasión, en el sonido estaba una nueva canción: “El gato y yo”, con Amanda Miguel. A Licha le resonó en su interior debido a que ella había intentado varias ocasiones acercarse a Leonardo para detonar los deseos sexuales de él.
–Te me figuras un gato enorme –aseguró Licha esa vez, en medio de un orgasmo, pero el rasguñado fue Leonardo.
Licha se apenó mucho, al cabo de unos minutos, cuando descubrió los rayones ensangrentados sobre la espalda de Leonardo.
–Ya no me arde. Además, valió la pena ver tu rostro mientras me rasguñabas –le dijo Leonardo mintiendo en lo primero y no sabiendo si lo segundo era completamente verdadero.
Todas las veces se mostraron muy complacientes, aunque no siempre lograron lo que se proponían pues eran fantasías absurdas. Se dieron muchas cosas que los hicieron crecer. Aunque Leonardo veía hermosa a Licha, pues la conoció bastante con esas experiencias amorosas, le faltó decírselo explícitamente. A ella le preocupaba el hecho que fuese mayor que él, y en su inseguridad le preguntaba si creía que físicamente era atractiva.
–¡Claro que lo eres y también tu cuerpo es elegante!, incluso tu ombligo…–le aseguraba Leonardo al lamerlo. Esa referencia se debía a que ella le confesó que en una operación quirúrgica en su juventud lo había perdido, pero se lo reconstruyeron.
Las condiciones cambiaron, Leonardo se casó con Elena y ya no había manera de darle un espacio adecuado a la relación sexual con Licha, así que sólo mantuvieron la de amistad.
Por su parte, Verónica tuvo que regresar pronto a sus terapias con el analista, quien antes ya la había dado de alta, ya que sufrió una fuerte depresión desde el rompimiento con Leonardo. Su conclusión fue que debía olvidarse de él y vivir lo mejor que pudiera, pero debería ser sola, si acaso con relaciones sexuales casuales e informales. Cinco años después de aquel congreso donde Verónica encontró a Leonardo y Elena juntos, volvió a cruzarse con él en un centro comercial. Leonardo iba acompañado de su hija, ahora casi adulta, y llevaba una carriola con una niña de medio año. Verónica se sorprendió y pensó que era una nieta de Leonardo. La sonrisa de asombro y de pregunta, fue contestada por Leonardo.
–Es mi hija, y de Elena –dijo dando explicación a la duda–. ¿Vienes sola?
–No vengo con José y mis hijos –señalando hacia uno de los pasillos.
Leonardo volteó y vio a José abrazando a sus hijos que miraban atentos el encuentro, en silencio y expectantes, abrazados los tres temiendo un cataclismo. Leonardo entendió que no era conveniente hablar más y se despidieron sin estrecharse la mano para que no se propagara el fuego que ambos sabían se había mantenido latente.
Esa noche, Verónica aceptó la propuesta que innumerables veces le había hecho José: “volvamos a vivir juntos” e hicieron el amor con mucha ternura. No es que en cinco años no lo hubiesen hecho alguna vez, pero siempre ensombrecía a la mente de José sabiendo que ella sólo lo hacía por simple lujuria, tal como lo hacía con otros que también la buscaban y le proponían casarse o al menos vivir como pareja. Sí, esa lujuria la desató Leonardo y la cultivó por casi dos años, aunque, para ser justos, también Leonardo aprendió en Verónica a amar de verdad.
Dos años después, Verónica y José tuvieron otro hijo. Desde que vivieron juntos, José y Verónica fueron padres ejemplares, siendo uno para el otro. Cierto es que Verónica nunca pudo olvidar a Leonardo ni él a ella; incluso continuó escribiendo relatos sobre lo que había ocurrido entre ellos y haciendo poesía donde Verónica era el centro del tema. Sin embargo, ambos tomaban ese pasado como una lección que les trajo beneficios a los dos y a sus familias.
Pasados más de veinte años, Leonardo ya vivía en una ciudad apacible, relativamente lejana a la gran urbe que era la capital del país. encontró por accidente, más que casualidad, una foto en Internet, en la página de una revista peruana que reseñaba eventos sociales. En ella estaba la hija de Verónica, con el nombre incluido, y otras personas más, una que a todas luces era Verónica, aunque no concordaba la edad que ella debía tener, con la juventud de la mujer mostrada. Leonardo descargó la fotografía y buscó datos de José, de Verónica y sus hijos. Encontró las páginas de FaceBook de los padres, pero sólo estaba accesible al público una foto de José, quien sí mostraba la edad correspondiente. De allí pudo saber las páginas de sus hijos donde había fotos accesibles de todos, menos de Verónica.
Siguió hurgando en Internet, pues él sabía datos muy confidenciales de Verónica, los cuales pudieran llevarlo a averiguar más y encontró el correo electrónico. Se armó de valor y le envió un correo con la foto anexa, recortando y ampliando la imagen donde él la identificaba, y como texto “Me encontré ésta en la red, ¿eres tú?”
Como respuesta recibió “Por supuesto que no, esa es mi sobrina y tiene la edad que yo tenía cuando te conocí hace 22 años (y los mismos kilos). Por desgracia no conservo ninguna foto de esa época. Te adjunto una foto de la boda de mi hijo donde estamos mis tres hijos (tengo una muñequita de 13 años), mi nuera, José (con quien regresé hace 16 años) y yo.»
En el segundo correo ella decía: “doy clases a un sólo grupo y el resto del tiempo lo paso en un proyecto que se llama Red Escolar, esto es: facilitar a los profesores de las diferentes asignaturas el aula de medios con las 20 computadoras en red que en ella se encuentran para que trabajen los alumnos dentro de su hora de clase. Cuento con Internet por lo que abro mi correo todos los días, pero esta cuenta la abro poco, y en vacaciones MENOS, aunque prometo hacerlo con más frecuencia.
La correspondencia continuó durante cinco meses, poniéndose al tanto sobre las actividades que realizaban. Ello hizo a ambos sentirse más contentos al poder intercambiar fotos, documentos, consultarse opiniones, etc. Pero de pronto, la comunicación se interrumpió abruptamente por parte de ella. Leonardo continuó enviando correos donde platicaba el devenir cotidiano y preguntando reiteradamente qué le pasaba. Hasta que recibió respuesta.
“Te comunico que desde hace unos meses mi papá presentaba un estado de salud delicado y falleció hace dos semanas. Me alegro de haber estado de vacaciones porque pude estar cuidándolo las 24 horas y falleció tranquilamente en su cama.”
“Quiero que sepas que te amé intensa y plenamente, por eso no entendí qué fue lo que nos llevó a terminar la relación. Con el tiempo, lo que sí entendí, es que esas pasiones no duran (aunque la pasión de mi madre por mi padre duró 70 años) y es muy probable que nuestra relación se habría deteriorado y caído en la rutina, pero eso no lo sabremos.”
“Ahora eres mi pasado y me molestaría enormemente lastimar a mi marido que, por desgracia, es muy celoso, razón por la cual tuve que cambiar la contraseña de mi correo electrónico y no quiero seguir haciéndolo. Adiós. Verónica.”
Leonardo recibió con tristeza ese correo. No obstante, abrió otra cuenta donde ella podía reconocer quién era el remitente y firmaba con un pseudónimo fácilmente reconocido por Verónica. Desde esa cuenta siguió enviando correos cuando él consideraba contar algo de interés y para felicitarla en su cumpleaños, año nuevo o en el día del maestro. “Ante la imposibilidad de darte un abrazo, recibe mi felicitación por este medio, con motivo del día de la maestra, con quien aprendí mucho más que en cualquier cátedra.”, por ejemplo.
Sin embargo, al primero que envió desde esa cuenta le puso como asunto “Los porqués” y decía:
“Cuando leí que escribiste ‘no entendí qué fue lo que nos llevó a terminar la relación. Con el tiempo, lo que sí entendí, es que esas pasiones no duran’. En ese momento quise escribir, pero ¿para qué, si lo que pudiera decir ya lo tenía escrito? En todo caso me quedaba la opción de comunicarlo o no. Creo que sí hay porqués y, como dije, ya estaba escrito. Lo siguiente es una selección de un libro, concluido hace cinco años. Ya no es mía la opción de leerlo o no.»
Y le incluyó los relatos que sobre aquella relación él había escrito. Además de un poema titulado Paraíso perdido y aclaraba con amargura «Claro, bien podría titularse Esas pasiones no duran”.
Presiento que, si te miro, advertirás mi presencia y caeré, nuevamente, sin remedio, en la fuerza gravitatoria de tu aromático triángulo, torrente que me lleva a la locura.
¿Por qué me expulsaste de ese paraíso? Tal vez fue un destello de misericordia hacia mi desvarío, o una prueba excelsa que no pude pasar, quizá un mal cálculo dentro de algún juego divino…
Me subyugó la abundancia de placeres en tu cálido universo. Seducido, perdí juicio y medida. Agradecido, te entregué mi vida y sorbiste a mi ser, tal como se alimenta un dios, con los sacrificios y loas de sus favorecidos.
Nunca podré pagar la deuda por el edén que me entregaste, en él siempre tuve un agradable refugio y asidero para sobrellevar las violencias ineluctables de mi destino. Vencí cuanto desafío terrible me obligó a sufrir mi estrella, ayudado sólo por la luz acariciante de tu halo.
Sé que el nirvana se da, y sólo de manera fugaz, a pocos mortales, pero basta la fortuna de un instante de gracia para regocijarse eternamente.
Leonardo continuó escribiéndole a Verónica sin recibir contestación hasta que un día tuvo respuesta a una nota necrológica sobre una compañera común.
«Gracias por notificarme, no lo sabía y es una noticia muy triste. Por si acaso ves esto hoy, estoy tratando de resolver un problema, pero lo necesito para el lunes a más tardar.» y a continuación venía la redacción de un problema de mucha dificultad para darle una respuesta exacta en el medio de la educación secundaria, que es el nivel donde Verónica estaba contratada.
Así que de inmediato Leonardo respondió «No sé quién te puso ese problema, pero hace cuarenta años sólo lo pude resolver con cálculo integral, y me salió una ecuación trascendente, la cual debí resolver por métodos numéricos.»
La respuesta vino de inmediato también: » Por increíble que parezca se lo pusieron a un ex compañero de mi hija al que estoy regularizado y que va en primero de prepa así que no me voy a meter a explicarle integrales. Que se conforme su maestra conque él explique qué elementos están en juego. Nuevamente te reitero mi agradecimiento por tu pronta respuesta.
El lunes muy de mañana, Verónica recibió una solución que no ocupaba mayores conocimientos que los de secundaria para plantear la ecuación, sí, trascendente, pero la acompañaba el archivo de una hoja electrónica de cálculo donde se anotaba un método que daba respuesta con tantos dígitos con los que operara la máquina. ¡Eso sí lo entendería un alumno de primero de preparatoria!
Y como respuesta Verónica escribió: “Antes que nada, un millón de gracias por la solución del problema. Lo hiciste parecer sencillo, aunque no lo era. Tu calificación fue 4 (porque era la máxima), great job!«.
Leonardo seguía enviando correos con felicitaciones y sonetos que ya tenían dos o casi tres décadas que había escrito y eran fáciles de reconocer elementos bellos de aquella relación. Verónica a veces enviaba otros donde el asunto daba muestra que sí leía los mensajes de Leonardo, pero la mayoría eran reenvíos, hechos quizá a todos sus contactos, pocas veces eran exclusivamente para Leonardo. Pero un día, con motivo de su cumpleaños, recibió lo siguiente: “Dice un tango que veinte años no es nada, dice un dicho que la vida empieza a los cuarenta. Sean pues estos 60 años el inicio o continuación de algo hermoso en tu vida. Felicidades, que cumplas muchos más.” Leonardo recordó que veinte años atrás, Verónica le había dejado un mensaje en el parabrisas de su auto, estacionado en la escuela donde él trabajaba, con el texto: “Dicen que la vida empieza a los cuarenta, deseo que tengas una vida plena, ¡feliz cumpleaños!”
¡Tantos años habían pasado y ella se negaba a tener correspondencia fluida! “Debe ser lo del marido”, pensó Leonardo. Sin embargo, varios años después, leyendo las redes sociales, donde cotidianamente consultaba las páginas de Verónica, José y sus tres hijos se enteró de la muerte de José y las circunstancias: En la madrugada, había tenido un severo paro bronco respiratorio. En Twitter, su hija escribió en el momento del ataque “¡Pinche ambulancia!, ¿por qué tarda tanto?” La cuñada de Victoria dedicó su artículo semanal en un diario a describir las virtudes de su hermano, mencionó también el mal hábito del tabaquismo que, junto con las tensiones de su trabajo, habían contribuido al deceso. Leonardo mandó un mensaje: “»En esta semana supe de la muerte de José. Aunque mi único trato con él fueron un par de saludos que nunca me contestó, lo admiré (y envidié) por muchas razones que no es el caso ni el momento escribir de ello, pero me hizo reflexionar que yo también me estoy acercando a la sala de salida.»
Victoria le respondió que José fue tierno, caballeroso y le correspondió sexualmente todos los días, “murió sobre mí, como los calamares”, concluyó el correo. Una razón más para que Leonardo envidiara a José.
Aunque no son esos nombres, creo que éste fue igual a un caso real, según sé. Al menos lo de la muerte del sexagenario, hace nueve años, haciéndole el amor a su mujer en la madrugada del domingo 15 de febrero, es decir, aún celebraban el día de San Valentín…
Sí, es un caso real, y quizá sea al que te refieres, porque fue en esa fecha.
Sí me gusta que me amen sin descanso mis tres amores,, pero no me gustaría que a alguno le pasara «como a los calamares» sobre mi cuerpo, por muy romántico que fuera.
Supongo que habrá más casos donde eso pase, y aún más cuando los hombres son muy calientes y ya están grandes. (¡Chin!, así son mi marido y mis amantes!)
¡Ja, ja, ja…! Seguramente así te ocurrirá. A ver qué inventas si no es tu marido el primero…
Sí, hay quienes celebran todas las noches el día del amor, por lo común dos veces y, en ocasiones, hasta tres. En unos diez años más, si todo sigue así, uno de los dos (mi marido o yo) quedará como el José de este relato, pero también puede suceder que el José que yo uso de papacito, quien se echa dos o tres seguidos, termine así de feliz y exprimido como los calamares. (Ups! ¿Eso habrá ocurrido con mi padre? A él le encantaba subirse al guayabo todas las noches).
No dudes que así pudo ser, tampoco que tu papi quede encima de ti y a ver qué le cuentas a tu marido.
No hay problema de morir así, al contrario sería muy bello si ya estás grande y en la «sala de la salida».
Ahora lo decimos con alegría, pero en unas décadas más…
Pues, si Verónica ya está libre, seguramente se volvieron a juntar algunas noches, o mañanas si es que Elena aún está con Leonardo..
No entendí lo de Victoria en los últimos dos párrafos. Seguro que es «Verónica».
¡Cierto! Eso me pasa por no revisar el texto. Tienes razón, en los últimos dos párrafos se trata de «Verónica».
Pues aunque no lo creas, Verónica no ha aceptado volver a saber de Leonardo. Desde entonces tiene varios perros y gatos para compensar el afecto.