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Heterosexual, Intercambios / Trios, Sexo con Madur@s

Noches con él

Tras esquivar la muerte, Juliana dejó de escribir sobre lo que imaginaba y empezó a escribir sobre lo que dolía. El trayecto desde Venezuela había sido largo, lleno de pausas forzadas, vigilias sin luz, y una noche espesa en la que creyó que no llegaría más lejos. Pero llegó. A un edificio frío de B.
Tras esquivar la muerte, Juliana dejó de escribir sobre lo que imaginaba y empezó a escribir sobre lo que dolía. El trayecto desde Venezuela había sido largo, lleno de pausas forzadas, vigilias sin luz, y una noche espesa en la que creyó que no llegaría más lejos. Pero llegó. A un edificio frío de Bogotá, donde el tiempo parecía suspendido y los sueños dormían detrás de puertas cerradas. Ni Juliana ni él planearon nada de lo que sucedió después. Fue todo improvisado, casi accidental. Es más, si alguien de su entorno —alguno de los pocos con quienes compartían silencios o rutinas— hubiera mencionado siquiera la posibilidad de lo que vendría, lo habrían negado sin dudar. Porque lo que ocurrió entre ellos no era algo que se dijera en voz alta. Era de esas cosas que, si se nombran demasiado pronto, se rompen.

—No sé… todavía soy de la idea de que estaría más seguro en el auto —dijo Juan, con la mirada clavada en el retrovisor empañado.

Juliana soltó una risa breve, sin humor, mientras se ajustaba la capucha.

—Allá afuera tampoco es que alguien esté esperándonos con chocolate caliente.

El silencio volvió a instalarse entre ellos, denso, como la humedad que se filtraba por las rendijas del vidrio. Juliana no quitaba la vista de la calle, pero no miraba realmente. Pensaba en todo lo que no habían dicho, en lo improbable de su encuentro, en lo que ahora pesaba entre los dos. Lo que habían hecho. Lo que podría pasar si alguien más lo sabía.

—No lo planeamos —murmuró ella, como si necesitara recordárselo.

Juan asintió. Una vez. Lento.

Juliana trató de convencerlo de salir del auto. Le dijo que necesitaba moverse, que no podía respirar bien ahí adentro, que el vidrio empañado y el silencio le estaban apretando el pecho. Pero Juan se mantuvo firme, quieto en su asiento, con los brazos cruzados y la mirada hacia el parabrisas, como si esperara que la neblina dijera algo.

— Solo necesito aire. Espacio —dijo ella, con un leve temblor en la voz.

Juan la miró por fin. Y en vez de bajar la voz o discutir, le ofreció una alternativa.

—Podemos quedarnos, baja la ventana.

Juliana lo miró confundida.

—¿Qué?

—Así te entra aire. Así controlas algo, aunque sea por un rato.

La propuesta la descolocó. No por absurda, sino por lo sencillo del gesto. Por cómo él entendía, a su manera, sin decir demasiado.

Juliana asintió sin palabras. Bajó el vidrio. El motor rugía, no para ir a ningún sitio, era el sonido de algo que marchaba.

Pero Juan casi no tenía amigos. Si acaso, algunas conexiones vagas que mantenía por medio de su computadora. Gente con la que hablaba de vez en cuando, intercambiaba música, ideas, o silencios prolongados. Cuando estaba en casa, encerrado en su habitación entre cables, cuadernos y una guitarra desgastada, cada semana, recibía pagos en su cuenta bancaria. Nadie sabía exactamente qué hacía. Y ahora, ni Juliana se atrevía a preguntar del todo.

No era misterio, era hábito. Juan era de esos que construyen una vida sin ruido, sin avisos. Su mundo estaba contenido entre la pantalla, los acordes y alguna que otra salida nocturna donde cantaba lo que no decía. Lo demás, lo importante, quedaba bajo llave.

Por su manera de vestir, Juliana lo supo apenas lo vio: Juan era religioso. Llevaba camisas abotonadas hasta el cuello, zapatos siempre limpios, y un aire contenido que delataba cierta rigidez aprendida. Había algo en su forma de hablar, de evitar las malas palabras, de agachar la cabeza al referirse a cosas íntimas, que le recordaba a los hombres que conoció en los cultos de su infancia.

Durante las primeras semanas, estuvo convencida de que pertenecía a alguna congregación evangélica o pentecostal. Confirmó su sospecha una tarde, cuando lo vio salir temprano, con la Biblia en la mano y una expresión solemne, como quien va a cumplir una tarea sagrada. Era domingo. Más tarde escuchó decir en la tienda que Juan predicaba en un grupo pequeño de jóvenes de su iglesia.

Le sorprendió. No porque creyera que la fe y la música fueran incompatibles, sino porque no lograba entender cómo alguien tan disciplinado y devoto podía también escribir canciones que parecían arrancadas del centro de una herida.

Pero con el tiempo, descubrió que Juan era muchas cosas a la vez. Y que, como ella, también estaba buscando.

Después de conducir por un largo camino, con ese silencio autoritario tan propio de su estilo —ese que no pedía permiso, pero tampoco dejaba espacio para preguntas—, Juan finalmente habló.

—¿Sabes qué hacemos aquí?

No lo dijo con rabia, ni con ternura. Lo dijo como se dicen las cosas cuando ya es demasiado tarde para fingir que no importan. Juliana lo miró de reojo, con las manos sobre sus piernas, aunque el auto ya estaba detenido. La ciudad respiraba a lo lejos, apenas un murmullo de luces.

Quiso responderle algo que tuviera sentido, algo limpio, pero solo le salió una verdad a medias.

—No lo sé. Pero si no estamos aquí… ¿dónde más?

Juan desvió la mirada. Apretó la mandíbula, como si ahí adentro hubiera una frase que no se animaba a soltar. Y por un segundo, solo uno, pareció a punto de bajarse del auto y dejarlo todo atrás.

Pero no lo hizo.

Se quedó.

Habían llegado puntuales. La puntualidad era algo sagrado para Juan, una costumbre heredada —quizás de la iglesia, quizás de su padre— que respetaba como si se tratara de una forma silenciosa de dignidad. Juliana, por su parte, lo había notado desde la primera vez que quedaron: nunca llegaba un minuto tarde, nunca un minuto después.

Aquella noche, ella iba hermosamente vestida. Había escogido el atuendo con cuidado, aunque sin saber del todo para qué. No era coquetería, era una forma de prepararse, de protegerse. Como si al verse bien por fuera pudiera ordenar algo de lo que pasaba por dentro.

Entraron sin decir mucho. El lugar no era lujoso, pero estaba iluminado con calidez. Había comida en una mesa larga: pan, empanadas, jugos. Más allá, una mesa pequeña con cervezas y vasos de plástico. Se oía una playlist suave, una guitarra en bucle y voces que se cruzaban con la familiaridad de los que se han visto muchas veces pero aún no se conocen del todo.

Juliana se movía con curiosidad medida, como si estuviera probando un idioma nuevo. Juan, en cambio, saludaba con gestos cortos, con esa mezcla de incomodidad y formalidad que nunca lograba quitarse en los encuentros sociales.

No sabían bien qué hacían ahí, pero por alguna razón, ninguno de los dos se fue.

Una mujer les dio la bienvenida apenas cruzaron la puerta. Sonrió con familiaridad, pero se dirigió exclusivamente a Juan, como si él fuera el único invitado esperado. Juliana se quedó unos pasos atrás, observando. Había algo en el tono de aquella mujer que le resultaba familiar —la forma suave pero firme de pronunciar ciertas palabras, la cadencia medida, casi ensayada—. Por un momento pensó que quizá compartían la misma iglesia, o al menos la misma doctrina. Pero bastó verla bien para que esa idea se desvaneciera: su forma de vestir no coincidía en absoluto con lo que Juliana conocía de los cultos. Llevaba una falda larga de telas coloridas, múltiples anillos y el cabello recogido de forma tan pulida que parecía parte de una puesta en escena.

Tras una breve conversación que Juliana apenas alcanzó a entender —palabras entrecortadas, citas bíblicas, tal vez, o recuerdos que no le pertenecían—, la mujer por fin se volvió hacia ella. La miró con detenimiento, como quien examina algo que ha esperado mucho tiempo.

—Así que tú eres Juliana —dijo con una voz más cálida de lo que la joven esperaba—. Qué gusto conocerte. Te estábamos esperando.

Juliana parpadeó, insegura. Se presentó, mucho más tímida de lo que se creía capaz, como si la atmósfera del lugar le hubiese robado algo de la seguridad que usualmente fingía tan bien.

La mujer, que se presentó como Tiffany —un nombre que a Juliana le pareció extrañamente ajeno a todo lo que acababa de ver—, los invitó a pasar a la mesa. La comida estaba servida: platos caseros, olor a especias, y un vapor que le trajo un recuerdo lejano de hogar. Tiffany les sonrió con una naturalidad que contrastaba con el misterio de su presencia.

—Coman. Aquí nadie tiene que demostrar nada.

Y con esa frase, Tiffany se giró para servir jugo en unos vasos altos de vidrio opaco.

Durante la cena, quienes sostenían la conversación eran Juan y Tiffany. Juliana comía en silencio, atenta a cada palabra, sin entender del todo el hilo de lo que decían, pero escuchando como quien sabe que lo importante no siempre está en las frases, sino en los vacíos que las rodean.

Mientras cortaba trozos de pan y probaba el guiso espeso con arroz, pensó que jamás había visto tanta comida junta antes. Había carne, papas al horno, ensalada tibia, y un postre que parecía recién salido de una pastelería. Disfrutó lo que pudo. Comía despacio, como quien teme que se acabe, pero poco a poco fue olvidando que estaba en un lugar ajeno a su costumbre. Por un momento, el hambre fue solo físico, y la incomodidad pareció diluirse entre los sabores.

Entonces, Tiffany la trajo de vuelta.

—Si ya terminaste, puedes pasar a la ducha —dijo con una sonrisa medida, como si la frase fuera parte de una rutina prevista.

Juliana se quedó inmóvil un instante, cuchillo y tenedor aún en las manos. La miró, sin saber si había oído bien.

—¿Perdón?

—Arriba, a la izquierda. Te dejé ropa limpia. Te hará bien —añadió Tiffany, sin esperar respuesta, como si supiera de antemano que Juliana obedecería.

Juan no intervino. Solo bajó la vista hacia su plato, como si el momento no le perteneciera.

Juliana se levantó con una mezcla de duda y resignación. A cada paso hacia la escalera, sentía que entraba en una escena que alguien más había escrito para ella. Pero subió. Porque parte de ella —la más cansada, la más rota— también quería agua caliente y la posibilidad, aunque breve, de sentirse a salvo.

El baño era grande y lujoso, más de lo que Juliana había visto en mucho tiempo. Mármol blanco en las paredes, un espejo amplio sin manchas, toallas gruesas dobladas con precisión sobre una silla de mimbre. No había nada fuera de lugar, como si cada objeto hubiera sido pensado para dar la impresión de paz.

Al entrar, lo primero que notó fue un pequeño aparador de madera clara. Encima, cuidadosamente dispuesto, había un conjunto de ropa interior: blanco, sencillo, delicado. Juliana lo miró sin tocarlo. Lo observó como quien encuentra algo que no está segura si le pertenece.

Se desnudó en silencio, dejando caer la ropa usada en una esquina, sin prisa. Entró a la ducha y dejó que el agua caliente le recorriera la piel como si pudiera borrar lo que había traído consigo desde tan lejos. Durante esos minutos, sintió una calma que casi no reconoció. No había voces, ni órdenes, ni miedo. Sólo el vapor, el sonido del agua cayendo, y su cuerpo reconociéndose en el reflejo borroso del cristal.

Fue, sin dudarlo, el momento de mayor quietud que había sentido en semanas. Tal vez en años.

Cuando salió, envuelta en una toalla que olía a lavanda, volvió a ver el conjunto de ropa interior. Dudó un instante, pero lo tomó. Se lo colocó con movimientos lentos, esperando no sentirse incómoda.

Pero encajaba perfectamente.

Al salir del baño, Juliana se detuvo en el pasillo. No supo a dónde dirigirse. La casa, aunque silenciosa, parecía tener múltiples direcciones, puertas cerradas, habitaciones en penumbra. Se sintió, por un momento, como si estuviera dentro de una casa prestada, de esas en las que uno camina de puntillas, temiendo interrumpir algo que ya estaba ocurriendo antes de llegar.

Entonces, una voz suave pero firme la llamó desde una de las habitaciones laterales.

—Juliana, por aquí —dijo Tiffany, como si la hubiese estado esperando.

Ella giró con un sobresalto leve, y se dirigió hacia la puerta entreabierta de donde provenía la voz. Caminó con pasos cautelosos, y al cruzar el umbral, se encontró con una habitación iluminada por una lámpara baja, cálida, casi dorada. Olía a incienso y a flor seca. Las cortinas estaban cerradas, y en el centro de la habitación, una alfombra gruesa ocupaba gran parte del suelo.

Tiffany la observaba desde una silla, con una libreta en las piernas, como si hubiera estado escribiendo hasta ese momento.

—Siéntate donde quieras —dijo, sin alzar la voz.

Juliana dudó, pero lo hizo. Se sentó en el borde de la alfombra, con las piernas cruzadas, sin saber si debía hablar primero.

Había algo en el ambiente que no sabía si la tranquilizaba o la ponía en alerta.

Tiffany cerró la libreta con cuidado, como si guardara algo importante. Luego miró a Juliana, que seguía sentada en el borde de la alfombra, semidesnuda, con las manos en las piernas y los hombros aún tensos.

—Escúchame bien, Juliana —dijo con calma—. No tienes que entender todo lo que está pasando ahora mismo. Nadie te va a pedir explicaciones. Estás aquí, llegaste, y eso ya es suficiente.

Juliana bajó la mirada, como si quisiera creerle, pero no pudiera.

Tiffany se inclinó un poco hacia adelante.

—Todo lo que llevas dentro, todo lo que duele… va a tomar tiempo. Pero no puedes dejar que te hunda. Has pasado por mucho. Ya cruzaste la parte más oscura. Ahora solo tienes que seguir. Paso a paso. Respira, quédate un poco. No intentes huir. No llores más por lo que no pudiste cambiar.

Juliana la miró por fin. No respondió. Pero algo en sus ojos se aflojó.

—No estás sola, ¿sí? Aquí no necesitas demostrar nada. Solo estar. Lo demás vendrá.

Primero fue una sesión de fotos. Nada distinto, en apariencia, a lo que ya había hecho con Juan en su departamento. Las luces, el encuadre, la forma en que le pedían que se moviera o mirara a cámara… todo le resultaba familiar. Pero había algo diferente esta vez. Tiffany hacía que se sintiera bien. No solo cómoda, sino vista.

Le hablaba con voz firme pero suave, como si cada indicación fuera una caricia. “Mira hacia allá”, “relaja los hombros”, “piensa en un lugar donde hayas sido feliz”. Juliana obedecía sin discutir, y no por costumbre, sino porque algo en Tiffany le daba confianza. No se sentía observada. Se sentía acompañada.

Tiffany cambió el lente de la cámara con movimientos suaves, casi ceremoniales. Se acercó a Juliana y su mano palpo los apenas sugerentes senos sobre el sujetador, le ordenó quitárselo. Juliana obedeció, sintiendo el aire fresco sobre sus expuestos pezones. Tiffany dio unos pasos hacia atrás, observándola como si acabara de encajar la última pieza de un rompecabezas. Un gesto le bastó para que Juan, recostado sobre una pared tras la cámara, comenzara también a quitarse la ropa.

—Muy bien —murmuró, y luego levantó la cámara.

El obturador sonó varias veces. Cada clic parecía marcar algo invisible: una transición, una aceptación, un desliz. Tiffany le pedía que inclinara el cuello, que cerrara los ojos, que se sentara en el borde de un sillón “como si estuvieras esperando algo, pero no sabes qué”. Y Juliana lo hacía. No porque supiera lo que significaba, sino porque cada gesto la hacía sentirse más presente, más parte de algo. Inevitablemente su mirada se cruzaba con la de Juan y veía el balanceo de su verga apuntándole directamente a ella.

La música en la habitación era suave, casi imperceptible. Un ritmo lento, como el de una respiración profunda.

Tiffany se detuvo. Bajó la cámara. Se quedó observándola en silencio.

—¿Sabes que tienes una presencia difícil de encontrar? —dijo finalmente—. Hay algo en ti… que no se puede enseñar.

Juliana no supo qué responder. Agachó la mirada un instante, como si la hubieran desnudado con las palabras. Tiffany se acercó y le acomodó un mechón detrás de la oreja.

—No es solo belleza —añadió—. Es la forma en que miras. Lo que escondes. Eso es lo que buscan ahora. Historias. Rostros que digan más de lo que muestran.

Luego se alejó, sin esperar respuesta. Cambió las luces, bajó un poco la intensidad. El siguiente set tenía tonos más cálidos, más íntimos. Juliana notó que las bragas que llevaba dejaban entrever más de lo que cubría. No era del todo casual. Y sin embargo, no se sentía expuesta. Solo… observada de una forma distinta.

Tiffany volvió a mirar por el visor.

—Vamos a probar algo diferente ahora —dijo, sin dejar de mirar—. Confía en mí.

Juan entró en escena tras un golpecito en la espalda, se inclinó y sin perder más tiempo exploro con su boca los labios de Juliana.

Mientras las luces se reacomodaban y Tiffany preparaba el siguiente encuadre, Juliana se quedó quieta, sentada en el sillón, sintiendo cómo la lengua de Juan se deslizaba lentamente por su boca. No hizo nada. Dejó que entrara. Por curiosidad, por probarse. Por saber hasta dónde llegaba el juego.

Tiffany no dijo nada. Solo la miró. Y esa mirada —cuidada, contenida, sin apuro— fue más clara que cualquier instrucción.

Juliana no se sintió incómoda. Tampoco completamente segura. Era otra cosa. Algo más parecido a un vértigo íntimo, como cuando uno se acerca demasiado a una verdad que no sabía que estaba buscando.

Pensó en Juan. En cómo él la había fotografiado antes, con una torpeza cariñosa, sin saber del todo lo que hacía. Tiffany, en cambio, sabía. Cada ángulo, cada sombra, cada silencio. Y eso, lejos de asustarla, la fascinaba. Era como estar siendo vista por primera vez sin filtros, sin etiquetas. No como una niña. No como una víctima. Como algo —alguien— que apenas empezaba a descubrirse.

Mientras se acostaba en el suelo, siguiendo las nuevas indicaciones, Juliana sintió un cosquilleo que no era del todo físico. Era una pregunta que crecía dentro de ella: ¿Me está moldeando? ¿O soy yo la que está eligiendo este cuerpo, esta forma, esta imagen?

Cuando Tiffany se acercó para ayudarle a retirar sus bragas, sus manos se detuvieron apenas un segundo más de lo necesario. Juliana no se movió. Su respiración cambió, pero no dijo nada. No necesitaba.

Algo había empezado a cambiar. No sabía si era deseo, admiración, miedo o todo a la vez. Pero Tiffany ya no era solo la mujer que dirigía la cámara. Era una figura nueva, de poder y de cuidado mezclado, que empezaba a ocupar un espacio que nadie había reclamado antes.

Juan se colocó sobre ella, le abrió sus piernas y comenzó a besar suavemente su vagina, lamía sus labios vaginales y succionaba cuando estaba en el medio. La respiración de Juliana se agitaba y su pecho subía y bajaba cada vez más rápido. Se preguntaba por lo que estaba sintiendo, pero estaba bien, no sentía miedo ni reclamaba peligro, solo obedecía.

Podía sentir la sangre latiendo en sus sienes, caliente, desordenada. Por un momento pensó en detenerse, en cubrirse, en hacer una pregunta… pero no lo hizo. Juan había tomado el control en su cuerpo, una especie de corriente muda que la guiaba sin necesidad de palabras recorría su cuerpo desde su vagina.

No sabía si era obediencia o entrega, pero no sentía miedo. Tampoco reclamaba peligro. Era como si cada instrucción de Tiffany fuera una invitación a confiar más en lo que estaba descubriendo, en ella, en ese instante.

Tiffany no sonreía, pero su rostro tampoco mostraba dureza. Mantenía esa expresión concentrada, casi protectora, como si todo lo que ocurriera frente a su lente fuera digno de cuidado. Se acercó de nuevo, esta vez para tomar algunos primeros planos. Sus dedos rozaron la piel de Juliana con la suavidad exacta para ser notada, pero no cuestionada.

—Muy bien —dijo Tiffany con voz baja—. Estás entendiendo.

Juliana no supo si se refería a la pose, a la actitud o a lo que sucedía por dentro. Pero no importaba. Lo estaba entendiendo, sí. De alguna forma. Como se entienden ciertas cosas que no necesitan nombre.

La cámara volvió a sonar, más pausada. Tiffany le pidió que girara, que abriera las piernas, que cerrara los ojos y respirara profundamente. Juliana obedecía. No por sumisión. Por entrega. Porque el mundo exterior había desaparecido y todo lo que importaba estaba dentro de esas paredes, entre luces cálidas y la mirada de esa mujer que la dirigía sin imponer, que la tocaba sin invadir.

Por primera vez en mucho tiempo, Juliana no pensaba en lo que había perdido. Ni en lo que no era. Se sentía deseada, sí. Pero más que eso: visible. Plena.

Tiffany bajó la cámara, la dejó sobre una mesa cercana y, sin hablar, fue hacia ella. No con prisa. No con sorpresa. Como si ese paso fuera natural, inevitable, casi pactado desde el primer clic.

Juliana la miró venir. No se movió.

Tiffany se detuvo a pocos pasos de Juliana. Ya no había cámara entre ellas. Solo aire denso y cálido, y una sensación nueva que parecía expandirse sin prisa. Juliana no sabía si debía hablar, pero el silencio tenía un lenguaje propio esa noche, y Tiffany lo hablaba con fluidez.
Se sentó junto a ella, no frente a ella. Y ese gesto —cómplice, cercano, deliberado— cambió algo. Juliana sintió su cuerpo tensarse, no de miedo, sino de anticipación. La cercanía no era brusca, pero tampoco accidental.
—Te ves hermosa cuando dejas de pensar —murmuró Tiffany, tomando con cada una de sus manos las nalgas de Juliana, dejando su ano a la vista de Juan—. Ahí es donde está tu poder. No en lo que finges. En lo que no sabes que eres.
Juliana tragó saliva. Tenía mil pensamientos cruzándole por la mente, pero ninguno lograba hacerse palabra. Su cuerpo, por el contrario, parecía haber tomado la delantera: una mezcla de alerta, curiosidad, y una especie de fuego interno que no sabía cómo nombrar.
Tiffany finalmente le ordenó a Juan acercarse. Y él lo hizo con una calma que no pedía permiso, pero tampoco exigía. Acercaba su verga al ano de la niña y la empujaba dentro. Solo abría la puerta, con dolor.
—Tenemos que forzar aquí —continuó, mientras iba nuevamente por la cámara—. Pero tampoco te vamos a negar lo que tú misma estás buscando.
Juliana bajó la mirada, apenas un segundo, contra la alfombra. El dolor comenzó a invadirla, pero no pedía parar, se preguntaba si en algún momento iba a aparecer el miedo. Pero no. Lo que sentía era distinto, era el dolor, el desgarramiento de un agujero por el que desconocía podía entrar un pene. Era el vértigo de estar justo en el límite de algo importante. De algo que podía marcar un antes y un después.
Cuando levantó los ojos de nuevo lo hizo acompañada de lágrimas que resbalaban por sus mejillas, Tiffany seguía allí, inmóvil, pero disponible. Como una promesa que podía cumplirse… o no.
Y entonces Juliana comprendió. Estaba siendo reconocida. Vuelta espejo. Tiffany la conducía a un lugar nuevo; uno en el que Juliana no había estado, sin miedo.
—Deja que te invada —continuó, mientras acercaba el lente al pene que luchaba por ingresar en un agujero demasiado pequeño para él. Tiffany ordenaba amentar la presión y Juan obedecía, mientras el lente intercambiaba continuamente entre la penetración y la Cara desgarradora de Juliana
El espacio poco a poco se iba ganando y Juan presionaba justo como Tiffany se lo pedía. Cuando el pene de Juan parecía haber llegado a un tope, sus manos acariciaron la espalda y la cola de Juliana. La imagen era perfecta para el lente. El grosor del pene era burlesco en comparación a la cola de Juliana y sin embargo allí estaba, dentro de ella.
Vino otra instrucción e Tiffany y el movimiento se dio, Los quejidos de Juliana y los bufidos de Juan arroparon el silencio de la habitación. La verga entraba y salía una y otra vez de entre las nalgas de Juliana, mientras ella no había dejado de derramar lagrimas
Tiffany, sin dejar de captar el coito, abrió los botones de su blusa liberando ante los ojos de Juan sus enormes tetas.
—Dale más fuerte —ordenó, mientras se tocaba las tetas, con una mano llevaba sus propios pezones a la boca. Juliana respiraba pesadamente. Tiffany dejó la Cámara en el suelo y se inclinó sobre el rostro de la niña, empezó a besarla, tenía un olor y sabor que Tiffany disfrutaba, así que lamía sus lágrimas, su lengua entraba y rozaba los labios de Juliana que se mantenían abiertos, gimiendo, gritando.
Juan comenzó a anunciar su venida entre gemidos. Juliana lo sintió, sintió como parte del ardor en su interior se calmaba por un momento a medida que el semen de Juan la recorría.
La luz seguía encendida, pero ahora era tenue, más cálida. Juliana en silencio. Sintió un vacío en su ano cuando la verga de juan se separó de ella. Ya no era la misma niña.
Tiffany, más práctica, ya estaba de pie, ajustando su blusa frente al espejo. No dijo mucho. Solo una frase breve:
—Pueden dormir aquí, si quieren.
Juliana asintió, sin mirar. Agradeció que no hubiera gestos exagerados ni ternura forzada. Lo que había pasado no requería explicaciones. Y sin embargo, el silencio ahora era distinto. No cómodo, no hostil. Solo lleno.
Mientras bajaba por el pasillo hacia la habitación de invitados, Juliana pensaba en el ruido que no estaba haciendo su mente. No había confusión, ni juicio, ni siquiera preguntas. Lo que sentía era una especie de pausa. Como si hubiera cruzado una puerta que no se podía desandar, pero aún no supiera a dónde llevaba el pasillo.
Se sentó al borde de la cama. Observó sus piernas, sus manos, su reflejo débil en el ventanal. Nada parecía haber cambiado por fuera, pero adentro… era otra historia. Una historia sin título aún. Un comienzo sin mapa.
Observó a Juan. En lo que él había hecho con ella. En cómo ahora habría una parte de ella que le pertenecía. Porque así tenía que ser.
Tiffany golpeó la puerta suavemente, sin entrar.
—Hay agua caliente en el termo. Y algo de fruta si les da hambre. Descansen.
La voz era firme, sin afectación. Juliana respondió con un «gracias» apenas audible. Luego se metió en la cama, desnuda, con la sensación de que no iba a dormir, pero necesitaba estar bajo una sábana. Como si eso pudiera contener todo lo nuevo.
Esa noche no escribió. No podía. No quería que las palabras le explicaran lo que aún quería sentir un rato más sin ponerle nombre. Juan se acostó detrás de ella, la abrazó, pidió perdón, pero ella no quería perdón, quería sentir.
Juliana se dejó caer de lado, mirando la cortina moverse con el viento. Sabiendo que algo había cambiado, aunque no supiera aún si había sido un principio… o una pérdida.

64 Lecturas/7 mayo, 2025/0 Comentarios/por Ericl
Etiquetas: amigos, baño, joven, mayor, padre, recuerdos, semen, vagina
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