Noches de fuego en la costa
Era uno de esos veranos que parecen eternos. El tipo de calor que te acaricia la piel hasta en la sombra, que se te mete bajo la ropa y te susurra cosas al oído. Había decidido irme sola unos días a la costa. Necesitaba desconectar del mundo, del trabajo, de la rutina. Solo yo, el mar y una copa de .
Era uno de esos veranos que parecen eternos. El tipo de calor que te acaricia la piel hasta en la sombra, que se te mete bajo la ropa y te susurra cosas al oído. Había decidido irme sola unos días a la costa. Necesitaba desconectar del mundo, del trabajo, de la rutina. Solo yo, el mar y una copa de vino blanco al atardecer.
Llegué a una pequeña casa frente al acantilado. El sonido del mar golpeando las rocas era el único que interrumpía el silencio de mis pensamientos. Era un lugar perfecto. Salvaje, privado… perfecto para perderse.
La primera noche, después de deshacer la maleta, me serví una copa y me senté en la terraza con vistas al océano. La brisa salada acariciaba mis muslos, y por primera vez en mucho tiempo, me sentí libre. Miraba las olas sin pensar en nada, dejando que el vino se deslizara lento por mi garganta.
Fue entonces cuando lo vi. Caminaba por la orilla, con los pantalones recogidos hasta la rodilla y la camisa blanca abierta, mojada, pegada a su torso. No podía distinguir bien sus facciones desde esa distancia, pero algo en su forma de andar me atrapó.
Durante los siguientes dos días, lo vi varias veces más. Siempre a la misma hora: al caer el sol. Y siempre solo. Yo también empecé a bajar a la playa en ese horario, con la excusa de mojar los pies. No sé si él lo notó, pero nuestras miradas empezaron a cruzarse con más frecuencia.
Una tarde, por fin, nos encontramos de frente.
—Parece que coincidimos mucho por aquí —dijo con una voz grave, acariciante.
—Será que tenemos buen gusto por los atardeceres —le respondí, notando cómo su mirada se deslizaba lenta por mi escote.
Se presentó como Alex. Vivía en una casa un poco más arriba, venía todos los veranos desde hacía años. Conversamos mientras el cielo se teñía de rojo. La charla fue ligera al principio, pero pronto se volvió más íntima. Sus palabras tenían un ritmo hipnótico, y había una calma en él que me atraía con una fuerza inesperada.
La tensión era evidente. Me gustaba cómo me miraba, cómo se detenía un segundo más de lo necesario en mis labios. Esa noche volví a casa con una inquietud deliciosa entre las piernas. Me desnudé lentamente, recordando sus ojos, y me recosté sobre las sábanas aún frescas por la brisa marina.
No era la primera vez que lo hacía, pero esa noche fue distinto.
Abrí el cajón de la mesilla, donde había guardado algunas cositas para estos días en soledad. No soy de dejar nada al azar cuando se trata de placer. Unos días antes del viaje, por recomendación de una amiga, había hecho un pedido discreto a una tienda online que se había vuelto su fetiche: https://lovegames.es Me dijo que era su pequeño secreto para no depender nunca de nadie. Y tenía razón.
Saqué un pequeño estimulador de silicona suave como la piel mojada. Era silencioso, potente, elegante. Lo encendí y lo deslicé entre mis piernas mientras pensaba en Alex, en su voz, en su torso bajo la camisa mojada. No tardé en caer rendida, en un gemido contenido por el sonido del mar.
Al día siguiente, nos encontramos de nuevo. Esta vez, más cerca. Esta vez, con menos ropa.
—¿Te apetece venir a tomar algo? —preguntó, directo pero con una sonrisa inocente.
Asentí sin pensarlo dos veces. Su casa era sencilla pero acogedora, con una terraza que miraba al mismo horizonte que la mía. Me sirvió vino y puso algo de música suave. Nos sentamos en el suelo, frente al mar, y hablamos de viajes, libros, deseos. La conversación era como una danza lenta, y yo ya me había rendido al ritmo.
Fue cuando me apartó un mechón de pelo del rostro, y lo sentí. Ese momento en el que sabes que vas a besarte. Ese segundo antes del roce en que todo se detiene.
Su beso fue firme pero tierno, húmedo, deseado. Las manos se encontraron en el espacio entre los cuerpos, explorando, reconociendo. Nos levantamos sin romper el contacto, y terminamos en su cama, entre sábanas blancas y ventanas abiertas.
Sus dedos eran precisos, como si supiera exactamente lo que me encendía. Me desnudó despacio, besando cada rincón, escuchando cada suspiro. Cuando bajó por mi vientre y me encontró empapada, no dudó en tomarse su tiempo. Su lengua me acariciaba con una devoción casi religiosa.
Lo guie con mis manos, marcando el ritmo, dejándome ir por completo. Él sabía. Sabía cómo hacerlo.
Después del primer clímax, me giró con suavidad, besándome la espalda, y entró en mí con una lentitud que me partió el alma. Era intenso, profundo, lleno de una calma feroz.
Hicimos el amor hasta que el cielo se volvió púrpura y la luna se alzó sobre el mar. Dormí entre sus brazos, desnuda, exhausta.
Las noches siguientes se convirtieron en un ritual. A veces en su casa, a veces en la mía. Él empezó a jugar con mis juguetes, sorprendido por su textura, su potencia, su diseño. Le encantaba verme perder el control mientras los usaba.
—¿Dónde conseguiste esto? —me preguntó una noche, mientras deslizaba uno de ellos por mis muslos.
—En una tienda online —le respondí entre jadeos—.
Él sonrió y asintió, como si acabara de descubrir un nuevo universo.
Jugamos con todo: cuerdas suaves, plumas, geles con sabores, vendas para los ojos. La confianza crecía al mismo ritmo que el deseo. Era como si con cada noche con él descubriera una nueva parte de mí.
Pero lo más adictivo era cómo me miraba después. Como si todo mi cuerpo fuera un secreto que solo él conocía.
En una de esas noches, mientras el ventilador giraba lento sobre nosotros, me preguntó:
—¿Qué harás cuando acabe el verano?
No supe qué decir. No había planeado quedarme, ni había imaginado enamorarme. Pero allí estaba, con el cuerpo aún temblando de placer, pensando en cómo alargar aquel agosto para siempre.
La última noche, antes de que mi tren saliera al amanecer, él me hizo el amor como si fuera la primera vez. Lento. Con una ternura feroz. Usó uno de mis juguetes favoritos mientras me susurraba cosas al oído. Era su forma de decir adiós sin decirlo.
Nos despedimos con un beso largo y salado. Me prometió que vendría a verme. Yo le prometí que lo esperaría.
Volví a casa con la piel encendida y el corazón lleno. Aún hoy, cuando uso alguno de esos juguetes, pienso en sus manos. En su boca. En cómo supo hacerme suya sin promesas, solo con deseo.
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