Profe, tú te pajeas por nosotras ¿cierto?
Anécdota de un profe.
Colegialas | hetero | tabú | confesiones
«¿Quieres leche espesa? ¡Ordéñame a mí, mamasita!»
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¹Introducción eliminada por el autor para cumplir con la normatividad de SST
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🅻a Luisa de esta entrada es otra: Era de grado noveno, de unos 14 años y no era tan bonita, al menos a mi parecer, pero sí era muy simpática y alegre. Ojalá yo anduviera por ahí con una décima de esa alegría. Ella era puro Reggae y yo era Doom Metal. En fin. La historia es que, en algún punto me acostumbré a llamarla por su nombre, pero fingiendo el tono ultra-varonil de Supermán. Iténtenlo: «Luisa». Ella, por su parte, se acostumbró a responderme imitando el tono mío y diciendo mi nombre. Se nos convirtió en jueguito, y repetíamos la pantomima delante de todos varias veces durante las clases. Un buen día que revisaba cuadernos, al ver que aquél que tenía en la mano era el de ella, le escribí «Luisa» bien grande, en toda una hoja. Al rato, ella rompió el silencio de la clase haciendo la típica respuesta, con mi nombre. Yo, que no había entendido, le dije «¿Dime?», y ella levantó el cuaderno, para explicarme que estaba respondiendo a mi llamado.
Se armó un chisme. Supongo que creyeron que yo le coqueteaba a Luisa y hasta teníamos un cuentico por ahí, y que le dejaba ‘noticas de amor’ en su cuaderno. Por deducción mía: Alguien de su familia o la psicóloga del colegio la interrogó y le preguntó si teníamos algo, yo le había propuesto cosas o la había tocado. Como las respuestas debieron ser un rotundo NO, a Luisa le sugirieron acorralarme para salir de dudas. Al poco, en medio de la clase, me interrumpió y me largó, así, sin anestesia y delante de todo el curso:
—Profe, Tú me amas ¿cierto?
Yo, más veloz que cualquier procesador que exista, analicé las posibles causas de la inaudita pregunta pública y las consecuencias probables de cada posible respuesta mía. Elegí la respuesta más sencilla y verás (de cualquier modo, yo las amaba a todas), que no dejara sospechas de nada malo. Mejor que decir que no o dudar:
—Sí.
Como si nada. Pero nuestro jueguito bobo caducó, porque Luisa dejó de hablarme. No problem. Pero me sirvió para darme cuenta de lo cagados del susto que viven en El Sistema de que un hombre ame a una morra o a todas.
Pero algo parecido ya me había pasado:
El colegio de Luisa era de ricos. La experiencia con niños ricos y con estudiantes pobres difiere en todo un abismo. Es pasar de la cima del Monte Everest al fondo de la Fosa de las Marianas. El año anterior a ese, había estado yo en un hiper-colegio de pobres. Es otro mundo, otra realidad. Allá son comunes cosas que en un colegio de ricos no pasarían en eones, como el que las alumnas te prueben por su cuenta. Por ejemplo, te llaman voces desde un piso encima de ti, pegadas contra la baranda de un pasillo, con las paticas bien separadas, para ver hacia dónde miras cuando subes la cara. Lean cuando una alumna está así y su profesor no aguanta más.
O pueden, las minitas atrevidas, ofrecerse a acompañarte para ayudarte a algo, así pasen por lambonas, pero al andar a tu lado te dan golpes de cadera a cada paso. Se siente muy bien pero uno no pude sino pasar saliva. También ocurre que se te pegan gloriosamente cuando te muestran algo en su cuaderno o preguntan algo, o no solo se pegan sino que se te restriegan en apretones como filas o evacuaciones. En fin.
En ese colegio había una mina de nombre Leidy, de grado undécimo, que era chaparra, carnosa y lo suficientemente sanguínea (y bonita) como para presentar programas de TV. Leidy ya había roto el hielo conmigo, preguntándome por qué el semen de su novio le estaba saliendo clarito si solía ser muy espeso. Yo le dije: «¿Quieres leche espesa? ¡Ordéñame a mí, mamasita!». No, mentiras, eso solo lo pensé a gritos, o lo grité pensando, como quieran. Lo que salió de mi boca fue: «Es por la alimentación. Algo dejó de comer, no es más».
Otro buen día, Leidy y su novio fueron a verme a donde daba yo clase en otro curso, y me suplicaron que subiera el porcentaje de un trabajo que habían hecho mal. «No sean bobos» les dije, «si subo el porcentaje, los jodo más. Lo que ustedes quieren es que lo baje, para que les afecte menos, pero eso sería injusto con los que sacaron buena nota». Ellos entendieron y tronaron los dedos, decepcionados. Pero, renuente a rendirse, Leidy insistió en que los ayudara, ya con los ojos brillantes, pues se estaban jugando el grado. Lo que hice fue improvisar un examen oral (no, no la puse a mamar ¡malpensados!) y les puse más nota. Estaban tan contentos que se abrazaron, besaron y Leidy fue más allá. Rodeó el escritorio, se dobló un poco, me agarró la cara a dos manos y me estampó un cipote beso en la boca que… no he podido olvidar. Cuando retiró su tibio rostro de mi cara, los vi sonreír a ambos. El chico vio mi estado de confusión, debatiéndome entre la gloria de haber recibido un beso de colegiala mamasita, y la pena de que no debería haberme gustado, pero sí. Entre ambos repusieron mi ánimo con amables gestos manuales de descarte. El chico estrechó mis manos y ahí sí se marcharon.
Eso, es lo que en un colegio de ricos no pasaría ni en un millón de años.
Tan intenso como el efecto del primer beso de un imberbe a los tantitos años de edad: El sabor de la boca de ella en la mía y la fragancia femenina de su piel en mi cara, perduró por horas. Aún ahora suspiro de gusto.
El último día de clase, era costumbre que los estudiantes se rotaran para despedirse individualmente de sus profesores favoritos. Allá, donde yo estaba, surtido de afectos y mimos, llegó finalmente Leidy. Me abrazó, y me besó en la mejilla (¡Uff!). Me agradeció por todo y antes de irse con un pasitrote sexy, me soltó como bomba, henchida de orgullo:
—Profe, tú te pajeas por nosotras ¿cierto?
Me sentí como si me hubieran arrojado en cueros al centro de una arena llena de gente.
No sé por qué lo habrá dicho, pero sí confieso que de entre dos mil o tres mil colegialas de las que fui profesor, para un puñado, llegó a ser obvio que me gustaba «mirar».
Mierdas que pasan cuando es profesor y es un poquitín degenerado, lo suficiente para que dichas cosas tengan valor, así sea valor literario.
Y la respuesta a la pregunta de si me pajeaba por mis alumnas o pajeo hoy en día con su recuerdo, es: Nap, qué va.
Ekhem.
Por eso, la pregunta que suponía ser chocante y capciosa, de Luisa, al año siguiente: «Profe, tú me amas ¿cierto?», fue pan comido.
©2025 Stregoika
Disclaimer: La de la foto es mayor de edad, aunque no parezca. Es modelo web.
Si sois upskirt-adictos o schoolgirl-adictos, o ambos (como yo), les cuento que al ser docentes ves cuadritos como este muy seguido, muchas veces al día, en colegios grandes.
Es duro.


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