Qué profesor! 1
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Qué profesor! 1
A los cuarenta y cinco años, Rosa lleva una vida que si bien no es retraída, le es por lo menos, aburrida.
No es que sus hijas la hayan dejado de lado pero se encuentran en esa edad en la que, si uno no termina de consolidarse económica y profesionalmente, pierde el último tren y, por supuesto, no están decididas a dejarlo pasar.
Cada uno está metido en el mundo que ha elegido y como ella hiciera a su edad, cada minuto libre lo dedican a su casa. Ella las comprende y ama como nunca antes, pero eso no termina de solucionar su problema de soledad. Su marido, que en paz descanse, hace cinco años que partió, dejando un vacío que a lo largo del tiempo fue cobrando distintas características que a su vez modificaron su conducta.
Tal vez porque su enfermedad fuera corta pero penosa, exigiéndole a ella una atención que llegó a hartarla por su dedicación exclusiva durante las veinticuatro horas del día, a tal punto que su subconsciente la traicionara frecuentemente al encontrarse pidiendo porque muriera de una vez, su ausencia definitiva significó una liberación; por fin, después de treinta años, iba a poder hacer lo que le viniera en ganas a cualquier hora de cualquier día.
Como todos, amigos y parientes esperaban la muerte de Luís, la tranquilidad con que ella enfrentó la viudez no les fue extraña y de esa manera, paulatinamente, dispuso de las horas del día y luego también de la noche para disfrutar de su libertad.
Después de agotar las distintas alternativas que le ofrecía la ciudad y que sólo sirvieron para confirmarle in situ lo que conocía de oídas, el misterio de la vida nocturna llamó su atención y así fue conociendo lugares que ni siquiera en compañía de su marido se hubiera atrevido frecuentar.
De los teatros de revistas pasó a conocer los cabarets, nigth clubs, boliches, pubs o como la moda los denominara, se dedicó a catalogar esos lugares, siempre en su calidad de observadora de las costumbres y hábitos de esos personajes y en esa línea de pensamiento, terminó por meterse en ese submundo casi exclusivamente masculino de los boliches en los que las coperas, acompañantes o “escorts”, como se les dice actualmente, ponen el hombro y generalmente toda su anatomía para el consuelo de la clientela.
Todas las miserias de esas personas terminaron por abrumarla de tal modo que volvió a recluirse en su casa y nuevamente, trató de hallar distracción en el teclado de su antiguo piano pero, quizás debido a su exigencia personal o porque realmente tantos años sin hacerlo habían anquilosado sus articulaciones, no lograba la fluidez necesaria para interpretar las piezas que se obligaba a interpretar.
Esa aparente afición era una evasión para no enfrentar algo que desde poco después de fallecer su marido comenzara a habitar su cuerpo y que resultaba en un necesidad histérica de satisfacerse sexualmente, cosa que a su edad hacía rato consideraba irremisiblemente olvidada pero que su frecuente concurrencia a los sitios nocturnos había no sólo reavivado sino también intensificado por su conocimiento de hábitos sexuales desconocidos, como por ejemplo; la bisexualidad de algunas de aquellas mujeres quienes le confiaran con absoluta franqueza las depravaciones y perversidades de que eran capaces y por cuya recomendación había enriquecido su panorama sexual mediante el alquiler de películas pornográficas que en vida de su esposo se resistiera enfáticamente a mirar.
Todo ese revoltijo de imágenes y relatos rondándole los pensamientos, no sólo contribuía a mantenerla excitada como nunca en los últimos diez años sino que hasta la condujeron a la exploración de su cuerpo que la gimnasia mantenía, sino lozano, con la firmeza de sus carnes y sin demasiadas arrugas o flojedades y, como no lo hiciera en su juventud porque se decía que era pecado, encontró la anhelada satisfacción por medio de la masturbación, aunque después de conseguirla, un regusto amargo le quedaba en la boca y se sentía llena de culpa por su incontinencia desbocada.
Esa soledad y un infrecuente picor que se había instalado en lo más hondo de sus entrañas la mantenían en permanente vilo. Decidida a terminar con aquello, se propuso acceder a lo que ahora le era pianísticamente imposible, perfeccionando su digitación e interpretación bajo la dirección de un profesor que le exigiera lo que ella no conseguía.
Después de buscar en diarios y revistas y de varias consultas telefónicas, consiguió a uno que conocía lo suficiente de lo que pretendía, que no era caro y que vivía tan sólo a cinco cuadras de su casa.
La primera sorpresa, fue comprobar que Horacio era un hombre de su misma edad y la segunda, que los géneros y compositores que le gustaban coincidían con los suyos. La situación tomó un carácter más tenso cuando el hombre le preguntó como una persona cos sus conocimientos musicales recurría a otra para que la obligara a interpretar lo que ella hacía correctamente.
Desconociéndose y casi desdoblándose para asumir lo que estaba haciendo, cohibida pero sin pudores, seguramente por la edad que los hermanaba, le contó las desventuras de los últimos años y cómo pretendía convertir al piano en un sucedáneo de sus reclamos físicos.
Sin demostrar demasiada sorpresa y con esa misma afable indiferencia que muestran los psicólogos, la escuchó atentamente para luego invitarla a sentarse ante el instrumento para que le enseñara sus conocimientos.
Cuando ella comenzó a tocar, temblorosa como una chiquilina ante su examinador, él fue corrigiéndole la postura, irguiéndole la espalda y modificando la posición de los brazos para luego, parándose detrás de ella, colocar sus manos en los hombros manteniéndola derecha y con los pulgares masajeó los músculos del cuello para que fuera distendiéndose, pero ese contacto aparentemente profesional y aun a través de la tela de la remera, no hizo otra cosa que hacer más evidente la angustia de su necesidad y con un fuerte escozor urgiendo el fondo del sexo trató de proseguir tocando.
Nerviosa por el efecto que esas manos fuertes que poco a poco iban extendiendo el masaje hacia la nuca, a ella le costaba concentrarse en la partitura pero cuando quiso poner fin a la interpretación, el la aquietó con un suave chistido y arrimándola contra sí, dejó que las manos se deslizaran hasta el pecho para envolver sus senos por encima de la ropa.
Trató de desasirse con un brusco movimiento, pero él, estrechándola aun más contra su pelvis e impidiéndole levantarse de la butaca, comenzó un manoseo a los senos. Agarrándole las manos y mientras intentaba desligarse inútilmente del hombre, Rosa sentía como todo su cuerpo temblaba pero ya no de nervios sino de ira.
El profesor parecía desmandado y llevando sus manos hacia la cintura, tomando la parte baja de la remera la alzó rápidamente hacia arriba para terminar de sacársela, obligándola a levantar los brazos por la fortaleza del tirón y, sin darle tiempo a reaccionar, volvió a guiarlas hacia los pechos para, con un simple movimiento, destrozar la débil oposición del menudo corpiño.
Sabiendo que sería inútil gritar pero con todos los años de represión sexual dictados por las monjas desde su misma infancia empujándola, se debatió silenciosamente al tiempo que trataba de cubrir los senos que ningún hombre salvo su marido viera jamás.
Sin embargo todo era en vano, porque el hombre era demasiado fuerte para ella y en tanto envolvía los senos temblorosos entre sus manos, le susurraba roncamente que él la haría todo lo feliz que necesitaba y en tanto que incrementaba el sobamiento, fue acuclillándose detrás para deslizar su lengua a lo largo de la columna vertebral, provocándole un inevitable respingo al tiempo que arqueaba la cintura hacia delante.
Rosa se daba cuenta que con sus estúpidas confidencias había abierto la puerta para permitirle al hombre semejante actitud pero también asumía que, aun teñidos de agresiva prepotencia, el manoseo, las lamidas y besos en su espalda avivaban las ascuas que permanentemente ardían en sus entrañas. Una especie de flash, mezcla de rebeldía y resentimiento parecía iluminar repentinamente su mente y se dijo por qué no permitírselo, habida cuenta de su viudez y sus continuas necesidades, ya que a su edad no tenía que rendir cuentas a nadie de sus intimidades y tal vez esa fuera la última oportunidad que se le presentara.
Sin embargo, un resto de recatada prudencia le aconsejó no entregarse tan fácilmente y aunque ya no intentaba levantarse del asiento, simuló seguir separando las manos de los pechos pero la destreza de Horacio hizo que se apoderara de las suyas para hacer que en conjunto, estrujaran las carnes de los senos.
Siendo esa la caricia inicial de sus cotidianas masturbaciones y habida cuenta de la sensibilidad que poseían los pezones, Rosa gozaba muchísimo con ella y ahora, multiplicada la sensación por la fortaleza de las manos masculinas, automáticamente sus dedos encerraron entre ellos la excrecencia de los largos pezones y con un hondo suspiro, gruño mimosamente mientras presionaba la mama entre pulgar e índice.
Considerando ese gesto como una aceptación, Horacio hizo girar el taburete en redondo para que la boca buscara los palpitantes senos. Los pechos de Rosa nunca habían sido espectaculares pero tampoco pequeños y los tres partos con sus respectivos amamantamientos les habían otorgado una plenitud que ahora y aunque un tanto marchitos, los hacía caer en pesada comba contra el pecho.
La lengua serpenteante de Horacio caracoleó por esa cuenca que separa los senos para luego rumbear hacia el izquierdo mientras una mano continuaba la tarea de la suya, rascando y estregando la aureola y el pezón. Hacía tantos años que una boca no ocupaba el vértice, que ella creyó desmayar de dicha y apoyándose sonoramente con los codos sobre el teclado, se dispuso a disfrutar de esa mamada.
Virtuosamente, la lengua tremolaba sobre las carnes flojas pero teniendo como objetivo final la superficie amarronada y cubierta de finos gránulos de la aureola, sobre la que se abatió acompañada por los labios ejecutando pequeños chupones. La impetuosidad del deseo reprimido había desbordado la cordura de esa mujer cuyo corto cabello entrecano la ligaba más con la vejez que con esa actitud de gata en celo y su voz enronquecida suplicaba con palabras groseramente vulgares para que el hombre no sólo no cesara de chuparle los senos sino que incrementara su accionar.
Satisfaciéndola y en tanto la mano que retorcía la otra mama lo complementaba con feroces pero infinitamente gozosos pellizcos de las uñas, Horacio fustigó duramente al largo pezón cuya altísima sensibilidad la condujera a secretos orgasmos durante el amamantamiento a sus hijos y contemplando como se doblegaba ante esos azotes, puso los labios a succionarlos; cuando ya los ayes angustiosos de Rosa llenaban el cuarto expresándole con una crudeza brutal que nadie hubiera esperado, cuanto la satisfacía aquello, hizo a los dientes ejecutar similar tarea que las uñas, provocando que la mujer le rogara soezmente que la poseyera de una vez.
Previendo que aquello sucedería, él había ido despojándose con su mano libre de los pantalones y el calzoncillo pero, como no estaba dispuesto a hacérsela tan fácil a aquella, deseable sí, pero madurita que se le entregaba de esa manera, se incorporó con la verga entre los dedos al tiempo que atraía a la mujer hacia la entrepierna.
Esa era una de sus especialidades, no por la satisfacción que hubiera podido darle a su marido sino por la gratificación final que la degustación de esa cremosidad con gusto a almendras dulces le proporcionaba. Ante esa perspectiva, su boca se llenó de saliva como siempre que el deseo la acuciaba, atrapando con la mano ese falo que aun no lo era pero que con su aspecto amorcillado prometía serlo prontamente y en proporciones superlativas.
Como siempre, ese tufo que brota de la entrepierna masculina, lejos de ofender su olfato no hacía otra cosa que exacerbar sus más oscuras gulas y las narinas se dilataron complacidas ante lo que para ella era la fragancia que prologaba una de sus más depravadas e íntimas sensorialidades. Acercando la boca a la cabeza del pene, proyectó la lengua para que, tremolante, enjugara la olorosa película húmeda que casi siempre cubre al órgano masculino; el sabor ácido golpeó la memoria gustativa y el impacto de sentirlo después de tanto tiempo se hizo notar con un intenso escozor en el fondo de la vagina.
La esperanza de renovar sentimientos y emociones largamente olvidadas, azuzó su pasión y casi irreflexivamente, acompaño el lambeteo con suaves chupadas de los labios entreabiertos al ovalado glande en tanto que su mano buscaba instintivamente los testículos para acariciarlos en leves sobamientos que arrancaron un complacido ronquido en el hombre.
Esa posición sentada en el taburete se le hacía incómoda por tener que inclinarse demasiado y entonces, sin dejar de complacerlo, fue acuclillándose frente a él. Hacia mucho que no se arrodillaba por dos razones; una, porque el dolor en las rodillas la hacía apresurar un trámite al cual le gustaba disfrutar en tiempo y forma y la segunda eran las inevitables marcas que dejaban en su piel que, sensible y blanca, se amoretonaba fácilmente, dejando a la vista de todos la evidencia de sus felaciones.
Decidiendo darse el tiempo y los gustos necesarios, levantó con los dedos al tumefacto pene y la lengua descendió viboreante a lo largo del tronco, degustó en los meandros del escroto esos sabores exquisitos y en tanto manoseaba la verga, de manera incontrolable, ladeó el torso e invirtió la cabeza para llevar su lengua vibrante a escarcear sobre el pequeño tramo del sensibilísimo perineo y luego se internó entre las nalgas a estimular reciamente la negra boca del ano, con tal ímpetu que esta se distendió complaciente para permitirle saborear los agrios humores de la tripa.
Horacio no podía creer el demonio que había despertado en esa mujer y mientras le exigía roncamente que lo chupara de una vez, revolvió cariñosamente la corta cabellera con escasos resabios grisáceos. Dándose un gusto al proporcionárselo al hombre, recorrió inversamente el camino y envolviendo al tronco con los labios desde la misma base, hizo que los dedos realizaran un movimiento envolvente sobre el glande y el prepucio.
Mientras intensificaba la fuerza de los chupones que extendía a toda la barra de carne, estimulaba reciamente la punta del órgano y cuando llegó al surco que cobija el prepucio, puso lengua, labios y dientes a la deliciosa tarea de macerarlo hasta que la gula pudo más y abriendo las mandíbulas que ante esa perspectiva parecían tener la virtud de dislocarse, sacó la lengua sobre la que apoyó la cabeza para ir introduciéndola lentamente a la boca.
El sentir nuevamente entre sus labios la suave piel de una verga, obnubilo de júbilo a Rosa y asiéndola más firmemente con la mano, la metió hasta sentir un principio de nausea marcándole el límite y entonces sí, apretó los labios contra la carne para iniciar un corto vaivén que acompañaba con el prieto anillo que había formado con el índice y el pulgar, en tanto que la otra mano pasaba entre las piernas para, después de estimular los esfínteres anales del hombre, ir hundiendo el dedo mayor en la tripa hasta tomar contacto con el bulto de la próstata, restregándola rudamente.
Su cuerpo todo le hacía desear volver a sentir el sabor inigualable del esperma y casi sin contemplaciones para con é, chupó, lamió, succionó y rastrilló con los dientes el falo hasta que en medio de los bramidos de Horacio, los chorros espasmódicos del semen estallaron lechosos dentro de la boca que ella continuó sorbiendo y deglutiendo hasta que ya ni una sola gota escapaba del miembro.
Ciertamente, si creía que esa felación había sido todo, estaba completamente equivocada. Evidentemente y a pesar de su edad, el hombre estaba en el apogeo de su virilidad, ya que el miembro no había disminuido un ápice su tamaño ni rigidez y como si aquello fuera el aperitivo que le permitiría degustar mejor los manjares que preveía, ayudándola a levantarse, la condujo hacia un juego de sillones próximos.
Haciéndola sentar en uno individual, la acostó para que su grupa quedara por fuera del borde y, alzándole las piernas para apoyarlas en su pecho, restregó como un pincel la verga contra la entrepierna, estimulándola desde el ano hasta el ahora alzado clítoris.
Con los hombros contra el fondo del asiento y la cabeza apoyada en la parte baja del respaldo, ella sintió como, por primera vez en mucho tiempo, un maravilloso falo iba separando las carnes que la abstinencia había resecado y constreñido y, para su júbilo, la recia carnadura raspaba reciamente la piel, provocando laceraciones y seguramente desgarros pero la sensación era tan inefable que, aferrándose a los brazos que el hombre apoyaba en los del sillón, proyectó su cuerpo para ir al encuentro de tan espectacular verga.
Clavándole los verdes ojos que volvían a chispear de alegría y lujuria, con voz que el goce enronquecía, le reclamó en grosera repetición que le penetrara más y mejor para darle ese placer que no recibía desde hacía tanto tiempo y que la rompiera toda. Evidentemente ese era el propósito del profesor, ya que alzándole más los muslos, la penetró en forma casi vertical, haciendo que la verga no solo raspara deliciosamente el bultito del Punto G en la parte anterior de la vagina, sino que traspasaba las tiernas aletas de la cervíx para golpear rudamente en el fondo de las entrañas.
El goce era indescriptible y elevando los brazos se asió al borde del respaldo para ayudarse en alzar el cuerpo y sostenida sólo por estos y las manos de Horacio aferradas a sus nalgas, sentía al miembro en su totalidad mientras la pelvis del hombre se estrellaba ruidosamente con los dilatados y húmedos labios de la vulva.
Nuevamente en el fondo del vientre se gestaban aquellos estallidos que revolucionaban su cuerpo y entonces fue que él cesó por un momento en la penetración para hacerla levantar y tomando su lugar, con el miembro en ristre, la dijo que se penetrara con él. Aunque sólo hubiera conocido a un hombre, con su marido se habían dedicado a experimentar distintas posiciones desde su primeros años de matrimonio que, con el correr de los años perfeccionaran hasta convertirlas en un arte y, esta, era una de ellas.
Apoyando los pies afirmados en el asiento a cada lado del cuerpo del hombre, se aferró al borde del respaldo y flexionando las piernas, fue descendiendo lentamente, restregándose contra la cara, el pecho y el vientre de Horacio hasta sentir como la verga que el sostenía entre sus dedos rozaba la boca de la vagina.
Dando un meneo casi perruno a la pelvis, fue bajando mientras experimentaba la dicha de comprobar que la magnífica verga no había perdido rigidez. Con los verdes ojos cerrados y los dientes mordiendo los labios inflamados por los que surgían mimosos ayes en los que el dolor no era el motivo sino el placer, fue sintiéndola deslizarse hasta que su vulva se estrelló contra el pelambre masculino y entonces, inició un movimiento combinado que ejecutaba casi como una auto flagelación; a la flexión vertical de las piernas, sumaba un adelante y atrás que alternaba con rotaciones de las caderas en salvaje imitación a una sensual danza árabe.
Verdaderamente, Horacio no esperaba que la viuda fuera a entregársele de esa forma, dejando en evidencia que su comportamiento, aunque hubiera sido en la fidelidad de una cama matrimonial, no tenía nada que envidiar a las prostitutas más depravadas. Decidido a llevarla hasta el límite que ella le permitiera, asió entre sus manos los levitantes senos para someterlos a duros sobamientos que los movimientos de la mujer reforzaban. Acompasándose a la cadenciosa jineteada, llevó su boca a un seno y en tanto los dedos seguían estrujando al otro, la mano restante bajó a la entrepierna de la mujer para restregar en lerdos círculos la carnadura del erecto clítoris.
Los verdaderos orgasmos nunca habían sido frecuentes en ella y generalmente se conformaba con una buena eyaculación que, acompañada por la tibieza del semen, la dejaban satisfecha. El apogeo de su excitación se daba en una combinación de partes, conjugando la extrema exaltación del clítoris que en ella funcionaba como un verdadero pene femenino, con el roce de la verga contra los músculos del canal vaginal que aprendiera a manejar después de cursos de dilatación y contracción en los sucesivos partos y que su marido le ayudara a fusionarlo con la práctica del Tantra y, finalmente, para cerrar el círculo mágico, la estimulación del más que sensible Punto G por la punta del falo.
Esa posición era ideal para que aquello sucediera y en tanto alababa con las más soeces adjetivaciones las virtudes físicas de ese amante no buscado pero felizmente encontrado, sentía como al conjuro de su jineteada, fluían las mucosas fuertemente aromáticas de su sexo para estallar en líquidos chasquidos contra las carnes del hombre.
Decidida tanto como él a llevar aquella relación hasta sus últimas consecuencias, salió intempestivamente de esa posición para darse vuelta y parada, con las dos piernas entre las de Horacio, apoyándose en sus rodillas, bajar el cuerpo y repetir la penetración pero esta vez desde una variedad de ángulos que la volvía loca por su diversidad, conforme ella se inclinaba hasta casi tocar las rodillas con la cabeza o se incorporaba verticalmente, dejando que el hombre se cebara en los senos con las manos.
A su edad, la intensidad de esas flexiones la fatigaron pero entonces él colaboró con ella, haciéndola descansar sobre su pecho mientras una de sus manos deambulaba exigente sobre los pezones y la otra estimulaba reciamente al clítoris, haciendo que con su pelvis subiendo y bajando, el falo se hundiera totalmente en la vagina.
Realmente, Rosa debía hacer un esfuerzo para recordar una cópula tan satisfactoria en los últimos quince años y el hombre pareció comprender su necesidad de dar expansión a tanta abstinencia. Levantándose del asiento, la condujo hacia el sillón grande pero no a su frente. Haciéndola apoyarse contra el respaldo acolchado, le abrió las piernas e inclinándole el torso hacia abajo hasta que sus manos tocaron los almohadones de la parte delantera, después de secar el pastiche de su sexo tal vez demasiado reciamente con sus manos, apoyó la punta de la verga en la cavidad que se abría como una exótica flor carnívora cuyos bordes violáceos contrastaban con la palidez nacarada del fondo del óvalo.
Después de masturbarse un poco para conseguir la rigidez necesaria, Horacio hundió el falo en la vagina hasta chocar sonoramente contra las nalgas e inició un hamacarse que nuevamente iba sacando de quicio a Rosa y ella misma colaboró cuando él le alzó la pierna derecha para que apoyara la rodilla sobre el borde, ampliando así la apertura del sexo.
En esa posición y flexionando las rodillas, Horacio hacia que la verga se moviera aleatoriamente en su interior, con lo que el disfrute era simplemente alucinante, especialmente cuando él fue sacando la verga totalmente y esperando que los esfínteres recuperaran su contracción, volvía a penetrarla aun con mayor fuerza si es que eso era posible.
Casi imperceptiblemente, los dos fueron acomodando sus cuerpos para conseguir cada vez mayor goce hasta que Rosa quedó semi de costado, apoyada solamente en la pierna izquierda y, abrazada con la mano derecha a la nuca del hombre, se sostenía con un pie y la otra mano apoyados sobre el borde del asiento, con lo que las manos de él sobaban reciamente los senos al tiempo que hacía entrechocar las carnes por el violento impulso que daba a sus caderas.
Ya la fatiga llevaba agotamiento a esa mujer que se comportaba sexualmente como cuando tenía veinticinco años y que rogaba al hombre la hiciera llegar al orgasmo lo antes posible y él, en un verdadero arranque de furia, le hizo apoyar nuevamente las piernas abiertas sobre el piso y así, asida con las manos al respaldo, sacó al miembro de la vagina para apoyarlo contra la negra apertura del ano.
Aunque no era especialmente afecta a las culeadas, tampoco se había negado a ellas en momentos cúlmine del sexo, pero hacía tantos años – seguramente más de veinte – desde la última , que temía que sus incipientes hemorroides le impidieran soportar ese dolor inevitable que siempre representaba al principio la dilatación de los esfínteres pero que eran los que en definitiva provocaban ese placer único que tiene la sodomía.
Apretando los dientes pero sin poder reprimir hondos ronquidos de dolor, fue sobrellevando el padecer y cuando la cabeza hubo transpuesto la resistencia inicial, la espada flamígera de ese placer inigualable corrió como un rayo por su columna para instalarse en la nuca y desde allí irradiar oleadas sucesivas del dolor-goce que hacía contraer al útero en una respuesta natural e involuntaria del orgasmo verdadero y, llevando sus manos a separar las nalgas como si con ello consiguiera ampliar la apertura de los esfínteres, estimuló a Horacio para que no cesara en ese delicioso martirio hasta no volcar en la tripa la simiente, cosa que él realizó casi prematuramente, bañando al recto con la dulce tibieza de la melosa cremosidad.
Manteniéndose aferrada al respaldo con las manos engarfiadas en el tapizado y en tanto trataba de recuperar el aliento para poder sostenerse por sí sola sobre sus piernas temblorosas, sabía que había encontrado por fin una fuente de placer que revitalizaría los últimos años de su vejez.
Durante cuatro semanas y de vuelta de cada “clase”, se sorprendía a sí misma con la recreación nostálgica de lo que viviera con Horacio, encandilada por el vigor del hombre y de su propia resistencia para lo que le exigía, hasta que un día sucedió algo que no esperaba.
Ya en las tres ocasiones anteriores no habían utilizado el living y se refocilaban en la cama doble del dormitorio donde encontraban el placer del sexo total y esa tarde, mientras permanecía acurrucada sobre el pecho del hombre tras una extenuante cópula, en esa posición tan característica en ella que era colocar una pierna cruzada sobre la pelvis masculina, el roce inequívoco de una lengua recorrió la hendidura dilatada por la postura.
Amodorrada, tardo unos momentos en reaccionar pero al hacerlo, ya dos fuertes manos inmovilizaban las caderas y ante su azorada protesta a Horacio, este se limitó a sujetarla estrechamente contra su pecho al tiempo que le decía que no tuviera miedo y fuera amable con ellos, ya que a su edad, difícilmente tuviera otra oportunidad como esa.
Súbitamente cobraba conciencia de su precipitación al haberse entregado al hombre con tanta facilidad. Aun sabiendo que era inútil, con toda la bronca tana rebullendo en su pecho, trató de desasirse de los hombres pero ya en vano.
Con Horacio sujetando prietamente sus manos y la fortaleza del otro hombre inmovilizándole las piernas separadas, sintió como lengua y labios recorrían exploratoriamente el espacio entre las nalgas, arribaban al ano en el que asomaban los tejidos de una incipiente hemorroides que no le impedía gozar de las sodomías que seguramente fueran su origen y, tras explorar tremolante su sensorialidad, continuaron hacia el perineo y la distendida vagina.
Los bramidos junto a los insultos de la mujer parecieron no conmover a los hombres y sí acicatear el deseo de poseerla, ya que mientras la tildaban de vieja puta y Horacio alababa sus virtudes para la felación y la sodomía, sin advertencia previa, el otro hombre apoyó la punta de un falo contra la vagina y empujó hasta hacerlo desaparecer enteramente en el sexo.
Aunque ante eso ella redobló sus insultos y maldiciones más groseras, con la verga ya recorriendo la vagina en un coito de demencial violencia que su sempiterna incontinencia iba transformando en grato, sollozando y jadeando al unísono, se dejó estar en calmada relajación.
Lo más parecido a eso había sido su primera sodomía y la intensidad del recuerdo hizo que involuntariamente su pelvis comenzara a menearse e inconscientes asentimientos sollozantes dijeron a los hombres que ya estaba entregada.
Verdaderamente y a pesar que le costaba admitirlo, el tránsito de la verga era fantástico y comenzaba a sentir como la lascivia de un placer descontrolado comenzaba a invadirla. Encogiendo más la pierna para facilitar el paso del miembro y desasiendo sus dedos de los de Horacio, buscó al tanteo la verga de aquel que, aun fláccida, permanecía tumescente sobre los testículos.
Ante la caricia, este acomodó su cuerpo para que ella pudiera acceder a su entrepierna, empujando su cabeza hacia la verga. Ya el otro hombre al que él llamó Alberto, estaba dedicado de pleno a socavar su sexo y en tanto la penetraba con una cadencia más calma, los dedos excitaban con fuertes friegas al clítoris en un comienzo de cópula que a ella se le antojaba sería magnífica.
Su habitual concupiscencia codiciosa le decía que, de esa violación que ya definitivamente no podía evitar, debería sacar un provecho que la beneficiara y esto sería posible entregándose sin limitaciones a cuanto quisieran hacerle los hombres; buscando con la boca la verga todavía humedecida por las mucosas de su vagina y restos del esperma masculino, hundiendo la nariz en la olorosa mata velluda, sacó la lengua para iniciar un periplo que la llevaría de ida y vuelta desde el nacimiento del tronco hasta la punta del falo.
Con mansa sumisión y destreza, tomó en la mano al amorcillado pene para, inclinándose, tremolar con su lengua en la base del tronco, dejando a los dedos la tarea de realizar movimientos envolventes sobre el glande y prepucio. Su predisposición encantó tanto a Horacio que la alentó para que prosiguiera chupándolo y repentinamente, se dio cuenta que ya no quería satisfacer al hombre sino que ella era quien se regodeaba al juguetear con esa verga que, definitivamente, iba adquiriendo categoría de falo y, escarbando con la punta engarfiada de la lengua en la sensibilidad del surco que protegía el prepucio, lo hizo estremecer de goce.
Estaba fascinada por la creciente rigidez de ese miembro que, ya a esa altura cobraba una dimensión que no por conocida era menos tremenda; tras lambetear con insistencia la monda cabeza, los labios fueron enjugando la saliva en breves chupeteos hasta que los labios envolvieron todo el glande, introduciéndolo en la boca hasta que los labios se ciñeron en la flojedad del prepucio y desde allí, inició un corto movimiento de vaivén al tiempo que succionaba hondamente las carnes.
El sabor y tamaño del falo la sacaba de sus cabales y, envolviendo con los dedos al tronco, formó una especie de prolongación a los labios, haciendo que ese conducto imitara a una vagina y así, subiendo y bajando por la verga, cada vez la introducía un poco más en la boca y ya no eran solamente los labios los que se apretaban contra la piel sino que el filo romo de sus dientes la rastillaba cuidadosamente sin lastimarla.
La fatiga que ella sentía por el entusiasmo con que succionaba al pene, le hacían alternar las chupadas con violentas masturbaciones de las manos que se movían de arriba abajo en divergentes movimientos circulares hasta que percibió que estaba por alcanzar su merecido premio.
Tras dar dos o tres largas succiones en la que la punta de la verga alcanzaba su garganta mientras ella meneaba la cabeza de lado a lado al retirarla, comenzó una frenética masturbación al tiempo que la lengua empalada salía de la boca como una alfombra para recibir la eyaculación del hombre que, cuando llegó, lo hizo con abundantes y espasmódicos chorros de esperma que ella se apresuró a contener cerrando la boca para sentirlos golpeando deliciosamente el paladar y deglutir su almendrado sabor.
Diciéndole a Alberto que era toda suya, Horacio se retiró rumbo al baño y entonces, aquel la hizo arrodillarse e indicándole que se apoyara en los codos, volvió a penetrarla hasta que su mata velluda golpeó contra las nalgas. Sin lugar a dudas, esa era una de las más grandes vergas que soportara su sexo pero ella, apretando los dientes y mientras bajaba la cabeza por el sufrimiento, no sólo abrió más el triangulo de las piernas sino que imprimió a sus caderas un suave meneo y en tanto roncaba rogando por más, subiendo y bajando el abdomen proyectó al sexo contra ese falo que la rompía toda.
Con los ojos cerrados, disfrutó de esa maravillosa cópula hasta que el hombre fue dejándose caer hacia atrás y tomándola de los hombros, la arrastró con él. Comprendiendo lo que quería, fue acomodando sus piernas al tiempo que ejecutaba un corto galope que le hacía sentir toda la reciedumbre de la carnadura.
Ciertamente y aunque no lo expresaba explicitamente, el tránsito de la verga la desmandaba como hacía años y con esa misma lascivia concupiscente con la que se había entregado voluntariamente complacida a las mayores iniquidades, empezó a hamacarse adelante y atrás sin cesar en la jineteada; viendo su entrega apasionada, Alberto fue inclinándola contra su pecho y ella, colocando automáticamente las manos echadas hacia atrás junto a sus hombros, inició un movimiento por el que el falo entraba y salía de la vagina como de una vaina bien aceitada.
El placer era inmenso y Rosa lo manifestaba por la forma en que echaba su cabeza hacia atrás para que el cuello se curvara en un ángulo imposible y en tanto la meneaba de lado a lado, de su boca abierta escapaban por las comisuras hilos de una espesa baba y en ese momento, el contacto de una boca sobre sus pezones le hizo comprender que Horacio había regresado.
Lengua y labios se aplicaron reciamente contra las mamas, fustigando la una y chupándolas reciamente los otros mientras dos dedos excitaban al clítoris para después descender y unirse a la verga en la penetración. La ira y el disgusto de verse tratada como una prostituta cualquiera no la abandonaban pero tampoco podía reprimir la reacción natural de su cuerpo a aquello que practicara vehementemente durante tantos años.
De su boca escapaban ayes y gemidos que no disimulaban su carácter de placenteros y entonces Horacio, enderezándola, la guió para que girara ciento ochenta grados y así, arrodillada, con el torso erecto, reinició la jineteada con tal frenesí que, sin tener conciencia de ello, llevó sus manos a que, la derecha estimulara agresivamente al clítoris y la izquierda buscara el ano para hundir en él parte de su dedo mayor.
Farfulladas palabras de aprobación que surgían espontáneamente de su boca parecieron provocar la reacción de Horacio, quien, empujándole el torso contra el pecho de Alberto, hizo que su grupa se alzara oferente para que él apoyara la ovoide cabeza de su miembro sobre el ano.
Aquello hizo recobrar la cordura a Rosa y quiso oponer una resistencia vana, ya que Alberto aplastándola contra su pecho y Horacio, tomándola por las caderas, cercenaron cualquier intento de huída. Entre sollozadas súplicas y groseras palabrotas, intentó arañar a Alberto pero ya la presencia del falo dentro del recto era inevitable y, rendida pero satisfecha, sintió como la verga empujaba la tripa saliente para hundirse irremisiblemente en toda su extensión.
Sus gritos ahogados por la mano de Alberto, se convirtieron en un jadeante sollozar hipante mientras sentía que el falo volvía a proporcionarle aquella mezcla de dolor-goce que disfrutara tanto en otros tiempos. Cuando las dos vergas se rozaron a través de las delgadas paredes, los hombres iniciaron un lento coito en el que se alternaban entrando y saliendo pero, progresivamente, hicieron coincidir los miembros para que, simultáneamente, la masa de ambos destrozara deliciosamente sus carnes.
A pesar del martirizante sufrimiento, la memoria emotiva y muscular hacía que reaccionara como no quisiera haberlo hecho y, en tanto meneaba y balanceaba el cuerpo en mudo asentimiento, su boca buscó angurrienta la del hombre.
Los tres ya estaban empeñados en la cópula bestial y por un rato se entregaron a ella hasta que la verga que albergaba el ano saliera de él para, despaciosamente, dilatar hasta lo imposible los esfínteres vaginales y hundirse junto a la otra en el sexo.
Ya no hubo gritos ni maldiciones, solo el sordo llanto de la humillación acompañó la monstruosa cópula hasta que los hombres volcaron en ella la tibieza de su esperma.
Seguros de que en su cuerpo no quedaran huelas de la violación, los hombres la acompañaron al baño para que la ducha limpiara todo vestigio de saliva, semen y flujos. Con toda la bronca de esa vil degradación golpeándole en el pecho, ella misma se encargó de eliminar todo rastro de lo que pudiera conectarla con ellos y, después de secar rápidamente su corto cabello, se vistió para salir del departamento con la vulgar invitación de los hombres a volver cuando quisiera.
Ya en la tranquilidad de su casa, examinó detenidamente su cuerpo sin hallar en él la menor huella de semejante atrocidad pero también se dijo y aceptó que, como le dijeran los hombres, a su edad, difícilmente volvería a vivir una situación semejante que, no obstante esa sensación de furia por la humillación de ser mancillada de esa forma sin tan siquiera consultarle si quería ser partícipe voluntaria, había disfrutado tan intensamente como ella misma no se creía capaz.
A su pesar y para no poner en riesgo su virtud de ama de casa y madre, no hizo caso de la invitación de Horacio y Alberto, poniendo fin a aquellas clases que, definitivamente, extrañó por tanto tiempo como había extrañado la presencia de su marido.
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