¡Qué viaje!
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por balbina.
A pesar de no ser afecta a las actividades al aire libre, el hecho de saber que podría vigilar los movimientos de su hija durante el viaje de egresadas y además tomarse unas vacaciones luego del traumático año transcurrido desde su divorcio, la había hecho postularse para el cargo de chaperona del grupo, escondiendo un viejo revanchismo por no haber podido realizar a su tiempo un viaje semejante.
No era que tuviera envidia de su propia hija, pero a sus treinta y siete años jamás había salido de Buenos Aires más allá de alguna esporádica escapada al Delta y en un rincón oscuro de su mente se proponía recuperar en Bariloche el tiempo perdido, habida cuenta que no tenía ya compromiso de fidelidad alguna hacia su ex marido.
Para escapar al vocinglero bochinche de las chicas se había refugiado en el último asiento, justo detrás del baño y después de cinco horas de la partida, los ánimos se habían aquietado con la noche y ella, en ese mirar hacia la nada, entró en una especie de modorra de la que salió cuando el coordinador que estaba adelante junto a los conductores, se dejó caer a su lado.
Desentendiéndose de su presencia, reclinó el asiento para luego de arrellanarse en él, disponerse a intentar dormir, aunque le costaba hacerlo en un vehículo en movimiento; sin embargo, fuera a causa de las corridas de ese día, la oscuridad o el suave run-run del bus, fue hundiéndose en un entresueño que le placía.
No supo cuanto tiempo había transcurrido, pero lo cierto fue que sintió como de manera subrepticia, una mano cautelosa separaba aun más la pechera de su campera abierta para deslizarse en curiosa exploración sobre sus pechos; por un instante cruzó por su mente una reacción de violente protesta, pero se dio cuenta de que provocaría un escándalo inútil que sólo pondría en una situación incómoda a su hija y a ella misma, ya que sería su palabra contra la del muchacho y, por otro lado, fiel a ese propósito de recuperar el tiempo perdido por años, ya que antes de su marido no conociera íntimamente a hombre alguno y la abstinencia que duraba más de año y medio había instalado en el fondo de su vientre extrañas cosquillas cada vez que estaba junto a uno más o menos interesante, le hicieron preguntarse por qué no.
En esa cavilación, había permanecido mansamente quieta como si realmente estuviera dormida y sintió complacida como la mano, sin prepotencia y delicadamente, recorría prudente la prominencia de los senos que la enorgullecían como comprobando sus consistencia y terminada esa inspección, comenzaba a someterlos en suave sobamiento que la hizo no poder disimular más y emitir, aun con los ojos cerrados, un mimoso gruñido de complacencia.
Como para asegurarse su consentimiento, el joven llevó la mano hasta su cintura para asir el borde del suéter y fue levantándolo hasta exceder las tetas; conseguido eso, los dedos se aventuraron sobre una para recorrer el fino reborde de la taza del corpiño y al comprobar la elasticidad de la transparente tela, se adentraron bajo ella hasta rozar la aureola y sus minúsculos gránulos a los que tantearon tenuemente y después establecer contacto con la sólida erección del pezón.
La caricia la conmovió de tal forma que le fue imposible no emitir un susurrado asentimiento y alzar una mano para asir la del hombre al tiempo que abría los ojos y buscaba la mirada del coordinador; el que ella consideraba un muchacho, era un joven de unos veintiséis o veintisiete años que por su aspecto era más un atleta que un estudiante y sintiendo una repentina necesidad sexual o mejor dicho, una furiosa calentura, acompañó su mano contra el seno al tiempo que le murmuraba que hiciera lo que quisiera pero discretamente, sin exponerla ante la chicas.
Tranquilizándola en un tono bajo y educado, el hombre le dijo que tenía tantas de esas experiencias como viajes y que nunca una madre había terminado perjudicada ni descontenta de sus atenciones, dicho lo cual la ayudó a quitarse la campera y metiendo las manos por detrás del cuerpo le desprendió diestramente el corpiño.
Comprobando el silencio sepulcral del vehículo y la división del baño que los separaba del resto del pasaje, dispuesta a todo lo que el hombre quisiera hacerle, levantó juntos a corpiño y suéter para quitárselos por encima de la cabeza, recostándose luego con las manos alzadas aferradas al cabezal del respaldo en invitadora actitud.
Aquello entusiasmó al hombre quien, en tanto le decía que lo llamara Ariel, se reclinó sobre ella y mientras con una mano sobaba y estrujaba prietamente sus senos en forma alternada, la aferró por la nuca para hundir en su boca entreabierta una lengua perentoria que buscó ávidamente la suya.
Sintiendo como una explosión liberadora, abrió vorazmente la boca y su lengua no sólo aceptó el convite de la otra sino que ella misma la acometió en vibrante lucha mientras los labios se cerraban contra los de él en feroces succiones.
Luego de los iniciales empellones en los que desfogaron sus ganas en incontables besos y en tanto Ariel seguía amasando sus tetas, la mano de ella descendió hasta la cintura del pantalón y encontrándola ya abierta, metió los dedos hasta encontrar el obstáculo del calzoncillo; trasponiendo la débil resistencia del elástico, transito sobre una peluda mata de vello hasta encontrar la ya tumefacta masa de la verga y encerrándola entre los dedos, fue sometiéndola a los apretujones y vaivenes con que solía endurecer la de su marido.
Tantos años de hacerlo y en irreflexiva comparación, concluyó que la verga tan pronto adquiriera su carácter de falo, resultaría considerablemente más grande que la de su ex marido, con lo que acrecentó la presión y el ir y venir de la mano, provocando que a su vez la mano de él buscara la cintura del jogging, deslizándose hábil por la piel hasta encontrar la pelusa que indicaba el nacimiento de la vulva e introduciéndose sin más trámite en la raja para transitar rápidamente sobre los mojados tejidos del interior, embocó en la vagina dos dedos que se curvaron para someterla a una deliciosa penetración; meneando instintiva la pelvis en simulada cogida, gruño satisfecha al tiempo que sus dedos se esmeraron en morosa masturbación al miembro que ya adquiría una notable erección.
Por unos momentos se abandonaron a los besos y esa mutua masturbación hasta que ella no pudo más y desasiéndose del peso de su cuerpo, se escurrió hasta en piso para, arrodillada, bajar prontamente a pantalón y calzoncillo hasta los tobillos del hombre y abriéndole las piernas, se abalanzó sobre la entrepierna; obnubilada por el deseo, comprobó el ya desmedido volumen del falo y alojando su boca en el nacimiento del tronco mientas lo sostenía erguido con la mano, llevó la lengua tremolante a saborear esa mezcla de sudores con los acres olores de los genitales masculinos.
Desde sus inicios en el sexo a la edad de catorce años y para satisfacer los grotescos avances de sus amigos y compañeros del colegio que eran tan inexpertos como ella, satisfaciéndose, había cursado una especie de maestría en aquello de las mamadas, practicándolas casi en cualquier sitio y momento, no sólo esperando que se lo insinuaran sino casi exigiéndolo a sus ocasionales acompañantes, cosa que extendió a circunstanciales parejas de baile cuando comenzara concurrir a fiestas, en una de los cuales y ya con dieciséis años, se entrego vaginalmente en un automóvil.
Con los años y a pesar de las distintas variantes del sexo, chupar una verga era casi un rito sagrado sin el cual una relación sexual no estaba completa y, tanto para su solaz como el de su marido y algunos fugaces amantes de los que ni siquiera recordaba sus nombres durante sus aburridas vacaciones en la playa mientras su marido permanecía trabajando en Buenos Aires, ponía tanta enjundia que la convertía en una especialista por su técnica y lascivia.
Ahora y después de lo que le pareció una eternidad, sus papilas se regodeaban con los clásicos humores de aquellos lugares y cuidadosamente recorrió los meandros de las arrugas en los testículos en un juego de lengua y labios que pusieron en su mente como una proyección de viejas películas, el recuerdo de sus mejores relaciones orales; obnubilada por los recuerdos y el perverso conocimiento de que su hija estaba a no más de cinco metros de ella, acrecentó el manoseo a la verga que cada vez cobraba mayor volumen y como en un acto reflejo, se esforzó para alcanzar con la lengua el negro haz de esfínteres del culo para lambetearlo con verdadero frenesí.
El ansia y la posición del cuello le impedían libertad de movimiento y llenaban de saliva su boca pero, ejerciendo el papel dominante de la mujer mayor, colocó las manos debajo de los muslos para empujar intentando levantar las piernas y el joven, comprendiendo el propósito de aquella señora que parecía una consumada prostituta, las alzó por sí mismo al tiempo que se corría más hacia el borde.
Ahora toda la zona genital se le ofrecía en lo que ella consideró un verdadero manjar y tras dejar caer abundante saliva en la testa del pene para lubricarlo, inició una lerda masturbación por la que los dedos recorrían el tronco en toda su extensión y, conforme con aquello, descendió otra vez a lo que le antojaba un delicioso objetivo para poner en acción conjunta a labios y lengua en intensas lamidas y hondos chupeteos por los que sentía el acre olor de la tripa que a muchas repugna pero que a ella se le antojaba un elixir de los dioses.
Años de experiencia y el sabio consejo de un bisexual al que se entregara en el frenesí de sus dieciocho años, le habían enseñado que los hombres, en un alarde de falso machismo, niegan y rechazan todo cuanto tenga que ver con el ano pero internamente lo gozan aun más que las mujeres, adiestrándola en sí mismo cómo sodomizarlos manualmente y hasta hacerlos acabar excitando la próstata.
Con la dilatación de los esfínteres del muchacho, había logrado introducir en la tripa la punta de la lengua rígidamente envarada y, ante sus gruñidos de satisfacción, fue acompañándola con la punta del índice que introducía fácilmente sobre la espesa saliva, esperando cautamente que el instintivo fruncimiento cediera para ir profundizando la sodomía.
Reforzando la acción, alzó la cabeza para encajar su boca abierta de costado sobre el tronco del pene en franca competencia con los dedos que entonces hizo subir para correr el prepucio y ceñir entre ellos la monda cabeza en un fantástico movimiento envolvente; labios y lengua se esmeraron a lo largo del tronco en tanto que los dedos alternaban la caricia al glande con prietos roces al interior del surco que protegiera el prepucio.
Lenta, muy lentamente y en armonía con lo que hacía sobre el pene, el dedo iba penetrando la tripa al parecer sin ocasionar inconvenientes al muchacho y sí una sensación novedosa, ya que en medio de susurrados asentimientos, la alentaba a no parar al tiempo que le acariciaba la cabeza, hundiendo los fuertes dedos en su corto cabello.
Su voracidad ya le impedía aguantar más y llegando cercana a la cabeza, puso la lengua a recorrer tremolante la hendidura del surco para luego hacer que los labios se entretuvieran macerando la delgada piel del prepucio; con la penetración total, el dedo mayor había reemplazado al índice en la sodomía y, curvándolo, fue buscando la protuberancia que indicaba la presencia de la glándula.
Hallándola ahí donde la practica le indicaba, fue presionándola suavemente en lento rozar de la yema y en consonancia, excitada ella misma tanto como Ariel, abrió la boca golosa para envolver la ovalada testa e introduciéndola entre los labios hasta que estos ciñeron al surco, realizó un moroso vaivén de la cabeza en tanto degustaba el líquido blancuzco que segrega la próstata al ser excitada manualmente.
La consistencia de esa verga juvenil la enajenaba y en tanto daba a la mano un movimiento giratorio de sube y baja, dislocó la mandíbula aparatosamente e introdujo el falo hasta sentirlo rozar la campanilla y reprimiendo la náusea, cerró los labios sobre el tronco para iniciar una salvaje succión al tiempo que la mano completaba la masturbación deslizándose sobre la abundante saliva que ella dejaba escapar.
Pocas veces en su vida había mamado un ejemplar tan portentoso y sintiéndose ella misma excitada por el entusiasmo con que se entregaba a la felación, incrementó la sodomía ya no sólo excitando a la glándula sino ejecutando una verdadera culeada en vigoroso ir y venir, hasta que la combinación de manos y boca enardeció al joven que en sordos bramidos le anunció la proximidad de su eyaculación.
Feliz por la recompensa que le esperaba, se dedicó con denuedo, agregando el raer incruento de sus finos dientes a la piel y la introducción del índice junto al mayor en una sodomía que enloqueció a los dos hasta que, con la bronca proclamación de su alivio, separó la boca para recibir sobre la lengua extendida como una alfombra los chorros espasmódicos de un espeso, cálido y almendrado semen que fue deglutiendo lentamente con deleitada fruición.
Todavía estremecida por la emoción de volver a vivir una mamada tan maravillosa, siguió aplicándose en lerdas chupadas al pene mientras la mano convertía la recia masturbación en una amorosa caricia y los dedos salían paulatinamente del ano; tras eliminar con la punta de la lengua las últimas gotas que rezumaba la uretra, subió reptante hasta el pecho del hombre y besándolo con angurria, le dijo con perentoria pasión que ahora era su turno.
Entendiéndola claramente, Ariel se levantó del asiento para dejarle ocupar su lugar y cuando lo hizo, con delicada presteza tomó la elástica cintura del jogging para bajarla hasta los pies, sacándolo diestramente a pesar de las zapatillas; sólo la mínima trusa ocupaba su entrepierna y tras abrirle las piernas para apoyarlas encogidas sobre el asiento, acercó la cabeza a aquel vértice que exhalaba las fragancias orgánicas del sexo, mezcla de exudaciones hormonales y los jugos conque se manifestara su calentura.
El estar absolutamente desnuda junto las cuarenta y tantas personas del pasaje ponía en su mente una oscura sensación de soberbia y desafío y asiendo ella misma sus rodillas para separarlas tanto como podía, le suplicó susurrante al joven que la hiciera acabar con sus mejores chupadas; con avariciosa gula, el coordinador apoyó sus fuertes manos en la mórbida carnosidad de las nalgas y la lengua se deslizó empalada sobre la tenue tanga, procurando saborear los fluidos que empapaban la tela en un lambeteo similar al de un perro.
Carnosa y fuerte, resbaló a lo largo de la comba, relevando cada centímetro de la vulva que se adhería a la tela y la punta afilada escarbó sobre la rendija en tremolante tránsito desde el clítoris hasta la cegada entrada a la vagina; eso era lo que ella ansiaba pero en su errónea evaluación sobre la edad del hombre no esperaba esa inicial demostración de habilidad.
Alentándolo con susurradas manifestaciones de que eso era lo que quería e instándolo a desprenderla de la prenda, vio como él asía las delgadas tiras del slip para romperlas de un tirón y luego elevar su grupa para tener un mejor acceso al hueco e instalar la poderosa lengua estimulando el ano; realmente, como prólogo aquello era fantástico, ya que la lengua hurgaba no sólo en los esfínteres sino que también excitaba las carnes que los rodeaban hasta el mismo perineo y los labios se complementaban con ella en fuertes chupeteos, por eso y para facilitarle al hombre cuanto quisiera hacerle, encogió las piernas y asiéndolas por los muslos, las llevó hasta rozar sus pechos.
Semejante inicio prometía conjeturar que su tan ansiado como demorado orgasmo lo conseguiría en manos de Ariel y cuando aquel, imitándola, reemplazó el accionar de la lengua por la punta de un dedo que no tenía la finura ovoide de los suyos sino una reciedumbre mocha y fue separando delicadamente los esfínteres para ir metiéndose a la tripa, no pudo menos que asentir repetidamente en un fervoroso pedido por más; complaciéndola, y sabiendo que sólo los esfínteres concentran la sensibilidad del culo, el joven se esmeró en ellos al tiempo que labios y lengua ascendían en un periplo remolón que, desde el perineo, exploraron minuciosos los alrededores de la entrada a la vagina y obedeciendo la invitación de los dedos de la otra mano que separaron ampliamente los labios mayores de la vulva, accedieron a los menores, verdaderos colgajos que exhibían en su parte baja dos grandes lóbulos carneos y luego se arrepollaban en intrincados frunces de subido color violáceo.
Crispada por la angustia de la espera, Daniela vio fascinada como él rebuscaba con la lengua entre las carnosidades y buscaba recalar en la lisura del óvalo; con los dientes apretados dejaba escapar un sordo bisbiseo por el que repetía un histérico si.
La lengua hurgó sobre la nacarada superficie como verificando el nacimiento de los frunces y deteniéndose unos instantes sobre unos pellejitos que rodeaban al orificio de la uretra, succionó apretadamente en él para luego trepar adonde se alzaba el clítoris al que el pulgar despejó del arrugado capuchón de piel; aunque oculto bajo el carnoso triángulo, este evidenciaba su dilatada experiencia en esa práctica por el volumen casi grosero que lo aproximaba al de un meñique de bebé.
La punta tremolante tocó la blancuzca cabecita y a ese contacto, fue como si algo indeciblemente glorioso pinchara sus riñones y se extendiera a lo largo de la columna estremeciéndola; tras la lengua, los labios carnosos encerraron la diminuta prominencia fálica para comenzar a chuparla con tal intensidad al tiempo que el dedo aceleraba la sodomía, que Daniela soltó las piernas que la práctica le hizo mantener alzadas, para someter sus tetas a un fuerte estrujamiento al que combinó con tan placenteros como recios pellizcones a los pezones.
Paulatinamente, mordiéndose los labios para no dar rienda suelta a sus gemidos de gozosa alegría, sintió como labios y lengua eran reemplazados por índice y pulgar para dejar que estos bajaran a lo largo de los fruncidos tejidos; Ariel encerró los colgajos para succionarlos y hacer que la lengua los presionara contra el paladar y los dientes se ensañara mordisqueándolos con insólita suavidad que sin embargo la alienaba por lo que los filos le transmitían.
Luego de unos momentos de tan fantástica mamada, la boca bajó hasta la dilatada vagina para introducir en ella la avariciosa punta de la lengua sobre los jugos que brotaban espontáneamente; esa misma abundancia hizo que los labios los sorbieran como una ventosa y ahí fue que en medio de sus reprimidos bramidos, él fue penetrándola con dos dedos a los que encorvó y en un movimiento oscilante de la muñeca, los hizo recorrer casi toda la superficie del anillado canal vaginal.
El trabajo de manos y boca era soberbio y pronto Daniela sintió como los afilados colmillos de sus demonios internos rasgaban deliciosamente los nervios y tendones como queriendo incinerarlos en la hoguera del vientre y sabiendo que ese era el prólogo de un verdadero orgasmo, la manifestó con ronca urgencia y entonces, con la frenética actividad de los dedos en el sexo y ano, más las imperativas chupadas al clítoris, comenzó a expulsar en espasmódicas contracciones la plétora de sus mucosas uterinas.
Hacía tanto que no disfrutaba de una acabada tan perfecta que su cuerpo y mente no se satisfacían con ella sin haber experimentado la sensación de ser penetrada por un falo de los proporciones del de Ariel y sentándose en la butaca, instó al coordinador a pararse, tras lo cual se abalanzó con boca y manos sobre el miembro que, tumefacto, ni fláccido ni erecto, pendía como un apetitoso colgajo; vorazmente, labios, lengua y dedos se afanaron sobre la verga hasta conseguir una pronta erección y entonces, levantándose al tiempo que le pedía ocupara su sitio, se puso de espaldas al hombre y flexionando las piernas, fue descendiendo el cuerpo.
Cuando sintió la verga rozando la vulva, extendió una mano para asirla y guiarla al encuentro con la boca de la vagina empapada por la eyaculación; la punta del ovalado glande resbaló sobre los jugos lubricantes y entonces, después de un movimiento circular para dilatarla aun más, la embocó decididamente al tiempo que hacía descender morosamente el cuerpo; verdaderamente, era inefable la sensación de aquel tronco que iba penetrándola, superando con creces y tal vez en demasía, la recia consistencia de los dedos.
Finalmente, volvía a sentir en su interior el vigor de un buen falo y aunque su deslizamiento progresivo no sólo separaba los músculos desacostumbrados sino que raspaban y desollaban la piel del conducto, el sufrimiento la elevaba a un disfrute rayano al masoquismo y ese tipo de goces la sumía en una ansiosa angustia por incrementarlos hasta convertirlos en los más gloriosos placeres; con una mano apoyada en la pared del baño y la otra sobando concienzudamente las tetas colgantes, bajo y bajó hasta que la punta del miembro golpeó contra el cuello uterino y la pelambre del hombre rascó su ano.
Entusiasmada y ayudada por las manos de Ariel en sus caderas, inició un flexionar de las piernas que hizo a la verga completar el destrozo a sus carnes pero a la vez rozar con un terrible dolor-goce la prominencia del punto G y los pellejos producidos por la abrasión; con los dientes apretados y el aliento caliente brotando del pecho por sus narinas dilatadas como las de un animal salvaje, imprimió al galope un ritmo enloquecedor por el que sus nalgas chasqueaban sonoras contra los muslos de él y entonces fue que Ariel corrió una de sus manos para hacer que el dedo pulgar y ahora sin miramientos, ingresara violentamente al culo en una deliciosa sodomía.
Daniela debía realizar un verdadero esfuerzo de concentración para no estallar en exclamaciones de contento, pero sí consiguió articular un ronco pedido de mayor placer que el joven complació añadiendo el otro pulgar mientras meneaba su pelvis hacia arriba para intensificar la penetración al sexo.
Ciertamente, nunca había disfrutado tanto en una relación tan furtiva como aquella y manteniéndose apoyada con el antebrazo izquierdo a la pared, arqueó más el cuerpo y llevó la derecha a estimular al clítoris; viéndola gozar con tal predisposición, Ariel retiro la verga del sexo y antes que pudiera articular una protesta, la apoyó contra los esfínteres anales que había dilatado ampliamente y empujó de una.
Hacía años que Daniela no disfrutaba de una culeada total y sentir semejante falo invadiendo la tripa la llevó a expresar su complacencia con un estentóreo asentimiento que debió recorrer el ómnibus pero luego y con los párpados apretados y la boca expeliendo un hondo jadeo, colaboró con un cansino galope que le hacía sentir la plenitud del miembro y con su mano yendo a ocupar el lugar dejado por la verga, introdujo tres dedos a la vagina y así se dejó estar en una magnífica jineteada.
Ante la proclamación del hombre de su próxima eyaculación, salió de la verga para darse vuelta y cayendo de rodillas entre sus piernas, meterla enteramente en su boca; el gusto de las mucosas intestinales siempre le había provocado un insólito placer y ahora, mezcladas con restos del agridulce de las vaginales junto a las acres del culo, la indujeron a ceñir los labios contra la fabulosa barra de carne e iniciar un rápido vaivén con la cabeza que alimentó el pedido urgente del hombre para que lo hiciera acabar y, combinando la acción de amabas manos envolviendo la verga en un acelerado giro inverso, se dedicó al chupeteo de la parte superior hasta que, con el rugido contenido de él, abrió la boca para recibir en ella los chorros espasmódicos de un semen tanto o más sabroso del que disfrutara poco antes y deglutiendo ese néctar con delectación, se dijo que los próximos quince días serían la oportunidad para liberar los oscuros demonios de sus más perversas fantasías sexuales.
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