Recuperando a Maribel: Segunda Parte
Sudamérica, 2004. Continúa la noche de sexo incestuoso entre Nicolás (12) y Maribel (8), y una nueva posición y un juego improvisado la llevan a límites de placer insospechados..
A sus ocho años, Maribel era un tanto desordenada, y ello se reflejaba con no poca frecuencia en su habitación pues, ya fuera sobre la cama o el escritorio, o hasta tiradas en el suelo, uno podía encontrarse con las prendas que ella solía ponerse a lo largo de la semana. Aquella noche no era la excepción y, tan solo en el suelo, hacían acto de presencia un uniforme escolar al completo, un top blanco de tiros finos, una falda verde con motivos florales y un calzón amarillo. Echarle toda la culpa a ella habría sido injusto, sin embargo, puesto que el uniforme, no había forma o deseo de negarlo, era el mío.
Acostada boca arriba sobre la cama, totalmente desnuda y con las piernas abiertas, mi primita, nuevamente entregada al placentero acto de la penetración, cortesía mía, alcanzaba el orgasmo entre los más deliciosos gemidos. Tras hacerme a un lado, sentándome a su izquierda, me deleité por unos minutos con la vista de su cuerpo todavía excitado. «Aaayyy… Así sí me gusta que me hagas», fueron sus primeras palabras, pronunciadas con una sonrisa de innegable satisfacción.
Complacido por sus palabras, y deseoso de ver si quería más, le dije «Si tanto te gusta, te lo puedo hacer de nuevo». Sin poder ocultar su sorpresa en lo más mínimo, Maribel se sentó, mirándome con esos grandes ojos suyos, para reclamarme a modo de juego. «¡¿Cómo?! Recién nomás estamos teniendo sexo». Acariciando una de sus piernas, y ofreciéndole una sonrisa cómplice, le pregunté: «¿Por qué no?»
Como ya lo había señalado con anterioridad, aquella noche mi intención era ir más allá de la ya rutinaria posición del misionero para adoptar alguna nueva y, sobre todo, cederle con ello el dominio a Maribel. Debido a la excitación, sin embargo, caer nuevamente en el misionero fue inevitable, y a poco estuve de frustrar mis planes. Por fortuna, poco antes de que mi pequeña amante terminara, me había quedado la suficiente consciencia como para retirarme en el momento oportuno y evitar aquellas contracciones vaginales que, indudablemente, habrían terminado dejándome sin una sola gota. Con mi carga seminal intacta, y una erección en su punto más alto, nada me impedía darle otra ronda de placer Sin salir de su sorpresa, mi prima solo atinó a decir: «¿Tan rápido, pero?»
Todavía sonriente y mirándola de modo incitador, le advertí: «Bueno, si no quieres, puedo irme y te esperas hasta mañana»; acto seguido, hice como si me fuera a levantar de la cama. Con infantil desespero, Maribel me tomó por un brazo. «Ya, ya, ya, ya, ya. Quiero, quiero, quiero». Tiernamente, se abrazó a mi cuerpo y, con la mayor sinceridad que su voz podía expresar, me dijo: «Si me vas a hacer así, como me gusta, puedes hacerme de nuevo».
Unos minutos después, y con cierta dificultad, logramos adoptar la posición conocida como «el vago», que todavía hoy es de nuestras favoritas. Yo permanecía sentado sobre la cama con las piernas estiradas. Ella, por su parte, se sentaba encima de mis muslos, asegurando la penetración y llevando las piernas detrás de mi espalda para abrazarme con ellas. Instintivamente, mis manos tomaban sus nalgas al tiempo que sus brazos rodeaban mi cuello, fundiéndonos en un abrazo que llevaba al extremo el contacto físico, la intimidad y, claro está, la penetración.
Con su rostro pegado al mío, y tras darme un beso en la mejilla, mi prima, dijo a medias: «Ya, ya estamos. ¿Ahora qué tenemos que… ¡Ahh!» Sin previo aviso, había movido mi pelvis hacia atrás y hacia adelante, embistiéndola una vez. Con una sonrisa juguetona y golpeándome suavemente en la espalda con una de sus manos, Maribel me reclamó: «Maaalo. Me tienes que avisar si me vas a hacer». Dicha regla parecía no aplicarse a ella, sin embargo, pues, antes de que hubiesen pasado siquiera diez segundos, y sin darme señal alguna, empezó a moverse, tomando control del acto de penetración.
Sus jadeos no se dejaron esperar, y el hecho de que tu viera su boca tan cerca de uno de mis oídos volvía la excitación prácticamente irresistible. Tras unos minutos, y con ese ájuguetón animo que la caracterizaba, mi prima me hizo la siguiente propuesta: «Para que sea justo, vamos a jugar a algo. Tú me haces una vez, y yo te hago una vez, y al que le guste primero, pierde. Yo te edtoy haciendo ahora, y luego te toca a vos».
Si bien el juego me resultaba excitante, debo admitir que a duras penas pude llegar al final del turno de Maribel; con tan solo ocho años, sus movimientos eran simplemente perfectos. En el mío pasó otro tanto, con la diferencia de que ella empezó a decir: «No me gusta. No me gusta. Sigue sin gustarme». Sus palabras me decían una cosa, pero su cuerpo me decía otra, pues sus manos no dejaban de acariciar mis cabellos, y sus jadeos se hacían cada vez más sonoros. Dispuesto a dejar al descubierto aquella falsa resistencia, llevé mis labios a uno de sus oídos. «Hagamos algo. Movámonos los dos al mismo tiempo, cada vez más rápido, y al que le guste más, pierde».
Así lo hicimos y, moviéndonos cada vez más rápido, pronto alcanzamos un ritmo frenético y enloquecedor. Aquel placer era más de lo podía soportar, y si bien mi prima parecía estar teniendo la noche de su vida, no terminaba de venirse y yo me sentía a punto de acabar. Sin embargo, justo cuando ya daba mi derrota por asegurada, escuché sonoras las palabras salvadoras. «¡Ay! ¡Sí me gusta! ¡Sí me gusta! ¡¡Me gusta, me gusta!!
Creyéndome el vencedor, no contaba con el orgasmo de Maribel, y eso fue mi perdición. Cuando llegó, ella se sujetó con todas sus fuerzas a mi cuerpo, tomándome prisionero. Sus gemidos hicieron estragos con mis oídos, y su sexo arrollador, contrayéndose una y otra vez sobre mi humanidad, acabó con mis últimas defensas. Tras el mejor sexo que alguien pudiese pedir, me desmoroné sin remedio, acabando en su interior a la vez que, entre fuertes jadeos, dejaba escapar las siguientes palabras. «¡Prima, qué rica estás!» Era la primera vez que la llamaba así durante el sexo
Ignoro cuanto tiempo pasó hasta que nos recuperamos. Lentamente, despegamos nuestros cuerpos empapados en sudor. Todavía sin ser capaz de creerme la cantidad de placer que acababa de experimentar, recibí en el rostro las suaves caricias de Maribel que, con una sonrisa de victoria me dijo: «Si va a ser así, puedes hacerme hartas veces. Dos, tres, hasta cien veces si quieres».
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