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Heterosexual, Infidelidad

Relajos y pingas 1

Sigue a Alexander García, un flaco de 16 en Comas, Lima desde 2005. Entre caches con flacas, chismes y roches familiares, su vida arde con tonos, puyas y con jerga cruda en una Lima sin filtros..
Capítulo 1: La fiebre de la noche

El calor de Lima me pega en la piel como una bofetada, pero no es nada comparado con el fuego que me quema por dentro. Estoy en un hostal barato en Miraflores, de esos con paredes finas donde los gemidos se cuelan como si fueran parte del decorado. La blanquita debajo de mí, una turista gringa que conocí anoche en una discoteca de Barranco, está jadeando como si el mundo se acabara. Su piel pálida brilla bajo la luz tenue de la lámpara, y sus tetas, pequeñas pero firmes, tiemblan cada vez que la empujo contra el colchón. No sé su nombre, y no me importa. Solo sé que sus ojos azules me miraron con hambre en la pista de baile, y ahora estoy aquí, devorándola.

Me deslizo hacia abajo, mis manos agarrando sus muslos blancos como si fueran de porcelana. Su coño está rosado, húmedo, y huele a deseo puro. Le paso la lengua despacio, saboreando cada pliegue, y ella suelta un gritito que me hace sonreír. “carajo, qué rico”, murmura, con ese acento yanqui que me pone más duro que una piedra. Mi pinga, de 23 centímetros, está tiesa contra la sábana, palpitando como si tuviera vida propia. Sigo lamiendo, chupando su clítoris con fuerza, mientras ella se retuerce y me agarra el pelo. Sus caderas se mueven solas, buscando más, y yo se lo doy, metiendo un dedo en su coño mientras mi lengua no para. Está tan mojada que siento el calor chorreando por mi mano.

“Para, para… quiero probarte”, dice de repente, con la voz entrecortada. Me incorporo, y ella se arrodilla frente a mí, sus ojos brillando con una mezcla de curiosidad y lujuria. Agarra mi pinga con ambas manos, como si midiera el peso de un trofeo, y se la mete a la boca sin dudar. carajo, qué calor. Su lengua se mueve torpe al principio, pero pronto encuentra el ritmo, chupando la punta mientras sus manos acarician lo que no le cabe. Me mira desde abajo, con esa carita de niña buena que no engaña a nadie, y yo le empujo la cabeza un poco más, sintiendo cómo mi pinga le roza la garganta. Ella gime, y el sonido vibra en mi piel, haciéndome apretar los dientes para no acabar ahí mismo.

“Así, blanquita, no pares”, le digo, mi voz ronca, mientras el placer me sube por la columna. El hostal huele a sudor y a sexo, y los ruidos de la calle —los cláxones, las risas de los borrachos— se mezclan con los chasquidos de su boca en mi pinga. Esto es Lima, cruda y viva, y yo estoy en el centro de todo, con esta gringa arrodillada, entregándose como si no hubiera mañana.

La blanquita sigue chupándome la pinga con una desesperación que me tiene al borde, pero no quiero acabar así. No todavía. La agarro del pelo, suave pero firme, y la levanto para tirarla de nuevo en la cama. Ella suelta una risita nerviosa, sus ojos azules brillando bajo la luz amarillenta del hostal. “carajo, qué fuerza”, murmura, mordiéndose el labio, y yo solo sonrío. Las calles de Miraflores están vivas afuera, con el ruido de los taxis y el eco de alguna cumbia lejana, pero aquí dentro solo se escucha su respiración agitada y el crujir de las sábanas baratas.

Me coloco entre sus piernas, abriéndolas con las manos. Su coño está empapado, reluciendo como si me estuviera rogando que entre. Mi pinga, dura como cemento, roza su entrada, y ella suelta un gemido bajo, arqueando la espalda. “Métemela ya, por favor”, dice, con ese acento gringo que suena a película porno barata. No la hago esperar. Empujo despacio al principio, sintiendo cómo su calor me envuelve centímetro a centímetro. Está apretada, carajo, y cada movimiento me hace apretar los dientes para no perderme en el placer. Ella clava las uñas en mis hombros, soltando un “¡Ay, mierda!” que me saca una carcajada.

Empiezo a moverme, primero lento, dejando que sienta cada pedazo de mi pinga mientras se acostumbra. Pero no pasa mucho antes de que el ritmo se me escape de las manos. La embisto más rápido, más fuerte, el sonido de nuestros cuerpos chocando llenando la habitación. Sus tetas rebotan con cada empujón, y ella no para de gemir, mezclando palabras en inglés con gritos que no necesitan traducción. “¡Más, más, carajo!” grita, y yo le doy gusto, levantándole las piernas para clavarla más profundo. La cama chirría como si se fuera a romper, pero no me importa. Que se joda el hostal, que se joda todo. Solo existe este momento, su coño apretándome y sus gemidos volviéndome loco.

El calor de Lima se mezcla con el sudor que nos cubre, y el aire se siente espeso, cargado de sexo. La miro a los ojos, y ella me sostiene la mirada, con la boca entreabierta y las mejillas rojas. “No pares, carajo”, jadea, y yo acelero, sintiendo cómo el placer me sube por las venas como un incendio. Esto es puro, crudo, y no hay nada más vivo que esto en todo el maldito Perú.

El ritmo es frenético ahora, mi pinga entrando y saliendo de su coño con una furia que parece sacada de un sueño febril. La blanquita está deshecha debajo de mí, sus piernas temblando sobre mis hombros, sus uñas marcándome la espalda como si quisiera dejarme un tatuaje. “¡carajo, no pares, carajo!” grita, con ese acento gringo que se quiebra entre gemidos. El hostal en Miraflores parece vibrar con nosotros, las paredes finas dejando pasar el eco de una combi acelerando en la calle y el murmullo de la noche limeña, pero todo eso se desvanece. Solo estamos ella y yo, sudando, chocando, perdidos en esta locura.

Siento el calor apretándome, su coño tan mojado que cada embestida suena como un chapuzón. Me inclino hacia ella, mordiéndole el cuello, y ella suelta un chillido que se mezcla con una risa salvaje. “¡Eres una bestia!” dice, y yo solo gruño, porque no hay palabras para esto. Mi pinga está al límite, palpitando, y sé que no voy a aguantar mucho más. Ella lo sabe también, porque me mira con esos ojos azules, brillantes de lujuria, y susurra: “Acaba adentro, quiero sentirte”. carajo, esas palabras me prenden como gasolina.

Doy unas últimas embestidas, profundas, brutales, y entonces exploto. Siento cómo la leche sale a chorros, llenándola, mientras ella se tensa y grita, su cuerpo temblando bajo el mío. Me aprieta con sus piernas, como si no quisiera dejarme ir, y yo sigo empujando, más lento ahora, saboreando cada espasmo. “Mierda, qué rico”, jadea, con la voz ronca, mientras su pecho sube y baja como si hubiera corrido una maratón. Me dejo caer a su lado, el sudor pegándonos a las sábanas baratas, el aire cargado de sexo y el olor salado de nuestros cuerpos.

Afuera, Lima sigue su curso, indiferente: un claxon lejano, el grito de un wachiman, el zumbido de la ciudad que nunca duerme. Pero aquí, en esta habitación cutre, con la blanquita respirando agitada a mi lado, me siento como el rey del mundo. Ella gira la cabeza, me mira con una sonrisa pícara y dice: “¿Otra vez?”. Y yo, con la pinga todavía medio dura, sé que esta noche no ha terminado.

27 Lecturas/24 junio, 2025/0 Comentarios/por Pachito
Etiquetas: flaco, leche, metro, sexo
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