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Heterosexual, Infidelidad, Voyeur / Exhibicionismo

Relajos y pingas 3

Un excelente trabajo.
Capítulo 3: La nueva chamba de mi viejo

Una semana después de esa locura con Rosa, mi mundo seguía patas arriba, pero ahora había otro rollo en la casa. Mi viejo, que siempre andaba corriendo con su taxi por las pistas polvorientas de Comas, había pillado un nuevo jale como chofer personal de un pata adinerado en San Isidro. El jefe, un gringo viejo con cara de estar hasta las huevas de todo, vivía en una casona que parecía sacada de película, con jardines y piscina. Pero lo que me voló la cabeza no fue la casa, sino la hembra del jefe, una blanquita de unos 40, con un cuerpazo que te hacía olvidar cómo parpadear. Se llamaba Claudia, y tenía unas tetas que reventaban las blusas y un culo que parecía tallado por los dioses. Para colmo, tenían una hija, una flaquita de 18, con la misma cara de ángel pero con un brillo en los ojos que gritaba problemas.

Mi viejo me llevaba a veces a la casa para ayudarlo con mandados, y ahí fue donde vi el cague. Era un sábado al mediodía, el sol de Lima quemando como siempre, y yo estaba en el garaje, limpiando el carro del jefe, cuando escuché unos ruidos raros desde la cocina. Me acerqué, sigiloso como ladrón, y por la ventana vi a mi viejo con Claudia, la mujer del jefe. Estaban solos, el gringo andaba en una reunión y la hija en no sé dónde. Mi viejo, con su piel negra brillante de sudor, tenía a Claudia arrinconada contra la mesada, sus manos en la cintura de ella, y ella no se veía para nada incómoda. “Para, negro, que nos pillan”, susurró Claudia, pero su sonrisa era de todo menos inocente.

Yo me quedé ahí, escondido como sapo, con el corazón a mil. Mi viejo no dijo nada, solo le metió un beso que parecía que la iba a devorar. Claudia gimió bajito, sus manos blancas agarrándole la camisa como si quisiera arrancársela. No sé si era el calor de San Isidro o qué, pero el aire se sentía pesado, cargado de algo que me hizo apretar los dientes. Mi viejo, el mismo que me regañaba por no hacer la tarea, estaba metido en un roche con la mujer del jefe, y yo, un chibolo de 15, no podía despegar los ojos. Afuera, un pájaro cantaba y el ruido de la avenida se colaba, pero en esa cocina, el mundo era solo ellos dos, y yo, el huevón espiando desde las sombras.

El calor en San Isidro era un infierno, con el sol cayendo a plomo sobre la casona del jefe, haciendo que el garaje donde yo estaba escondido oliera a asfalto caliente y gasolina. Mis ojos seguían pegados a la ventana de la cocina, donde mi viejo tenía a Claudia, la mujer del jefe, de rodillas, chupándole la verga con una devoción que me tenía la cabeza hecha un caos. Mi viejo, con su piel negra brillando de sudor, le agarraba el pelo con una mano, guiándola como si fuera suya, mientras ella, con sus tetas al aire y la falda arrugada en la cintura, se esforzaba por meterse más de esa verga enorme en la boca. Yo, un chibolo de 15 años, estaba atrapado ahí, con la verga dura en el short y un nudo en el pecho, espiando algo que sabía que no debía ver.

Mi viejo la levantó de pronto, con una fuerza que no le conocía, y la puso de nuevo contra la mesada, dándole la vuelta para que quedara de cara al granito. “Ahora sí, blanquita”, dijo, con esa voz grave que sonaba a amenaza y promesa al mismo tiempo. Claudia, con la respiración agitada, se apoyó en la mesada, sus manos blancas temblando un poco, pero no dijo nada, solo empujó el culo hacia él, como si lo estuviera invitando. Mi viejo no perdió tiempo. Le abrió las piernas con las rodillas, y con una mano guió su verga hasta la concha de Claudia, que estaba tan mojado que brillaba bajo la luz de la cocina. Yo tragué saliva, sintiendo el calor subiéndome por la nuca, mientras veía cómo la punta de su verga rozaba la entrada de ella.

Entró despacio, centímetro a centímetro, y Claudia soltó un gemido largo, como si le estuvieran quitando el aire. “Cuidado, negro, que me rompes”, dijo, con esa voz pituca que sonaba a queja pero también a ganas. Mi viejo no respondió, solo siguió empujando, sus manos negras agarrándole las caderas blancas con tanta fuerza que parecía que iba a dejarle marcas. Empezó a moverse, lento al principio, dejando que ella se acostumbrara, cada embestida haciendo que las tetas de Claudia rebotaran y que la mesada crujiera. El sonido era puro, crudo, un choque de carne que se mezclaba con los jadeos de ella y los gruñidos bajos de mi viejo.

Afuera, San Isidro seguía su vida de barrio pituco: el ruido de un carro caro pasando por la avenida, el zumbido de una podadora en la casa de al lado, el canto de un pájaro que no tenía idea del fuego que se estaba desatando en esa cocina. Pero adentro, el aire estaba espeso, cargado de sudor y deseo. Mi viejo aceleró, sus caderas moviéndose más rápido, haciendo que Claudia se agarrara más fuerte de la mesada, sus uñas arañando el granito. “¡Puta madre, negro, qué rico!” soltó ella, y yo sentí un escalofrío, porque esa blanquita pituca, que parecía sacada de una telenovela, estaba hablando como si estuviera en un callejón de Comas. Mi viejo gruñó, embistiéndola con más fuerza, y el sonido de sus cuerpos chocando era como un tambor que me retumbaba en el pecho.

Yo no podía moverme, no podía apartar la vista. Mi verga estaba tan dura que dolía, y me odiaba por sentirme así, pero no podía parar de mirar. Claudia arqueaba la espalda, empujando el culo contra mi viejo, pidiéndole más sin palabras, y él le daba gusto, metiéndosela hasta el fondo, cada vez más rápido. La cocina parecía temblar con ellos, los vasos en la mesa vibrando con cada embestida. “Dame más, negro, no pares”, jadeó Claudia, y mi viejo, como si hubiera estado esperando esa orden, cambió el ritmo a algo salvaje, casi animal. La agarró por los hombros, tirándola hacia él, y empezó a penetrarla con una furia que hacía que la mesada se tambaleara. Claudia gritaba ahora, no de dolor, sino de puro placer, sus gemidos resonando en la cocina como si quisiera que todo San Isidro la oyera.

Mi viejo la tenía dominada, su verga entrando y saliendo a un ritmo que parecía imposible, y Claudia se dejaba llevar, su cuerpo temblando con cada empujón. “¡Carajo, negro, me vas a matar!” gritó, pero no había miedo en su voz, solo una lujuria que me ponía los pelos de punta. Mi viejo no decía nada, solo gruñía, sus manos apretándole el culo, marcándole la piel blanca con los dedos. El sudor les corría por los cuerpos, mezclándose en la mesada, y el olor a sexo se colaba hasta donde yo estaba, escondido como un sapo detrás del arbusto. Afuera, el mundo seguía su curso: un delivery en moto pitando en la esquina, un vecino regando su césped, el murmullo de la vida pituca que no sospechaba nada. Pero en esa cocina, mi viejo y Claudia estaban en otro planeta, perdidos en un fuego que no parecía tener fin.

Claudia se vino primero, su cuerpo temblando como si le hubiera dado corriente, un grito ahogado saliéndole de la garganta mientras se agarraba de la mesada como si fuera a caerse. Mi viejo no paró, siguió embistiéndola, más rápido, más duro, hasta que gruñó como bestia y se quedó quieto, su verga enterrada en la concha de Claudia. Yo sabía lo que pasaba, aunque no quería pensarlo: mi viejo estaba llenándola de leche, marcándola como si fuera suya. Claudia jadeaba, su cuerpo desplomándose contra la mesada, y mi viejo se quedó ahí, respirando pesado, todavía dentro de ella.

Yo sentía la garganta seca, el corazón latiéndome en los oídos. Quería correr, desaparecer, pero mis piernas no respondían. Mi viejo se salió despacio, y Claudia soltó un gemido bajito, como si todavía estuviera sintiendo el eco de él. Se dieron la vuelta, y por un segundo, sus ojos se encontraron con la ventana donde yo estaba. Me tiré al suelo, con el corazón a punto de reventar, rezando para que no me hubieran visto. Afuera, el ruido de San Isidro seguía, indiferente: un perro ladrando, el claxon de un carro, la vida normal de un sábado al mediodía. Pero yo sabía que lo que había visto en esa cocina me iba a perseguir por siempre.

Me arrastré hasta el carro, con la cabeza hecha un desastre, tratando de no hacer ruido. Mi viejo y Claudia seguían en la cocina, hablando bajito, riéndose como si nada. Yo no sabía si sentir rabia, envidia o qué carajo, pero una cosa era segura: mi viejo no era el hombre que yo creía, y yo, después de espiar eso, tampoco era el mismo chibolo. El calor de Lima me aplastaba, y mientras me escondía en el garaje, con el olor a gasolina y el sudor pegado a la piel, supe que algo en mí se había roto, o quizás, apenas estaba empezando a formarse.

32 Lecturas/24 junio, 2025/0 Comentarios/por Pachito
Etiquetas: culo, hija, leche, madre, metro, puta, sexo, vecino
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