Relajos y pingas 4
La caliente hija del jefe.
Capítulo 4: La tentación de la hija
El sol de San Isidro caía como plomo líquido, haciendo que la piscina de la casona brillara como un espejo azul. Yo estaba en el garaje, fregando el carro del jefe con un trapo que ya olía a sudor y gasolina, pero mis ojos no estaban en el trabajo. La hija del jefe, una flaca de 18 con un cuerpo que parecía diseñado para volver locos a todos, estaba en la piscina, pavoneándose en un bikini rojo que apenas le tapaba nada. Sus tetas, pequeñas pero firmes, se movían con cada paso, y su culito redondo parecía desafiar la gravedad mientras se paseaba por el borde de la piscina. Cada fin de semana era lo mismo: ella armaba fiestas con sus amigas, un desfile de chicas en bikinis diminutos, riendo, salpicándose agua y tomando chelas bajo el sol limeño.
Hoy no era diferente. Había unas cinco o seis flacas, todas blanquitas como ella, con cuerpos que parecían sacados de una revista. Una tenía un bikini negro que dejaba poco a la imaginación, con las tetas casi saltando cada vez que se tiraba al agua. Otra, una pelirroja, estaba echada en una tumbona, con el culo al aire y las piernas abiertas como si quisiera que todos la vieran. La música, una mezcla de reggaetón y pop gringo, retumbaba desde unos parlantes, y el aire olía a cloro, crema solar y ese calor pegajoso que te hace sudar hasta los pensamientos. La hija del jefe se reía, tirándose al agua con un salto que hizo que su bikini se le subiera un poco, dejando ver más de lo que ya mostraba.
Yo seguía fregando el carro, pero mi pinga ya estaba dura, apretando contra el short como si quisiera salirse. Cada vez que la hija salía de la piscina, con el agua chorreándole por las tetas y el culo, sentía un calor que no tenía nada que ver con el sol. Las otras chicas no se quedaban atrás: una se estaba untando bronceador, masajeándose las piernas y las tetas con una lentitud que parecía una provocación. Otra se había quitado la parte de arriba del bikini, diciendo que no quería “marcas de sol”, y sus pezones rosados brillaban bajo la luz. Yo intentaba concentrarme en el trapo, en el carro, en cualquier cosa, pero era imposible. Esas flacas eran un imán, y yo, un pobre huevón de 15 años, no tenía defensa contra ellas.
La hija del jefe se acercó al borde de la piscina, donde una de sus amigas, una morena con un bikini blanco que se transparentaba con el agua, le pasó una chela. Se rieron, sus voces agudas cortando el aire, y entonces la hija se inclinó para susurrarle algo al oído. La morena soltó una carcajada y le dio un empujón juguetón, haciendo que las tetas de ambas temblaran. Yo tragué saliva, sintiendo cómo mi pinga palpitaba, y me agaché detrás del carro, como si eso fuera a esconderme de mis propios pensamientos. Las chicas seguían en lo suyo, tirándose al agua, bailando al ritmo del reggaetón, sus culos y tetas moviéndose como si supieran que estaban siendo el centro del universo.
El ruido de la fiesta se mezclaba con el zumbido de San Isidro: un carro pasando por la avenida, el ladrido de un perro en la casa de al lado, el sonido lejano de una combi pitando. Pero para mí, el mundo se reducía a esa piscina, a esos bikinis que apenas tapaban nada, a esos cuerpos que se movían como si quisieran quemarme vivo. La hija del jefe se subió a una tabla de clavado, su cuerpo brillando con agua y sudor, y se tiró al agua con un movimiento que hizo que su bikini se le subiera aún más, dejando ver la curva de su culito. Las otras chicas aplaudieron, riendo, y yo sentí que el aire se me escapaba. Esto no era una fiesta, era una tortura, y yo estaba atrapado en ella, con la pinga dura y la cabeza llena de ideas que no debía tener
El sol seguía cayendo como fuego sobre la casona en San Isidro, y la piscina era un espectáculo que me tenía la cabeza girando como trompo. Las flacas en bikini seguían con su jolgorio, riendo, salpicándose agua y moviendo los culos al ritmo de un reggaetón que retumbaba en los parlantes. La hija del jefe, esa hija de 18 con su bikini rojo que parecía pintado sobre su piel, estaba en el centro de todo, como una reina reinando sobre su corte de diosas. Sus tetas, pequeñas pero perfectas, se marcaban cada vez que salía del agua, con el bikini pegado a su piel como una segunda piel. Su culito, redondo y firme, brillaba con el agua y el bronceador, y cada vez que se agachaba para recoger una chela o se tiraba a la piscina, yo sentía que mi pinga iba a reventar el short.
No era el único que no podía despegar los ojos. Desde el garaje, donde yo seguía fregando el carro como un huevón, vi al jefe salir al patio con una camisa blanca impecable, de esas que usan los pitucos para verse importantes. Se paró cerca de la piscina, con una cerveza en la mano, y aunque fingía mirar el celular, sus ojos se iban directo a las flacas. La pelirroja, que seguía en la tumbona con el bikini a medio quitar, se estiró como gata, dejando que sus tetas se movieran libres, y el jefe tragó saliva tan fuerte que casi se le cae el celular. La morena del bikini blanco, que estaba bailando cerca del borde de la piscina, se contoneaba con las caderas, su culo brillando bajo el sol, y el jefe no disimulaba ni un poco. Sus ojos iban de una a otra, como si estuviera en un buffet y no supiera por dónde empezar.
Mi viejo no se quedaba atrás. Había salido de la casa con la excusa de revisar algo en el carro, pero se quedó parado cerca de mí, con los brazos cruzados, mirando la piscina como si fuera una película porno en vivo. “Carajo, qué hembras”, murmuró, tan bajo que casi no lo escucho, pero supe que estaba tan metido como yo. La hija del jefe se tiró al agua otra vez, y cuando salió, con el bikini subido hasta el punto de mostrar casi todo su culito, mi viejo se pasó la mano por la nuca, como si el calor lo estuviera matando. Yo no dije nada, pero mi pinga estaba tan dura que dolía, y me agaché más detrás del carro, como si eso fuera a esconderme de lo que sentía.
Las chicas seguían en lo suyo, ajenas a los ojos que las devoraban. Una de ellas, una blanquita con un bikini verde que dejaba ver más de lo que tapaba, se puso a bailar con la morena, sus cuerpos rozándose mientras el reggaetón las hacía mover las caderas. Sus tetas chocaban, sus culos se meneaban, y el agua de la piscina les chorreaba por la piel, haciendo que todo brillara bajo el sol. La hija del jefe se unió, riendo, y las tres empezaron a bailar juntas, sus cuerpos tan cerca que parecía que se iban a comer entre ellas. Yo sentía el sudor corriendo por mi espalda, no solo por el calor de Lima, sino por el fuego que me quemaba por dentro. Cada movimiento de esas flacas era como un golpe, y mi pinga no me dejaba pensar con claridad.
El jefe se acercó más a la piscina, fingiendo que hablaba por celular, pero sus ojos estaban pegados a la pelirroja, que ahora se estaba untando más bronceador, masajeándose las tetas con una lentitud que era puro veneno. Mi viejo, a mi lado, soltó un gruñido bajo, y cuando miré, vi que tenía una mano en el bolsillo, como si estuviera ajustándose algo. Yo no era mejor, con el short apretándome y la cabeza llena de imágenes que me hacían querer correr o quedarme ahí para siempre. La hija del jefe se subió a una tabla de clavado, su cuerpo brillando como si fuera de cristal, y se tiró al agua con un movimiento que hizo que su bikini se le subiera hasta casi desaparecer entre su culito. Las otras chicas aplaudieron, riendo, y el jefe dejó caer el celular al césped, como si se hubiera olvidado de todo menos de lo que tenía enfrente.
El aire estaba cargado con el olor a cloro, bronceador y el sudor de todos nosotros, atrapados en esa escena que parecía sacada de un sueño prohibido. Afuera, San Isidro seguía con su ruido: un carro pitando en la avenida, un perro ladrando en la casa de al lado, el zumbido de una moto. Pero en ese patio, con la piscina reflejando el sol y esas flacas moviéndose como si quisieran quemarnos vivos, el mundo se sentía pequeño, reducido a tetas, culos y el calor que nos tenía a todos al borde. Yo sabía que no debía estar mirando, que era la hija del jefe y sus amigas, pero no podía parar. Y por las caras del jefe y de mi viejo, ellos tampoco.
El sol seguía castigando el patio de la casona en San Isidro, haciendo que la piscina brillara como un diamante líquido bajo la luz de la tarde. Las flacas seguían con su fiesta, sus cuerpos en bikinis moviéndose al ritmo del reggaetón que salía de los parlantes, con tetas y culos que parecían gritar por atención. Yo estaba escondido detrás del carro del jefe, con el trapo olvidado en la mano y la pinga tan dura que me dolía el short. La hija del jefe, con su bikini rojo que apenas le tapaba el culito, seguía siendo el centro del espectáculo, pero ahora mis ojos se desviaron hacia algo que me dejó la boca seca y el corazón a mil.
Claudia, la mujer del jefe, había salido al patio con una bandeja de tragos, vestida con una bata ligera que se le pegaba a las curvas como si quisiera traicionarla. Sus tetas, grandes y firmes, se marcaban bajo la tela, y su culo se movía con cada paso, como si supiera que todos la estaban mirando. Puso la bandeja en una mesa cerca de la piscina y se acercó a la morena del bikini blanco, que estaba echada en una tumbona, con el cuerpo brillante de agua y bronceador. La morena, con sus tetas casi saltando del bikini y el culito asomando por los lados, le sonrió a Claudia con una mirada que no era solo de amiga. Yo tragué saliva, sintiendo un calor que no tenía nada que ver con el sol limeño.
Claudia se sentó al borde de la tumbona, tan cerca que sus muslos se rozaban, y le pasó una mano por el brazo a la morena, como si estuviera revisando si el bronceador estaba bien puesto. Pero no era eso. La mano de Claudia bajó despacio, acariciando el muslo de la morena, y ella no se movió, solo cerró los ojos y soltó un suspiro que se oyó hasta donde yo estaba. Las otras flacas seguían en la piscina, riendo y salpicándose, pero la hija del jefe miró hacia su mamá y la morena, con una sonrisa que parecía saber algo que yo apenas empezaba a entender. Mi pinga palpitaba, y me agaché más detrás del carro, con miedo de que alguien me cachara espiando.
Claudia se inclinó hacia la morena, susurrándole algo al oído, y la morena rió bajito, girándose para quedar de frente a ella. Sus tetas se rozaron, y el bikini blanco de la morena se deslizó un poco, dejando ver un pezón oscuro que Claudia no dudó en mirar. “Para, que nos ven”, murmuró la morena, pero no se apartó. Claudia, con una sonrisa que era puro fuego, le puso una mano en la nuca y la jaló hacia ella, dándole un beso lento, de esos que hacen que el aire se sienta pesado. Sus lenguas se encontraron, y yo sentí un escalofrío, no solo por lo que veía, sino porque sabía que esto era un secreto que podía quemar la casa entera.
La morena respondió al beso, sus manos subiendo por la bata de Claudia, metiéndose por debajo hasta tocarle las tetas. Claudia gimió, un sonido bajo pero claro, y se recostó un poco en la tumbona, dejando que la morena le abriera la bata. Las tetas de Claudia, blancas y llenas, quedaron al aire, y la morena no perdió tiempo: se inclinó y empezó a lamerle un pezón, chupándolo con una hambre que me hizo apretar los dientes. Claudia arqueó la espalda, sus manos enredándose en el pelo de la morena, mientras la otra seguía lamiendo, pasando de una teta a la otra, dejando un rastro de saliva que brillaba bajo el sol.
Yo no podía respirar. Mi pinga estaba a punto de reventar, y el calor de San Isidro me aplastaba, mezclado con el olor a cloro y bronceador que flotaba en el aire. Las otras flacas en la piscina seguían en su mundo, pero la hija del jefe miraba de reojo a su mamá, con una sonrisa que me ponía nervioso. Claudia y la morena no paraban: la morena bajó la mano, metiéndola entre las piernas de Claudia, y aunque la bata tapaba algo, era obvio que sus dedos estaban en la concha de Claudia, moviéndose despacio. Claudia jadeó, sus caderas subiendo para encontrarse con la mano, y la morena le metió otro beso, ahogando los gemidos.
El reggaetón seguía sonando, pero para mí, el mundo se había reducido a esa tumbona. La morena bajó la cabeza, lamiendo el estómago de Claudia, y luego más abajo, hasta que su boca estaba entre las piernas de Claudia. La bata se abrió del todo, y vi la concha de Claudia, rosado y mojado, mientras la morena lo lamía con una lentitud que era pura tortura. Claudia se retorcía, sus tetas temblando con cada movimiento, y sus gemidos se mezclaban con el ruido de la piscina. “Carajo, sigue”, susurró Claudia, y la morena obedeció, chupando el clítoris con una intensidad que hizo que Claudia se mordiera el labio para no gritar.
Yo estaba temblando, escondido detrás del carro, con la pinga dura y la cabeza hecha un desastre. Afuera, San Isidro seguía con su vida: un carro pitando en la avenida, el ladrido de un perro, el zumbido de una moto. Pero en ese patio, con Claudia y la morena perdidas en su propio mundo, todo lo demás parecía mentira. La morena metió un dedo en la concha de Claudia, mientras seguía lamiendo, y Claudia se vino con un gemido que se coló hasta donde yo estaba, su cuerpo temblando como si le hubiera dado corriente. La morena levantó la cabeza, con una sonrisa satisfecha, y le dio un último beso, lento y profundo.
Yo no sabía qué hacer conmigo mismo. Mi pinga me dolía, y el calor me tenía sudando como si hubiera corrido una maratón. La hija del jefe, que había estado mirando todo desde la piscina, se acercó a la tumbona, riendo, y le dijo algo a su mamá que no alcancé a oír. Claudia se cerró la bata, como si nada, y la morena se tiró al agua, dejando el aire cargado de algo que no podía explicar. Yo me quedé ahí, escondido, con el corazón latiéndome en los oídos, sabiendo que lo que había visto iba a cambiar todo.
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