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Heterosexual, Infidelidad, Sexo con Madur@s

Relajos y Pingas 5

Paraíso sexual.
Capítulo 5: El fuego con Claudia

El calor de San Isidro me tenía sudando como chancho, pero no era solo el sol que quemaba esa tarde. Estaba en el garaje de la casona del jefe, escondido detrás del carro, con el short abajo y la pinga en la mano. La imagen de la flaquita del jefe en su bikini rojo y de Claudia con la morena en la piscina me tenía la cabeza hecha un desastre. Me estaba jalando la pava, rápido y sin pensar, con los ojos cerrados, imaginando esos culos y tetas que no me dejaban en paz. Cada movimiento de mi mano era un intento de sacarme ese fuego que me quemaba desde adentro, pero entonces escuché un carraspeo que me heló la sangre.

Abrí los ojos y ahí estaba Claudia, la mujer del jefe, parada a unos pasos, con una ceja levantada y una sonrisa que era puro veneno. Su bata ligera se le pegaba al cuerpo, marcando unas tetas que parecían desafiar la gravedad y un culo que me hacía tragar saliva. “Vaya, muchacho, qué ocupadito estás”, dijo, con esa voz pituca que sonaba a burla pero también a algo más. Yo quise morirme, con la pinga todavía dura en la mano y el short en los tobillos. Intenté subírmelo, pero ella dio un paso adelante, bloqueándome contra el carro. “No te apures, nadie va a saber”, susurró, y antes de que pudiera decir algo, se acercó más, tan cerca que sentí el calor de su cuerpo y el olor dulzón de su perfume.

“Vamos adentro, esto no se hace en el garaje”, dijo, agarrándome del brazo con una fuerza que no esperaba. Me llevó por la casa, pasando por el patio donde la piscina todavía brillaba bajo el sol, hasta su dormitorio en el segundo piso. El cuarto era puro lujo, con una cama king size cubierta de sábanas blancas y un espejo enorme que reflejaba todo. Cerró la puerta con pestillo, y yo sentí el corazón a punto de reventarme. “Siéntate”, ordenó, señalando la cama, y yo obedecí como un huevón, con la pinga todavía tiesa bajo el short.

Claudia se arrodilló frente a mí, sus ojos verdes clavados en los míos, y sin decir nada, me bajó el short de un tirón. Mi pinga saltó libre, dura como palo, y ella soltó una risita baja. “Carajo, muchacho, qué sorpresa”, dijo, acariciándola con una mano, sus dedos fríos contra mi piel caliente. Se lamió los labios, y antes de que pudiera procesarlo, se la metió a la boca. Joder, fue como caer en un sueño. Su lengua se movió por la punta, chupando despacio, mientras sus manos me agarraban los huevos con una suavidad que me hizo gemir. “Tranquilo, déjame hacer”, murmuró, y empezó a chupar con más ganas, metiéndose más de mi pinga, hasta que sentí que me rozaba la garganta.

El cuarto estaba en silencio, salvo por el sonido húmedo de su boca y mis gemidos torpes. Afuera, el ruido de San Isidro se colaba por la ventana: un carro pitando en la avenida, el zumbido de una moto, el canto de un pájaro. Pero adentro, el mundo era solo Claudia, con sus labios apretando mi pinga, chupando como si quisiera sacarme el alma. Sus tetas se movían bajo la bata, y yo no podía dejar de mirarlas, queriendo tocarlas pero sin atreverme. Ella levantó la vista, con mi pinga todavía en la boca, y me guiñó un ojo, como si supiera exactamente lo que me estaba haciendo. Metió una mano bajo la bata, tocándose la concha, y el gemido que soltó vibró contra mi piel, haciéndome apretar los dientes para no acabar ahí mismo.

Claudia chupaba con ritmo, alternando entre lamer la punta y metérsela hasta el fondo, sus labios dejando un rastro de saliva que brillaba en mi pinga. “Qué rico, muchacho”, dijo, sacándosela un momento, con un hilo de saliva colgándole del labio. Volvió a chupar, más rápido, sus manos masajeándome los huevos mientras su boca hacía magia. Yo estaba perdido, con el cuerpo temblando y la cabeza en blanco, sintiendo cómo el placer me subía por las venas como un incendio. El olor de su perfume, mezclado con el sudor y el sexo, llenaba el cuarto, y yo sabía que esto apenas estaba empezando.

El dormitorio de Claudia era un mundo aparte, con las sábanas blancas arrugadas bajo mi peso y el espejo enorme reflejando cada movimiento. Ella seguía arrodillada frente a mí, con mi pinga en su boca, chupando con una maestría que me tenía al borde de perder la cabeza. Sus labios, rojos y húmedos, se deslizaban por mi pinga, apretando justo donde me hacía gemir como perro. La bata se le había abierto, dejando ver sus tetas blancas y llenas, balanceándose con cada movimiento de su cabeza. El olor a su perfume, mezclado con el calor de su piel y el sudor, llenaba el cuarto, y yo sentía que el aire se me escapaba. Afuera, San Isidro seguía con su bulla: el pitido de una combi, el ladrido de un perro, pero aquí dentro, el único sonido que importaba era el de su boca trabajándome sin piedad.

“Ya, muchacho, ahora me toca a mí”, dijo Claudia, sacándose mi pinga de la boca con un chasquido húmedo. Se puso de pie, dejando caer la bata al suelo como si fuera una cortina que ya no necesitaba. Su cuerpo era una locura: tetas grandes con pezones rosados, un culo redondo que parecía pedir a gritos que lo agarraran, y un coño rosado, brillante de lo mojada que estaba. Me jaló para que me levantara, y antes de que pudiera decir algo, me empujó contra la cama, haciéndome caer de espaldas. “Abre la boca”, ordenó, y se subió encima de mí, sentándose en mi cara con la concha justo sobre mis labios.

No sabía qué carajo hacer al principio, pero el olor de su coño, dulce y salado, me volvió loco. Saqué la lengua, lamiendo despacio, probando cada pliegue mientras ella gemía y se movía, restregándose contra mi boca. “Así, muchacho, no pares”, jadeó, sus manos agarrándome el pelo para guiarme. Chupé más fuerte, metiendo la lengua en su coño, sintiendo cómo se apretaba y chorreaba. Sus tetas temblaban encima de mí, y yo las agarré, apretándolas con fuerza, sintiendo los pezones duros bajo mis dedos. Claudia soltó un grito ahogado, sus caderas moviéndose más rápido, como si quisiera montarme la cara hasta venirse.

Pero no me dejó terminarla así. Se bajó de un salto, con los ojos brillando de pura lujuria, y me jaló para que me sentara. “Ahora vas a sentirme de verdad”, dijo, trepándose encima de mí. Agarró mi pinga, todavía dura y mojada de su saliva, y la guió hasta su coño. Entré despacio, sintiendo cómo me envolvía, caliente y apretada, como si quisiera tragarme entero. “Carajo, qué grande”, murmuró, mordiéndose el labio mientras se deslizaba hasta el fondo. Empezó a moverse, subiendo y bajando, sus tetas rebotando frente a mi cara. Yo las chupé, lamiendo los pezones mientras ella gemía y me clavaba las uñas en los hombros.

No se quedó ahí. Claudia se levantó, girándose para ponerse en cuatro sobre la cama, con el culo en alto y la concha brillando de lo mojada que estaba. “Ahora por atrás, muchacho”, dijo, mirando por encima del hombro con una sonrisa que me puso los pelos de punta. Me acerqué, temblando, y guié mi pinga hasta su ano. Estaba apretado, mucho más que su coño, pero ella se empujó contra mí, ayudándome a entrar. “Despacio, carajo”, gruñó, pero no había dolor en su voz, solo ganas. Empujé, centímetro a centímetro, sintiendo cómo me apretaba, y cuando estuve dentro, empecé a moverme, lento al principio, dejando que se acostumbrara.

Claudia gemía, sus manos agarrando las sábanas, su culo temblando con cada embestida. “Más rápido, muchacho, no te guardes nada”, dijo, y yo obedecí, acelerando hasta que el sonido de nuestros cuerpos chocando llenaba el cuarto. Su ano me apretaba como un puño, y el placer era tan intenso que sentía que iba a explotar. Pero ella no me dejó acabar ahí. Se salió de repente, girándose para acostarse de espaldas, con las piernas abiertas. “Termina en mi coño”, ordenó, y yo no lo pensé dos veces. Me metí en su coño otra vez, embistiéndola con fuerza, sintiendo cómo se apretaba a mi alrededor. Sus tetas temblaban, sus gemidos eran cada vez más fuertes, y yo sabía que no iba a aguantar mucho más.

El cuarto estaba cargado de sexo, sudor y el olor de su perfume. Afuera, el mundo seguía girando: un carro pitando en la avenida, el zumbido de una moto, el canto de un pájaro. Pero aquí, en esa cama, solo existíamos Claudia y yo, perdidos en un fuego que nos consumía. Mis embestidas eran cada vez más rápidas, más desesperadas, y ella me clavaba las uñas, pidiéndome más con cada gemido. “Dame todo, muchacho”, jadeó, y yo sentí que el mundo se me venía abajo.

El dormitorio de Claudia estaba encendido, no solo por el calor de San Isidro que se colaba por la ventana, sino por el fuego que nos consumía a los dos. Yo estaba encima de ella, embistiéndole la concha con una fuerza que no sabía que tenía, mi pinga deslizándose en su calor mojado mientras sus tetas temblaban bajo mi pecho. Claudia me clavaba las uñas en la espalda, sus gemidos resonando en el cuarto como si quisiera que todo el barrio los oyera. “¡Carajo, muchacho, no pares!” jadeaba, sus piernas abiertas de par en par, sus caderas subiendo para encontrarse con cada empujón. El olor a sexo, sudor y su perfume dulzón llenaba el aire, y el espejo del cuarto nos devolvía la imagen de nuestros cuerpos chocando, como si estuviéramos en una película que no debía existir.

Me salió de repente, con un gruñido, y la puse en cuatro, su culo blanco alzado como una bandera de rendición. Le di una nalgada, fuerte, y ella soltó un gritito que era mitad sorpresa, mitad placer. “¡Eres un salvaje, muchacho!” dijo, pero su voz estaba cargada de lujuria, y empujó el culo contra mí, pidiéndome más. Volví a metérsela en la concha, embistiendo rápido, el sonido de la carne contra la carne mezclándose con sus gemidos. Sus tetas colgaban, balanceándose con cada empujón, y yo las agarré, apretándolas mientras la penetraba con todo lo que tenía. Claudia se retorcía, sus manos arrancando las sábanas, y yo sentía que mi pinga estaba viva, palpitando dentro de ella.

“Cambia, muchacho, quiero sentirte en todas partes”, dijo, y se giró, poniéndose de lado, con una pierna levantada sobre mi hombro. La posición era nueva para mí, pero no me detuve. Le metí la pinga otra vez, ahora en su coño desde un ángulo que la hacía gritar más fuerte. “¡Puta madre, qué rico!” chilló, y yo aceleré, sintiendo cómo su coño me apretaba, caliente y mojado. Sus tetas rebotaban, y ella se las apretaba, pellizcándose los pezones mientras me miraba con esos ojos verdes que parecían comerme vivo. Afuera, el ruido de San Isidro seguía: un carro pitando, una moto acelerando, un perro ladrando en la distancia. Pero aquí, en esa cama, el mundo era solo ella y yo, perdidos en un ritmo que nos llevaba al borde.

La puse boca arriba otra vez, levantándole las piernas hasta que sus rodillas casi tocaban sus tetas. Le metí la pinga de un solo empujón, profundo, y ella soltó un grito que seguro se oyó hasta la avenida. “¡Dame más, muchacho, carajo!” gritó, y yo no me hice de rogar. Embestí con todo, rápido, salvaje, sintiendo cómo su coño me apretaba como si no quisiera soltarme. Sus uñas me arañaban el culo, jalándome más adentro, y yo le chupé las tetas, mordiendo los pezones hasta que ella gimió como si estuviera a punto de romperse. Cambiamos otra vez, ahora con ella encima, montándome como si fuera un caballo desbocado. Sus tetas rebotaban frente a mi cara, y yo las chupé, lamiendo y mordiendo mientras ella se movía, su coño tragándose mi pinga con cada bajada.

“Voy a acabar, muchacho, no pares”, jadeó, y aceleró, sus caderas moviéndose como si tuviera un motor. Yo sentía el placer subiéndome por la columna, un incendio que no podía controlar. Agarré su culo, apretándolo con fuerza, y la ayudé a moverse, empujando desde abajo para metérsela más profundo. Claudia se vino primero, su cuerpo temblando, un grito ahogado saliéndole de la garganta mientras su coño se apretaba tanto que casi me saca el aire. Pero yo no podía parar. La volteé de nuevo, poniéndola boca abajo, con el culo en alto, y volví a metérsela en la concha, embistiendo como si mi vida dependiera de eso. “¡Carajo, muchacho, lléname!” gritó, y yo perdí el control.

Sentí cómo la leche salía a chorros, llenándole la concha mientras mi cuerpo se sacudía. Claudia gemía, empujando contra mí, como si quisiera exprimirme hasta la última gota. Seguí embistiendo, más lento, sintiendo cómo mi leche se mezclaba con su calor, chorreando por sus muslos. Me dejé caer a su lado, jadeando, con el sudor pegándome a las sábanas. Claudia se giró, con una sonrisa pícara, y me dio un beso lento, su lengua jugando con la mía. “Buen chico”, susurró, acariciándome la pinga, que todavía palpitaba. El cuarto olía a sexo, a sudor, a ella, y el espejo nos mostraba tirados en la cama, como si hubiéramos sobrevivido a una guerra.

Afuera, San Isidro seguía con su vida: el pitido de un carro, el zumbido de una moto, el canto de un pájaro que no sabía del incendio que acababa de pasar. Claudia se levantó, su culo brillando con el sudor, y se puso la bata sin apuro. “Esto queda entre nosotros, muchacho”, dijo, guiñándome un ojo mientras se arreglaba el pelo. Yo asentí, todavía mareado, con la pinga medio dura y el cuerpo temblando. Sabía que esto era un secreto que podía quemar todo, pero en ese momento, con el calor de su coño todavía en mi piel, no me importaba nada.

24 Lecturas/24 junio, 2025/0 Comentarios/por Pachito
Etiquetas: chico, culo, leche, madre, metro, mujer, puta, sexo
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