Sombra de infidelidad
Tras el fracaso de su relación, Elías Rentería, un veterano marcado por cicatrices visibles… y otras mucho más profundas, se encuentra en completa soledad..
El apartamento está oscuro, apenas iluminado por la luz de un televisor encendido sin volumen. ElÍAS (40), con barba incipiente y ojos apagados, se sirve un trago de whisky barato. Da un sorbo.
Lleva semanas sin afeitarse. En su mesa, hay una pistola desmontada y un celular viejo con la pantalla encendida. Un mensaje abierto.
Elías se deja caer en el sofá, sin fuerzas.
En la pantalla del televisor, se transmite un noticiero. CRACK. Elías lanza el control remoto contra la pared. Se para de golpe, respira hondo. Mira el celular.
«Elías. Ya no puedo seguir. Gracias por todo… por intentarlo. Solo espero que no te quedes solo. Cuídate.»
Elías aprieta el celular. Respira hondo. Lo deja caer sobre la mesa.
Mira la pistola. Luego al vaso. Luego, su reflejo en la ventana.
El celular vibra de pronto.
Una llamada entrante. VALERIA.
No su esposa. La mejor amiga de ella. Su cómplice durante años.
Elías duda. Deja el vaso. Levanta el celular. Contesta.
En el pecho, el dolor era como un nudo que no soltaba desde hacía días.
Isabela se había largado sin mirar atrás, y no había vuelto.
ELÍAS
¿Sí?
Del otro lado, la voz es suave, pero tensa.
VALERIA
Elías…
ELÍAS
Silencio. Solo el zumbido del noticiero sin volumen. Elías se sienta. Vuelve a mirar la pistola desmontada. La toca.
VALERIA
Ya hablaste con ella, ¿verdad?
ELÍAS
(leves risas sin alegría)
¿El mensaje? Sí. Lo leí. Muy… cordial.
VALERIA
Ella me lo contó, Elías. No todo, pero… lo suficiente.
No fue uno. Ni una vez.
Elías cierra los ojos. Las palabras son cuchillos. Ya lo sabía. Pero escuchar su intimidad de otra boca era otra cosa.
VALERIA
Lo buscó. Y lo disfrutó.
Dice que se sintió viva. Que nadie la había tocado así antes. Que se sintió… libre.
Elías se echa hacia atrás. La habitación parece más pequeña. Más densa.
ELÍAS
Y tú, ¿por qué me llamas?
¿Para consolarme? Puedo sentir con claridad el tono en tu voz
¿O acaso es para decirme que también te la tiraste? ¿Qué —que también se abrió contigo, como con ellos?
Silencio.
VALERIA
No, Elías.
Yo no soy parte de su aventura.
Yo soy… testigo.
De lo que vivió. De lo que sintió.
Y de lo que tú dejaste de ver.
Elías se ríe con amargura. La risa de alguien que se está tragando una bomba.
ELÍAS
¿Y qué vio en ellos que no vio en mí, ah? ¿Qué le dieron que yo no? ¿Placer? ¿Juego? ¿Sudor? ¿Vergas nuevas? ¿A ti te parece que cómo me debo sentir al pensar en la húmeda vagina de mi esposa siendo penetrada por otro?
VALERIA
Le dieron atención, Elías.
Y no la del deber. La del deseo.
No la del “cumplo como esposo”, sino la del “te quiero para mí, ahora mismo, sin condiciones”.
Y si te soy sincera… creo que eso, lo que pasó, tal vez ella lo venía deseando desde hace mucho.
Y tú no lo viste.
O sí lo viste, pero no te importó.
La tenías ahí, gritando en silencio, y no hiciste nada. No hiciste nada mientras a ella se la cogían.
No es que se te haya escapado, Elías.
Es que la soltaste.
Y sí, te va a doler escucharlo…
pero estaba más excitada de lo que alguna vez estuvo contigo.
Me lo dijo con una mirada que no necesitaba palabras.
Con ellos, no fingió. No se guardó nada.
Fue su cuerpo el que habló por ella.
Y lo escuchó.
Porque tú ya no estabas ahí.
Y ella, por fin, se decidió.
Hizo lo que tenía que hacer. Por sí sola.
Él se levanta, toma el celular con fuerza. Camina hasta la ventana.
Su reflejo en el vidrio es el de un hombre derrotado por la infidelidad.
Pero en el fondo —aunque no lo diga en voz alta— lo sabe.
No fue solo ella la que se fue.
Él ya la había abandonado mucho antes.
La dejó sola en la cama, en la mesa, en las risas, en los silencios.
Y ahora, ese reflejo no muestra a una víctima.
Muestra a un hombre que dejó caer todo… sin siquiera darse cuenta.
ELÍAS
¿Y tú crees que eso justifica que se revuelque con varios tipos y me lo cuente como si fuera un manifiesto de libertad?
VALERIA
No creo que nada la justifique. Pero fue un grito, por fin eligió ser quien es. Y no fue con cualquiera, Elías. Lo sabes. Ella es Isabela. No podía seguir atrapada en la sombra de tu rutina. De tanto mirarlos, de tanto imaginarse fuera de tu mundo, se excitó. Así que… eligió…eligió pasarla bien…eligió probar.
Elías se queda quieto.
Ese nombre lo atraviesa más que el contenido del mensaje.
ELÍAS
Isabela…
VALERIA
Ella no quiere esconderse más.
Ni de ti. Ni del mundo.
Y tú… tú tienes dos opciones: seguir destruyéndote, o escucharla.
ELÍAS
¿Y tú? ¿De parte de quién estás?
VALERIA (V.O.)
Ella es mi mejor amiga
Aunque te duela.
Elías corta la llamada y deja caer el celular sobre la mesa. Lo mira. Titubea. En pantalla, ve el archivo de audio anterior: “Mensaje de Isabela – 03:17 a.m.”. Aprieta play.
Elías…
Te lo quiero contar yo, no porque te lo deba, sino porque no quiero esconderlo. Esta es la mujer que soy y que tal vez debí ser desde hace mucho.
Ese día, tú lo sabes, estuvimos juntos pero no conectamos ni un segundo. Tú por tu lado, yo por el mío.
Y cuando terminó la reunión, que decidimos volver en taxi con nuestros amigos,
yo iba en la parte de atrás. Iba sobre las piernas de Facundo, el más borracho de todos.
Y tú, al frente, con el conductor, como si yo ni existiera.
Me ignoraste toda la noche. Y también en ese taxi.
Martín hacía chistes de los que todos nos reíamos.
Y cuando le pidieron a alguien que llevara a Facundo —porque vivía más lejos—, te lo pidieron a ti.
Pero dijiste que no. Que no era tu problema.
Claro. Porque el problema para ti era yo.
Pero no tenías por qué desquitarte con ellos.
Así que dije que lo llevaba yo.
Y en ese momento lo supe.
Sentí el quiebre, así, seco.
Una frase me cruzó la cabeza sin aviso:
Si tú ya no me querías, buscaré a alguien que sí.
No fue rabia. No fue venganza.
Fue lógica. Instinto.
Y por primera vez, lo pensé sin miedo.
Llegamos primero a la casa. Te bajaste sin mirarme. Y seguiste tu camino. Sin una palabra. Como si estuvieras solo.
Y tal vez lo estabas. Tal vez ya lo estábamos los dos. Cuando el carro arrancó te vi por última vez
Martín propuso que pasáramos primero por la casa de Facundo. Así lo hicimos. Entramos. Todo fue un chiste. Una risa detrás de otra.
Y ahí, entre esas risas, comencé a sentir algo distinto.
No era culpa todavía. No era deseo completo.
Era… esa sensación leve, entre el estómago y las piernas, de saber que lo que estás haciendo —aunque parezca inocente— ya no lo es tanto.
Ya no estaba siendo simplemente amable.
Ya no estaba actuando como una esposa dolida.
Empezaba a gustarme estar ahí. A gusto, siendo vista.
Y de pronto, sin aviso, una lágrima me bajó por la mejilla.
No era tristeza. No sé qué era. Pero era como si una parte de mí estuviera despidiéndose en silencio de ti.
Lucas lo notó y me acarició el pelo con una dulzura que no esperaba.
No dijo nada. Su caricia lo dijo todo.
Y ahí lo supe.
No estaba sola.
Y no estaba mal.
Y ahí… ahí ya me había olvidado de ti, Elías.
No sé si con tristeza.
O con alivio.
Facundo dijo que no había nadie en la casa. Que su hermana estaba en la finca.
Y yo decidí no salir de ahí.
Eso fue todo, Elías.
Solo quería que lo supieras por mí.
La casa olía a trago barato. Facundo apenas podía hablar bien, pero no lo dejábamos caer. Martín fue el que trajo hielo del congelador, Lucas se sirvió otra copa sin preguntar, y Santiago se quitó la camisa porque decía que el lugar estaba “como un horno”.
Yo estaba ahí. Viéndolos a todos, viéndome a mí.
Y por primera vez en mucho tiempo, estaba feliz.
Sentía el calor subirme por el pecho, como si me estuviera despertando después de años dormida.
Los miraba con detalle —a Martín, a Lucas, a Santiago— y algo en mí se activaba.
No era la mirada de siempre. No los veía como amigos.
Los estaba mirando como hombres. Como cuerpos. Como posibilidades.
Martín, sobre todo.
Un hombre en todo el sentido de la palabra. Negro, fornido, con los brazos que hacían que una quisiera ser cargada sin preguntar por qué.
Tenía una voz suave y firme a la vez. Y, cuando Elías no estaba, era más amable conmigo. Me hablaba distinto. Me escuchaba.
Esa noche, me di cuenta de que también me miraba distinto.
Y yo lo noté.
Y no quise apartar la mirada.
Esa noche no me sentía esposa. Ni madre. Ni traidora. Me sentía… cansada. Y viva. A la vez.
Me reí con ellos. Me senté en el sofá, entre Martín y Santiago. Martín me ofreció un sorbo del suyo. Lo acepté. Era ron.
Facundo, medio dormido, empezó a cabecear. Alguien lo dejó recostado en la silla.
Yo me levanté para ir al baño y, al pasar, sentí la mirada de Santiago recorriéndome.
Me detuve en el marco de la puerta y le pregunté, sin rodeos:
—¿Quieres algo?
No respondió. Solo se levantó.
Entré al baño sin cerrar del todo la puerta. Me senté en el borde del lavamanos, abrí las piernas y lo esperé.
Santiago no dudó. Vino directo a mí.
Me besó sin hablar, con hambre. Le respondí igual. Le agarré la nuca, lo acerqué más.
Me metió la mano por debajo del vestido y no lo detuve.
Me tocó sin miedo. Yo estaba mojada. Yo lo estaba esperando así.
Y no pensé en Elías.
Pensé en mí. En mi cuerpo. En mi decisión.
Y no me detuve. No quería detenerme.
Me besaba sin pedir permiso. Yo no le quité la mano cuando sus dedos ingresaron con urgencia en mi vagina.
Y no era él. No era solo él.
Yo también lo estaba haciendo. Incluso le pedí que me tocara.
Santiago no se detuvo ahí, sin dejar de besarme bajó sus dedos hasta mi ano, me introdujo dos de sus dedos de golpe, su boca fue lo único que me impidió gritar. Me los sacó y dejó de besarme, lamió sus dedos y esta vez mirándome me los volvió a meter fuerte y dominante. Comencé a jadear a pesar del dolor, sus movimientos se detuvieron, pero no sacó los dedos, abrí los ojos y vi como con torpeza intentaba liberar su verga de sus pantalones, lo logró. Estaba completamente erecto. Comenzó a clavarme poco a poco. Volví a agarrarle de la nuca y acerqué nuevamente su boca a la mía, nos besamos mientras su verga desaparecía con lentitud extrema en mi ano, hasta tenerla toda adentro. Santiago me agarró de la cintura y se movía dentro de mí, al principio lo hacía lento, lo que ayudó a que me acostumbrara y el dolor fuera desapareciendo de a poco.
Lo escuché decir que iba a acabar, yo le pedí que lo hiciera dentro, lo sentí temblar dentro de mí mientras sus quejidos crecían. Cuando se alejó de mí el semen escurría de mi ano y caía sobre el mesón del lavamanos. Atrape lo que pude con mis dedos y mirando a Santiago los pase luego por mi boca. No tragué, jugué con el semen que había logrado recoger y lo escupí, manchando la parte superior de mi vestido, la que cubría mis grandes tetas.
Salimos del baño. Martín estaba ahí. Me miró. Yo lo miré. Y me reí.
Había una música sonando en el fondo, pero no recuerdo cuál.
En la sala me apoyé en la pared y me desabotoné la camisa. La dejé caer.
Martín me besó el cuello y Lucas me desabrochó el sostén desde atrás.
No hubo conversación. No hubo planificación.
Yo me dejé llevar. Me dejé hacer.
Y no porque no supiera lo que estaba pasando, sino porque sentía que lo merecía.
Como mujer. Como cuerpo. Como deseo.
Me habían visto, me habían tocado, y yo había dicho que sí sin decir nada.
No pensé. Solo sentí.
Reaccioné cuando sentí los huevos de Lucas pegados a mi vagina.
Ahí fue cuando me di cuenta de que ya no había vuelta atrás.
Y no quise tenerla.
Yo me dejé penetrar. Porque quería. Porque ya no estaba esperando que nadie me eligiera.
Yo me estaba eligiendo.
Sentí las manos de más de uno. Algunas torpes. Otras más seguras. Me recosté contra la pared y abrí las piernas. No cerré los ojos. No me arrepentí.
Uno a uno.
No sé el orden.
No me importa.
Eran cuerpos calientes, jadeantes, necesitados. Como el mío.
Y entre todos, me sentí completa. No vacía. No sucia. No como una mujer rota, sino como una que había recuperado su centro entre brazos masculinos.
Me corrí dos veces. Tal vez tres. Perdí la cuenta.
Nadie me preguntó si estaba bien. Simplemente los dejaba usarme.
Meterme las vergas donde debía estar la de Elías, la de mi esposo.
Caminaba con una verga incrustada en mi interior y penetrándome con fuerza, no por intentar alejarme, era el que me penetraba el que me movía con fuerza y yo solo me dejaba mover, hasta que un fuerte empujo me hizo caer en el espaldar del sillón donde descansaba Facundo, sentí la verga salir de mi vagina, era enorme, no sé cómo había podido tener eso dentro de mí. Definitivamente era más grande que la de Elías.
La leche escurría por mis piernas y sonreí. También escuché como ellos también reían. Di la vuelta, mirándolos coquetamente y me arrodillé a los pies de nuestro amigo dormido. Mis manos desabrocharon su pantalón y libraron su miembro blando, lo acaricié y lo besé. Lucas se acomodó detrás mío y volvió a penetrarme. La verga de facundo no se ponía dura pero no me importaba, tampoco el hecho de que tenía un fuerte sabor a orines, la metía hasta el fondo de mi garganta mientras Lucas me cogía con fuerza. Nunca pensé que una orgía podría brindarme tantas sensaciones hermosas, estaba participando en una por primera vez, era hermoso y muy sensual. Me puse de pie cuando sentí la verga de lucas salir de mí.
Después nos quedamos tirados, riendo, desnudos, sudados, exhaustos.
No volví a mencionar a Elías. Todos se fueron y yo me quede juntó a Facundo, lo terminé de desnudar y lo lleve a su cama, desnuda también me acosté junto a él.
Cuando amaneció, ya en nuestros cinco sentidos, Facundo y yo nos vimos, él poco recordaba, pero yo le refresque la memoria y solo empezamos a reírnos y estábamos incrédulos de lo que habíamos hecho. Salí sin dar besos. Ni explicaciones.
Y mientras caminaba a casa con el vestido arrugado y las bragas en el bolso, supe algo con absoluta claridad:
Este cuerpo no era de Elías.
Era mío.
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