Un profesor, una alumna y un colegio católico – Parte 5
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Xander_racer2014.
Ya en los primeros días, el sol entibió deliciosamente la hostil atmósfera que los vientos polares habían dejado durante el invierno y esto se palpaba en el ambiente, impregnando cada poro de la piel con placenteras sensaciones.
Como siempre, el primer indicio que percibimos los hombres es la actitud de las mujeres.
El solo salir a la calle y verlas ligeramente vestidas, era un placer que colmaba los sentidos.
Era como si se hubiesen unido en una marcha de protesta contra la censura.
Los tops escotados, las minifaldas, las tangas cuyas marcas se traslucían a través de éstas, las piernas esbeltas que invitaban al piropo, los ombligos al aire, los senos que se insinuaban al andar y las sonrisas de satisfacción dibujadas en las delicadas facciones de los rostros femeninos, erotizaban el aire que respirábamos.
Siempre dije que el verano es sexual, porque el calor intenso abre las puertas de lo explícito, pero la tibieza de la primavera hace que sea una estación eminentemente erótica, sensual, sugestiva.
En el colegio, todos iban estrictamente de uniforme, pero una vez instalados los primeros calores, el alumnado podía prescindir del saco y del buso.
La camisa pasaba a ser de manga corta y de tela más fina y en el caso de las chicas, la falda se acortaba, según el gusto y la osadía de cada chica, pero respetando ciertos límites impuestos por la dirección del instituto.
Mi Cecilia deslumbraba hasta brillar.
Su exuberante desarrollo físico sumado a la profunda asimilación del aprendizaje que yo le había impartido, la habían transformado en una sofisticada joven mujer, plena de sensualidad y erotismo, capaz de encender pasiones aún desde la más inocente mirada de sus ojos color miel, y dulces como ésta misma.
Recuerdo una soleada mañana durante un recreo entre clases, sobre las diez y veinte.
Imaginen un patio escolar atiborrado de adolescentes, profesores y personal en general.
Los amplios espacios verdes estaban muy bien cuidados y lucían un césped recién cortado, coronado por canteros y algunos maceteros donde las primeras flores de la temporada alcanzaban su auge, inundando el ambiente de firmes colores y agradables perfumes.
En medio del hermoso lugar, mi radiante sumisa.
Visualícenla de pie, de cara al sol.
Tomen una vídeo cámara imaginaria y hagan un paneo desde atrás, de abajo hacia arriba.
Sus piernas separadas como evitando el calor del roce entre ambas.
Zapatos negros de taco y grueso de unos cinco centímetros, lo permitido.
Calcetines azules, impecablemente estirados hasta unos diez centímetros debajo de las rodillas.
Ahí comienza a resplandecer la suave piel blanca, que apenas esboza una ligera sombra sobre la hendidura de la articulación de la rodilla.
El blanco se comienza a engrosar hacia arriba, marcando la parte trasera de sus muslos.
Cada centímetro que subimos por aquellas piernas es más delicioso que el anterior, hasta llegar a una línea azul entrecortada por los breves segmentos que dan forma a su falda acampanada.
Las curvas de sus caderas resplandecen en tres dimensiones, pero nos transportan a muchas más.
Sus glúteos firmes y erguidos levantan aquella prenda haciendo que se forme un arco alarmantemente sugestivo.
Al continuar el ascenso las curvas se cierran abruptamente contorneando una pequeña cintura de guitarra española.
Luego vuelven a abrirse desde el blanco de su camisa ajustada, que denota la amplitud de una espalda levemente arqueada hacia atrás.
Solo el rojo de la parte trasera de su sostén, marca un contraste con el blanco, al traslucirse tenuemente.
Sus brazos se alzan con sus manos abiertas a un sonriente cielo, como implorando al sol su vital energía.
Su cabeza apenas levantada para quedar de frente a éste, nos obsequia una esplendorosa cascada de cabellos rubios, lacios, sedosos, que llegan hasta la mitad de su espalda.
Ahora cambiamos el ángulo de filmación y nos situamos de frente a ella.
Desde sus zapatos vemos como sus pies se levantan hacia sus talones firmemente apoyados en sus tacones, realzando la belleza de sus piernas.
Al rebasar los límites de sus calcetines vemos como sus rodillas pequeñas y muy parejas, apenas sobresalen, dejando una línea casi recta que nos lleva hacia sus muslos, plenos de vigor, irradiando tentación.
Subimos por su falda, que en su mapa del tesoro es el punto marcado con una X.
Ahí es exactamente donde se esconde la más hermosa gema jamás tallada.
Las curvas de sus caderas se hacen aún más excitantes de frente, en especial en la delicada confluencia a su fina cintura.
La imagen de la guitarra es aún más nítida.
Solo Dios sabe cuánto disfruto haciendo sonar cada acorde de ese noble instrumento.
Me viene a la mente cada gemido, cada jadeo, cada susurro de su dulce voz cuando está conmigo.
Esa es mi música preferida.
Nunca desafina una nota.
Su corbata azul contrasta con el blanco de su camisa y la atraviesa de arriba a abajo, dividiéndola en dos partes simétricamente iguales.
El ajuste en su cuerpo hace que su sostén se trasluzca aún más, transmitiendo excitación pura.
Las mangas cortas permiten que sus esbeltos brazos brillen con la luz solar que la acaricia de frente.
Sus ojos cerrados para evitar el encandilamiento por la exposición directa a tanto brillo, me hacen pensar que está pidiendo un deseo y mi exaltación al recordar los intensos momentos que vivimos juntos, me aseguran que ese deseo me involucra.
Sobre su cabeza, dos trenzas formadas por finos mechones, rodean su contorno craneal y se unen por detrás, coronando el resto de su seductora melena, que brilla como toda ella.
Realmente su presencia le hace un gran favor al astro rey, que parece feliz por el hermoso destino que llevan sus rayos.
Cómo me hubiese encantado pararme detrás de ella y tomando sus manos, emular a Leo Di Caprio en Titanic, gritando “I am the king of the World!”… pero eso solo era posible en el terreno de las fantasías que mi dulce Cecilia araba, sembraba, regaba y cosechaba.
Ella surtía todos esos efectos en mí.
Erradicó la aridez de mi ser, transformándome en tierra fértil.
Y yo que comencé todo este proceso pensando que sería yo el que la trasformaría a ella.
Qué iluso!… fue siempre ella… fue siempre Cecilia el agente transformador del triste espectro que yo solía ser.
Ella y solo ella, fue la artífice de toda mi felicidad.
Lo que sí era posible más allá de cualquier fantasía, es lo que sucedía una vez que Cecilia trasponía el umbral de mi hogar y la puerta se cerraba.
Siempre respetó su minuto de plazo para alcanzar su plena desnudez, como si se tratara del más estricto mandato religioso.
Hasta ahora les he narrado sus generosas entregas al sexo, la humillación y hasta el mismísimo dolor, como parte del entrenamiento de una sumisa, el cual jamás rechazó, sino que siempre afrontó con valor y altísima dignidad.
Hoy voy a referirme a su actividad BDSM preferida.
Si bien todos los juegos son parte de un todo, mi Cecilia, por sobre todas cosas, ama el bondage.
Halla en las ataduras el medio idóneo para su más pura y profunda expresión erótica.
Cada esposa que sujeta sus muñecas y sus tobillos, cada trozo de cuerda que se ajusta a su piel, cada nudo que tensa su cuerpo, la someten a un grado de vulnerabilidad que la lleva a su mayor grado de excitación y a humedecerse con cada sensación que yo le proporciono.
Había comprado uno de esos colchones masajeadores eléctricos y lo tendí sobre mi cama.
Ella iba boca arriba sobre él.
Brazos y piernas extendidos en X.
Cada muñeca y cada tobillo con una esposa de cuero, ancladas a los extremos de la cama.
La frágil piel blanca de Cecilia es fácil de marcarse, por lo que siempre que le aplico esposas, aunque sean suaves como esas de cuero, le hago usar medias y guantes.
Me gusta cuidar la piel que después me voy a devorar a besos.
Los anclajes tensan su dulce materia, manteniéndola inmóvil, tirante.
Su espíritu es tan libre, que nada lo puede tensar.
Un antifaz negro completamente cerrado venda sus ojos, sumiéndola en la oscuridad que solo su vivaz imaginación plena de erotismo, puede iluminar con colores más firmes que los que cualquier ojo hayan podido ver.
Cuando está lista, dejo que una dulce música tántrica inunde el ambiente a bajo volumen, para que pueda escuchar también lo que yo le susurro.
– Afloja tus músculos… deshazte de la tensión… entrégate a mí, Cecilia, y te llevaré de paseo por los confines de tus placeres soñados…
La reacción de mi sumisa me hace pensar que tal vez yo pueda obrar cierta magia, porque al verla abandonarse a mis deseos, habiéndose puesto voluntariamente en aquella situación de indefensión, no puedo menos que maravillarme por tanta generosidad para brindarse incondicionalmente.
Encendí el control del masajeador y de inmediato una placentera sonrisa se dibujó en sus carnosos labios, los de mi perdición, bajo aquellos antifaces que afirmaban su confianza en mí, como diciéndome: “No necesito ver ni saber… solo necesito que me lo hagas…”
Había encendido algo más de una docena de velas.
La luz eléctrica me parecía una inconcebible afrenta a la naturaleza de la imponente sensualidad de aquella princesa maniatada, a merced de mis instintos más pervertidos y completamente desinhibidos, ante la presencia de su subyugante belleza.
Mi lengua recorre todo su cuerpo sin la menor prisa y a medida que va humedeciendo su exquisita piel, el reflejo de las flamas inquietas me muestran el brillo que va dejando, como un camino de hormigas que se abre paso en la pradera.
Su respiración es el único movimiento carnal que experimenta y yo me alimento de él, en todo el recorrido de mis labios sobre ella.
En los montes de sus senos cada segundo es un tesoro.
Contornear sus rosadas aureolas es un deleite sencillamente indescriptible.
Tendría que inventar palabras.
Atrapar sus pezones y sentirlos erigir entre mis labios provoca intensos gemidos de mi Cecilia.
Dulces, profundos, únicos como ella misma.
Intento no apurarla.
La tarde nos pertenece y merecemos disfrutarla al máximo.
A medida que todo su cuerpo está sensiblemente entregado a mi tacto, monto sus pechos para que mi miembro se regocije en la suavidad que solo esa escultura viviente le puede transmitir.
Dos calurosas masas de la más excitante energía sexual me atrapan por completo.
Gozar no es una opción.
Es una imposición inapelable.
Me cuesta creer que tanto placer sea posible.
Cecilia menea suavemente su cabeza y su lengua se asoma tímidamente, recorriendo sus labios, humedeciéndolos y pidiendo lo que yo sé muy bien que desea.
Avanzo con mi pene sin que se despegue de su piel ni por un instante y empiezo a rozar su cuello.
Hacia delante y hacia atrás… hacia uno y otro costado.
En un ladeo de su rostro subo por su mejilla.
La humedad que va dejando en su cara le hace saber que mi piel está estirada y mi glande está libre.
Lentamente lo dirijo hacia la comisura de sus labios y como si tuviera un efecto magnético, su lengua se dirige al anhelado encuentro.
Cuando llego a ella, Cecilia abre suavemente su boca y a tientas lo busca, hasta encontrarlo.
Lo recorre con toda la fuerza de sus deseos y me esfuerzo por contenerme para retrasar mi eyaculación.
Quiero prolongar el instante mágico.
Conjuro mis poderes, si es que tengo alguno y suavemente avanzo, penetrando su boca… mi manantial de vida.
Siento un leve roce de sus dientes, que dura tan solo el instante en que ella asume que la estoy penetrando y termina su apertura… lo recibe dentro.
Su mejilla se abulta, sus labios me atrapan, su lengua me extrae del podrido mundo cotidiano, que ahora queda a miles de kilómetros de las sensaciones que ella me proporciona.
Las convulsiones en mi miembro me recuerdan que no aguanto más.
Es demasiada felicidad para que un simple hombre pueda soportarla.
Paso mi mano izquierda por detrás de su cabeza y suavemente la guío hacia mí… la subo un poco.
No quiero que el derrame de mi esperma la sorprenda en posición horizontal.
Cecilia se prepara… me presiente.
Exploto en su interior.
Sus gemidos a boca llena resuenan como una ovación que aprueba la recepción de mis calientes fluidos.
Mis jadeos me liberan de toneladas de stress acumulado, haciéndome sentir renovado… libre.
Retiro mi pene y ella me muestra su boca abierta, cargada de mi néctar, de mi orgullo, de mí mismo.
Lo traga y me sonríe feliz.
Al verla, solo puedo preguntarme si en verdad merezco a una mujer así, o si algún día un juicio celestial me condenará por apropiación indebida de un ángel.
Pero esto no puede terminar aquí.
No después del intenso placer que me ha dado.
Retrocedo y me sitúo entre sus piernas.
Me siento obligado por la ley del talión.
“Lengua por lengua… polvo por polvo”.
Sí… ya sé que ese no es el término exacto, pero es la adaptación sexual que se me ocurre.
Recorro sus labios vaginales de arriba hacia abajo con mi nariz, inhalando el calor de sus deseos expelidos por su sexo bien despierto, pero cuando subo, lo hago con mi lengua… despacio… atrapando su humedad… lubricando sus engranajes, acelerando su excitación.
Llego a su clítoris como guiado por su erótico llamado.
Su respiración se agita, sus gemidos claman por más.
Una abrupta aspiración profunda de Cecilia la lleva a una deliciosa contracción muscular que aprovecho para ahondar en mi succión, como el colibrí al alimentarse de su exquisita flor.
Los jadeos de mi indefensa damisela resuenan en mi habitación y en mi mente, que en ese momento solo existe para ella.
De a poco lo voy sintiendo.
Su orgasmo se acerca… nace en lo profundo de Cecilia, se expande por todas sus fibras y termina invadiendo todas las mías.
Me traspasa… me abruma… me sublima.
Cecilia yace abandonada a sus sensaciones, maneja su respiración hasta calmarla, la serenidad se instala nuevamente en su ser.
Libero sus ataduras y la incorporo.
La atraigo hacia mí para abrazarla y colmarla de caricias reparadoras.
Le quito su vendaje y sus ojos lentamente parpadean para incorporarse a la tenue luz de las velas a nuestro alrededor.
Una dulce sonrisa me transmite su aprobación a este detalle.
Me abraza, juega con mi pelo.
Le quito sus guantes… luego sus medias, que aunque son muy suaves y de alto grado de transparencia, nada en el mundo iguala su inmaculada desnudez.
La levanto suavemente tomándola por su cintura.
Ella pone sus manos sobre mis hombros.
Ya sabe cómo tiene que acomodarse para lo que sigue.
Me apresto a entrar en lo profundo de ella, así como ella se dispone a recibirme.
Es el deseo de ambos comunicado en lenguaje de puro amor.
Sin palabras… sin gestos… sin indicaciones.
Solo con el explícito proceder del anhelo que nos unió desde el primer día.
El roce de su cuerpo contra el mío me transporta al mundo del sentir, mientras ella sube y baja por mi miembro que se deja atrapar por sus encantos, sin oponer la menor resistencia.
Beso su cuello, su rostro, su boca se funde en la mía.
Una sola carne como en el principio de la creación.
Muchas fueron las ocasiones en que practicamos el bondage y muchísimas las variantes que el juego nos ha permitido.
Pero esta experiencia en particular, esta que les he narrado hoy, tuvo algo que la hizo distinta.
Ya había pasado algo más de cinco meses desde el comienzo de nuestra relación.
Cecilia aún tenía quince años, yo cuarenta, pero ambas almas juntas tenían siglos de estar unidas.
Fue al asumir todo esto, que una idea tan loca como yo, o quizás un poco más, si es que esto es posible, irrumpió en mi mente con la fuerza de un vendaval y se plantó en mi conciencia como bandera de conquista en la cima de una montaña.
En ese preciso instante desapareció de mi mente la imagen de Cecilia mi sumisa, la cual fue reemplazada por la firme convicción de estar junto al amor de mi vida.
Algunas alarmas subconscientes se encendieron en mí, avisándome del peligro.
Mis experiencias anteriores siempre habían concluido en estrepitosos fracasos.
Cada vez que me había enamorado había terminado con el corazón roto y la mente desesperanzada.
Y la diferencia de edad entre ella y yo eran la clase de cosas que a la sociedad le encanta condenar implacablemente.
Asumir que la amaba era aceptar un cúmulo de desafíos que comenzarían a plantearse muy pronto… uno tras otro… sin tregua… sin piedad… sin margen para el error.
Permanecíamos acostados, abrazados y sosteniéndonos firmemente la mirada.
No me pregunten cómo sucedió.
No lo pensé… no lo planifiqué… simplemente en un embelesado momento de contemplación de aquel dulce rostro, mi boca pronunció las dos palabras más importantes de la historia de la humanidad: Te amo…
El eco quedó resonando en el ambiente… en mi mente… y creo que también en la de ella.
Sus ojos se abrieron tan grandes como la sorpresa que le causaba esta confesión.
La sonrisa más angelical que vi en toda mi vida, se pintó en su rostro con el fulgor de un arco iris.
Aquel abrazo relajado del que disfrutábamos de pronto se hizo tan apretado como nuestras fuerzas nos permitían.
Su boca fue directo a la mía.
No podría especificar cuánto tiempo nos estuvimos besando, pero lo que sí estaba claro es que nuestra relación tomaría un nuevo curso.
Cecilia también me amaba… sus besos me lo juraban.
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