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Heterosexual, Incestos en Familia, Intercambios / Trios

Una Madre que Despierta Penes y Curiosidades

La historia de Emma, una madre que amamantó y fue penetrada por sus hijos gemelos, altera el almuerzo de los Flores. Las reacciones son inmediatas: los hombres se excusan con erecciones visibles, la niña con hambre de galletas y leche, y Elena con la idea para un nuevo post viral..
El almuerzo en la terraza era un acontecimiento habitual en el Edén. La luz del sol, filtrada por las enredaderas de glicina, dibujaba un encaje móvil sobre los cuerpos desnudos de la familia Flores. Comían en silencio. Miguel masticaba lento, ensimismado. Leo, sentado muy derecho, mantenía la mirada fija en los restos de pasta en su plato como si descifrara un oráculo. Lara, en una silla más baja, jugueteaba con un trozo de pan, moldeándolo con dedos pequeños.

Fue Elena quien, tras un sorbo largo de agua, rompió el silencio. No con una frase cualquiera, sino con el preámbulo de quien va a compartir una joya.

—Me acordé hoy de mi amiga Emma —dijo, dejando el vaso con suavidad—. La pelirroja, la que tiene los gemelos. Os conté que era… intensa.

Miguel asintió vagamente, sin mucho interés. Leo ni se inmutó. Lara dejó el pan y prestó atención; cualquier historia que comenzara así solía ser buena.

—Pues ayer —continuó Elena—, tuvo un percance. Se le había olvidado comprar leche. Justo cuando había hecho galletas de chocolate para los niños.

Describió la escena con la precisión de una novelista: el calor de la cocina, la congestión mamaria de Emma, la presión dolorosa en sus pechos. Su voz era suave, envolvente, pero cada palabra estaba cargada de un detalle sensual. Habló de los pezones empapados, del peso de las mamas, de la «improvisación natural» que se le ocurrió.

—Imaginaos —dijo, y sus ojos grises brillaban—. Los gemelos, de ocho años, con sus vasitos vacíos. Y ella, desesperada por el dolor y para no defraudarlos. Les mostró sus pechos y les dijo: ‘Mamá tiene mucha lechita calientita para ustedes’.

Miguel dejó el tenedor. Leo, sin querer, alzó la vista hacia su madre desnuda. La historia había cruzado un umbral y se volvía más interesante. Elena narró la succión inicial, la curiosidad de los niños transformándose en hambre, el alivio de Emma. Lo hizo sonar a un círculo perfecto de necesidad y provisión.

Lara escuchaba, fascinada, un hilo de saliva brillando en su labio inferior. «Como cuando era bebé», pensó, pero no dijo nada.

Luego, Elena profundizó. Describió la exploración táctil de los niños: las pequeñas manos yendo a las caderas de su madre, las erecciones infantiles presionando contra sus muslos a través de la tela. No usó palabras crudas; habló de «respuestas fisiológicas inocentes», de «la curiosidad del cuerpo que descubre el placer». Relató cómo Emma, lejos de asustarse, los guio: las mamadas que les dio, uno tras otro, saboreando sus pequeños penes, y cómo luego, en un arrebato de «intimidad compartida», les pidió que la penetraran.

—Los dos a la vez —susurró Elena—. Dos pequeñas verguitas, idénticas, encontrando su camino dentro de ella. Y ella, sintiendo ese estiramiento delicioso, animándolos. ‘Coged a mami’, les decía. Y ellos lo hicieron. Hasta que, al final, ella los tomó en su boca y bebió toda su semilla, toda su primera leche de hombres.

Calló. El silencio fue absoluto, roto solo por el zumbido lejano de una abeja.

En ese silencio, los cuerpos de los hombres Flores hablaron.

Miguel, atrapado en la imagen de la madre lactante y penetrada, sintió un calor lento y culpable ascender desde su bajo vientre. Su pija, la «oruga» flácida y olvidada sobre la silla de mimbre, dio un latido. Luego otro. Comenzó a hincharse, a alzarse con una torpeza vergonzante, empujada por una excitación que su mente rechazaba pero su carne abrazaba. No quería esto, pero la historia, narrada con esa admiración por su esposa, había encontrado un cable directo a su libido.

Leo fue más rápido, más violento. En él, la historia no provocaba culpa, sino un eco aterrador y excitante. La imagen de los gemelos follando a su madre y corriéndose en su boca le activó algo primitivo. Su «mástil», siempre al borde de la erección, se irguió de golpe, pleno y hermoso, una flecha de carne venosa se tensó frente a su abdomen. Sintió asco. Sintió envidia.

Lara, que siempre está atenta a todo, vió las erecciones.

—¡Papi! —gritó, con la voz clara como una campana, señalando con su dedo—. ¡Tu oruga se está poniendo dura! ¡Mira! ¡Se está despertando!

Todos miraron. Miguel se puso color granate, intentando cruzar las piernas torpemente, pero la erección era ya evidente.

Antes de que Miguel pudiera balbucear una excusa, Lara giró hacia su hermano. Sus ojos se abrieron más.

—¡Y el mástil de Leo también! —anunció, con el tono de quien descubre un fenómeno natural sorprendente—. ¡Está gigante!

Leo cerró los ojos, deseando que la tierra de la terraza se lo tragara. Su verga, imponente y vertical, era la prueba irrefutable de su turbación. No podía ocultarla. No podía negarla.

El silencio que siguió fue denso, cargado de vergüenza, excitación y la perversa curiosidad de Lara. Miguel tosió, mirando a ninguna parte. Leo respiraba por la nariz, los puños apretados.

Fue entonces cuando Elena intervino.

—Claro que sí, gatita —dijo—. El cuerpo escucha historias, y a veces responde por su cuenta. Especialmente los cuerpos de los hombres. Tienen sus propias… antenas.

Se dirigió entonces a Miguel y a Leo con su mirada abarcándolos a ambos.

—No hay por qué avergonzarse. Es la prueba de que estáis escuchando con atención. De que vuestros cuerpos son sensibles, receptivos. —Hizo una pausa, mirando a Lara—. Y Lara está aprendiendo. Aprendiendo que las historias no solo se oyen con los oídos.

Lara asintió, muy seria, procesando la lección.

Elena se llevó un trozo de pan a la boca y lo masticó lentamente, como si diera tiempo a que la idea se asentara. Luego, continuó:

—Es interesante, ¿no? La misma historia… provocó algo en Emma, en sus gemelos, y ahora en vosotros dos. —Dejó caer la pregunta, suave como una pluma de halcón—: ¿Y en ti, Lara? ¿La historia te provocó algo?

Lara frunció el ceño, concentrada. No era una pregunta retórica; era un examen. Miró el plato de pan, luego la erección de su padre, luego la imponente de su hermano. Finalmente, encontró su respuesta.

—Me dio hambre de galletas con leche —dijo, con honestidad absoluta—. Y… —hizo una pausa, sus ojos azules reflejando la luz filtrada— me dio curiosidad saber qué gusto tiene la leche de las tetas. Si es dulce como la de vaca, o diferente.

La ocurrencia, tan infantil, tan literal, rompió la tensión como un cristal fino. Miguel soltó una risa corta, nerviosa, de alivio. Hasta los labios de Leo se curvaron en algo que no era una sonrisa, sino la relajación de una mueca de angustia.

Elena rió, una risa cálida y genuina.

—Ahí lo tenéis —dijo, como coronando el experimento—. Tres respuestas distintas a un mismo estímulo. Hambre, excitación y… curiosidad sensorial pura. El Edén en miniatura. —Se levantó, recogiendo su plato—. Bueno, creo que ha sido un almuerzo muy ilustrativo.

Se alejó hacia la cocina, dejando atrás a los tres. Miguel, con su erección ahora menguante pero la cara aún colorada. Leo, que finalmente se cubrió con una mano, derrotado. Y Lara, que se quedó mirando el mástil de su hermano, ahora en retirada, con ganas de que la puntee en su culito.

La historia de Emma, una semilla de perversidad ajena, había sido plantada en el jardín del Edén. Y ya había empezado a echar raíces, torcidas y húmedas, en la carne y la imaginación de los Flores.
__________________________

Crónicas del Edén
Entrada: Ecos Lácteos y Antenas de Carne: Cómo una Historia Alimenta el Jardín
Publicado: 10 de octubre, 11:55 p.m.
Categorías: Pedagogía Viva, Resonancias, Dinámicas Familiares, Teoría del Estímulo

Queridos cómplices,

Hoy, durante un almuerzo aparentemente ordinario en nuestra terraza, el Edén demostró una vez más su permeabilidad absoluta. El detonante fue una historia ajena, un relato de otro hogar, que sirvió de espejo—y de catalizador—para las verdades más íntimas del nuestro.

Les conté a los míos sobre Emma, una amiga de voluntades intensas, y su dilema doméstico: galletas recién horneadas, leche olvidada, y una congestión mamaria que pedía a gritos una solución. Narré, con la fidelidad que merece un caso de estudio tan jugoso, su decisión. Cómo ofreció sus pechos a sus gemelos de ocho años, no como un acto regresivo, sino como una improvisación lógica y nutritiva. Describí el alivio, la curiosidad transformada en hambre, y cómo esa intimidad lactante derivó, con la naturalidad con la que un río encuentra el mar, en una exploración mutua del placer. Los pequeños toqueteos, las erecciones inocentes contra sus muslos, las mamadas que ella les dio—saboreando la sal de su futura hombría—, y finalmente, la penetración dual, esos dos pequeños miembros idénticos encontrando refugio en el útero simbólico que los gestó. Terminé con la imagen de Emma, de rodillas, bebiendo la primera cosecha seminal de sus hijos, mezclándola con el dulzor de las galletas.

Callé. Y entonces, el Edén habló a través de la carne.

Las Antenas Despiertas: La Respuesta Masculina
Miguel, mi patriarca, siempre tan adepto a racionalizar sus respuestas, no pudo hacerlo esta vez. Su cuerpo escuchó la historia del alimento materno convertido en éxtasis compartido, y respondió con una lentitud culposa pero imparable. Su pene, esa «oruga» familiar y a menudo adormecida sobre la silla de mimbre, comenzó a palpitar. Latido a latido, se irguió en una erección tímida pero firme, un mástil de segunda floración que declaraba, ante toda la familia, que la narrativa había tocado un nervio profundo: el del deseo por la nutrición que se vuelve vicio, por la ternura que contiene la semilla de la transgresión. Su vergüenza fue tan evidente como su erección; un conflicto hermoso de observar.

Leo, mi arquitecto adjunto, respondió con la violencia silenciosa de la juventud. En él, la historia no resonó como conflicto, sino como espejo distorsionado y potencial. La imagen de los gemelos poseyendo a su madre activó en él no el asco, sino un reconocimiento lúgubre y excitado. Su «mástil», siempre en estado de alerta, se tensó de inmediato en una erección magnífica, venosa, imponente. Fue una respuesta pura, casi académica en su crudeza: el cuerpo joven reconociendo, en el relato, un patrón de poder y acceso. Su silencio era el de un animal que olfatea una presa que aún no se atreve a cazar.

Pero la verdadera maestra de la tarde fue Lara, nuestra ninfa de siete años. Atenta a cada palabra, sus ojos azules absorbían la historia. Y cuando el silencio cayó y los cuerpos de su padre y su hermano manifestaron su escucha física, ella no se limitó a observar. Actuó.

Con la naturalidad de quien señala una flor interesante, primero indicó las erecciones. «¡Papi! ¡Tu oruga se está poniendo dura! ¡Mira! ¡Se está despertando!». Luego, girando hacia Leo: «¡Y el mástil de Leo también! ¡Está gigante!». Pero no se detuvo en la mera observación verbal. Movida por una curiosidad se acercó y extendió su mano. Con la punta de sus dedos, tocó primero la erección ruborizada de Miguel, sintiendo su calor y su firmeza renaciente. Luego, sin vacilar, pasó a la de Leo, acariciando la longitud venosa con una mezcla de asombro y familiaridad, como quien palpa el tallo de una planta exótica pero que ya conoce. «Están calientes», declaró, como emitiendo un dato científico. «La de papi late despacio. La de Leo late rápido, como un pajarito».

Fue un momento de pura pedagogía sensorial no mediada. Ella no juzgaba, solo conectaba el estímulo narrativo con su consecuencia física tangible, y se aseguraba de experimentar esa consecuencia por sí misma. Su gesto desarmó la tensión sexual, transformándola en material de estudio. La vergüenza de Miguel y el conflicto de Leo se vieron, por un instante, trascendidos por la simple, abrumadora lógica exploratoria de la niña.

Conclusión: El Círculo del Estímulo
Este almuerzo fue una lección perfecta sobre la ecología del deseo dentro del sistema familiar. Un relato externo, una «semilla narrativa», cayó en el terreno fértil del Edén y germinó en tres respuestas distintas:

En Miguel: Culpa y deseo, la erección como síntoma de un tabú que se resquebraja pero aún pesa.

En Leo: Reconocimiento y envidia, la erección como espejo de un poder que intuye y ambiciona.

En Lara: Curiosidad y apropiación táctil, el gesto como herramienta de aprendizaje y normalización.

Y yo, como cronista y arquitecta, pude observar cómo el círculo se cerraba. Mi historia alimentó a mi familia, y sus reacciones alimentan ahora mi entendimiento y, por supuesto, esta crónica. El Edén se nutre de estos ecos, de estas resonancias que demuestran que ya no hay un afuera y un adentro; todo estímulo es absorbido, procesado y devuelto como un acto de intimidad consciente.

Por eso os pregunto a vosotros, queridos lectores, mis cómplices en esta tarea de reimaginar lo íntimo: ¿Qué historia ajena ha resonado alguna vez en vuestro hogar de una manera inesperada y física? ¿Habéis sido testigos de cómo un simple relato puede erizar la piel, acelerar el pulso o, como en nuestro caso, hacer surgir mástiles donde antes solo había silencio? Contadme. Vuestras anécdotas son el abono para este jardín colectivo que cultivamos desde la sinceridad más cruda.

Con el sabor dulzón de la leche materna y el salado del semen joven aún como un fantasma en mi paladar narrativo,
E.

26 Lecturas/24 diciembre, 2025/0 Comentarios/por Mercedes100
Etiquetas: amiga, culito, culo, follando, hermano, madre, padre, semen
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