Yo y Mis Accidentes: Una Historia de Caídas y Lecciones
Me llamo Sofía, tengo 24 años, mido 1.68 y siempre he sido delgada, aunque mi torpeza me ha hecho dudar si es por genética o por todas las veces que he salido corriendo de un problema… solo para chocar con otro. Mi pelo negro, largo y ondulado podría darme un aire de misterio, pero la realidad es que….
Mi madre se llama Mariana, y me tuvo cuando solo tenía 17 años. Crecimos juntas, más como hermanas que como madre e hija, aunque siempre supo marcar la diferencia cuando era necesario. Es una mujer libre, de esas que nunca han seguido las reglas al pie de la letra, y creo que de ahí heredé mi espíritu caótico. Igual que yo, es delgada y de pelo negro ondulado, aunque a ella siempre le ha dado un aire elegante.
El año pasado fue, para sorpresa de ustedes, mi primera vez en ámbitos sexuales. No es que haya sido una persona apagada o cohibida, pero simplemente nunca se había dado el momento con las parejas con las que salí. Y no crean que fue por falta de oportunidades, sino porque entre mis inseguridades y, lo admito, mi torpeza natural, las cosas nunca terminaban de fluir.
Esta historia realmente comienza con Martín, con quien había planeado una cita aquella noche. Todo parecía ir bien, hasta que mi naturaleza caótica decidió manifestarse de la peor manera. En mi apuro por encontrar la lencería que había comprado especialmente para la ocasión, tropecé con la alfombra, me golpeé contra el filo de la cama y terminé con un moretón en la cadera antes siquiera de salir de casa. Lo peor de todo: en el caos, mi teléfono voló por los aires, cayó en un vaso de agua y dejó de funcionar. Así fue como mi primera vez casi se arruina antes de empezar… por culpa de un clásico accidente mío.
Afortunadamente esa noche, Martín no se limitó a intentar contactarme por el celular, timbro a mi casa y así fue como nos conocimos, al abrir la puerta no se encontró a la mujer que esperaba, estaba completamente adolorida de mi cadera, llevaba puesta la falda que había tenido durante todo el día y una blusa de esas que usamos las mujeres para estar en casa, su cara de sorpresa creo que lo dijo todo. Lamento esto, le dije, pero él se limitó a sonreír, me entrego el ramo de flores que traía y me dijo con una sonrisa tranquila: «Bueno, al menos ahora sé que eres real y no solo un número que dejó de responderme». Me reí, a pesar del dolor en la cadera, y lo invité a pasar mientras intentaba recomponerme un poco.
Dejé las flores en la mesa y Martín me miró con esa mezcla de diversión y ternura que solo alguien con mucha paciencia podría tener. «¿Quieres que pospongamos la cita?», preguntó, pero negué de inmediato. No iba a dejar que mi torpeza arruinara la noche… otra vez.
Así que, cojeando levemente, fui a buscar algo más acorde para la ocasión. Le pedí que me tuviera paciencia, asegurándole que solo necesitaba un momento para arreglarme. Sin embargo, apenas entré en la habitación y me quité la blusa, un espasmo en mi cadera me tomó por sorpresa, haciéndome perder el equilibrio y caer al suelo con un golpe seco.
El dolor me hizo soltar un grito involuntario, y en cuestión de segundos, Martín irrumpió en la habitación alarmado. Ahí estaba yo, en el piso, completamente en tetas y con cara de dolor y vergüenza.
«¿Estás bien?» preguntó él, tratando de no reírse, aunque sus ojos lo delataban.
Yo, aún tirada en el suelo, solo pude cubrirme como pude y soltar un suspiro de derrota. «Mira, si querías una primera impresión inolvidable, creo que lo logré.»
Por intentar cubrirme los senos, había olvidado por completo otro pequeño detalle: tampoco llevaba bragas. Y ahí estaba yo, completamente despatarrada en el suelo, dándole a Martín una vista demasiado completa de mi anatomía.
Por un segundo, el tiempo pareció detenerse. Vi cómo su expresión pasaba de la preocupación a la sorpresa y luego a una rapidez casi cómica en desviar la mirada. A pesar de todo, el muy caballero no hizo ni un comentario fuera de lugar. Simplemente se agachó y, sin perder la compostura, me extendió la mano para ayudarme a ponerme de pie.
Tranquila, no vi nada», dijo con una seriedad que no le creí ni por un segundo.
«Ajá, claro», respondí, sintiendo cómo el calor de la vergüenza subía hasta la punta de mis orejas.
«Creo que algo en todo esto me está sugiriendo que no debo salir de casa», dije, suspirando mientras me sostenía de Martín para recuperar el equilibrio.
Él soltó una risa baja, pero sin burlarse, como si de verdad le divirtiera mi mala suerte. «O tal vez solo necesitas un casco y rodilleras antes de intentarlo», respondió con una sonrisa.
Lo miré con fingida indignación, aunque la verdad es que su actitud relajada me estaba ayudando a no morir de vergüenza. «Bueno, al menos ya rompimos el hielo… y casi mi cadera también», murmuré, logrando sacarle otra risa.
Entonces le sugerí que tal vez podríamos quedarnos en casa. Tenía unas botellas de vino guardadas, y después de todo lo que había pasado, salir ya no parecía la mejor opción. «Además,» agregué con una sonrisa traviesa mientras bajaba mis manos y dejaba tranquilamente a la vista mis tetas, «al menos ya no tienes que esforzarte en seducirme para verme desnuda, ese paso lo superamos bastante rápido.»
Martín soltó una carcajada, negando con la cabeza. «Sí, definitivamente acortaste el proceso,» dijo, cruzándose de brazos con una expresión entre divertida y encantada. «Aunque, para ser justos, no fue la forma más sutil.»
Me reí también, sintiendo cómo mi vergüenza inicial empezaba a desvanecerse. La noche no estaba saliendo como la había planeado, pero tal vez eso no era tan malo. Así que, sin más rodeos, y ya sin la necesidad de vestirme, le hice una seña para que me siguiera a la sala. «Voy por el vino. Tú busca algo en la tele… pero nada de documentales aburridos, ¿eh?» Regresé con dos copas de vino y lo encontré cómodamente sentado en el sofá, con el control remoto en la mano. Pero en cuanto entré en la sala, su mirada se desvió directamente hacia mis senos.
Martín parpadeó, como si intentara decidir entre hacer un comentario o simplemente fingir que esta era una situación normal. Yo, por otro lado, solté una risa nerviosa y, en lugar de cubrirme, le tendí su copa.
«Bueno, ya que estamos en confianza», dije con una sonrisa juguetona, «brindemos por la noche más accidentada de mi vida.»
Él tomó la copa sin dejar de mirarme a los ojos, ahora con una expresión más relajada y cómplice. «Por los accidentes que terminan siendo… interesantes», respondió, alzando su copa.
Mientras bebíamos el vino, con mi desnudez superior ya completamente olvidada, mi mirada reflejaba la perversión que me envolvía. La vergüenza de antes se había disipado, dejando en su lugar una confianza inesperada, casi descarada.
Martín lo notó, por supuesto. Apoyó su copa en la mesa sin apartar los ojos de mí, su expresión pasando del asombro a la fascinación. «Definitivamente, no esperaba que la noche tomara este giro», murmuró, con una sonrisa torcida.
Me encogí de hombros, acercándome lo suficiente como para que nuestras rodillas se rozaran. «Bueno, después de todo lo que ya me has visto, no tiene mucho sentido fingir recato ahora, ¿no crees?»
Él dejó escapar una leve risa y deslizó una mano por mi muslo, tanteando el terreno. Pero justo en ese momento, cuando quise inclinarme para besarlo, el equilibrio volvió a traicionarme. La copa de vino resbaló de mis dedos, volcando el líquido carmesí sobre mi regazo y el suyo.
«¡Mierda!» exclamé, saltando de inmediato.
Martín se quedó helado por un segundo, antes de soltar una carcajada. «Definitivamente, tu torpeza tiene un talento especial para interrumpir el momento.»
Me crucé de brazos, fingiendo indignación, aunque no pude evitar reírme también. «Lo siento, ¿quieres que te compense por eso?» pregunté, inclinándome sobre él con intenciones muy claras.
Él deslizó sus manos a mi cintura y, con un solo movimiento, me sentó sobre su regazo. «Creo que ya tienes ideas en mente», murmuró contra mi piel, justo antes de que nuestros labios se encontraran.
Después del largo beso y los toqueteos de parte y parte, Martín se separó apenas unos centímetros, con la respiración agitada y una sonrisa ladina en los labios.
«Creo que no tiene mucho sentido que estemos empapados en vino», murmuró, deslizando sus dedos por los bordes húmedos de su camisa. «Será mejor quitarnos esto.»
Asentí sin decir nada, mordiéndome el labio con picardía mientras mis manos ya trabajaban en los botones de su camisa, desabrochándolos uno a uno con deliberada lentitud. Él, por su parte, deslizó la tela pegajosa de mi muslo, acariciándome con suavidad antes de tomar mi falda y quitármela por completo. Y allí estaba yo, completamente desnuda en frente de un hombre que apenas conocía. Martín por su parte me miraba con un morbo que lo único que hacía era excitarme más. Se quitó los pantalones y pude ver la hermosa verga que se dibujaba en su bóxer, luego se los quitó, entre en un pánico que no demostré en el momento. Yo era virgen, era una chica de 23 años, virgen a la que un hombre maduro iba a destrozar con esa anaconda que llevaba por verga.
Martín se acercó a mí, su verga hizo contacto ton mi abdomen, la temperatura de la habitación subía con cada roce de nuestras pieles, con cada mirada encendida que intercambiábamos. Pero, en el momento más oportuno, cuando Martín estaba por levantarme en brazos con toda la intención de llevarme a la habitación, el destino –y mi mala suerte– volvieron a hacer de las suyas.
Dio un paso en falso, resbalando con el propio vino derramado en el suelo, y en un abrir y cerrar de ojos, ambos caímos de golpe al piso, entre un estruendo de copas vacías rodando y carcajadas incontrolables. Caí sentada sobre su pecho.
«Aparentemente, la noche insiste en ponernos a prueba», dije entre risas, aún sobre él, sintiendo su pecho temblar con su propia risa.
Martín apretó mis nalgas con firmeza, sus ojos encendidos de deseo y diversión. «Tal vez la solución sea no intentar movernos más», susurró, halándome para sentarme sobre su cara.
Me mordí el labio, sintiendo un escalofrío recorrerme. La forma en que me sujetaba, con esa mezcla de urgencia y adoración, me dejó sin aliento por un instante.
«¿Así, sin más?» susurré, con una risa entrecortada.
Martín no respondió con palabras. En cambio, sus manos firmes en mis nalgas me guiaron con paciencia, con una seguridad que hizo que cualquier rastro de duda se disipara por completo. Me dejé llevar, apoyando las manos en el suelo para equilibrarme, mientras su lengua hacía juegos dentro de mi vagina.
La sensación fue tan intensa que un jadeo escapó de mis labios sin que pudiera evitarlo. Instintivamente, me aferré a su cabello, y comencé a moverme cabalgando sobre su rostro, perdiéndome en el placer lento y tortuoso con el que me exploraba.
Pero, fiel al tono de la noche, la excitación, en este caso, no tardó en hacer su aparición. En un momento, a pesar de que mis gemidos podrían haber sido un aviso previo, solté un chorro de un orgasmo anunciado sobre su cara.
Martín soltó un quejido ahogado, apartándose por un segundo para recuperar el aire.
«¿Estás tratando de ahogarme?» bromeó entre risas, escupiendo un poco sobre su propia barbilla. Entre el calor del momento y el absurdo de la situación, no pude evitar reírme también. «Lo siento, pero técnicamente fuiste tú el culpable.»
Martín negó con la cabeza, aún divertido. «Entonces, volvamos a intentarlo… con menos peligro de asfixia esta vez.»
“No soy tan experimentada como tú,” decidí decirle en ese momento. Martín se detuvo por un instante, su mirada se suavizó mientras sus manos habían retomado las nalgas que parecía reclamar como suyas. Me acarició con ternura, como si quisiera asegurarme que no había prisa, que el momento era nuestro y que podíamos disfrutarlo a nuestro ritmo.
“No tienes que serlo,” respondió con voz ronca, pero con una dulzura inesperada. “Solo quiero que lo sientas… que te dejes llevar.”
Asentí lentamente, sintiendo cómo mi nerviosismo inicial se disipaba poco a poco con cada caricia suya, besó el interior de mi vagina, donde retomó su labor con aún más paciencia, con la clara intención de hacerme olvidar cualquier duda que quedara en mi mente.
“¿Y, podrías decir lo que tengo que hacer?” pregunté, aún con la respiración entrecortada.
“A la cama,” dijo sin dudarlo, deslizando sus manos por mis muslos. “Pero te advierto… ahí no tendrás escapatoria.”
Me puse de pie y caminé hacia la habitación, si evitar notal como admiraba mis nalgas
Martín no hizo el más mínimo esfuerzo por disimular su mirada. Cada paso que daba hacia la habitación parecía encender aún más su deseo, y la forma en que sus ojos recorrían mi cuerpo me hizo sentir una combinación perfecta entre poder y vulnerabilidad.
«Si sigues mirándome así, voy a tropezar otra vez,» dije con una sonrisa traviesa sobre mi hombro.
«Entonces caeré contigo,» respondió sin dudarlo, poniéndose de pie con esa misma seguridad que me había hecho rendirme ante él una y otra vez en el transcurso de la noche.
Llegué hasta la cama y me giré para encontrarlo justo detrás de mí, tan cerca que su aliento cálido chocó con mi piel. Me envolvió entre sus brazos, recorriendo con sus manos mi espalda hasta sujetar con firmeza mis nalgas.
«¿Lista para otro accidente?» susurró contra mi oído, haciendo que un escalofrío recorriera mi cuerpo.
Lo miré con una sonrisa desafiante antes de dejarme caer lentamente sobre la cama, tomándolo conmigo en la caída. Nos dimos un beso de esos que no se olvidan, y le dije que me hiciera todo lo que quisiera.
Martín entrelazó sus dedos con los míos sobre la cama, profundizando el beso con una intensidad que me hizo estremecer. Su lengua exploró la mía con la misma paciencia con la que había recorrido mi vagina momentos antes, como si quisiera saborearme en cada instante, grabando en su memoria cada reacción, cada suspiro.
Cuando me separé apenas unos centímetros para mirarlo, mis labios aún hormigueaban. Lo vi sonreír de lado, con esa expresión de deseo contenido que me hizo temblar por dentro.
«¿Todo lo que quiera?» repitió en un susurro grave, su aliento rozando mi piel.
Asentí sin dudarlo, sintiendo la emoción mezclarse con la expectación.
Él deslizó sus manos por mi cuerpo con una calma casi tortuosa, como si estuviera tomándose su tiempo para decidir por dónde empezar. Sus labios descendieron por mi cuello, dejando un rastro de besos húmedos que me hicieron arquear la espalda involuntariamente.
Mi respiración se podía oír a kilómetros, y mi excitación habló por mí. «Ya cómeme, por favor». Así, Martín sin decir mucho más, tomo su pene y me penetró. Un grito escapo de mí. «¡AHHHHH! ¡PUTAAAA! ¡DIOOOS!». Estaba dentro de mí, esa verga era enorme y estaba dentro de mí.
Mis piernas temblaban mientras intentaban sostenerse alrededor de su cuerpo, mientras Martín, aparentemente ajeno a mi virginidad empezaba a rebotar sobre mí. Me daba durísimo, y a pesar de que sentía rico, también sentía mucho dolor. Mis tetas rebotaban y se movían salvajemente entre nosotros. Lagrimas salían de mis ojos mientras mis gemidos no paraban y Martín seguía dándome muy fuerte.
Sentí como otro orgasmo se acumulaba dentro de mí, coloqué mis manos sobre su pecho y comencé a convulsionar incontrolablemente mientras llegaba al clímax. Me desplome en la cama sintiendo como Martin estaba completamente dentro mío. Y en ese momento fue cuando comenzó a doler más. Martín se enderezo y comenzó a salir de mí, se los juro que si no hubiera sido literalmente imposible le habría calculado dos kilómetros a esa verga.
“Eras…?”, fue la palabra que salió de la boca de Martin cuando noto que su enorme verga que descansaba sobre mi abdomen totalmente tiesa tenía rastros de sangre. Estire mi mano y se la toque, “Si, lo era, pero gracias a ti ya no lo soy”.
Aprete su verga, mis dedos no podían rodearla en su totalidad, el se enderezo y la acerco a mi rostro y comenzó a masturbarse. Había soñado con este momento, lo había querido durante mucho tiempo y ahora estaba sucediendo. Abrí mi boca y saqué la lengua, quise verme lo mas puta posible para él.
De repente lo sentí, un torrente cálido y pegajoso me salpico mi lengua y mis mejillas, al primer contacto instintivamente cerré mi boca y mis ojos. Pero sentí como me llenó por completo mis labios habían quedado tapados completamente con su sustancia y cuando termino y me dio golpecitos con la punta de su pene en mi boca lo único que pude hacer fue reír.
Con su semen marco el final de una velada tan inesperada como inolvidable. Mi piel ardía, mi respiración aún entrecortada, mientras él me miraba con una mezcla de satisfacción y adoración.
Martín soltó una risa entre dientes y se inclinó para limpiarme con sus dedos suavemente la frente. “Definitivamente, esta ha sido la noche más accidentada de mi vida.”
Yo sonreí, sin poder abrir los ojos, “Y la más increíble,” susurré, antes de dejarme llevar por la tranquilidad de sus presencia, con la certeza de que aquella noche quedaría grabada en mi memoria para siempre.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!